Solo un pedazo de amor

Podría decirse que Wanda y Jessica eran travestis, pero no era así. Al menos, no para ellas. Ellas eran Reinas. Así se sentían al verse en el espejo. Reinas, autenticas, de mortal belleza, sexo puro y absoluto placer.

SOLO UN PEDAZO DE AMO

Wanda y Jessica eran muy parecidas. Altas y morenas, la primera era de piel un tono más oscuro que su amiga. Llevaban el pelo castaño claro casi igual de largo y ondulado, solo que Jessica se había hecho un mechón rubio en el flequillo. Las dos tenían hermosos ojos negros, pintaban con el mismo rojo sus gruesos labios y se maquillaban y perfumaban de la misma manera. Hasta compartían el mismo cirujano plástico, quien les había afinado las narices hasta dejarlas pequeñas y respingonas. El mismo cirujano que les había realzado los pómulos. El mismo que había modelado sus abundantes senos. El mismo que había redondeado sus firmes nalgas.

Wanda y Jessica también se vestían en forma parecida. Frecuentaban minifaldas y tops, tacos altos, botas cortas y medias caladas. Tenían idéntico gusto para la mínima lencería de encaje que las hacía sentir tan hembras. Wanda y Jessica también portaban entre las depiladas piernas unas formidables vergas que, una vez duras, se transformaban en lanzas de puro placer. Podría decirse que Wanda y Jessica eran travestis, pero no era así. Al menos, no para ellas. Ellas eran Reinas. Así se sentían al verse en el espejo. Reinas, autenticas, de mortal belleza, sexo puro y absoluto placer.

Sin embargo, la vida no era fácil para unas Reinas como ellas.

Podían pensar que eran soberbias hembras con pija, pero para el mundo eran basura, objeto de chiste y escarnio público. Ridiculizarlas era el festín de los idiotas. Pero, en privado, muchos hombres morían por estar con ellas. Los mismos que se la pasaban contando chistes sobre los putos, los mismos que se las daban bien de machos, esos mismos pagaban porque cualquiera de ellas les chupara la pija o les entregara el culo o, también pasaba, se los culeara.

Wanda vivía en un viejo edificio en Pompeya, mitad pensión, mitad conventillo. No era un lugar bonito, pero era barato y a nadie le importaba lo que hacía el otro. Alquilaba una pieza en el fondo. Tenía una mesa de madera, un par de sillas, una cocina de dos hornallas, sin horno y un mínimo pero muy preciado bañito propio. El objeto que ocupaba más espacio en la pieza era la cama, de dos plazas y media. Era vieja, de hierro y elástico de metal. El colchón era de lana. Había comprado el conjunto en un negocio de muebles viejos, hacía dos años, y constituía su bien más preciado. No porque la usara con sus clientes, por supuesto. Wanda no trabajaba ahí. Ella tenía su zona en Palermo y llevaba a los clientes a un hotel con el que trabajaba.

Las dos Reinas eran amigas hace años. Jessica vivía en un departamentito que le pagaba un señor generoso. Hasta que un día, el día de esta historia, Jessica se apareció por la pieza de Wanda con una valija en la mano y le explicó que el señor había dejado de ser generoso, tal vez porque la esposa se había enterado, y entonces la había echado del departamento.

Wanda la hizo pasar, la consoló y le dijo que se podía quedar con ella hasta que encontrara otro lugar. Tomaron unos mates, después comieron algo y ya se estaba acercando la hora de la noche en que Wanda tenía que ir a trabajar. Sin embargo, esta le dijo a su amiga que esa vez se iba a quedar a acompañarla, total, ese día no necesitaba plata. Jessica se lo agradeció y la miró con ojos húmedos. Estaba muy linda con esa blusa escotada y la mini de cuero verde que le dejaba los muslos desnudos al aire, pensó Wanda. Gotas de transpiración se le deslizaban por entre las tetas y eso le daba un aire muy atractivo. Jessica también encontró sumamente hermosa a su compañera, vestida con top y calza de gimnasia. El top era ultraajustado y eso hacía que los pezones emergieran en total relieve. Al poco rato, casi a dúo dijeron que estaban cansadas y que había que ir a dormir. Por supuesto que podían compartir la cama.

Afuera llovía y las gotas golpeaban sobre el techo de chapa. Dispuestas a acostarse, las dos Reinas se sacaron la ropa hasta mostrar sus trusas y corpiños. Bajo las delicadas bombachitas, los bultos emergían, orgullosos. Ambas se los contemplaron con disimulo y admiración. Aunque habitualmente las dos dormían con la ropa interior, mintieron la una a la otra y dijeron que tenían por costumbre acostarse desnudas. Ninguna tuvo el menor inconveniente y así se deshicieron de esas breves telas. Las dos mostraban tetas tamaño 110, hechas, como ya se dijo, por el mismo hábil artesano. Estaban llenas y erectas. Para disimular, podrían decir que el frío les hacía endurecer los pezones. Pero no lo dijeron.

Las pijas colgaban lustrosas y listas.

