Soledad
El destino no siempre está escrito. A veces cuando menos te lo esperas encuentras el amor junto a quién jamás pensarías. Una historia de huída hacia delante, de odio infinito en el pasado y finalmente, de amor eterno.
Daniel acaricia la piel canela y suave de Betsy, mira el vientre hinchado de la yegua y se dispone a pasar otra noche en el establo, a esperas de que el animal se decida ya a parir su potrillo. No quiere que le sorprenda el parto en plena noche y dejarla sola. Sabe que será esta noche. Lo sabe. Es extraño pero tiene esa intuición con los animales, les entiende, sabe cuando sufren, cuando están satisfechos. Les entiende mejor que a las personas. Los animales no tienen dobleces, no son tan complicados, las personas dicen una cosa y actúan de otra completamente diferente. A Daniel no le gustan las personas.
Tal vez sea que lleva demasiado tiempo aislado en la montaña, ¿Cuándo fue la última vez que ensilló un caballo y bajó al pueblo? Ya ni se acuerda. Recuerda, eso sí, que fue al almacén a vender parte de la cosecha del huerto y a comprar tabaco picado, café y otras provisiones. Después fue al burdel de las afueras, que un hombre de vez en cuando necesita un desahogo, pero cuando terminó y se subía los tirantes de su pantalón, le quedó en la boca ese sabor amargo de la mentira, de la sonrisa fingida de la mujer mezclada con un rastro de temor.
Sí. Todos temen al loco de la montaña, ese hombre que vive solo allá arriba, en esa granja perdida en la nada que compró por cuatro perras, ese hombre que perdió el juicio y lo abandonó todo cuando su joven esposa, embarazada de su primer hijo, le dejó para fugarse con ese canalla traidor de sonrisa aduladora.
Daniel hubiera dado la vida por ella, la amó más que a nada ni a nadie. ¿Qué hizo mal? ¿En qué se equivocó? La trataba como a una reina, no le importaba hacer horas extras en la serrería para poder concederle el más mínimo capricho. Y ella le abandonó por ese cabrón que seguro que la trataría a patadas. Lo sabe muy bien, porque ese cabrón vivía con ellos y le conoce desde que nació. Ese cabrón era su hermano.
-¿Qué hice mal? ¿Tú lo sabes? ¿Lo sabes? -la chica recula hacia atrás, impresionada por esos ojos inyectados en sangre en esa cara curtida por el trabajo al sol, cubierta por una barba y bigote hirsutos. El loco de la montaña... ese tío da miedo, está majara...
Daniel vio la expresión en la chica, pagó el precio estipulado y se juró no volver allí. El sexo así no era satisfactorio, no valía la pena. Falso. Todo era falso.
Soledad intenta relajarse, las manos le tiemblan aún mientras sujeta las tijeras y corta sus cabellos claros. Se pone un pantalón, un blusón amplio y agarra un sombrero viejo de fieltro para cubrirse la cabeza. Se mira al desconchado espejo y respira hondo. Tiene veinte años, no es muy voluptuosa, sino más bien delgadita y no tiene los pechos muy grandes, así que con esa ropa y ese corte de pelo puede pasar por un jovencito. Baja las escaleras y evita volver a mirar el cuerpo de padre inerte en el suelo, su pecho sangrante destrozado por las balas de la escopeta de caza. Coge todo el dinero del cajón de la cómoda y sin mirar atrás huye de esa horrible casucha destartalada, mal llamada hogar, donde sólo ha recibido gritos de borracho, amenazas, insultos y palizas. Se adentra en el bosque por el sendero de tierra caminando con paso firme.
Huele sus manos. Huelen a pólvora. Huelen a muerte. Ha matado a padre. Lo ha hecho. Sí. Pero lo volvería a hacer mil veces, un millón de veces antes de volver a permitir que su padre volviera a usarla como moneda de cambio para pagar sus deudas de juego con esos tipos repugnantes, alientos agrios de alcohol sobre su boca, manos sucias sobre su cuerpo. Protestas y lágrimas sólo servían para enfurecer a padre, que se llevaba la mano al cinturón como acto ya reflejo, un cinturón que ya conocía muy bien el trayecto fulminante que cortaba el aire antes de ir a estrellarse contra la piel de su espalda. No. Nunca más.
