Soledad

Historia contada en primera persona, de un abogado de la gran ciudad que se traslada a vivir al campo, y de la madurita veterinaria que allí conoce.

SOLEDAD

Corría el año 2.011, estábamos en plena crisis financiera global, que en España era aún peor porque además de ser financiera, para nosotros era también inmobiliaria. Era mi casi inmediato fin, o eso pensé entonces. Me explico: soy abogado de formación, pero también, y mucho, por vocación. En mi caso, me venía de tradición familiar, aunque las tres generaciones que me precedieron se dedicaron distintas ramas (mi abuelo fue Juez, mi padre fue Notario, uno de mis tíos Registrador y el otro abogado penalista). Yo me decanté por la rama inmobiliaria, que siempre me atrajo mucho más.

Salí de la facultad a finales de los 90, dejando atrás una época verdaderamente maravillosa, con un buen expediente académico, aunque para nada espectacular, en la media un poquito por encima. Eso sí, lo había disfrutado como el que más. No hubo fiesta a la que no acudiese. Fue, sin lugar a dudas la mejor época de mi vida, salvo por la que fue durante los tres primeros años de tal época mi novia, a la que quise con desesperación. Pero terminó…, cómo decirlo, rápido, mal y con dolor. Pero bueno, agua pasada no mueve molino.

Por aquella época no había muchos abogados realmente especializados en urbanismo, que era a lo que yo tenía claro que quería dedicarme, así que busqué un buen master, que pude financiar con un crédito que mis padres avalaron (aunque he de decir que mi padre estaba empeñado en pagarlo él, pero por cuestión de principios me negué). También fue una buena época la del master, aunque por obvios motivos me dediqué muchísimo más al estudio que a la fiesta (aunque alguna cayó).

Entre mis compañeros de master, varios estaban ya trabajando, algunos en grandes empresas, otros en despachos de abogados grandes o medianos, y el resto éramos simples estudiantes recién licenciados (por cierto, que no éramos sólo abogados, también había economistas, arquitectos e ingenieros, incluso había un médico, cosa de la que nunca llegué a saber el porqué). Ahí conocí a mi amiga del alma, Lola, y al que ahora es su marido, Iván. Sole es todo lo contrario a mí, bajita (un metro y medio justito), muy delgada, guapísima de cara, pero con las mismas curvas que una niña antes de la pubertad. Habladora, muy habladora, con ese gracejo andaluz que, cuando se tiene, es como si tuviera un magnetismo especial, graciosa hasta decir basta. Nunca me he sentido atraído físicamente por ella, y tengo claro que tampoco ella por mí, pero eso nos permitió hacernos amigos, simplemente eso, y nada menos que eso. Ella sigue siendo mi paño de lágrimas, mi consejera, mi psicóloga, la única persona con la que soy capaz de hablar como si lo hiciera conmigo mismo.

Cuando estábamos terminando el master, fue ella la que me “enchufó” en el despacho en el que trabajaba. Así que, gracias a ella, mi carrera profesional se disparó como un misil. Fui ascendiendo en el despacho, haciéndome una cartera de clientes propia, y mi nombre ya era conocido, y apreciado, en el mundillo. Mi economía, claro está, se disparó exactamente igual que mi carrera profesional (menuda mierda si no hubiera sido así ¿no?). Total, que con treinta y pocos estaba en mi plenitud. Sin ser millonario, tenía mi propia casa (un buen ático de casi 200 m 2 en pleno Chamberí), un apartamento en primera línea de playa en Estepona (al lado del de Sole e Iván), coche de empresa, y mi joya de la corona, la niña de mis ojos, mi Harley Davidson FX Super Glide de 1.971, que compré en un viaje a Estados Unidos y me costó un cojón traer y restaurar.

Además, un par de años antes de la crisis, en 2.006, decidí abandonar el despacho y montarme por mi cuenta con los clientes que se vinieron conmigo, que he de decir que fueron casi todos.

En fin, que, aunque trabajaba más horas que un reloj, disfrutaba mucho mi trabajo, y me permitía vivir como podéis imaginaros. Y, además, todo eso sin vivir al límite de mis posibilidades económicas, puesto que además de ello ahorraba bastante, e invertía con prudencia).

Gracias a eso, y a que pillé el boom inmobiliario, cuando llegó la crisis, me pilló sin apenas deudas. Pero por muy ahorrador que se sea, los ahorros al final se terminan si no se van reponiendo. Así que, a mediados de 2.011 ya me veía venir que iba a pasarlas canutas.

En aquella época seguía soltero, nunca había sentido la necesidad de tener una pareja estable, o (a fuer de sincero) más bien, nunca tuve el tiempo suficiente para dedicárselo a una pareja estable, ni tampoco busqué cómo tenerlo. No quiero decir con ello que mi vida fuese monacal, pues para mí el sexo es aún más vocacional que mi trabajo. Creo que la relación que más duró se sostuvo dos semanas. Cierto es que, al principio, no tener pareja, más allá de rollos de una noche y alguna que otra amiga con derecho a roce más o menos fija, me generaba desasosiego. Mis hermanos y hermanas estaban todos casados o con pareja estable, de todos mis amigos yo era el último soltero… Pero finalmente me acostumbré a ello, y terminé por aceptar que no estoy hecho para la vida en pareja (o eso creía por entonces).

Ese verano prescindí de pasar las vacaciones en el apartamento de la playa, y lo puse en alquiler. Me lo alquiló tres meses un matrimonio alemán, y me lo pagaron a tocateja. Bueno, ya tenía arreglado el verano (como decía mi santísima madre, benditos mis bienes que remedian mis males), así que me fui con un par de amigos (Lola e Iván y otro matrimonio), que también son unos fanáticos de las motos, a recorrer la Castilla profunda.

