Solo a través del silencio (fanfic, Alba x Soiree)
El amor es un sentimiento puro, que envuelve de felicidad a dos amantes, les da valor y los impulsa a enfrentar la adversidad. Pero que ocurre cuando aquel amor se convierte en un sentimiento que estrangula el alma y la va consumiendo poco a poco. Cuando el objeto de aquel amor es alguien que está prohibido bajo todas las normas de la sociedad, Este fanfic recrea la tortuosa relación de amantes, que compartirían los hermanos Meira de "The king of fighters 2".
El departamento lo recibió en penumbras. Alba retiró las llaves del cerrojo y aseguró la puerta despacio, como era su costumbre.
A pesar de que vivía en uno de los barrios más seguros de Southtown, y que su victoria ante Duke había asegurado la tranquilidad que tanto se había esforzado en conseguir para él y su hermano, jamás se sentía del todo tranquilo. Años de vivir en las calles, batiéndose con sus puños e ingenio para lograr sobrevivir, habían desarrollado en él una desconfianza que le era muy difícil ignorar.
Aunque en aquellos momentos no corría ninguna clase de peligro. Se había asegurado de evaluar el conjunto, que se apreciaba con apenas un ápice de luz, antes de dar el siguiente paso. Y sí, habían invadido su privacidad, pero era alguien que no representaba ninguna clase de amenaza.
Tiró las llaves y sus lentes oscuros en la mesita del recibidor. Luego, flexionó los hombros y el cuello para destensarlos. Los huesos de su columna emitieron un sonoro ¡crack! cuando se acomodaron, aliviando un poco de la carga de su dolorido cuerpo. Desabrochándose la chaqueta, caminó en dirección a la cocina para conseguir una bebida fría, pero se detuvo en mitad del comedor.
—Debí haber reforzado la puerta con más cerrojos —masculló, soltando un hondo suspiro. Y se lamentó de no haberlo hecho, al contemplar el caos que le recibía después de varias semanas de ausencia.
Su apartamento era bastante sencillo, inclinándose a lo austero. Contaba con escaso mobiliario, lo que le daba al ambiente un estilo minimalista. Sin embargo, lejos de buscar la última tendencia en decoración de interiores, Alba se había enfocado en lo funcional. Había adquirido solo lo necesario para asegurar cierta comodidad a su diario vivir. Por suerte, porque de no ser así, el desorden que le daba la bienvenida sería aún peor.
Varios trastos sin lavar se encontraban repartidos sobre la mesa del comedor y la mesita de centro. Había ropa desperdigada, con total descuido, en los respaldos de las sillas y los sillones de cuero granate. No quería imaginar el estado en el qué se encontraba su cocina; por ello no encendió las luces y continuó su camino esquivando un par de zapatos, dejándose guiar por la claridad que proyectaban las farolas del exterior a través del ventanal.
Alba había recorrido toda la zona Norte de la ciudad, internándose por callejones oscuros y malolientes de uno de sus barrios más peligrosos, en busca de nuevas pistas que lo condujeran al responsable de la muerte de su padre adoptivo. Pero como las veces anteriores, había dado vueltas en círculos a la caza de información falsa. Se sentía cansado y frustrado a partes iguales; por lo que su visitante obtendría lo mejor de él.
Una vez en la cocina, sacó una lata de cerveza del refrigerador, la apoyó contra su frente unos segundos para sentir su frescura y bebió su contenido hasta la mitad. Tenía una idea bastante clara de quién se había colado en su apartamento, sin ser invitado y usando malas mañas, así que no hacía falta que se diera prisa en comprobarlo.
Cuando hubo consumido todo el contenido del envase, tiró este al cesto de basura y avanzó con pasos lentos y pesados hacia su habitación. Mientras caminaba a su destino, notó que el equipo de sonido estaba encendido a un volumen demasiado moderado, como para apreciar con claridad las notas graves de la guitarra eléctrica que pretendían inundar con sus acordes la estancia.
Alba cerró los ojos y dejó que aquella melodía lo envolviera y disipara parte de su irritación, antes de alcanzar la alcoba.
Al abrir la puerta, su estado de ánimo no mejoró. No solo la sala parecía un campo de batalla, su dormitorio lucía aun peor. Todos los cajones del armario se encontraban abiertos y parte de su contenido desperdigado sobre el piso. Otro poco se amontonaba sobre la superficie del mueble, junto a una nueva torre de trastos sin lavar. Había además, ropa sucia y maloliente colgando de la orilla de la cama, la cual estaba hecha un revoltijo de sábanas y edredones. Y sobre esta, la figura maciza de Soiree dormitaba abrigada solo por la tenue luz de la lámpara de la mesita de noche. Se le veía plácido y cómodo.