Daniel se lava las manos en el cubo, vuelve la cabeza y sonríe satisfecho al ver al potrillo en pie, aún tembloroso ante su recién estrenada vida, y a su madre lamiéndole en ese primer contacto de madre e hijo.
-Buena chica, Betsy, buena chica -acaricia su lomo, toma el candil y sale del establo hacia la casa.
En la cabaña de troncos se quita la camisa y el pantalón y se lava en la palangana antes de meterse en la cama. No ha llegado ni a cerrar los ojos cuando se levanta de un impulso, se pone los pantalones y sale hacia el establo, pues presiente que algo no anda bien.
Soledad ya no podía más. Evitaba los caminos transitados, por si los guardias ya estuviesen enterados de lo ocurrido y la estuvieran buscando, pero es que lleva todo el día caminando por el bosque por esos senderos escarpados y sin llegar a ninguna parte. Las botas le rozan y han cubierto de ampollas sangrantes sus pies.Ya no podía dar un paso más, pero más era el miedo de pararse a dormir al raso en el bosque que el dolor y el cansancio.
El claro que se abrió ante ella le hizo dar un cierto suspiro de alivio. Sigilosamente subió la barra de la puerta del establo y se acomodó en el suelo sobre la paja. Sólo un ratito. Para descansar un poco. En cuanto despuntara el sol se marcharía y nadie se enteraría de su presencia. Necesita recuperar fuerzas antes de volver a emprender camino hacia el otro lado de la montaña, hacia el sur, hacia la estación de ferrocarril. Allí intentará colarse en algún vagón del tren de mercancías que la llevará lejos, muy lejos.
-¡Quién eres! ¡Qué estás haciendo aquí! ¡Has venido a robarme las gallinas! -el hombre afirma más que pregunta, asiendo a Soledad por los hombros, levantándola bruscamente hasta elevarla varios pies del suelo mientras la agita en el aire.
-No, señor, sólo quería descansar, no voy a robarle... Yo... yo... le pagaré... Llevo dinero en el bolsillo... Por favor, señor...
Daniel deja al intruso en el suelo. Acerca el candil a su cara. Es sólo un muchacho, otro vagabundo, uno más de tantos.
-Lárgate, no quiero tu sucio dinero robado y que no te vea acercarte a mis gallinas o te parto el alma -el hombre la mira furioso con cara de trastornado. Soledad deja escapar el aire que tenía retenido en el pecho, presurosa recoje sus botas y se aleja cojeando.
-Espera... -la voz es cortante y Soledad se detiene angustiada, Daniel acerca el candil a los pies de la chica-. Dios... estás sangrando...
Ni el propio Daniel se puede creer lo que está haciendo, pero agarra al muchacho por debajo de los hombros y le ayuda a entrar en la casa. Lo más probable es que se arrepienta mañana, que esos vagabundos no son nada de fiar, pero bueno, sólo es un crío y está herido. No va a dejar que se adentre de noche en la montaña. Podrían atacarle los lobos al olor de la sangre o... o eso que se dice son simples excusas, que no le importa nada en absoluto lo que le ocurra al muchacho, unicamente es que hoy le apetece tener algo de compañía. Sí. Eso debe ser.
Soledad está sentada en la silla y el hombre, arrodillado en el suelo, seca sus pies con un paño tras sacarlos de la palangana de agua caliente.
-Te voy a poner un ungüento de hierbas que te aliviarán y evitarán que las heridas se infecten. Al principio pica y escuece un poco, pero pronto te sentirás mejor.
La chica observa al hombre. Su aspecto es realmente amenazador, en su cara cubierta de pelo sólo se ven sus ojos, y sus ojos son tan duros como su tono de voz , sus manos son ásperas y callosas, pero sin embargo su tacto es extremadamente delicado cuando le unta la crema. Una sensación extraña hace que se estremezca y no tiene nada que ver con el escozor producido por el ungüento. Desearía que esas manos siguieran tocándola, acariciándola... No puede negarse que le tiene miedo, pero a decir verdad esas manos son las únicas manos que no le han causado dolor o repugnancia, sino todo lo contrario. Y ese estremecimiento vuelve a sacudirla desde lo más profundo de su ser.