Estuvimos en muchos sitios distintos de Palencia, Zamora, Soria… a cuál más bonito. Uno de esos días de ruta, recuerdo que estábamos los cinco (el resto viajaba en pareja), tomando una cerveza helada en el único bar de un pueblecito de lo más pintoresco en la Soria más profunda. Uno de mis compañeros de ruta, Iván, comentó que a él no le importaría irse a vivir a un pueblo como aquel. Yo, me quedé pensativo ante sus palabras, e Iván, que sabía de mi situación laboral en ese momento, me dijo:

-          Coño Fran, te podías mudar aquí, total para estar en Madrid buscando clientes debajo de las piedras…, seguro que aquí encontrabas los mismos y encima es mucho más barato vivir.

-          Qué cachondo que eres Iván –le dijo Lola, mirándolo como si lo acuchillase­–, como no tiene bastante con la rachita que está pasando, encima tú le vacilas.

-          No, si en el fondo tiene razón, Lola –dije yo–, debería plantearme empezar de cero en otro lugar, pero ya me dirás que hace un abogado especializado en inmobiliario y urbanismo en un pueblo en la Castilla profunda.

En esas, el dueño del bar, que nos había escuchado, ya que éramos los únicos clientes en ese momento del día, decidió meterse en la conversación.

-          Pues no vaya a creer que en el pueblo, y en el resto de la zona, no se necesitan abogados. Que mire Vd. que por aquí hay muchísimos pleitos por las lindes, y se compran y se venden más campos de los que imagina. Yo que Vd. me lo pensaría, que aquí nos falta gente joven y con empuje, que ya estamos casi todos algo viejos.

-          Hombre, no tan viejos, que he visto que aquí tienen escuela.

-          Sí, pero como no vengan más parejas de fuera, creo que en un par de años nos la cierran. Este año eran seis zagales en la escuela, y para el curso próximo uno de ellos ya irá al instituto, que de eso no tenemos aquí.

-          Pues mire hombre, ya me ha dado que pensar, que parece un buen sitio para instalarse.

-          Lo es, lo es. Eso sí, si es Vd. friolero, piénseselo muy bien, que aquí el frio es de verdad, y no esas mariconadas de las que os quejáis los madrileños. Y el calor… pues ya lo veis.

De todas las conversaciones que tuvimos durante el viaje, ésa es la que más recuerdo, porque no me la quitaba de la cabeza. El dueño de ese bar, puede que sin pretenderlo, me había puesto delante de las narices una posibilidad que ni se me había pasado por la cabeza.

Al volver a Madrid, nada más ducharme y deshacer el equipaje, me puse a investigar sobre cómo es la vida en el campo, qué necesidades tienen y cómo puede alguien con mi perfil profesional encajar ahí.

Como sé dónde mirar, busqué las estadísticas que publica el Ministerio de Justicia y vi que, efectivamente, la cantidad de desavenencias por linderos de fincas es enorme, y más por aquella zona. Total, que, para no enrollarme mucho, visto que en Madrid mi futuro cada día era más negro, decidí vender todos mis bienes, y mudarme a Soria, concretamente al pueblo al que he hecho mención, cuyo nombre voy a omitir, por obvios motivos.

El apartamento de la playa me lo compraron, encantados, los mismos alemanes que me lo habían alquilado durante el verano. Y tan encantados, puesto que lo vendí por el mismo precio por el que lo había comprado. Mi casa de Madrid no la quería vender rápido, sino bien, así que como tenía el colchón de mis menguados ahorros, con la notable inyección de la venta del apartamento, hice las maletas y me trasladé, sin despedidas tristes ni historias. Un día estaba en Madrid, y al día siguiente no. Un whatsapp al grupo de los amigos con una invitación a visitarme cuando quisieran (y que obviamente aceptaron y cumplieron) y una llamada a mis padres fueron toda mi despedida.

Había buscado casas disponibles en el pueblo que os he comentado, y las había a patadas. Al final me decidí por una casa en las afueras del pueblo, cerca de su conexión con la carretera comarcal que da acceso al pueblo. Era una casa de una sola planta, antigua, de esas de muros tan anchos que parecen más propios de un castillo, vigas de madera, techado de tejas rojas cubiertas de musgo, con la fachada de piedra desnuda y un enorme portón coronado por un muy desgastado escudo heráldico. Tiene cuatro habitaciones, enormes, así que me sobran tres. Una se destinaría para mi despacho y biblioteca, otra para mi dormitorio y las otras dos, para las visitas que ocasionalmente recibiera. Y lo mejor de todo es que la casa, como necesitaba reforma, pues llevaba deshabitada casi 10 años, me salió verdaderamente tirada de precio. En la reforma tampoco tuve que invertir en exceso, ya que gracias a mi especialidad, si algo conocía eran empresas constructoras, y entre las que no habían quebrado, alguna quedaba que me debía un par de favores que, lógicamente, me cobré. En la parte de detrás, tenía el resto de la parcela, casi unos 500 m 2 , los restos de un corral para ganado, que convertí en una barbacoa, y más allá el monte. Una vista privilegiada. La única excentricidad que cometí en la reforma fue abrir un enorme ventanal en la fachada trasera, frente al cual ubiqué mi habitación y el baño de mi dormitorio. De esa forma me podía duchar mirando al monte. Un auténtico lujo.

