Solo recuerdo dolor

Un desconocido me viola con un sadismo inexplicable.

Aquel año había decidido matricularme en la facultad en horario de tarde. Me gustaba la noche y no soportaba madrugar. Recuerdo que mi madre me dijo una y mil veces que era peligroso volverme en el último metro, que no iba nadie más que cuatro borrachos y tíos y tías dispuestos a irse de marcha, pero yo no le hice caso. A mí me daba más miedo el día y su claridad. Hasta que pasó lo que pasó.

Una de aquellas tardes heladas de invierno, volví a coger el metro para volver a casa y todo parecía normal. El vagón estaba sucio, lleno de las pisadas embarradas de todos los que lo habían habitado durante el día. También estaba vacío, solo había, en uno de los asientos rojos, un hombre de unos treinta años con la mirada perdida y fija en el suelo.

A esas horas el revisor ya no pasaba por miedo y estábamos en el último vagón, muy lejos de la cabina del conductor. Fui viendo pasar pueblos y pueblos, barrios, todos con la luz naranja de las farolas. Entonces nos adentramos en un bosque inmenso, el mismo por el que pasaba todos los días, pero que estaba aún más oscuro. En ese preciso momento, el hombre se acercó a mí, creí que iba a preguntarme la hora o algo así. Empezó a buscar en un bolsillo de su chaqueta y sacó una pistola reluciente.

Me miró despiadadamente y me dijo que si gritaba me mataba ahí mismo y se bajaba en la siguiente parada sin dejar rastro. Yo me quedé encogida en el asiento mirándolo con pánico. Me dijo que me iba a portar bien, y que en la próxima parada iba a bajar de su mano. Yo asentí. Me dio la mano, me levanté y nos acercamos a la puerta. Solicitó la parada. El tren paró y bajé con él de la mano.

Estábamos rodeados de pinos y se oían búhos cantando. Entonces, sin más preámbulos, sin que yo dijera nada ni me moviera un milímetro, el hombre me pegó un rodillazo en el estómago y yo caí en el suelo soltando mi carpeta por el aire. Se abalanzó encima de mí y con una voz gravísima me dijo que siguiera portándome como hasta entonces y nos lo íbamos a pasar muy bien. Se puso de pie y me cogió el pelo larguísimo y rizado que llevaba suelto, me arrastró por lo menos cincuenta metros, mi ropa se iba rompiendo y las piedras me arañaban cruelmente la espalda. Entonces, él soltó de golpe mi pelo y mi cabeza cayó dando un golpe horrible en el suelo. No podía hablar ni gritar, no podía llorar, solamente notaba un ligero temblor que me recorría todo el cuerpo, pero muy discreto. Él me miraba, examinando detenidamente mi cuerpo. No tuvo ningún miramiento, empezó a arrancarme la ropa y ni siquiera me lamió en todo el cuerpo.

Me imaginaba lo que venía. Me rompió las bragas de un solo estirón y empezó a bajarse los pantalones. Sin llegar a quitárselos, pude entrever en la oscuridad su pollaza completamente dura, mirando hacia el cielo. Se tiró encima de mí, me aplastó contra la tierra y me dijo "ahora viene lo bueno". Yo no pude hacer nada por evitarlo, estaba completamente acobardada, y tenía mucho, muchísimo frío.

Colocó su polla encima de la entrada de mi coño y en menos de tres segundos empujó con una fuerza violentísima. Creí que me moría. Estaba completamente seca y notaba cada milímetro abrasar mi piel y quemarme, hacerme arañazos como si me estuviera metiendo un cactus. Pero no podía llorar, ni gritar.

Me dijo que parecía una muerta, y que él me iba a resucitar. Entonces, empezó a moverse a un ritmo salvaje y yo no pude evitar gemir suavemente por el dolor que ya no podía resistir. Me parecía que en cualquier momento me iba a partir en dos, iba a empezar a desangrarme y me iba a quedar allí, abandonada en el bosque y muerta, para siempre, sirviendo de comida para los perros abandonados. Él oyó mis gemidos y se acercó a mi oído, me dijo que me estaba gustando, que no lo estaba pudiendo disimular. Yo no dije nada. Me dijo que era lo que quería, que acabara gimiendo como una puta, que esa carpetita y ese abrigo negro no me habían conseguido disfrazar lo suficiente, que se notaba que me moría de ganas de que me pegaran un buen pollazo.