—Demasiado plácido y cómodo para no encontrarse en su propia casa ni en su propia cama —masculló Alba, malhumorado.
Uno de los brazos de Soiree, el cual le servía de cabecera, estaba flexionado a la altura de la nuca. El otro atravesaba su lampiño pecho y se perdía dentro de la cinturilla de los diminutos calzoncillos marca Calvin Klain: azules con rallas amarillas. Mismos que comprara una semana antes de partir, y que aún no había tenido oportunidad de estrenar.
Alba caminó hasta la cama, furibundo, alimentando las ansias asesinas de retorcerle el pescuezo al sinvergüenza de su hermano por poner patas arriba su casa y su inmaculada habitación, decidido a despertar al desvergonzado dormilón con las caricias certeras de sus puños. Sin embargo, se contuvo al llegar a la altura de la cabecera y reparar en el estado lamentable del cuerpo de Soiree.
La mandíbula cuadrada del muchacho, que le daba a su aspecto un aire varonil, estaba hinchada y teñida por un cardenal púrpura que ensombrecía su atractivo. Los brazos y piernas habían recibido daños menores: moretones y magulladuras leves, que sanarían con unos cuantos días fuera del circuito. No obstante, no ocurría lo mismo con el torso, donde se concentraba el mayor daño.
Más moretones se repartían sobre el amplio pecho, esculpido a base de horas de entrenamiento en el gimnasio y sobre el trabajado abdomen, donde se apreciaban también, numerosos cortes ya cicatrizados que estropeaban la belleza de aquellos cincelados músculos. Su ira se disipó de inmediato, siendo remplazada por una intensa preocupación.
Se preguntó quién le habría causado semejante daño al cuerpo de su hermano. ¿Habría aparecido algún nuevo oponente; un rival más mortal y peligroso? ¿O sería acaso, que el menor de los dos, había perdido la motivación para luchar con todas sus fuerzas?
Fuera cual fuera la razón de aquello, ver la dorada y lisa piel de Soiree estropeada de esa manera, hicieron que todos sus instintos posesivos salieran a la superficie. Estaba seguro de que en algún momento se cobraría aquella afrenta, infringiéndole al responsable el doble de dolor.
Siendo el mayor, Alba se sentía responsable por la seguridad de su hermano, a pesar de que la figura juvenil del más joven había madurado y se había fortalecido con el correr de los años. Ya no era más aquel llorica que le seguía a todos lados con los ojos empañados en lágrimas, rogando no ser dejado atrás. Ahora era capaz de defenderse por sí mismo, y solo en sus memorias infantiles permanecía aquel muchachito escuálido que se le pegaba como lapa el día entero, engrandeciendo su ego. También estaba consciente de que, en cualquier momento, el muchacho extendería sus alas y se marcharía de su lado, para seguir su propio camino.
Por ello la culpa lo invadió cuando, después de unos minutos de explorar con su mirada cada centímetro de la piel de Soiree en busca de nuevas lesiones, su preocupación por el maltrecho cuerpo del muchacho se tornó demasiado contemplativa y acalorada.
Alba sacudió la cabeza tratando de enfriar sus pensamientos. Cuando no lo consiguió, cerró los ojos. Sabía que lo más sensato era darse la vuelta y regresar a la cocina, sacar una nueva lata de cerveza, beberla hasta el fondo e ignorar la ola de lujuria que comenzaba a extenderse por todo su cuerpo. Pero era inútil. Sus pies se negaban a moverse y sus ojos volvieron a centrarse en la alargada figura de su hermano.
Se relamió los labios, saboreando en su mente cada tramo de aquella piel, rememorando el regusto salado y tibio de la carne sudada del más joven. Apretó los puños a sus costados cuando sus manos se estiraron de forma involuntaria, queriendo dejarse llevar por el deseo insano de hurgar en la minúscula ropa interior, retirar la ancha mano y descubrir lo que ella tan celosa protegía. Solo la visión de la cabeza de carnero tatuada sobre el abultado bíceps derecho —la misma que adornaba su brazo izquierdo—, consiguió que algo de conciencia volviera a su cerebro.
Suspiró varias veces, recriminándose su falta de cordura. «¿Qué sucedía con él? ¿A dónde se había ido su buen juicio y la sensatez que lo caracterizaba? «¡Eran hermanos mellizos, por el amor de Dios!», se reprochó.