Los primeros meses fueron un poco raros, puesto que estaba viviendo en una casa en obras. Pero tampoco me importó. Me sirvió para conocer a todo el pueblo, pues yo era la novedad. Y en esos pueblos, ahora lo sé, las novedades llaman mucho la atención.

El primero al que conocí fue el alcalde, Antonio, y a su mujer, Teresa. Digo alcalde, pero lo cierto es que también era el dueño del bar (sí, ese mismo bar en el que había nacido la idea de instalarme en el pueblo), y hacía las veces de repartidor del correo, pues todo el correo se depositaba en el bar y él lo distribuía a los escasos vecinos. También era, ocasionalmente, el taxista del pueblo, cuando alguien que no tenía coche tenía que desplazarse los 35 kilómetros de rigor para acudir al centro de salud. Su mujer era la peluquera del pueblo, labor que hacía a domicilio (y bastante bien, he de reconocer, pues además del corte de pelo, te facilitaba los últimos cotilleos del pueblo y comarca).

Antonio, al venir a verme a casa, me comentó:

-          Ahora que eres la novedad del pueblo, que sepas que van a venir todos, con alguna excusa, para ver quién eres, ver qué es lo que estás haciendo…, ya sabes. Pero no te lo tomes a mal, que no es cotilleo con mala intención. Es sólo que por aquí no hay muchas novedades, y cuando las hay, las aprovechan

-          No hay problema Antonio. Me vendrá bien conocerlos a todos, quizá alguno de ellos necesite un abogado. Por cierto, aprovechando que eres el alcalde ¿cómo está por aquí la conexión a internet?

-          Mejor de lo que te piensas. Hace poco recibimos una subvención para instalar la fibra en todo el pueblo y conectarnos con la red que pasa a unos 15 km de aquí. Tendrás que pedir un enganche a la línea que hay en la calle paralela, pero seguro que Venancio te de deja pasar el cable por su parcela, que es muy buen tipo. Esta tarde, cuando venga al bar a jugar al tute, se lo pregunto yo en tu nombre.

Bueno, te voy a dejar, que debo volver al bar, que deben estar al caer los parroquianos de todos los días a jugar su partida de tute y su café.

-          Gracias Antonio. Luego me paso por el bar y seguimos hablando para que me pongas al día del pueblo.

Joder, hasta iba a tener una conexión decente a Internet.

Tal y como me había anunciado Antonio, efectivamente pasó todo el pueblo por mi casa. La verdad es que me gustó, no por el cotilleo, sino porque, cada uno a su manera, todos me hicieron sentir bienvenido. La primera que pasó por casa fue Soledad. Una mujerona alta, casi como yo, un metro setenta y muchos, de entre 50 y 55 por su apariencia (56 exactos tiene), corpulenta, pero de carnes prietas, con unas curvas muy agradables de ver. De rostro con expresión seria, pero de fácil sonrisa cuando coge algo más de confianza. Ojos marrones, labios gruesos en una cara redonda y proporcionada. Era, y es, la veterinaria del pueblo. Se presentó:

-          Hola soy Soledad, aunque por aquí todos me conocen como “la Sole”. Soy la veterinaria de por aquí, vamos de este pueblo y de varios más de los alrededores. Bueno, la veterinaria, y la mayoría de las veces, la comadrona, enfermera y casi lo que haga falta. Hasta psicóloga en ocasiones.

-          Hola Sole, encantado, yo soy Fran ­–contesté yo, tras los dos besos de rigor­–.

-          El otro día comentó Antonio que te ibas a instalar aquí. Resulta que eres el primer nuevo vecino en más de 20 años.

-          Bueno, ya veremos qué tal me adapto, pero de momento, el sitio me encanta, y la gente también, así que pinta bien.

-          ¿Y eres abogado? Perdona que parezca cotilla, pero es que eso también nos lo ha dicho a todos Antonio.

-          No, si voy a tener que darle comisión por la publicidad que me está dando, jajajaja.

-          Es que, aunque no te lo creas, está emocionado. Ahora somos el único pueblo en 30 km a la redonda con abogado. Ya sólo le falta conseguir cura propio y médico, jajajaja. Pero ahora en serio, por aquí vas a tener trabajo, ya verás, aunque algunos te paguen con corderos o gallinas.

-          Bueno, parece que para médico ya os apañáis en el pueblo contigo, así que no tendrá mucha prisa. Y por lo de las formas de pago, pues oye, ya iremos viendo.

-          Pues nada, que encantada de conocerte, vecino. ¿Te parece que me pase en unos días, cuando estés más instalado y te traigo unos papeles de una finca que heredé? Pagando ¿eh?

-          Sin problema, ya sabes dónde encontrarme. Serás bien recibida.

-          Hasta pronto.

-          Ciao.

Más o menos todas las visitas que recibí fueron como la de la Sole. Todos los que se aproximaron hasta mi casa fueron amables y el que no fue simpático, sí que fue educado.

Así transcurrieron mis primeros días en el pueblo. La verdad es que la visita de la Sole se me había quedo más grabada que las del resto de los vecinos. El caso es que, entre pitos y flautas, ya llevaba un par de meses sin darle una alegría al cuerpo y lo cierto es que la Sole se manejaba un buen par de tetas. El día que la había conocido llevaba un vestido, estampado de tonos marrones, no muy ceñido ni muy escotado, pero sí lo suficiente como para que se pudiese apreciar que iba más que bien dotada. Hasta tal punto que, he de confesarlo, me hice una soberana paja imaginándome aquel par de tetas la misma noche que la conocí.