Daniel hace tiras de un paño de hilo para hacer vendas, rasga el paño con fuerza mientras intenta relajarse un poco. ¿Pero qué coño le pasa? Ha estado a punto de seguir acariciando esa piel suave hacia las pantorrillas, los muslos... y está excitado. ¡Excitado! ¡Tocando a un muchacho!
-Tal vez no fuera tan buena idea dejar de acudir al burdel... demasiado tiempo sin tocar una piel humana, es eso, simplemente eso... -murmura para sí mismo mientras termina de aplicar el vendaje.
Ver al chico comer es todo un espectáculo. Engulle la comida como si no hubiera probado bocado en años, como si fueran a quitarle el pollo del plato. Daniel le mira de reojo. Realmente es un chico muy guapo. Su cara es ovalada, sus ojos son grandes y grises, su nariz es respingona y graciosa y su boca... Su boca es perfecta. Labios tentadores, que chupetean los huesos del pollo, sacando la lengua, lamiendo, lamiendo y...
-¡Ya está bien! -el hombre, alterado, quita el hueso de la mano del chico y retira su plato-. Esta cabaña no tiene más que una sola cama. La mía. Esta noche puedes dormir aquí, en el suelo.Te traeré una manta del establo. Pero mañana temprano ya te estás largando. ¿Me oyes?
Soledad se acurruca en el suelo y se cubre con la manta. El cansancio es extremo, pero ahora no puede dormir. Cada vez que cierra los ojos oye el disparo y ve a padre caer. No es que fuera algo premeditado, pero cuando padre entró tambaleándose, oliendo a alcohol y le dijo riendo que esa noche tendría un invitado para cenar, que vendría con su perro, que les atendiera bien a ambos... No se lo pensó. Fue al armario, agarró la escopeta y... Y vuelve a oir el disparo. Y vuelve a ver a padre cayendo con cara de sorpresa, los ojos desorbitados, la boca enrojecida vertiendo un hilo de sangre.
Para colmo ahora se oye un trueno a lo lejos y Soledad empieza a temblar. Las tormentas la aterrorizan. Es un miedo irracional, sí, pero totalmente incontrolable. La lluvia empieza a caer con desidia pero pronto arrecia estallando una violenta tempestad de final de verano.
-¿Quiéres estarte quieto de una puta vez? -ruge Daniel-. Así no hay quien duerma. No dejas de revolverte de un lado para otro, pero ¿qué coño te pasa?
Un rayo ilumina por completo la habitación y Daniel se fija en el aspecto del chico. Está temblando, aterrorizado, cogiéndose de las rodillas y moviéndose hacia delante y atrás. Parece un animalito asustado y algo a Daniel se le remueve dentro. Él también tenía pánico a las tormentas cuando era niño y sólo se tranquilizaba cuando madre, Dios la tenga en su gloria, se acostaba a su lado y le decía que no pasaba nada, que no pasaba nada.
Daniel se levanta, agarra al muchacho y lo mete en la cama. Soledad le mira asustada.
-No pienses cosas raras. No soy de esos. La cama es suficientemente grande para los dos, pero no te muevas, ni te me acerques. A ver si así me dejas dormir de una puñetera vez.
Otro rayo rasga el cielo y el trueno es ensordecedor. La lluvia cae con fuerza y Soledad ahoga un sollozo.
-Sshhhh... Venga, chico... -el hombre le pone una mano en el hombro-. No... no tengas miedo, ni de mí, ni de la tormenta, que no pasa nada malo, no pasará nada malo, aquí estás a salvo.
Es extraño, pero la chica se siente mejor. Está en la cama con un hombre, un completo desconocido y un tipo muy raro, de aspecto y trato no muy agradable que digamos... Pero se siente bien. Por primera vez en su vida se siente... protegida. Y le cree cuando él le susurra que no pasa nada, que nada malo puede sucederle, que allí está a salvo. Más tranquila, Soledad se acurruca en la cama bajo las mantas, cierra los ojos y se duerme.
-¿Ocurre algo? -murmura la chica cuando el hombre se levanta a media noche.
-No. Sigue durmiendo. Ya ha pasado la tormenta. Voy a echar una meada y ver como están los animales. Ahora vuelvo.
