Sólo una noche
Un alma atormentada encuentra consuelo una noche.
Sentada en la barra del bar, sentía la gente ir y venir, moverse detrás de mí, hablando, riendo, bailando, sudando, bebiendo. Notaba las miradas de los hombres sobre mi cuerpo, alguna insinuación, algún comentario, pero todos eran rechazados, hoy no era el día para ninguno de ellos. La gente se divertía a mi alrededor, flirteaba, exprimía la noche, y el ambiente olía a amor de barra, a sudor masculino y perfume de mujer, olía a cuerpos jóvenes y maduros buscando una salida a sus insulsas vidas, alguien con quien pasar un rato y reír, y besar y acariciar, y olvidar por unos instantes que la vida puede ser tan cruel o quizá solo lo había sido conmigo, y me gustaba pensar que todos a mi alrededor compartían mi estado de ánimo. Pero seguramente no era así, y mi cuerpo era el único frío en aquella caldera de sudor y alcohol.
No había bebido demasiado, pues me gustaba apurar mis copas despacio, y ver mi reflejo en el fondo de cada vaso, y cómo ese reflejo me devolvía la mirada y me decía algo que no quería oír, y quizá seguía bebiendo, para acallar esa voz, una voz que se metía en lo más profundo de mi mente, de mi alma, y me recordaba cosas que trataba de olvidar, me decía lo que debería haber hecho o dicho, me recordaba a qué había llegado y en que punto me encontraba. Pero ya no quería seguir bebiendo, ni tampoco quería irme a casa, no quería volver al silencio y la oscuridad de mis cuatro paredes; estaba en ese punto en que quedas indecisa, sin saber qué hacer, mirando lo poco que queda de tu última copa, pero sin querer abandonar el local, rogando inconscientemente por que algo haga cambiar tu suerte, porque los dados den un último giro antes de posarse sobre el tapete y el número que veas sea el que esperabas anhelante. Alcé la mirada un momento, quizá para pedirle, después de todo, una última copa al camarero, cuando vi tus ojos.
Me mirabas con una intensidad tan grande que me incomodó. Aparté la mirada y te ignoré con desprecio, como había hecho con todos esa noche. Esta no era una de esas noches en que chico conoce chica, era todo mucho más depresivo y lúgubre. Pero miré otra vez, no sé porqué, pero alcé los ojos de nuevo y ahí seguías, al otro lado de la barra, mirándome fijamente, con una intensidad que me heló la sangre. Y de repente tomé conciencia de que te estaba devolviendo la mirada, y me costaba apartarla. Siempre soy yo la que espanta a los moscones con una mirada gélida cargada de desprecio, cuando no quiero que me molesten pero en este caso eras tú el que me habías hipnotizado, y de repente mi sangre helada empezó a hervir cuando me sonreíste. No era una sonrisa inocente, y tus ojos me traspasaban al mirarme, eran tan profundos como el océano, tan misteriosos e insondables como un agujero negro y yo caí en ese agujero negro, para no volver a salir nunca. Casi sin darme cuenta estabas a mi lado, ofreciéndome un cigarrillo y preguntándome mi nombre. El humo pasando a mis pulmones y el último sorbo a mi copa me tranquilizaron y volví a ser dueña de mí misma; tu voz me hablaba, suave, y tan profunda e inquietante como tus ojos. Mientras tus labios hablaban, tus ojos recorrían mi cuerpo con el más absoluto de los descaros, como si me grabaran en tu memoria para recordarme con posterioridad a esa noche, y quisieran recordarme tal y como estaba vestida esa noche: la blusa roja como la sangre que ceñía mi cuerpo, desabrochada lo justo para incitar la mirada de los hombres y que suspiren imaginando qué más tapa la tela; una falda negra, a medio muslo, subida al estar sentada en el taburete, dejando que la raja a un lado permita ver más de mi muslo de lo que sería conveniente y discreto; medias negras de seda; zapatos negros, relucientes, con tacones infinitos. Me dijiste que me habías estado observando mucho rato, cómo había ignorado y despreciado a todos los que habían querido invitarme a una copa, cómo había estado ahí sola, bebiendo, ahogando mi vida y mis penas en un vaso tras otro, y me preguntaste si a ti también te despreciaría, o si consentiría en dejarme acompañar por ti. Me dijiste que no tenías nada que ofrecerme, solo tus ojos, tu sonrisa, y una copa a la que te gustaría invitarme. De repente ya no quería estar sola, y acepté tu compañía.