Pasada una semana, más o menos, una tarde estaba yo dormitando en el sofá con la tele encendida, aprovechando que ese día no habían venido los de la reforma, cuando llamaron a mi puerta. Me levanté a abrir, medio dormido, por lo que no caí en la cuenta que andaba con la ropa cómoda de estar por casa, un pantalón corto de deporte que, de puro viejo tiene la tela casi transparente, y una camiseta en las mismas condiciones. Era la Sole, quien nada más abrir, me dijo, sonriendo:

-          Ya se te irá la costumbre de tener la puerta de la casa cerrada. Aquí sólo cerramos la casa por las noches al irnos a dormir, el resto del día las dejamos abiertas.

-          Costumbres de urbanita, que ya se me irán curando. Pero no te quedes ahí, pasa por favor. Siéntate en el salón que me cambio y enseguida estoy contigo.

-          No seas tan formal, hombre, que tampoco es que me hayas recibido desnudo… además que ver un hombre joven y guapo por aquí es una alegría “ ¿me está insinuando algo,pensé­–, anda no seas malpensado ”. Venía por los papeles que quería que me revisases, ¿te acuerdas?

-          Claro mujer, sin problema. Pero ya que no me voy a cambiar, al menos me aceptarás un café ¿no?

-          Por supuesto que sí, solo y sin azúcar.

-          Marchando, instálate en el salón que en seguida voy.

Hice los cafés en la máquina de cápsulas que había viajado hasta allí conmigo y me senté con ella en la mesa del comedor.

-          Mmmmm, qué bueno está este café. Es mejor que el del Antonio.

-          Muchas gracias, pero no es mérito mío, sino de la máquina. Y por favor, no se lo digas a Antonio, que no quiero que piense que le hago la competencia, jajajajaja.

Estábamos sentados el uno frente al otro con la mesa de comedor entre los dos. La mesa era de cristal. Yo examinaba la documentación que me había traído y a la vez hacía preguntas a las que ella me contestaba. En una de esas, levanto la mirada y me doy cuenta de que, al ser la mesa de cristal, ella me estaba observando la entrepierna. Nada descarado, pero se notaba perfectamente dónde se escapaba su mirada. “ Joder, pues sí que parece que le molo ”. Yo hice como que no me daba cuenta de nada y seguí como estaba, aunque con las piernas un poco más abiertas, por aquello de incitar, claro.

Además, me fijé en que venía con el mismo vestido estampado del otro día, pero esta vez con un par de botones abiertos que el otro día estaban cerrados. “ Qué tetamen que tiene la veterana ”. Me estaba empezando a poner muy caliente, pero no quería que eso se notase, porque no sabía qué terreno pisaba, y me daba miedo que se malinterpretase la situación. En un sitio como Madrid, con cuatro millones de habitantes, te puedes permitir dar un patinazo en una situación así. Total, puedes no volver a cruzarte con esa persona en la vida. Pero en un pueblo de escasos 150 habitantes… mejor no jugársela a lo tonto, que cagarla una vez era quedar marcado de por vida.

Así que me centré en el trabajo. Le di mi opinión sobre la posible solución a su problema, negociamos unos honorarios (por ese precio, en Madrid no me habría dignado ni a mirar el expediente, jajajajaja, pero aquí la mentalidad es otra, y la vida es mucho más barata), y sin más nos despedimos, tras apuntarnos el móvil del otro.

Poco a poco, me iba sintiendo cada día más en casa. En el pueblo ya había pasado a ser uno más, y una o dos veces por semana recibía la visita de algún posible cliente, bien del pueblo, bien de la comarca. A la Sole le resolví su problema, completamente a su satisfacción (dicho por ella), y me recomendó a varios amigos, conocidos y familia de la región.

Como en estos lugares la vida es mucho más pausada, relajada incluso, mis días se habían acomodado a ese ritmo de vida. Solía levantarme y, tras darme una ducha y desayunar (casi siempre en el bar de Antonio), salía al campo a dar un pequeño paseo por los alrededores del pueblo. Generalmente, los sábados sustituía el pequeño paseo por una larga caminata por el monte, o bien me montaba en la niña de mis ojos, mi Harley, y me iba de ruta por los alrededores.

En una de esas caminatas, ya volviendo al pueblo, mientras caminaba ya a la vista del cerro que ocultaba tras él a mi pueblo, sentí de repente un intenso dolor en la barriga. Vamos, el típico apretón. En un principio intenté seguir caminando, pues me quedaban apenas unos 15 minutos a buen paso para llegar a casa. Pero mis tripas decidieron que eso no iba con ellas. O me vaciaba ahí mismo, o reventaba, así que me fui tras unos matorrales y, como pude me vacié por completo. Buf, qué sensación de alivio.

Ahí es cuando llegó el problema “ me cago en todo, y con qué cojones me limpio el culo ”. No llevaba ni un mísero kleenex. No tenía con qué limpiarme. Empecé a apurarme, así que miré alrededor para buscar algo que me sirviese. “ Bingo, esa planta me servirá ”. Le arranqué un buen montón de hojas y sin más, con ellas me limpié el culo.

No os podéis imaginar el escozor y el dolor que sentí en aquel momento. Luego resultó que era ortiga, pero el urbanita que era no sabía qué coño era eso, sólo había visto una planta con muchas hojas que me servía para limpiarme el culo.

Ya estaba limpio (bueno, más o menos), pero con un escozor en el culo que me hacía lagrimear. Era insoportable. Como buenamente pude, volví a ponerme en marcha y encaminé mis pasos a casa de la Sole. Fue una auténtica tortura llegar hasta allí, pero al final lo conseguí. Su puerta, como todas en el pueblo, estaba abierta cuando llegué.

La llamé desde la entrada:

-          Sole!!! Soleeee!!! ¿estás en casa?