En el establo, de cara a la pared, Daniel se sacude el miembro con fuerza. En su mente se obliga a recordar senos, traseros, cuerpos de mujer, pero en el momento preciso, cuando sus músculos se tensan rígidos, segundos antes de que el suelo y las paredes se manchen, sólo puede ver esa cara, esos ojos, esa boca lamiendo con deleite ese hueso de pollo, esos labios, esa lengua...
-¡Maldita sea! ¡Yo soy un hombre! ¡Un hombre normal! ¿Qué demonios me ocurre? ¡Y es sólo un muchacho! ¿Qué edad puede tener? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete? Si ni siquiera se afeita todavía. Bueno, si lo miramos bien, yo me casé con diecisiete y todavía no me afeitaba y... Mierda. Ese no es el caso. Mañana mismo me voy al burdel.
Soledad le espera despierta. Le siente volver a la cama y aguarda a que el hombre se duerma. Ahora le oye roncar. Se aproxima un poco más al calor que desprende su cuerpo, un calor que parece apoderarse de ella, un calor intenso que nace desde sus entrañas y se esparce como un revoloteo por todo su interior. Sin moverse apenas, sin hacer el más mínimo ruído, se abre el botón del pantalón, introduce la mano entre sus piernas e intenta ahogar sus suspiros soñando que es esa mano tosca la que la acaricia, que ese cuerpo fuerte se lanza sobre ella y... y tiene que taparse la boca y morderse los dedos para no gemir, sacudida por las intensas oleadas de placer. A los pocos minutos se vuelve a quedar dormida.
Un haz de luz entra por la ventana, iluminando las partículas flotantes en suspensión en el aire y despertando por completo a Daniel, que salta de la cama. El muchacho no está. Se asoma y ve la puerta del establo abierta. Maldito sea. No debería haber sido tan confiado. Lo más seguro es que le haya robado un caballo antes de largarse. Hijo de puta.
Furioso se dirige al establo y se queda inmóvil a varios metros de la puerta. El chico está acariciando al potrillo y le canta. Su voz es suave y dulce como un arrullo. De repente la voz se quiebra y el chico abraza al potrillo llorando. Daniel no sabe qué hacer. Se acerca y el ruído de sus pasos alerta al chico.
-Sí, sí, señor. Ya. Ya me iba -Soledad se limpia las lágrimas con precipitación antes de volverse-. No. No se preocupe, no le he robado nada. Gra... gracias por todo. De verdad. Muchas gracias.
-De eso nada. No te vas a ir así como así. Te he dado de cenar, te he ofrecido un techo, ahora tienes que pagarme.
Soledad saca los billetes arrugados de su bolsillo, pero el hombre ni los mira.
-¿Sabes ordeñar? -la chica niega con la cabeza-. Pues tampoco te veo muy capaz de labrar con el arado en el huerto y menos aún de coger la pala y limpiar el establo. Eres muy canijo. Bueno, al menos agarra la cesta y ve a por los huevos del gallinero. ¡Vamos! ¿Qué esperas?
Daniel, tras el ordeño y dar de comer a los animales entra en la casa. El aroma le envuelve y la boca se le hace agua. Huele a café recién hecho y sobre la mesa hay tortitas con miel, nata montada y jarabe de arce. Sobre el fogón hay una cacerola que desprende un olor a buen guiso de carne y patatas.
-Bueno, sí, al menos algo hay que sabes hacer. Dios mío... Hace siglos que no como tortitas -agarra una y la muerde-. Y están muy buenas, sí señor. Anda, ven, canijo, siéntate aquí a desayunar.
Soledad se queda mirando fijamente las gotas de miel que se le han quedado prendidas en la barba.
-¿Qué? ¿Qué miras? -estalla bruscamente el hombre.
-Nada, es que... -la chica señala la barba, coge un paño y le limpia los goterones pegajosos ante la mirada sorprendida del hombre. Daniel se levanta y sin decir nada sale de la casa.
Vuelve a entrar al cabo de un rato y Soledad se atraganta con la leche y casi se cae de la silla. Si no fuera porque su ropa es la misma ¡no le hubiera reconocido! Se ha cortado el pelo y se ha afeitado la espesa barba y el bigote. Realmente parece otro. No es tan mayor como aparentaba, no, y la verdad es que Soledad tiene que reconocer que bajo esa mata enorme de pelo se ocultaba un hombre bastante atractivo.