Aunque no compartieran demasiadas similitudes, ni sus rostros, tono de piel y color de cabello se vieran iguales; por mucho que encontraba sobradas razones para olvidarlo, seguían siendo hermanos. Y lo serían toda la vida.
Se sentó en el borde de la cama, avergonzado. Agachó la cabeza y se tapó el rostro con las manos.
«Si tan solo no hubiera sido tan débil. Si aquella vez se hubiera comportado como el hermano mayor, juicioso y responsable, que siempre había sido», volvió a recriminarse.
Alba se sobresaltó cuando unos brazos lo abrazaron por la espalda. Intentó levantarse, pero los brazos de Soiree eran fuertes y se apretaron alrededor de su cintura, impidiéndole escapar.
—Por fin estás de vuelta —susurró el muchacho, apoyando su barbilla en el hombro de Alba. Su voz gruesa y somnolienta no escondía la felicidad impresa en aquellas palabras—. Me preocupé al ver que no regresabas —le increpó, restregando su nariz por el cuello del mayor—. No sabes cuánta falta me hiciste.
El aliento de Soiree le hacía cosquillas en el cuello, y el olor almizclado de su sudor limpio, comenzaba a impregnarle las fosas nasales. Alba mantuvo su respiración contenida para no dejarse llevar por la necesidad de sentir más del calor del cuerpo de su hermano. Intentó zafarse, pero los brazos del más joven eran demasiado fuertes. Estos se tensaban alrededor de su cintura cada vez que hacía el intento de pararse.
—No conseguí desocuparme antes —se justificó—. Uno de mis informantes está desaparecido y el otro me entregó solo mierda de información. Tuve que recolectar nuevas pistas. Recorrer por completo la zona Norte de la ciudad.
—Entonces, ¿no conseguiste averiguar nada? —quiso saber Soiree.
El muchacho subió una de sus manos, de forma descuidada, por el pecho de Alba. Se arrastró sobre la cama para amoldar el cuerpo contra la espalda de su hermano. Sus rodillas se posicionaron a cada lado de los glúteos del mayor, y su barbilla hizo presión en la nuca de este, cuando su cuerpo se flexionó para igualar sus alturas. A Alba le costó todo su autocontrol no darse la vuelta y besar aquellos labios que respiraban y erizaban la sensible piel de esa zona.
—No, no logré averiguar nada. Por eso decidí quedarme un poco más e investigar —le respondió.
«Tampoco quería regresar a casa y ver de nuevo tu rostro. La culpa no me está dejando respirar», quiso confesar. En cambio, finalizó con una frase muy distinta—: Estoy cansado. Es mejor que te vayas a tu casa —ordenó, endureciendo el tono de voz.
Tras propinar un duro codazo a las costillas de Soiree, Alba consiguió liberarse. Se levantó de un salto y se encaminó hacia la puerta, pero su hermano consiguió reponerse rápidamente. Lo agarró de la chaqueta y tiró de él, encarcelándolo en un apretado abrazo de oso.
—Qué cruel eres —le reprochó, Soiree. Le dio la vuelta, para abrazarlo de frente y le dedicó una mirada ofendida—. Estoy lastimado, ¿Cómo pudiste golpearme así?
—Con más razón deberías estar en tu casa. De verdad, estoy cansado —se quejó Alba, forcejeando para conseguir librar sus brazos.
—Por eso estoy aquí. Eres mi hermano —dijo el muchacho, estirando sus finos labios en un infantil puchero.
Alba se obligó a no caer en aquella treta rebuscada. Ya la había visto suficientes veces, y se había prometido no dejarse convencer por ella. Persistió en su intento de liberarse. La esencia masculina de su hermano lo envolvía amenazando con desbaratar su autocontrol.
—Por tu culpa he perdido las últimas dos peleas —acusó Soiree—. La preocupación por ti, no me ha dejado concentrarme. Tienes que hacerte responsable y cuidar de mí. Estoy demasiado malherido.
La mirada que le dedicó el más joven no demostraba para nada la fragilidad que sus palabras querían aparentar. Alba suspiró. Sabía que cuando su hermano adoptaba aquella actitud de niño consentido, era muy difícil hacerlo entrar en razón. Sin embargo, no estaba dispuesto a ceder ante aquel chantaje. Ya había decidido terminar con aquella relación para siempre. Era lo mejor para el muchacho.
