Sólo fue un sueño II
Porque todos los sueños tienen una parte de realidad ...
Se sentía distinta a las demás chicas de su edad. No le gustaba hablar de los típicos temas de los que hablaban sus compañeras de clase: de moda y modelitos; de la música latina y el reggaetón, que tanto odiaba; no quería saber nada de los cotilleos de los famosos, ni de la vida de los cantantes; huía de los postureos y los selfies; y, por supuesto, no opinaba de chicos ni de las supuestas aventuras sexuales en las que las demás decían que habían participado.
De esto último no podía opinar ni alardear, más que nada porque nunca había tenido ningún tipo de relación con un chico. Hasta ese momento no había sentido la necesidad de experimentar el sexo con ninguno, ni hacer esas mamadas de las que hablaban las otras, ni dejarse hacer sexo oral ni, mucho menos, llegar a follar. Claro que se masturbaba, aunque no hacía demasiado que había empezado a hacerlo. Pero el hacerse dedos lo utilizaba como un medio para relajarse ante situaciones estresantes, como en la época de exámenes. En esos momentos, cuando sus dedos tocaban su clítoris, notaba principalmente mucha tranquilidad; se quedaba un buen rato acariciándolo al tiempo que sus manos pasaban por sus tetas y se detenían en los pezones. Le gustaba pellizcarlos y notar cómo se endurecían al contacto de las yemas, y eso sí que le proporcionaba un placer que se extendía al interior de su vagina, que reaccionaba humedeciéndose poco a poco.
A Jimena le gustaba sentir esa sensación de humedad dentro de ella, y aprovechaba el flujo que salía hasta la entrada de su vulva para mojarse los dedos y seguir acariciando y frotando su clítoris. Con una mano en su coño y otra en sus pezones, solía alcanzar un intenso orgasmo, que le hacía temblar su vientre, sus piernas, y que le proporcionaba un tranquilo sueño.
Le gustaba eso, pero no abusaba de ello. Disfrutaba de esas masturbaciones, pero se conformaba con hacérselas a sí misma. No necesitaba a ningún tío para sentir placer. Además, veía a los chicos de su clase como unos completos inmaduros. Más que terminando la Secundaria, parecían niños en la guardería; siempre gritando, haciendo el tonto en clase, hablando sólo de fútbol, haciendo chistes de no demasiado buen gusto… Pero esas actitudes, que a Jimena le parecían horrorosas, eran las que gustaban al resto de sus compañeras, que reían las supuestas gracias de los tíos como si fueran idiotas.
Por todo ello, Jimena era la rara de la clase, la que no se integraba, la que quedaba al margen de las reuniones de grupo, la que no participaba en las actividades. Era la rara porque no seguía a los demás, porque no se dejaba llevar por modas ni por opiniones. Y, por ser la rara, estaba sola.
Ella sabía que, incluso, había profesores que la criticaban por eso. Llevaba sólo dos años en ese colegio, pero los tutores de los cursos anteriores ya le habían dicho que tenía que intentar cambiar; que tenía que “socializarse” y colaborar con sus compañeros.
Aun así, a Jimena todo eso parecía no importarle. Estaba acostumbrada a no tener amigos y a pasar sola en casa los fines de semana, ante la preocupación de su madre, con la que vivía.
Sabía que su madurez estaba por encima de la de la gente de su edad, pero, pese a todo, había momentos en que necesitaba ser escuchada; necesitaba expresar sus sentimientos y preocupaciones porque, aunque quería hacerse la fuerte, en el fondo, en muchas ocasiones, sufría y lloraba.
Pero ese curso que empezaba tenía algo bueno. Uno de sus profesores volvía a ser Jaime. Ya el año anterior, Jaime se había mostrado muy amable con ella. En alguna ocasión se había acercado para preguntarle qué tal se encontraba, y Jimena se dio cuenta de que su interés era sincero y que, a diferencia de otros profesores, Jaime parecía entenderla sin juzgarla.
Él era un hombre maduro, de unos 45 años o más. No era el más popular de entre los profesores, quizá porque era exigente en su asignatura. Tampoco destacaba por su físico; a lo mejor entre mujeres de su edad podría tener cierto éxito, pero sus alumnas lo veían poco atractivo por la pérdida de cabello, su incipiente barriga y por las arrugas que iban surcando su rostro.
Pero también en esto Jimena era diferente. No es que sintiera una especial atracción física hacia él, pero le encantaban sus ojos verdes, que la miraban siempre con un brillo especial; su boca que, pese a las veces que se enfadaba en clase, solía lucir una sonrisa y, sobre todo, su voz, una voz suave que transmitía mucha tranquilidad. Escuchándole, Jimena se quedaba ensimismada perdiendo, incluso, el relato de lo que Jaime estaba contando.
Como el año anterior, Jaime le preguntó cómo se encontraba; como el año anterior, Jimena se dirigía a él para preguntarle por dudas de la asignatura. Poco a poco, esos tiempos para las dudas se iban alargando porque, de una manera natural, empezaban a hablar de otras cosas. Así fue cómo Jimena se fue abriendo a contar sentimientos que nadie más conocía. Y Jaime supo de la necesidad que Jimena tenía de ser aceptada como era, y se dio cuenta de que necesitaba sentirse querida. Y, también de una manera bastante natural, Jaime se reconoció que empezaba a sentirse atraído por ella.