Desde el fondo sonó su voz:

-          Síííí!, pasa, pasa. ¿qué ocurre?

Entré y vi que venía hacia mí. Se ve que la había pillado echando una siesta, porque venía con un camisón largo, y sin sujetador. Ahora, repasando la escena mentalmente, puedo rememorar cómo se le bamboleaban las tetas al andar, aunque en ese momento sólo era capaz de pensar que el culo me ardía y me dolía horrores.

-          He tenido un accidente mientras venía caminando por el cerro del cotillo.

-          Tienes mala cara, pero no veo que tengas nada más ¿qué te pasa?

-          Pues que he tenido una “urgencia digestiva”.

-          Jajajajaja, vamos que te has giñado en el campo ¿no?

-          No, no. Bueno sí, pero ése no es el problema. Es que no tenía con qué limpiarme y… he cogido una hojas y…

-          Jajajajajajajaja, pero qué pardillos que sois los de la ciudad. No me digas que te has limpiado con una ortiga.

-          Joder Sole, no sé cómo coño es una ortiga, sólo he visto una planta y la he cogido. Era eso o volver lleno de mierda.

-          No te enfades, zagal, que de todo se aprende. Pero ¿no te has dado cuenta cuando la has agarrado?

-          No, como llevo bastones para caminar, llevaba puestos unos guantes, que si no luego me salen callos.

-          Pero mira que eres pijo… en fin. Vamos a la consulta, que te vea.

Pasamos a su consulta:

-          Espera que pongo una sábana en la mesa, que es de metal. A los animales no les importa, pero me da que igual a las personas no les es muy agradable.

-          Pues sí, prefiero con una sábana, la verdad.

-          Pues hala, ya está, bájate los pantalones y los calzoncillos, inclínate sobre la mesa, que voy a mirar.

-          ¿Y no podrías darme una pomada o algo y ya me lo pongo yo? Es que me da algo de vergüenza.

-          ¿Vergüenza? Pero zagal, que a estas alturas ya le he visto el culo a todos los vecinos del pueblo. Y tú no vas a ser la excepción.

En fin, qué le íbamos a hacer, me resigné y me puse en posición. Se puso unos guantes de látex y me examinó la zona.

-          Pues sí que ha sido con ortiga, y además con el roce de la zona al caminar, se te ha puesto peor. Vas a estar un par de días jodido. Pero bueno, vamos a ver qué se puede hacer. De momento, vete al baño y te aclaras bien la zona con agua fría. Ojo, sin tocar, sólo abre bien fuerte el grifo de la ducha y te aclaras bien la zona. No te seques con la toalla. Luego vuelve que yo, mientras, voy a preparar un emplasto. Si goteas por el pasillo no te preocupes, que ya limpiaré yo luego.

Así lo hice. La verdad es que el agua no estaba fría, no, estaba helada. Pero también fue un alivio, como si se amortiguase un poco la sensación de escozor.

Volví y me dijo:

-          Túmbate, que voy a aplicarte el emplasto.

-          Voy.

-          No hombre, no, boca arriba. Y abre bien las piernas, como las mujeres cuando vamos al ginecólogo.

Joder, me estaba dando una vergüenza espantosa. Pero como el dolor podía más, tampoco puse ninguna objeción. Le pregunté:

-          ¿Qué me vas a poner? ¿Alguna pomada especial para eso?

-          Qué va, lo mejor para esto es mezclar bastante bicarbonato en un poco de agua, que se haga una pasta, y extenderlo por la zona.

-          Pues vaya con los remedios tradicionales –dije yo con poco convencimiento, pues me parecía el típico remedio de abuela–.

-          A ver, que yo no te digo cómo tienes que hacer tu trabajo. Si acudes a un profesional, es porque confías en cómo sabe hacer su trabajo. Y aunque parezca una paleta de aldea, soy muy buena en lo mío.

-          Que no mujer, que no dudo de ti. Hala, ponme la cosa esa.

Empezó a extender el emplasto por la zona y, al cabo de unos pocos momentos empecé a notar que el escozor y, sobre todo, el dolor, disminuían hasta ser algo tolerable. Poco a poco, cada vez me notaba mejor, así que, por fin, me relajé. Mientras seguía aplicando el emplasto, me dediqué a observar cómo se movían sus tetas por debajo del camisón. Empezaba a excitarme, pero no quería que se me notase en esa posición, así que desvié mi mirada hacia otro lado.

Cuando terminó me dijo.

-          No te vuelvas a poner la ropa que traías, que estará aún llena de agujas de la ortiga. Espera que te traigo un pantalón de los de quirófano.

Así lo hizo. Me vestí con lo que me había traído y me levanté. Me dijo:

-          Mañana me paso a ver cómo vas, y te vuelvo a poner el emplasto, pero ya verás que en unas horas estarás mucho mejor.

-          Genial, mañana te preparo café y tostada. ¿Qué te debo?

-          Nada hombre, yo cobro por curar animales, no personas. Así que, con el café y la tostada ya cumples.

-          Mujer, me sabe mal, que yo animales no tengo, pero un poco animal sí que soy, y me has curado...

-          Que te olvides. Mañana nos vemos.

Me acompañó a la puerta. Cuando iba a salir, me sentía tan agradecido que le di un beso. Ella no se lo esperaba, iba a ser un beso en la mejilla, lo juro, pero al final se quedó en un beso a rozando la comisura de sus labios. Ella no se retiró, incluso alargó el contacto un segundo de más. Me miró sonriendo y me dijo:

-          Anda, Don Juan, que con eso ya me doy por pagada. Vete para casa y descansa, que mañana voy.