-¿Y ahora qué? ¿Qué pasa? -Daniel se sienta y muerde otra tortita.
-Nada, señor, que está mejor así, sin tanto pelo en la cara, sí, mucho más guapo -contesta la chica sinceramente sin dejar de mirarle con persistencia.
-¿Sí? ¿Tú crees? -se le tuerce la boca con media sonrisa, pero luego mueve la cabeza, y contesta de forma seca-. Bah, es que me picaba con el calor, ya volverá a crecer para el invierno.
-¿Le... Le sirvo un poco de café, señor?
-Sí, pero no me llames señor, maldita sea, llámame...-Daniel se acerca la taza a los labios y da un sorbo. El café está ardiendo- ¡Mierda!
-¿Mierda? -Soledad no puede remediar que se le escape la risa. Intenta evitarlo y se tapa la boca, pero retener la risa dentro cuando clama por liberarse es imposible y se le saltan las lágrimas hasta que no puede contenerse más.
-No, coño, no... No me llames mierda -el hombre la mira muy serio pero eso no aplaca la risa incontrolable de Soledad, sino más bien todo lo contrario. A mayor seriedad del granjero, más ganas de reír que tiene la chica.
Daniel se sonríe primero. La risa del muchacho es como un soplo de aire fresco, tan contagiosa que, sin poder ya remediarlo, el hombre comienza a reirse de forma apagada, hasta que al final también estalla en carcajadas.
Se fuma tranquilamente su pipa sentado en la mecedora del porche, mirando las estrellas que le guiñan los ojos burlonas en el cielo. Cuando entra en la casa, el muchacho ya está acostado en la cama durmiendo, y es que se levanta incluso más temprano que él. Antes de que amanezca el chico ya se ha aseado y tiene medio preparado el desayuno. Ahora le ve dormir. Parece un ángel. Está tan... tan... Oh, Dios. La erección es fulminante, dolorosa incluso. No puede seguir así, no puede dormir con él en la misma cama, porque sabe que cualquier día sus manos le traicionarán y buscarán su piel, su boca le delatará buscando esos labios, y su miembro se sublevará buscando su... su... ¿su qué? No, no. ¡No!
Soledad no duerme. Mantiene los ojos cerrados, pero sabe muy bien que él la está mirando. Hace días que lo sabe, que sabe cómo la mira. Los ojos de Daniel no pueden disimular el deseo que siente, así como tampoco puede disimular el volumen del bulto de su pantalón cuando se le acerca. Debería decirle que no es un muchacho, que es una mujer... Pero entonces...
Entondes recuerda la conversación que tuvieron esa mañana, cuando él le enseñaba a cepillar a los caballos, su mano asiendo la suya y el cepillo; su cuerpo tan, tan cerca, casi rozándola; sus labios acariciando su oreja mientras él le confesaba la historia de su mujer, la traición de su propio hermano.
-Por eso no soporto la mentira y la falsedad -le siguió diciendo-. Las personas siempre engañan, ocultan algo. Tú... bueno, tú no es que seas muy hablador, no me has contado nada de ti, ni siquiera quieres decirme tu nombre, canijo -el hombre se sonríe-, pero sé que no eres falso, puedo sentirlo, tu corazón es sincero y puro, de eso estoy seguro, por eso, bueno, te propongo que te quedes aquí, si es que quieres. Aquí siempre tendrás un techo y comida caliente, el trabajo es duro, como bien sabes, y la única compañía son los animales, bueno, los animales y yo, que es bien poco. Sé que no te ofrezco mucho, puedes pensarlo y...
-¡Sí! -No tenía que pensarlo. No deseaba otra cosa en el mundo que quedarse allí, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no echarse en sus brazos y cubrirle de besos.
¿Cómo va a decirle que le ha engañado y que es una mujer? Si lo supiera, entonces... Entonces es seguro que... que él ya no querría tenerla allí, lo más probable es que se enfureciera por el engaño y que la echara a patadas. Y... bueno... parece que está claro que él no la desea a ella como mujer, desea al chico que ve en ella, así que Soledad decide callar porque no quiere irse, no quiere abandonar esa granja en la montaña donde por primera vez en su vida se siente segura y es feliz.