Uno de esos días de conversaciones en el recreo, Jimena estaba especialmente triste. Había tenido un problema con sus compañeros a la hora de hacer un trabajo y, nuevamente, se había sentido rechazada por ellos. Jaime intentó consolarla volviendo a repetirle las cosas que solía decirle sobre su valía y personalidad, pero, esta vez, Jimena parecía estar más ausente. Fue en ese instante cuando Jaime le dijo algo que jamás antes se había atrevido a decirle.
- Vamos, Jimena. No debes estar así, tan alicaída. Tú vales más que muchos de esos capullos que se meten contigo. No puedes rendirte. Y, además, prefiero verte sonreír porque estás mucho más guapa -. Jimena estaba sentada mirando hacia el suelo. Jaime, suavemente, puso sus dedos debajo de su barbilla y le levantó un poco la cabeza. Se quedaron mirando fijamente -. En realidad, siempre estás guapa.
- No soy guapa – dijo Jimena en un susurro, sin apartar sus ojos de los de Jaime. – No me gusto, y no creo que guste a nadie.
- Pues estás equivocada. Créeme, eres una chica con un atractivo especial, y tienes una cara preciosa. Sólo te falta encontrar a quien te sepa apreciar de verdad, y no sólo por tu físico. Y ese día llegará, te lo aseguro, y entonces verás las cosas de otra manera.
Jimena sonrió casi sin querer y sus labios formaron un “gracias” que Jaime apenas oyó pero que sintió.
Estuvo pensando toda la tarde en las palabras que le había dicho Jaime, y se sentía feliz. Quizá sólo lo había hecho para animarla, pero, fuera como fuera, se sentía muy bien.
Estaba en su habitación a punto de acostarse, delante de un espejo de pie, donde podía verse de cuerpo entero. “Eres guapa y atractiva”, resonaban esas palabras en su cerebro. Se empezó a desnudar, quitándose la camiseta. Contempló sus pechos, recogidos en un sujetador blanco que le quedaba muy ajustado. Con la destreza que le daba la cantidad de veces que lo había hecho en su vida, se lo desabrochó y lo dejó caer al suelo.
Sí, tenía unas buenas tetas. No eran demasiado grandes, pero estaban duras, muy firmes, como tenía que corresponder a una chica de su edad. Se las tocó y acarició, notando en las palmas de sus manos esa dureza, unida a la suavidad de la piel. Sus pezones, de un color marrón oscuro, no eran muy grandes, y solían estar bastante erectos. Ahora sobresalían de las areolas y Jimena los pellizcó levemente. El contacto de sus dedos con los pezones le proporcionó una sensación que conocía bien.
Apartó sus manos de las tetas y se quitó el pantalón de chándal que vestía. Al comenzar el curso, Jimena estaba más gordita, tenía más carne, y sus caderas y la cintura estaban más rellenas. Luego decidió comer un poco más sano y hacer algo más de ejercicio. Esos meses produjeron un efecto en su cuerpo. Ahora, en aquel espejo, Jimena veía la imagen de una chica más estilizada, con unas piernas fuertes y un vientre plano, en el que destacaba un ombligo hundido. Sus muslos también se veían duros, y sin apenas celulitis.
Metió los dedos en la tira de las bragas blancas que llevaba y las dejó caer hasta el suelo. Al colegio solía llevar bragas porque le resultaban más cómodas y porque le gustaba cómo le quedaban. Cuando se cambiaba en los vestuarios para la clase de educación física, observaba cómo la mayoría de sus compañeras usaban tangas, algunos tan diminutos que apenas tapaban el coño. A otras las veía con la tira metiéndose dentro del culo, y se preguntaba si no les resultaba incómodo. Jimena tenía tangas para ponérselos sobre todo con mallas o ropa más ajustada, pero no eran tangas de hilo, con lo cual podía soportarlos mejor.
Completamente desnuda ya, observó el oscuro triángulo de vello que cubría su pubis. No era un vello muy fuerte, y nunca había tenido demasiado. Le gustaba tocarlo porque era muy suave al tacto. Siempre le había gustado tener pelo ahí, porque le daba un aspecto de mayor. Solía recortárselo ella misma, bien con unas tijeras o bien con una maquinilla, intentando que mantuviera siempre esa forma geométrica. Tampoco entendía muy bien esa moda de afeitárselo del todo, que algunas de sus compañeras llevaban a rajatabla.
“Eres guapa y atractiva”. Jaime le había dicho eso con esa voz que tanto le gustaba a ella, mientras la miraba directamente a los ojos. A lo mejor sí que soy guapa, y gusto a los chicos, se decía mientras miraba su cuerpo, y se giraba para ver un culo pequeño y redondo, pero que sobresalía muy sensualmente. Se dio unas palmadas en las nalgas y notó que estaban duras, como el resto de ella.
Empezó a tocarse nuevamente las tetas. Las apretaba y las amasaba, y con la palma de la mano volvió a rozar los pezones. Hizo unos giros suaves y notó cómo reaccionaban a su estímulo. Sabía muy bien lo que tenía que hacer.
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