Solo para mi hermana

Esta es la continuación de mi anterior relato, aunque es completamente diferente. Espero que os guste.

A jaguarinside, Girl Lover, Danae, Relatmaker, juan marías, roent, mary, Doomsday, gabito, LATINLOVER, candycandy, akasa, Eduardo y todos los que me habéis dado vuestra opinión, gracias de verdad.

Después de lo ocurrido en el parque aquella tarde (os recuerdo: mis amigos y yo habíamos besado a la fuerza a mi hermana y yo le incluso le había tocado las braguitas) me sentía fatal. Deseaba hablar con Laura, disculparme, mostrarle lo arrepentido que estaba, pero también temía su reacción. Mientras habíamos estado con nuestros padres delante ella no había dicho nada, pero sabía que tarde o temprano se vengaría de mí… en mí.

Aún a pesar de eso me armé de valor y, cuando consideré que toda mi familia y la sirvienta estaban ya en la cama y durmiendo, me levante con sigilo y me encaminé hacia el cuarto de mi hermana. El silencio y la oscuridad que reinaban en toda la casa no me ayudaron mucho, ya que era y soy un miedoso, pero por fin, tras unos pasos que se me hicieron eternos, me encontré frente a la puerta del cuarto de mi hermana.

Abrí la puerta con extremado sigilo. Me hubiera costado mucho explicar que hacia yo a aquellas horas zascandileando por allí. Pasé al interior y volví a cerrarla con la misma delicadeza. Parecía que nadie me había oído, parecía que todos dormían. Un ruido proveniente de la cama de mi hermana, algo así como un sollozo, me indicó que si bien nadie me había oído, ella no dormía: lloraba.

Se me cayó el alma a los pies. Estaba llorando y todo era por mi culpa, seguro. Me acerque a su cama procurando no tropezarme, ya que aunque por la ventana entraba un haz de luz suave y lechosa, (ella, como yo, odiaba la oscuridad), Laura era una desordenada y yo no conocía su cuarto como el mío o el pasillo. Al final, con más suerte que tiento logré situarme frente al cabezal de su cama. Su figurilla se dibujaba más o menos a través de las sábanas. Estaba tumbada de lado, encorvada y con una de sus rodillas, ligeramente elevada, formando un suave montículo sobre la superficie. Su cara, medio cubierta por su melena negra, parecía relucir bajo aquella blanquecina luz. Tenía los ojos cerrados, aunque no parecían verse lágrimas por su rostro. Por un momento pensé que me había equivocado y que había confundido su respiración, que sonaba extrañamente profunda, con un sollozo. Dormía, o eso parecía. Acerqué mi mano hasta su cara para hacerle una caricia y susurré su nombre procurando que se despertara sin asustarse.

Un chillido, un suspiro más bien, se apagó en su boca. Abrió los ojos con inquietud y se quedó mirándome fijamente. "¿Qué quieres?. ¡Vaya susto que me has dado!". Me habló en susurros, aunque a mí me parecieron gritos. "Solo quería pedirte perdón". "Creía que dormías". Ella aún parecía más sobresaltada que enfadada. "Claro que dormía" –me dijo- "Menudo susto que me has dado".

"Lo siento". Se me hizo un nudo en la garganta. "Solo quería pedirte perdón por lo de esta tarde". "No sé qué se nos pasó por la cabeza". Ahora era yo el que hubiera empezado a llorar con ganas. "He preferido esperar a que todos durmieran para verte. Perdona". "Pues lo que casi logras es matarme del susto". Su tono de voz no parecía enfadado, sino más bien aliviado. "Menudo día llevas".

"Perdona". Era lo único que se me ocurría decirle. La miré de nuevo a los ojos y giré sobre mis talones para volverme a mi habitación. "Eh, espera". "Anda ven". Mi hermana levantó las sábanas y me señalo con la mano un lado de la cama. "Pasa". Sonreí y me metí en la cama a su lado. "Siento mucho todo lo que ha pasado hoy", le dije de nuevo mientras me tumbaba frente a ella. Con aquella luz estaba realmente guapa, y la sonrisa que se dibujaba en su cara la hacía aún más bonita.

Durante un rato nos estuvimos observando sin decirnos nada. Los dos tumbados de lado, el uno frente al otro. La cama estaba caliente y el cuerpo de mi hermana, aunque no estaba precisamente pegado al mío, también desprendía mucho calor. De pronto ella acercó su cara a la mía y me susurró al oído: "Bésame como esta tarde". Me quedé de piedra. No es que no me hubiera gustado el beso que le había dado aquella tarde, pero creía, sabía, que aquello había estado muy mal. "Bésame" me repitió mientras pasaba su mano por entre mi pelo. Junté un poco más mi boca a la suya, me lamí los labios como había aprendido a hacer, y la besé con todas mis ganas.