Puede sentir su respiración agitada, su tensión. Soledad lo sabe. Sabe que está excitado, como todas las madrugadas, y sabe que tiene que hacer algo antes de que él se decida por fin a actuar y descubra el engaño. Y no, no es sólo eso, es que ella realmente desea hacerlo, lo desea tanto, tanto, tanto... Nunca imaginó que pudiera ansiar hacerle eso a un hombre por propia voluntad, pero el caso es que está ardiendo en deseos de introducir la mano bajo las mantas, abrir con cuidado la apertura del calzón, bajar la cabeza entre sus piernas y...
-Por Dios... ¿Qué... qué me estás haciendo? -cosigue articular Daniel entre gemidos entrecortados. Debería decirle que parara, que no, que eso no está bien, pero no puede pensar en otra cosa que en lo que está sintiendo, en ese placer tan inmenso al sentir sus labios, su lengua, así que no dice nada. Acaricia su cabello y se deja llevar.
Y Soledad sigue lamiendo suavemente pero con insistencia, cada vez más rápido, la sangre le hierve en las venas, se lleva la mano hacia ese punto que le arde, que le implora ser acariciado y continúa lamiendo entre jadeos hasta que él se derrama en un quejido y ella vibra aplacando su deseo. Al cabo de unos minutos, cuando ambos ya están más relajados y las respiraciones vuelven a serenarse, Soledad asoma la cabeza.
-¿Por qué lo has hecho? No... No puedes hacerme esto... Yo... Yo no... Yo no... - Daniel está realmente confuso. Soledad le cierra la boca con la mano.
-Porque lo deseaba. Lo deseaba tanto como tú. Pero no me pidas más... Yo... Yo no puedo darte más -la chica le acaricia la cara y se levanta de la cama.
Siempre se asea en la parte trasera, sacando agua del pozo, aprovechando que Daniel está en la cama aún porque es demasiado temprano incluso para un granjero Se está vistiendo de nuevo cuando oye el crujido de botas tras ella.
-¿Cuánto tiempo llevas ahí? -pregunta con un hilo de voz.
-El suficiente para ver lo que ocultas. Dios santo.Es... horrible. Pensé que la gente podía ser mala, cruel, pero nunca imaginé que hubiera en el mundo alguien así, tan... tan despreciable, despreciable...
El filo del hacha se clava con ahínco en la madera levantando astillas. Hacha tan exaltada como su dueño, que descarga su furia sobre los troncos haciendo leña. ¿Quién es capaz de hacer algo así? Sólo ha alcanzado a ver algo de la espalda del chico, pero ha podido distinguir esas cicatrices, evidentes marcas del maltrato más cruel. ¿Quién, sino un demonio, sería capaz de hacer algo así a alguien tan dulce, tan inocente? ¿Le habrán maltratado de... de otra manera? A Daniel se le seca la boca y aprieta las mandíbulas.
Despreciable... Despreciable... El eco de sus palabras resuenan como golpes de hacha en la mente de Soledad. Eso es lo que piensa de ella, que es una persona despreciable, por haberle mentido, por haberle engañado. Con lágrimas en los ojos se interna en el bosque hacia el sur, con el corazón hecho astillas a golpes de hacha.
Daniel deja la herramienta clavada en un tronco y entra en la casa.
El chico no está.
El vértigo se apodera del hombre ¿Y si el muchacho no quería hacer lo que hizo esta madrugada y se ha sentido obligado por simple agradecimiento? A lo mejor después se sintió mal. Sí. Claro que se sentiría mal.
Lo más lógico es que se hubiera sentido decepcionado porque... Porque él no ha hecho nada. Nada. Ni una caricia, ni un gesto afectuoso, ni una palabra amable. No ha hecho ni dicho nada. ¿Cómo puede ser tan insensible, tan frío y no haberle dicho lo que siente por él? Porque es cierto, por mucho que quiera negárselo a sí mismo, lo siente. Y es mucho más que la atracción física, mucho más. ¿Está mal? ¿Es tan malo amarle porque es de su mismo sexo? ¿Es tan malo querer ver su sonrisa todas las mañanas y oir su dulce voz ? ¿Es tan malo querer abrazarle y besarle y decirle que no puede, que ya no puede vivir sin él? Porque es cierto. Sin él siente un vacío inmenso dentro del pecho que le ahoga y le desgarra por dentro.