Se metieron debajo de las sabanas y cada una se preguntó como seguía el juego, porque esta noche iban a jugar, no había duda. Hasta ahora, jugaban a las chicas tímidas.

Wanda dudó entre apagar la luz o no. Finalmente, dijo que iba al baño. Ya allí, se miró en el espejo y vio lo que esperaba ver: una hembra hermosa. Se dio cuenta que había ido a ese lugar simplemente porque no sabía que hacer. Cuando salió del baño se encontró con que Jessica había apartado frazada y sabana y se le exhibía en todo su esplendor. Jessica se apresuró a decirle que no sabía que le pasaba, pero que sentía calor. Wanda le dijo que, oh casualidad, a ella le pasaba lo mismo. Se acostó y quedaron una junto a la otra, fingiendo que iban a dormir.

No duraron ni dos minutos.

La pierna izquierda de Jessica se había estado desplazando muy lentamente en dirección a la pierna derecha de Wanda, la que, casualmente, estaba recorriendo, también lentamente, el camino inverso.

Cuando los pies se rozaron, un suave placer vino a sustituir la tensión. Sin una palabra, la mano derecha de Wanda fue hacía el muslo izquierdo de Jessica y esta, presurosa, también buscó manotear la entrepierna abierta de su compañera. Roto el dique, una fue hacía la otra y las lenguas se unieron, ansiosas, mientras las manos acariciaban los soberbios bultos. Cada una entregó su pija para que la otra se sirviera a gusto y, luego de lengüetearse locamente, se abrieron de piernas y, una al lado de la otra, pegadas muslo con muslo, procedieron a pajearse mutuamente, como solo un macho puede hacérselo a otro macho.

Ahí estaban en la gran cama que crujía y chirriaba, desnudas y con todo el tiempo del mundo. La vida podría ser asquerosa. La gente podría ser una basura, pero ellas estaban en esa cama. Ese tiempo era de ellas.

Se pajeaban con sapiencia, sin apurarse, buscando alcanzar un mismo ritmo, deteniendo y apurando las manos cuando correspondía para dar más placer. Como buenas Reinas, sabían llevar a la otra hasta el preciso punto en que esta creía que estaba por explotar, el punto en que la salida de la leche parece inevitable y, entonces, sin que tuvieran que decirse nada, con un preciso toque detenían el torrente y luego todo podía volver a comenzar y el placer se prolongaba una y otra vez.

Ahí estaban las dos, con las cabezas pegadas una contra otra y los rostros deformados por el gozo, gimiendo y gimiendo, arqueando los cuerpos sudorosos, todavía lograban acariciarse mutuamente las tetas con la mano libre. Las formidables pijas eran dos obeliscos de cabezas humedecidas, cabezas que aparecían y desaparecían entre las manos que las poseían.

Afuera, la lluvia caía como un diluvio y el ruido que hacía al repiquetear sobre el techo de chapa era lo suficientemente ensordecedor como para que las dos amantes pudieran gritar de placer, sin preocuparse porque nadie las escuchara.

Tan fuerte llovía y tan locamente gritaban y tan violentas eran las punzadas de goce que les llenaban las entrepiernas, que las dos Reinas decidieron que ahora querían ir hasta el fondo y entonces se dieron y se dieron rápido rápido y, en vez de frenarse, esta vez acompañaron los manoseos con potentes golpes de sus pelvis y al final, estallaron en un simultaneo chorro de leche que les bañó las piernas y las pelotas y no pararon las manos hasta terminar de bombear el último resto de guasca.

Quedaron desparramadas en la gran cama, envueltas en una densa nube de satisfacción.

El deseo de no ser hombres, de ser más que hombres, de ser hembras con pija, ya no era deseo, sino realidad. Dándose divino placer en esa cama, gozándose hasta casi morir, sacándose la leche a chorros y estrujándose las tetas, sentían que vivir como una Reina era glorioso, era lo único que tenía sentido.

Poco a poco, la nube de placer se disipaba, dejando al descubierto dos cuerpos sudorosos.

Dos cuerpos de hombres que querían ser más que hombres, que querían ser hembras con pija, pero que no lo eran.

Solo eran hombres operados y retocados para parecerse a las mujeres.

Hombres que se disfrazaban de mujeres, porque no podían ser mujeres y muchisimo menos, podían soñar con ser más que hombres.

En realidad, no eran más que dos hombres desfigurados en mujeres con pija, que encima se prostituian para comer y que nunca podrían ser más que eso.

Salvo cuando los envolvía la nube de placer.

Wanda y Jessica lo sabían, sabían que era imposible, pero conocían el refugio del Goce.

Por eso, cuando los fantasmas de la realidad volvieron y la lluvia seguía cayendo con furia, Wanda y Jessica fueron cada una en busca de la adorada verga de su compañera y cada ansiosa boca se tragó un nuevamente duro y húmedo trozo de carne caliente y palpitante.

Aferradas en un frenético sesenta y nueve, se chuparon sin tregua, olvidándose de todo y rodando salvajemente por la cama, hasta que terminaron cayendo al suelo.