—De verdad estoy demasiado cansado para tus juegos, Soiree. Te pido que regreses a tu apartamento. —Miró a su hermano molesto. Quería que este viera la seriedad de sus palabras para que lo soltara de una vez, cediera a su control y se marchara directo a casa—. Deberías pedirle a una de tus amigas que se ocupe de tus heridas —aconsejó, pero en cuanto las palabras salieron de sus labios, se arrepintió.
El solo imaginar a Soiree sosteniendo a alguna desconocida mujer, le sentó fatal. Aun así, tenía que ser firme a su resolución. Reprimió los celos que aplastaban su pecho y no permitió que aquella ofuscación se reflejara en su rostro.
—Estoy tan feliz de que regresaras —repitió Soiree soltando una risa nerviosa, e ignorando la orden del mayor—. Te extrañé tanto, hermano.
El joven repartió apasionados besos sobre el pecho de Alba, reafirmando el control de sus brazos sobre el cuerpo de su hermano.
—Para con eso —lo reprendió, forcejeando para conseguir liberar sus brazos.
—Creí que ya no regresarías —continuó Soiree, ensimismado, con su rostro escondido en el pecho de Alba—. Pasaron varias semanas. Temí… que te hubiera ocurrido algo malo. No vuelvas a irte, Alba. No me dejes, por favor... No me abandones.
El muchacho levantó el rostro, y lo miró abatido. Sus rasgos afligidos, iguales a los de un cachorro apaleado, taladraron en su conciencia.
—¿Qué estás diciendo?, ¿cómo podría abandonarte? Somos hermanos. —alegó, sintiendo un poco de remordimientos, al haberlo pensado más de una vez.
—Te amo, Alba —declaró el más joven.
—Lo sé —respondió, desviando la mirada. No quería perderse en la profundidad de aquellos ojos claros.
Aquella no era una declaración fraternal e inocente. Alba sabía bien el significado de esas palabras; por ello estaba decidido a terminar de una vez con la torcida relación, que habían comenzado hace ya un tiempo.
Las manos de Soiree se volvieron osadas y hurgaron bajo la camisa de Alba. Las yemas de sus dedos le recorrieron la espalda, luego descendieron y se colaron dentro del pantalón, para acariciar sus glúteos. El muchacho se enderezó sobre las rodillas e igualó sus alturas. Su erección se presionó contra uno de los muslos del mayor. Los labios del más joven recorrieron su cuello, ascendieron por la barbilla hasta alcanzar su boca, y le besaron con violencia.
Alba, se sintió perdido. Su resolución comenzaba a flaquear por culpa de las caricias, tan añoradas y necesitadas, que estremecían su cuerpo. Estaba a punto de abandonarse a la sensación cálida de los labios de su hermano. Pero su sentido de la responsabilidad le obligó a reaccionar. Apartó la cabeza con brusquedad e hizo lo posible por separar sus cuerpos.
—¡Mierda, Soiree, termina de una vez! —gritó, molesto.
Soiree le ignoró y continuó su exploración, sin apartar la mirada del rostro de su hermano. Una de sus manos volvió a subir por la columna, la otra se internó dentro de los calzoncillos, repasando con uno de sus dedos la raja de su culo.
—Te amo, Alba —repitió en un sollozo, el muchacho.
La agonía de sus palabras penetró con violencia el pecho de Alba. Y ahí se instaló, anidando junto con la docena de emociones diferentes que provocaban en él, la cercanía de su hermano. Cerró los ojos y respiró con fuerza.
«No te dejes convencer», se repitió. «Sabes que esto no está bien»
—Claro que me amas, soy tu hermano. Tu única familia —explicó.
—Tú no entiendes —le contradijo molesto, Soiree.
Las lágrimas comenzaron a inundar los ojos del más joven, por lo que volvió a esconder el rostro en el pecho de su hermano. Sus palabras salieron amortiguadas, pero con tal fuerza, que reverberaron contra el pecho de Alba.
—Te amo como debería amar a cualquier mujer. Nunca nadie podrá hacerme sentir lo que siento, cuando estoy contigo, ¿entiendes? Tú eres el único, Alba —insistió, aferrándose de nuevo a su cintura—. No quiero que me dejes nunca. No quiero que te olvides de mí.
—¡¿Qué estupideces estás diciendo?! Tú eres mi único hermano, Soiree. —Intentó hacerle razonar—. Jamás podría olvidarte. Nadie podrá remplazarte, nunca.
—¡No! ¡No de esa forma! —contradijo Soiree, levantando la voz—. Por favor, Alba, sé que también me amas.