Así lo hice, y al llegar me tiré en la cama directamente, vestido como estaba. Estaba cansado, de la caminata, de los nervios, del dolor. Caí rendido y me desperté a la mañana siguiente en la misma posición en la que me había dormido. Ya casi no notaba nada. Algo de escozor, pero desde luego, no me dolía nada. Me levanté y me fui, como siempre, a la ducha. Por fortuna, me acordé de lo que me había dicho Sole, y no usé agua caliente, sino que le bajé la temperatura lo suficiente para no helarme de frio.

Me senté en el sofá a disfrutar de un buen rato de lectura y, como a las once de la mañana oí que Sole me llamaba desde la entrada de casa.

-          Hola Fran, buenos días, ¿puedo pasar?

-          Pasa, pasa. Estás en tu casa, ya lo sabes.

-          ¿Qué tal te encuentras hoy? ¿Mejor?

-          Muchísimo mejor. Si alguna vez vuelvo a poner en duda tus conocimientos me das un buen calvote, que me lo habré merecido.

-          Jajajajaja, zalamero. Venga, vamos a echar un vistazo.

-          Primero lo primero, y te debo un café y una tostada, que me he esperado para desayunar contigo.

-          Venga vale, que tengo tiempo de sobras, que hoy es domingo.

Había venido vestida con otro vestido, floreado, en tonos verdes, blancos y unos pocos amarillos. El vestido era entallado, y le hacía un busto espectacular, y más con el tamaño de pecho que tenía. Se le quedaba un poco más ceñido a la altura de la tripa, lo que hacía ver que tenía un poco de barriguita, pero nada exagerado. De largo le llegaba un poco por encima de las rodillas, dejando a la vista unas pantorrillas torneadas. Al pasar por delante de mí hacia la cocina, me di cuenta de que se había puesto perfume, con un deje de jazmín, que me encantó. Y también me fijé en que llevaba unos pendientes de aro, de oro con incrustaciones. Se había arreglado para venir a verme, y esto, no sé por qué, me hacía sentir bien. Pero tampoco le di mayor importancia porque en el pueblo, la gente se viste de forma especial los domingos.

Desayunamos tranquilamente, hablando de las cosas del pueblo, comentamos el fallecimiento de una vecina, que había muerto recientemente a los noventa y nueve años, me contó cosas de su familia, de su hermano, que vive en Barcelona, de un primo que hizo las américas y de su hermanita la pequeña, que acompañó al novio a Ceuta y se instalaron allí para regentar un bar frente al puerto, y yo le contaba cómo fue que vine a parar al pueblo, cómo había sido mi vida antes y lo distinta que era ahora.

Estuvimos como una hora hablando. De vez en cuando, como distraídamente, ponía su mano sobre la mía, juntaba su rodilla con mi pierna. Me daba sutiles indicaciones de que siguiese adelante, aunque estaba claro que ella tenía miedo al rechazo, supongo que por la diferencia de edad (pues me lleva más de quince años de diferencia). Así que, para que notase que no iba a haber rechazo por mi parte, cuando ponía su mano encima de la mía, yo no la retiraba, sino que yo le ponía, a su vez la otra mía sobre la suya, y a la vez mis miradas a su escote, aunque no eran descaradas, tampoco eran precisamente disimuladas.

Según pasaba el tiempo, veía que ella no daba iba más allá. Pensé “ tío,vas a tener que ser tú el que siga adelante, que aquí son mucho más tradicionales ”. Así que decidí lanzarme, “ vamos a ver qué pasa ”. En una de esas veces en las que nos reíamos a carcajada limpia de algún comentario gracioso, inclinándome mientras me agarraba la tripa de la risa, me quedé con la frente apoyada sobre su hombro y ahí la dejé. Paramos de reír, pero no levanté mi cabeza. De repente se hizo un silencio entre los dos. Ella levantó una mano hacia mi nuca, y empezó a acariciarla, como aprobando mi tímido acercamiento.

Girando mi cabeza, mis labios quedaron a la altura de la comisura de los suyos. Los acerqué y le di un leve beso. Cerró los ojos, y volteó su rostro, buscando mis labios. Y cuando hicieron contacto, los abrió, sólo un poco, lo suficiente para exhalar el aire que había estado reteniendo y asomar levemente la punta de su lengua, que empezó a meterse entre mis labios.

Mi lengua salió al encuentro de la suya, acariciándola, jugando entre ambas. Estaba embriagado, por la mezcla entre el olor de su perfume, con ese olor a jazmín, y el sabor que aún tenía a café. Me estaba trastornando de puro caliente que me estaba poniendo la escena. A estas, yo ya había desplazado mis brazos para abrazarla por la cintura, y así la apreté contra mí. Ella correspondió de igual forma, y así estuvimos varios minutos, besándonos como si quisiéramos absorber al otro.

Lentamente, fui subiendo mi mano izquierda hasta llegar a la parte inferior de la curva de su pecho, con la palma de la mano hacia arriba, como si lo sujetase. No me sorprendió su blandura, pues el día anterior ya la había visto en camisón y sabía que, por el tamaño y la edad, ya colgaban, pero no como un par de pellejos, para nada. Colgaban, sí, pero llenos. Fui acariciándolos por encima de la ropa, apretando un poco de vez en cuando, hasta que noté, al pasar la mano, que sus pezones empezaban a estar erectos. Me centré en ellos pellizcándolos, suavemente al principio, pero cada vez un poquito más fuerte.

Ella había levantado, sin quitármela, mi camisa y metía sus manos acariciando mi espalda, mi pecho, todo lo que estaba a su alcance.