Me dijo "así que vas a ser buena conmigo y me vas a dar lo que quiero, quiero oírte gemir como a una profesional, yo te estoy dando tu dosis de polla, que no te vendrá nada mal, y tú me vas a dar tus gemiditos para que esto me guste más". Yo no entendía cómo podía durar tanto dándome tan fuerte, y mi coño seguía completamente seco y cada vez más irritado. Volvió a meter la mano en un bolsillo de su chaqueta, que ni siquiera se había quitado, y me puso la pistola en la frente. Dijo: "vamos, gime, perra, pídeme más". A mí me temblaba la voz, pero empecé a gemir muy fuerte, me sirvió para desahogarme en parte del dolor que me estaba taladrando.

Él me dijo que lo estaba haciendo muy bien y siguió moviéndose, creo que me la metió todavía más hacia dentro. Entonces empezó a gritar y noté chorros calientes, hirviendo, llenarme. Fue la primera humedad que noté en todo el tiempo, su semen metiéndose bien adentro de mí. Estuvo corriéndose por lo menos cinco minutos, sin parar de taladrarme, y inundándome cada vez más. Entonces se paró y se quedó quieto, completamente tumbado encima de mi cuerpo.

Empecé a notar una sensación extrañísima, un calor líquido empezaba a llenarme el coño, donde el hombre todavía tenía su pollaza metida, bien adentro. Por un momento pensé que era mi sangre, esa sangre que tanto había esperado durante la tortura, pero aquello no paraba, y entonces el desconocido me dijo que no pusiera esa cara, que me estaba meando dentro para limpiarme bien limpito el coño. No me lo podía creer, estaba meándose dentro de mi coño.

Debía de llevar horas y horas sin mear, no paraba de soltar líquido, y yo me notaba cada vez más llena, notaba cómo me subía hacia el útero y también me lo llenaba. Entonces, paró, me escupió el los ojos un escupitajo lleno de mocos y bajó su mano hacia su polla y mi coño, que seguían encajados. Con un movimiento rapidísimo, sacó su polla y me metió toda la mano de golpe, no me pudieron salir más que unas pocas gotas de su meada.

Entonces, cogió una lata de cerveza vacía que había dejada por ahí, sucísima y oxidada, sacó su mano dándome todavía más dolor que cuando la había metido, y empezó a clavármela en el coño con mucha fuerza. Yo creía que nada me podía dar ya más dolor, pero notaba las paredes de mi coño estirarse como si estuviera pariendo, estaban al límite, y su líquido subía todavía más hacia dentro de mí.

Me la encajó del todo, no dejó ni medio centímetro fuera de mi coño. Me miró, soltó una risotada fortísima y me dijo "no te quejarás, lo he hecho para que estés calentita, que a estas horas hace mucho frío". Se subió el pantalón y se fue hacia dentro del bosque.

Me quedé tirada en la tierra mucho rato, hasta que reaccioné y miré mi tripa. La tenía hinchadísima, y me notaba llena como si me estuviera meando muy fuerte. Intenté alcanzar la lata con la mano, pero estaba muy adentro.

Tuve que ponerme de pie y empecé a hacer fuerza, como un parto, apoyada en el tronco de un árbol. Poco a poco la lata fue asomando y luego, de golpe, saltó hacia el suelo, y detrás de ella empezó a salir un chorrito fino de todos los líquidos que había ahí dentro. Una especie de meada espumosa y ligeramente roja, por las heridas de mi coño. Estuve un cuarto de hora en cuclillas, sin parar de soltar líquido y haciendo fuerza.

No vale la pena contar todo lo que tuve que hacer para volver a casa, ni cómo se quedó mi coño, dilatado durante más o menos un mes y todavía endolorido. Fue la peor experiencia de mi vida, hasta hoy.

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