—Claro que te quiero. Somos hermanos. Compartimos un lazo que nadie podrá romper…
—¡No, no, no! —interrumpió desesperado el muchacho, no queriendo escuchar las palabras que pudieran venir después—. Vas a dejarme. Sé que planeas abandonarme... No sobreviviré si lo haces. Moriré si no te tengo a mi lado, Alba.
—¡No seas ridículo! —le reprendió—. Porqué estás balbuceando tantas insensateces.
Soiree continuó negando, sacudiendo repetidas veces, la cabeza sobre el pecho de Alba. Sus manos se volvieron más ansiosas y pelearon con los pantalones del mayor, sin conseguir desabrocharlos. Intentó aflojar la camisa, consiguiendo con éxito abrirla, arrancando todos los botones en el proceso. Se lanzó sobre el pecho desnudo de su hermano, desesperado por sentir el contacto de su piel, chupando y mordisqueando sus tetillas.
Cuando los brazos de Alba quedaron libres, juntó las manos en un solo puño y arremetió contra los hombros del muchacho, consiguiendo que soltara un alarido de dolor y detuviera su ataque.
—¡Maldición, Soiree, no quiero lastimarte! ¡Detente de una vez! —advirtió. Dedicándole una mirada asesina a su hermano.
Pero Soiree estaba lejos de entender razones. Le miró con una expresión tortuosa y necesitada, y volvió a contraatacar mordiendo con frenesí, el pecho del mayor.
El dolor que le provocaron los dientes de Soiree, se mezcló con la lujuria que volvía a abrirse paso en su cuerpo. Su resolución empezó a flaquear, y los golpes que continuó propinando al muchacho, ya no descendieron con tanta fuerza.
Desde su altura, Alba consiguió una buena vista de los poderosos glúteos del más joven. Apreció cómo se tensaban y distendían intentando mantener el férreo control sobre su presa. La flexión de los músculos de su ancha espalda parecía dar vida al tatuaje con forma de ala de ángel, que recorría los omóplatos y descendía por toda la columna.
Por una milésima de segundos, Alba se perdió en aquella ilusión óptica, dando a su hermano la ventaja que tanto esperaba. Fue elevado del suelo y cayó sobre la cama con un golpe sordo siendo aplastado, de inmediato, por el cuerpo sólido del muchacho. Dejó de forcejear. Sus ojos permanecieron abiertos, pero ajenos a los movimientos del más joven, que tomó aquello como una señal de rendición y atacó sus labios en un desesperado beso.
Un jadeo necesitado escapó de los labios de Alba, cuando las manos de Soiree consiguieron desabrochar sus pantalones y masajear su afiebrado miembro. Dejó que este hiciera cuánto quisiera con su cuerpo. Su mente ya no estaba prestando atención a lo que ocurría a su alrededor, su conciencia se hallaba perdida en la contemplación de aquel apéndice de ave —trazado con tintes monocromáticos—, sobre la espalda de su hermano. El cual parecía brillar de manera misteriosa, replegándose y aleteando fuera de la piel del más joven.
Quiso acariciarla, apreciar su suavidad, pero cuando la punta de sus dedos rozó una de las plumas, la pureza de aquella extremidad se tiñó de negro, desintegrándose por completo. Alba tomó aquello como una señal. La negrura tan profunda que había manchado la inocencia de Soiree, era la misma que pintaba el ala de demonio tatuada en su espalda y se extendía por toda su alma. Se tapó los ojos con los antebrazos. Hubiese querido, también, taparse los oídos para dejar de escuchar las declaraciones de amor que le prodigaba su hermano.
Alba sintió como era despojado de toda su ropa y, segundos después, la punta del miembro de Soiree se internaba en sus entrañas, sin mediar sutilezas. Siseó, y soltó un gemido ahogado. «El infeliz ni siquiera lo había preparado», despotricó. Aunque Alba tampoco, jamás, le había pedido delicadezas. Aceptó la quemadura de la penetración como una penitencia. Necesitaba de ese dolor para pagar su pecado. Sin embargo, sabía que aquella tortura duraría demasiado poco, y que pronto sucumbiría al placer.
Y así fue. Tanto la culpa como la lujuria recorrieron su sistema, embriagándolo de sensaciones alucinantes que le eran difíciles de controlar. «Si tan solo no hubiese permitido que todo se saliera de control en aquel momento, no tendría que estar luchando ahora con los remordimientos», se reprendió por enésima vez.