De nuevo sentí como mi lengua se metía en su boca y como sus labios calientes se fundían en los míos. Ninguno de los dos nos tomamos ninguna prisa. Jugué con mi lengua a acariciar sus labios, a tocar su lengua, a rozar su paladar mientras un montón de ruiditos llenaban mis oídos. Poco a poco, mientras la besaba, fui acercando mi cuerpo al suyo hasta que note sus pequeños pechos contra el mío y su corazón latiendo contra mí. Su cuerpo, cubierto por un suave camisoncillo de tela parecía hervir en aquel momento. Pasé mi mano por el dorso de su cintura, acariciándola suavemente. "Tócame como esta tarde".

Mi corazón pareció que iba a estallarme. A pesar del beso mi boca se quedó seca de pronto. Bajé la mano por la tela de su camisón hasta sus muslos y la volví a subir hacia sus braguitas. Una sensación, un tacto diferente al que esperaba encontrar me recibió para mi sorpresa. No llevaba braguitas. Años después comprendí (no muchos, no soy tan tonto) que mi hermana aquella noche no estaba llorando cuando llegué a su habitación, aunque en ese momento lo único en lo que me fijé era en que era su pubis, su pelo, su… su… (aún ni sabíamos como se llamaba porque era pecado llamarle de ninguna manera). Su todo, vamos, lo que recibía a mi mano.

De nuevo la besé, ahora aún con más ganas. Mi hermana abrió ligeramente las piernas para dejarme hacer con más facilidad. "Despacio" me susurró sonriente interrumpiendo el beso y mis nerviosos primeros tanteos. "Con cuidado". Su mano cogió mis dedos y comenzó a moverlos suavemente sobre su clítoris con mucha delicadeza. "Así, ¿ves?". De nuevo la besé, tal vez para que se callara, tal vez para que no se fijara en la vergüenza que estaba pasando.

Estaba muy mojada. Su vagina, sus labios abultados y su clítoris respingón pasaron bajo mi mano una y otra vez. Al principio la acaricié con la yema de mis dedos como ella me había dicho, pero poco a poco fue ella misma quien se empezó a frotar contra mi mano cada vez con más ganas mientras su respiración se tornaba en suaves jadeos. Si nos hubieran pillado en ese momento nos habrían mandado a Suiza o más lejos, pero por fortuna todos dormían. Poco nos importaba de todas maneras, ya que nosotros, inconscientes del peligro, seguimos a lo nuestro como si estuviéramos solos en casa.

De pronto noté como más abajo del clítoris, allí donde parecía acabar aquella rajita, mis dedos se hundían aún más abajo con suma facilidad. Al principio solo acaricié ese nuevo recoveco con curiosidad, pero al cabo de un rato, a media que los jadeos de mi hermana fueron creciendo en intensidad y ritmo, me atreví a meter un poco más a dentro uno de mis dedos. Esta vez fue mi hermana la que me besó a mí. Fue un beso lago y caliente en el que me metió la lengua todo lo adentro que pudo mientras yo hacia lo mismo con mi dedo. "Sigue, sigue así, por favor" me susurró después del beso. Seguí hasta que, cuando ya me empezaba a doler el dedo, ella alzó las manos, agarró la almohada que había bajo nuestras cabezas, y de un furioso tirón se la puso sobre su cara y apagó en ella una serie de pequeños grititos con que acompañó una suave serie de espasmos que, súbitamente, sacudieron toda su anatomía.

Al poco se quedó quieta, bajó su mano hacia la mía y la separó de su cuerpo. Aún con la almohada sobre la cara comenzó a reírse muy quedamente. Yo no entendía nada. Con cuidado le quité la almohada de la cara y contemplé de nuevo su bonita cara ahora dulcemente relajada y sonriente. "Me ha gustado mucho". Sonreí sin comprender muy bien que había hecho.

"Vuélvete a la cama, anda". "Si eres bueno, mañana iré yo a visitarte". "Y no le digas de esto nada a nadie… ni a tu confesor". Le juré que no le diría nada a nadie (ya digo que entonces "crecíamos" más tarde que ahora, pero desde los ocho o nueve años ya sabíamos que al confesor nunca había que confesarle nada de nada), me levanté y me dirigí a mi cuarto de nuevo.

Una vez de nuevo en la cama, y cuando logré que el corazón se sosegara un poco, noté que mi pene estaba aún muy duro. Había estado muy duro todo el rato. Tan duro como cuando me levantaba algunas mañanas y mamá me ordenaba darme una ducha fría y rezar un Padre Nuestro. No me di una ducha fría porque ni era el momento ni tenía ganas (nunca las tenía), aunque sí que recé un Padre Nuestro. Aunque estaban cambiando poco a poco, eran otros tiempos aquellos.

Continuará