Nos sentamos al fondo, donde la luz era más tenue, la música permitía hablar con tranquilidad, y las caricias de los amantes recién conocidos pasaban desapercibidas. Nos sentamos y brindamos por un encuentro fortuito, por un pasado sin interés y por un futuro incierto, brindamos por el presente, nuestro presente, porque era lo único que teníamos y lo único que nos interesaba. A ninguno nos interesaba la conversación insustancial, y pasamos a hablar de nosotros, mientras nuestros ojos se miraban con anhelo, y se desviaban hacia nuestros respectivos cuerpos. Crucé las piernas, mi falda se remangó con intención, y mi lengua repasó mis labios tras tomar un trago; tú separaste un poco las piernas, ansioso por que viera el bulto que afloraba en tu entrepierna, mientras tus ojos se perdían en mi escote. Nuestros cuerpos hablaban por si solos, transmitiendo todo lo que nuestras palabras tenían el recato de expresar; nuestros cuerpos hablaban, nos decían lo que queríamos, su vocabulario era primario, casi animal, pero funcionaba. Una mano me rodeó los hombros otra acariciaba una de mis rodillas, moviéndose sin miedo al rechazo por mi muslo y unos labios se acercaron a los míos. Cerré los ojos y el contacto fue eléctrico se quedaron ahí, rozando los míos, durante segundos la punta de tu lengua los rozó saqué la mía y nuestras puntas se tocaron, se gustaron, se acariciaron nuestras bocas se abrieron al unísono y nos fusionamos en un beso que provocó espasmos de placer por todo mi cuerpo. Tu mano dejó mi muslo y se posó delicadamente en uno de mis pechos, y sin dejar de besarnos, me lo masajeaste con suavidad. Me desabrochaste un botón de la blusa y metiste tu mano dentro, acariciándome los senos por encima del sujetador, jugando con mis pezones a través de la tela negra. Dejaste mi boca y pasaste a besar mi cuello, mientras suspiraba y una de mis manos, sin poderla controlar te acariciaba la entrepierna, notando la dureza que escondías y que estaba deseando liberar. Nos besamos otra vez, esta vez con más ansia, y tu mano abandonó mis pechos para volver a mi muslo, descrucé las piernas, sabías lo que quería, que era lo mismo que querías tú metiste la mano bajo mi falda y llegaste a mis bragas las acariciaste, me frotaste por encima de ellas, hasta que se humedecieron, entonces tus dedos apartaron la tela y entraron en mí, haciendo que mis suspiros se convirtieran en gemidos de placer y deseo. Te susurré que por favor me llevaras a algún sitio. Nos levantamos, nos compusimos un poco la ropa, y nos fuimos.
Me dijiste que no vivías lejos, y por el camino pensé si estaría haciendo bien, pero entonces te miré, y mis dudas desaparecieron, pues había decidido que no quería estar sola esa noche, y sabía que tú me darías todo lo que mi cuerpo necesitaba. Cuando llegamos a tu casa no perdimos tiempo, y mientras nos besábamos con desesperación, tus manos buscaban ansiosos mi blusa, mi sujetador, intentando frenéticamente quitármelos de encima, rompiendo botones, arañando mi piel en tu frenesí; al fin lo conseguiste y admiraste mis pechos, lamiéndomelos con delicadeza al principio, recorriendo con tu lengua toda su redondez, las aureolas, los pezones, sustituyendo la lengua por los dientes, para morderme y arrancarme gemidos. El frenesí y el deseo acabaron con nuestras ropas en el suelo, diseminadas sin orden ni concierto, masculinas y femeninas revueltas, como si nuestras propias prendas nos quisieran imitar y se revolvieran entre ellas. Y nosotros allí, tumbados, desnudos, en el suelo, entre nuestras ropas, olvidándonos de todo, con solo una cosa en la mente: aplacar el deseo y la lujuria que nos consumía.