Allí siguieron, sin parar, tendidas de costado, acariciándose las bolas mientras continuaban chupándose. Después avanzaron un paso más y se metieron uno, dos y, finalmente, tres dedos en el culo, mientras la otra mano seguía dándole masajes a las pelotas.

Gruñían de ardoroso placer, buscando, siempre buscando, abriendo las piernas todo lo que podían y pataleando de gozo. La leche venía, ya imparable. Bastaron unos furiosos movimientos de ambas caderas para que el doble chorro se liberara e inundara esas sedientas gargantas. Abrazadas a las nalgas de su amante, cada Reina se bebió toda la leche, sin que ninguna le negara la mínima gota a la otra.

Solo un buen rato después, las bocas abandonaron los ahora flácidos pedazos.

Ambas Reinas quedaron boca arriba, respirando entrecortadamente, la cabeza de una a los pies de la otra.

Como por tácito acuerdo, las dos se sentaron en el suelo, sin cambiar la posición. Deseaban mirarse.

Quedaron lado a lado, con las piernas entreabiertas y los cuerpos pegados por los muslos.

Tenían el pelo revuelto y la cara amorosamente sucia de saliva y leche. Un riachuelo de sudor les corría por las desafiantes tetas y terminaba desembocando allá abajo, donde las vergas dormían.

Wanda pensó que Jessica estaba divina, con el mechón rubio pegado en la transpirada frente y esa boquita entreabierta que parecía implorar por más y esa mirada con el deseo grabado en las pupilas. En su interior, Wanda le rogó al Señor por otra leche.

Jessica pensó que Wanda era la cosa más hermosa que había disfrutado. Veía que los preciosos pechos de su amiga temblaban de excitación. Como un delicioso animalito salvaje, Wanda tenía las fosas nasales completamente abiertas. Respiraba profundamente y no le quitaba los ojos de encima a Jessica, barriendo desesperadamente cada centímetro de su piel. Jessica imaginó que Wanda estaría oliendo el intenso aroma a guasca y sudor que inundaba el ambiente y rezó por poder vaciar de leche a su compañera y darle más y más placer.

Los fantasmas volvían y no debía ser así.

Ambas le pidieron a Dios por más goce.

Ambas le suplicaron, en silencio, ser Reinas una vez más, esa noche. Las tremendas pijas se alzaron en toda su gloria.

Podían hacerlo violentamente, y terminar guasqueando en un par de minutos, pero se cuidarían de eso.

Se tomaron por las vergas tiernamente y las acariciaron con suavidad, frotándolas y humedeciéndolas con manos empapadas en saliva. Cada una acicaló y puso en la mejor forma la temible y deliciosa pija de su amante. Luego, las Reinas rodaron por el suelo, lengua a lengua, frotando pija contra pija, en una delicada contienda.

Por turnos, una arriba de la otra, paraban los chupones solo para poder contemplarse y frotar las vergas más fuertemente y entonces ver como el delicioso rostro de la otra se contraía de placer. Luego, volvían a besarse y rodaban por el suelo hasta que la que había estado arriba, ahora se encontraba debajo y entonces dejaban de besarse y se daban vergazos cada vez más potentes y profundos.

Entrechocaban y restregaban y volvían a entrechocar las pelvis hasta que casi soltaban la leche y entonces, veloces y sabias, se detenían y se entregaban al placer de entrelazar las lenguas mientras, abajo, las pijas se calmaban un poco.

Era un exquisito sube y baja del placer, donde, en cada vuelta, llegaban un poco más al limite.

En la siguiente vuelta, se abandonaron a un apasionado entrechocar de vergas y tetas. Wanda golpeaba y refregaba con su palo y Jessica contestaba de la misma manera. Los pezones se frotaban contra los pezones. Palo a palo, gemido a gemido, el placer estallaba en las entrepiernas y se radiaba a todo el cuerpo.

Gotas de blanca leche se escapaban de las llenas vergas y las hembras lloraban y jadeaban del goce y no querían acabar jamás. En un último y desesperado esfuerzo conjunto, lograron detener el que sería un explosivo derrame y regalarse, así, minutos de Supremo Placer. Quedaron abrazadas e inmóviles largo rato, sintiendo el latir de sus pedazos a punto de reventar. Evitaban el menor movimiento, por temor a que la mínima fricción provocara el derrame. Se murmuraban bellísimas y calientes palabras al oído y se prometían más y más placer.

Pero la carne caliente reclamaba una violenta descarga. Tenían que vaciarse, aunque no quisieran.

Casi no se dieron cuenta cuando retomaron la refriega. Primero fueron débiles caricias de las pijas entre si. Después se transformó en un apasionado y brutal intercambio de vergazos, a toda entrega y en medio de alaridos de gozosa furia. Venia, venia y ya ninguna de ellas era capaz de pararlo. Abrazadas con desesperación, emprendieron el mutuo ataque final y acabaron derramando y mezclando sus calientes leches. Los chorros blancos bañaron muslos y vientres.

Las Reinas se dejaron estar, llorosas y abrazadas... ...La nube de placer las envolvía. Poco a poco, se disiparía, dejando solo dos cuerpos sudorosos.

(c)

Tauro

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