Alba aún recordaba con claridad la primera vez que había sorprendido al más joven irrumpiendo en su casa. Lo había encontrado en su dormitorio, sentado sobre el suelo alfombrado —al lado del cesto de la ropa sucia—, sosteniendo uno de sus calzoncillos usados. La prenda de ropa interior se presionaba contra la nariz de Soiree quien, con los ojos cerrados, aspiraba su esencia. Su respiración salía entrecortada y agitada, mientras la otra mano bajaba de forma errática por su gruesa erección.
Había sido una verdadera sorpresa encontrar a su hermano en aquel acto tan íntimo, pero en vez de regañarlo y echarlo a patadas de su vivienda, por hacerle ver tan vergonzoso espectáculo, Alba había quedado cautivado por la expresión dolorida que deformaba su rostro, producto del placer. E igual de cautivado por aquellos ojos, que al verse sorprendidos in fraganti, le miraron desvalidos y necesitados.
Y cuando esos mismos ojos se habían teñido con el fuego de la pasión, había sucumbido a su propia necesidad. Como una polilla hipnotizada por el calor de una abrazadora llama, se había dejado arrastrar por la mano que se estiraba suplicante, y había aceptado todo lo que ella le ofrecía.
Sin embargo, todo había cambiado. Atrás habían quedado esos momentos de camaradería, casi inocente, en que compartieran la autosatisfacción. Ya no eran caricias tímidas de descubrimiento, avergonzados, de explorar el cuerpo del otro. Todo había evolucionado y se había deformado, convirtiendo su relación fraternal en algo prohibido que los arrastraba cada vez más hondo a un pozo de culpabilidad, oscuro y sin fondo. Donde la ceguera que les provocaba aquella pasión, escondía los límites de lo anormal y lo correcto.
Soiree continuaba en una danza frenética en su interior, entrando y saliendo, cada vez con más fuerza. Le retiró los brazos y le sujetó el rostro, obligándolo a mirarlo.
—Te amo más que a mi propia vida, Alba. ¿Por qué no lo entiendes? —insistió suplicante, desvelando aquella inocencia y vulnerabilidad, que solo a él le mostraba.
El muchacho descendió sobre la boca de Alba, derrotado, sabiendo que no conseguiría escuchar de los labios de su hermano la aceptación que tanto deseaba oír.
«Yo también te amo más que a mi propia vida», aceptó, en silencio.
Las palabras laceraban en su alma, pero Alba era incapaz de pronunciarlas en voz alta. Solo manteniendo aquella verdad dentro de su pecho podía purgar un poco de su culpa. No había futuro para ellos, lo sabía. No podía existir más que el presente; esos momentos fugaces a los que aferrarse con uñas y dientes.
Convencido de que una separación limpia, era lo mejor para ambos, Alba quería grabar en su memoria cada detalle del más joven: cada uno de sus alientos, cada gemido y cada suspiro robado; el olor de su cuerpo y el tacto firme de su piel bajo la yema de sus dedos. Decidido a que, éste, se convirtiera en su último encuentro.
Pero a pesar de saber de qué el acto que estaban consumando estaba mal, las manos de su hermano, "su amante", que ascendían y descendían la longitud de su miembro ─con la misma intensidad con que sus estocadas embestían su interior─, lo condujeron a un orgasmo tan intenso y prohibido que desvaneció por completo su sentido de la responsabilidad.
Cerró los ojos, exhausto, y se abandonó a las réplicas de su corrida. Con su boca, ahogó el jadeo gutural que profería Soiree en el momento que se vaciaba dentro de su cuerpo.
«Yo también te amo más que a mi propia vida», volvió a repetir.
No sabía si algún día tendría el valor de confesarlo. Quizá la siguiente vez, cuando no estuviera tan asustado; cuando tuviera el suficiente valor de aceptar gustoso la penitencia que la sociedad les impusiera por su amor.
En esos momentos, en cambio, abrigado en los brazos de Soiree, solo deseaba dejarse envolver por aquel capullo de felicidad y no pensar en el mañana.
—Te amo, Alba, te amo —le susurró Soiree al oído, con apenas aliento.
—Lo sé —admitió.
Alba se abrazó con fuerza a la espalda musculosa de su hermano y escondió el rostro en su cuello. No hubo ningún tipo de declaración de su parte; ninguna palabra tierna que endulzara los oídos del más joven y le dieran la seguridad que tanto buscaba. Solo su alma conocía la verdad. Solo a través del silencio, Alba era capaz de expresar cuanto lo amaba.