Lenguas que luchan, que se enzarzan en un combate desesperado; dedos recorriendo la piel, yemas sintiendo cada poro, cada pelo, cada lunar, cada gota de sudor, suavidad, aspereza, en la superficie y en lo más oculto; ojos que no ven más allá del otro, no existe el mundo, ni siquiera esta habitación, solo nosotros, nuestros cuerpos, nuestra saliva y nuestro sudor, nuestra ansia, nuestro calor; un calor que nos quema, que nos abrasa, que hace que nos derritamos y que nuestros cuerpos se fusionen en uno solo, no hay dos, solo uno, somos uno; lenguas que impregnan de saliva nuestros cuerpos, nuestra piel, ni un centímetro de piel sin explorar; mil caricias, mil besos, mil sensaciones, mil palabras; mil olores, mil sabores, mil gemidos, mil gritos; todo mi ser dentro de ti, todo tu ser dentro de mí; un torbellino, un ciclón, todo gira, cada vez más rápido, los ojos cerrados, no quiero mirar, solo sentir; una explosión; y la calma.
Quedamos tumbados, recuperándonos, jadeando como dos perros tras una carrera frenética. Nos miramos y no pudimos evitar reírnos, algo avergonzados por la rapidez del desenlace, pero sin necesidad de excusarnos, pues sabíamos que siempre ese primer polvo es hijo del ansia y la desesperación, pero después vendría algo más pausado e igual de placentero. Así que me cogiste de la mano, y me condujiste a tu dormitorio, a tu cama. Sin lujos, lo mínimo para un hombre, lo suficiente para mi esa noche, solo tú, yo, y una cama.
La noche avanzó al ritmo de nuestras caricias, de nuestros besos, de nuestros gemidos y suspiros, de nuestra lujuria. Los orgasmos se sucedieron, probamos posturas, experimentamos, pero al final no éramos más que un hombre y una mujer, repitiendo el mismo ritual que millones y millones como nosotros habían hecho, hacían en ese momento, y harían, hasta el final de los tiempos. Saliva, sudor, semen, fluidos, sangre. Aromas, sonidos, olores, silencios. Palabras, gritos, susurros. Caricias, arañazos. Un sinfín de contrasentidos inundó nuestros sentidos y dieron sentido a aquella noche, nos dieron lo que necesitábamos, lo que anhelábamos, lo que ansiábamos y necesitábamos, sin preguntas, ni dudas, ni obligaciones, ni exigencias. Dos personas, dos barcos que se cruzan en medio de la inmensidad del océano, en lo más profundo de la noche, y consiguen olvidar por unas horas que la vida es la broma más cruel, sin importarnos ser el pasatiempo de alguien superior a nosotros, como peces de colores en una pecera, como animales en una jaula, abrazados entre las sábanas, ignorando todo a nuestro alrededor.
Esa noche te amé como ninguna mujer ha amado nunca, y tú me amaste como ningún hombre jamás amó. Y con el sol y la luz todo acabó, como un sueño que poco a poco se evapora, y que tratamos de retener, pero se nos escapa entre los dedos, las caras se difuminan, los lugares se borran, hasta que ya no recordamos nada. Todo acabó. Nos despedimos, sabiendo que en breve esta noche solo sería un recuerdo, los detalles, como los sueños, se irían difuminando, tu cara se borraría, hasta que no fuera capaz de recordarte, me concentraría, lo intentaría, y me daría cuenta de lo fútil de mis intentos. Te di las gracias, por hacer que por una noche mi vida fuera algo más que una serie de días grises y monótonos, algo bonito, algo con color. Tu habitación olía a sudor y sexo, tu beso en mis labios como despedida, tus ojos en los míos mientras salía de tu casa. Adiós mi amor.
(Dedicado a todos los que necesitan amor, a los que lo tienen, a los que lo encuentran una noche, y a los que les falta, porque lo encontrarán)