Cada vez que yo pellizcaba un pezón le arrancaba un casi gemido. Mientras eso hacía, desplacé mi mano libre a los botones de su escote y fui, uno a uno, abriéndolos hasta llegar al último, que estaba a la altura de su ombligo. Ante mí aparecieron dos tetas grandes, pero grandes de verdad, de esas que necesitas cuatro manos sólo para abarcar una. Su piel, en las zonas que no alcanza el sol, era muy blanca, con pecas, y algún que otro lunar que parecía estar estratégicamente situado para ser lamido. Llevaba puesto un sujetador blanco, sin adornos, de esos que las mujeres se ponen sólo porque son prácticos, cómodos. Recuerdo que, ya abierto el vestido, metí las manos hacia atrás y me encontré con que el cierre era de los de cuatro corchetes. Vamos que era un sujetador de los que no diseña un modisto, sino un ingeniero de estructuras, para sostener esa masa. Pero ya puestos, quitar un corchete o cuatro… como si hubieran sido mil, igual los hubiera quitado para liberar ese par de tetas.

Cuando lo desabroché, ella sacó sus brazos del vestido, lo que me permitió quitar del todo el sujetador, y aquellas inmensas moles, al fin, cayeron por efecto de la gravedad. Me eché un poco para atrás, y las contemplé, salivando como un hambriento ante un banquete.

-          Parece que te gustan, zagal.

-          Ya lo puedes jurar.

Ante mí tenía un par de tetas para hacerles un monumento, grandes, blancas, con alguna venillla que, por la blancura de su piel se dejaba notar, con una aureola rosada, coronada por dos pezones del mismo color, pero algo más subido de tono, gorditos y duros, del tamaño de media falange del dedo gordo.

-          ¿A qué esperas, entonces? –me dijo–.

Me lancé con mi boca entera sobre una de ellas, mientras con la mano estrujaba la otra. Ahora ya me había dado cuenta de que se había perfumado el canalillo, por lo que su perfume, con el acaloramiento que tenía, inundaba toda la cocina, superponiéndose al olor del café.

Me entretuve todo lo que quise con sus dos tetas, chupando, besando, mordiendo, acariciando, estrujando. Eso, sin dejar de explorar el resto de cuanto había a mi alcance, que era mucho. Ya había metido mi mano entre sus muslos e iba, irremediablemente, encaminada hacia lo que entre las piernas escondía, y ella me facilitó la tarea abriendo las piernas todo lo que podía, que no era poco.

Toqué la tela de sus bragas, sin ver aún nada, pero notando que por el borde del elástico se le escapaban bastantes pelillos. La tela estaba completamente mojada, y ya empezaba a emanar ese característico olor a excitación femenina. Ese olor tan cargado de feromonas que hace que a los hombres se nos vaya la cabeza.

Tenía que quitarle la ropa y, sinceramente, me estaba dando un morbazo tremendo hacer lo que estábamos haciendo en la cocina. Así que la levanté y, como si supiese lo que quería de ella, se dejó caer el vestido. Mirándome a los ojos, con la boca entreabierta en una sonrisa de una sublime picardía, se bajó las bragas y se subió a la mesa de la cocina, con las piernas totalmente abiertas. Entonces, señaló algo muy obvio:

-          Parece que no estamos en igualdad de condiciones ¿no? Lo digo porque creo que yo también debería ver lo que me voy a comer, no vayas a creer que eres el único que puede mirar el menú.

Creo que no me he desnudado tan rápido ni el día que perdí la virginidad. Debí de arrancar algún que otro botón de la camisa que llevaba.

Ahí me quedé plantado frente a ella, desnudo ahora yo también. Ella se me estaba comiendo con la mirada, disfrutaba de lo que veía. Le dije:

-          ¿Te gusta lo que ves?

-          Antes me tenías caliente, ahora estoy hambrienta, ¿responde eso a tu pregunta?

-          A mí me vale, desde luego.

-          Pues no me hagas esperar, que llevo desde el día que te traje los papeles de la finca imaginando este momento.

Me fui hacia ella, situándome entre sus piernas totalmente abiertas, ella sentada en la mesa de la cocina, y yo de pie frente a ella. Bajé mi boca hacia la suya, mientras mis manos iban, una hacia las tetas y la otra hacia su monte de Venus, enredando mis dedos entre sus pelos. Eran abundantes, negros, no muy rizados, y sin una sola cana. Estaban muy húmedos. Ella, al ponerle yo la mano encima, respondió metiendo su lengua en mi boca como si quisiese llegar hasta mi campanilla.

La empujé hacia atrás, para que se quedase tumbada sobre la mesa, y yo empecé a bajar con mi lengua y mis labios por todo su cuerpo. Al llegar a su monte de Venus, ella esperaba, lógicamente que siguiera más abajo, pero yo quería jugar, así que, en lugar de ir hacia donde ella esperaba, me fui por sus ingles, besando y lamiendo cada lugar por el que pasaba, dando pequeños mordisquitos, fui a por sus rotundos muslos, anchos, duros de caminar y del trabajo con animales. Al tener sus piernas completamente abiertas, podía recrearme en la visión de lo que tenía ante mí. Una entrepierna bien poblada, como me gustan (ése, junto a las tetas grandes, es mi gran morbo), con unos labios mayores gordos, sobresalientes, coronados por un clítoris de un tamaño apreciable, que en ese momento ya había escapado de su capuchón, siendo el conjunto rematado por un ojete rosado, rodeado de arruguillas en medio de una zona en la que el vello púbico no desaparecía, pero sí disminuía su cantidad. Vamos, para hacerle una foto y enmarcarlo.

Ella correspondía con suspiros cada vez más fuertes. Intentaba atraerme con sus piernas, pero yo seguía jugando. Eso sí, como tampoco quería hacerla sufrir, volví a subir después de llegar a sus pies, y lamer cada uno de sus dedos. Ahora sí, fui subiendo por la cara interna de su muslo hasta volver, otra vez, a su monte de Venus. Si la zona antes estaba húmeda, ahora estaba totalmente mojada. El olor a sexo que emanaba era embriagador. Acerqué mis labios a esa bendita zona y le dediqué el mejor trabajo oral que sabía hacer.

Lamí su clítoris, sus labios mayores, metí mi lengua todo lo que era capaz dentro de su vagina, bajé hasta la entrada de su culo y lo lamí como si fuese una piruleta. Lo que antes eran suspiros, eran ahora gemidos, cada vez más fuertes, sobre todo cuando pasaba mi lengua por el clítoris, cuando lo absorbía envolviéndolo con mis labios, volviéndome tan loco de cachondo que me podría haber corrido con solo rozarme. Sus líquidos ya habían llegado a mojar la mesa, dejando una mancha de humedad en el mantel como si se hubiese derramado un vaso de agua. Y eso que yo me bebía todo lo que podía.

Yo podría haber seguido así toda la mañana, la tarde y la noche, pues había perdido por completo la noción del tiempo. Pero ella ya quería más, y así tal cual lo dijo:

-          Fóllame ya, que no aguanto más, zagal.

-          Quiero que te corras en mi boca.

-          Para eso siempre hay tiempo, pero ahora quiero correrme con una polla como Dios manda dentro, y la tuya la necesito ya.

-          ¿Me pongo un condón?

-          ¿Estás sano?

-          Te lo puedo jurar.

-          Pues yo también, y hace más de cinco años que no reglo, así que no te voy a reclamar ninguna paternidad. Adentro con todo, pero ya.

Joder, sí que estaba ansiosa la Sole, aunque, dicho sea de paso, yo también lo estaba, así que me fui adentro con todo, tal y como estábamos. Con ella tumbada sobre la mesa, las piernas totalmente abiertas y yo de pie. Entró como un cuchillo caliente en mantequilla, hasta el fondo, no de golpe, pero sí de una sola vez, hasta que las pelotas toparon con su culo. En ese momento abrió mucho los ojos y, mirándome, dijo:

-          Menuda herramienta calzas, cabrón. Como el desempeño vaya a la par del grosor, me vas a hacer una mujer muy feliz.

Yo estaba muy, pero que muy cachondo. Sabía que no iba a poder aguantar mucho, así que le dediqué mis mejores esfuerzos antes de que mi corrida fuera inevitable. La penetré, en unos minutos, con todas las velocidades e intensidades de las que soy capaz, más lento, más rápido, más profundo o menos. A los cinco minutos, sus gemidos se interrumpieron, siendo sustituidos por un grito.

-          Aaaaaaaaaah! Sííííí! Me corroooooooooo cariño!

-          Yo tambiéeeeeen. Me voy a correeeeer!!!!

-          Sí sí sí, lléname lléname. Échamelo todo dentro, vengaaaaaa.

Entre sus palabras, lo cachondo que ya estaba y lo morboso de la escena, me corrí como un berraco, derramando en su interior más de lo que imaginaba que llevaba dentro. Dios, qué corrida.

Me separé de ella y me fijé que también yo estaba calado. Las gotas de sus líquidos me llegaban hasta la parte interna de los tobillos. Nunca me había encontrado con una mujer que chorrease de esa forma, y así se lo dije.

-          Aún no me has visto chorrear de verdad, nene –me contestó–.

-          Pues lo voy a flipar cuando lo vea, porque pienso verlo, te lo advierto.

-          Y yo te voy a tomar la palabra.

-          ¿Te parece si nos damos una ducha y luego nos salimos al jardín a tomar una cerveza?

-          Si la ducha nos la damos los dos juntos, te lo compro.

-          En mi ducha cabemos los dos, de sobra, ahora lo verás.

-          Pues venga, que hay algo que quiero saborear… creo que te lo imaginas ¿no?

Y, contoneando ese gran culo, encaminó sus pasos hacia el baño…

Así fue la primera vez que follé con la que, desde entonces, ha sido mi única pareja. La que llena mis noches, mis días, mis tardes y mis mañanas. La que siempre es capaz de sorprenderme, tanto fuera de la cama, como, sobre todo, dentro de ella. La que me ha enseñado a conocer, de verdad, el cuerpo de una mujer, a manejarlo como maneja su instrumento musical un virtuoso. La que ha conseguido que no eche de menos la vida en la gran ciudad y me ha transformado, de ser un urbanita pardillo, en un habitante más de esa maravillosa España, tristemente vaciada.

Con ella he vivido episodios de lo más variado, desde los más románticos y ñoños, hasta los más salvajes y morbosos. Pero esos los dejo para próximos relatos. Por ahora, me despido atentamente.

Visto que con mi primer relato coseché unos cuantos comentarios favorables y, sobre todo, constructivos, me he decidido a publicar un segundo relato. Y, al igual que con el anterior, sois libres de hacer cualquier comentario sobre lo aquí escrito.

A quienes me han animado a escribir la continuación de mi primer relato, “Adela” (lo podéis encontrar en https://www.todorelatos.com/relato/172109/), les doy las gracias y les prometo que habrá continuación, pero como ese segundo relato, a diferencia del primero, se está escribiendo con colaboración, por el momento voy a publicar éste, que está imaginado y escrito en solitario.