El gruñido del perro lobo es cada vez más amenazador. El hombre le sujeta con la correa con una mano y con la otra empuña su arma apuntando a Soledad.
-Deberías estarme agradecida, muchacha -el hombre escupe tabaco en el suelo-. Cuando llegué a tu casa y descubrí el cadáver de tu padre imaginé lo que había pasado. Yo lo arreglé todo para que pareciera que unos vagabundos le dispararon y se te llevaron a ti a la fuerza. Eso creen en el pueblo, que ya estás muerta en alguno de estos barrancos de la montaña. Lobo y yo llevamos buscándote muchos días, preciosa, ya habíamos desistido de seguir, cuando... Jajaja -vuelve a escupir tabaco-, hemos tenido mucha suerte... ¿Verdad Lobo?
Soledad ya no puede dar un paso más hacia atrás. Vuelve la vista y contempla la profundidad del despeñadero. No sobreviviría si saltase.
-Ssssshhhh... Tranquilo Lobo. Que sé cómo te pones en cuanto hueles una hembra. Jajaja. Y eso que no lo pareces mucho con esa ropa y ese pelo, pero en mi casa no es que vayas a estar mucho tiempo con la ropa puesta... -ahora el hombre deja de reír y se aproxima más-. Tu padre me debía dinero, mucho dinero, y yo no perdono una deuda. Tú también me debes la vida, si no hubiera sido por mí seguramente ahora estarías en la cárcel y tu cuello pendiente de una soga, así que tu vida me pertenece, zorra.
Soledad cierra los ojos, dispuesta a dar ese último paso hacia el abismo antes de consentir que ese hombre tan inmundo como sus negros escupitajos le ponga una mano encima.
¡No! Es posible que caiga, pero no caerá sola. Como una bestia enfurecida se lanza contra él agarrándole por sorpresa, intentando arrastrarle, pero el hombre es más fuerte, la derriba y eleva la culata de su arma para estrellársela en la cara cuando una mano firme le detiene, le quita el arma y la lanza al vacío.
El perro ladra echando espumarajos por la boca, preparado para atacar a Daniel. Una simple mirada del hombre y el can huye con el rabo entre las piernas.
-Si vuelvo... a verte... a menos... de una milla... de aquí... te sacaré las tripas... y haré... que te las tragues -para que el mensaje le quede más claro, Daniel acompaña cada pausa con una serie de puñetazos furiosos.
-No, no me pegues más, no me acercaré, te lo juro, por favor... -suplica el hombre con los labios y la nariz ensangrentados.
-Está bien, lárgate antes de que me arrepienta y acabe destrozándote a golpes.
El hombre se aleja y Daniel le ofrece la mano a Soledad, que sigue en el suelo.
-¡Daniel! -grita la chica.
Demasiado tarde. Daniel cometió el error de darle la espalda a ese hombre tan rastrero, que se lanza contra él, revolcados en el suelo, girando vertiginosamente, hasta llegar al límite, a la orilla del barranco. Caen los dos.
Soledad se sintió morir, se precipitó al borde y... Dios mío... Daniel estaba agarrado de una raiz, su cuerpo suspendido en el vacío. No aguantaría mucho tiempo así.
Se desató los cordones de las botas y los ató unos a otros pasándolos alrededor del tronco del árbol más cercano al borde. Luego se dejó caer. Sus manos podían rozar la mano de Daniel. Le costó mucho convencerle para que subiera agarrado a ella, asegurándole que estaba bien atada, que no había peligro de que ambos cayeran.
Y ahora el silencio es algo tenso en la casa después de que Soledad le haya contado toda la verdad. La expresión de perplejidad de Daniel es evidente, refleja la más absoluta sorpresa por sus revelaciones y no deja de mirarla obsesivamente, tratando de asimilar lo que acaba de oír.
-¿Me odias? -Soledad da vueltas con la cucharilla a una taza de café que ya se ha quedado frío.
-¿Por qué he de odiarte? -Daniel se sienta frenta a ella y le coge la mano.
-Porque te he mentido, porque maté a mi padre y... y porque soy una chica -no se atreve a mirarle siquiera.
-Me mentiste, pero lo comprendo, tenías tus motivos. Mataste a ese cabrón y sólo lamento que esté muerto porque si estuviera vivo le mataría yo mismo con mis propias manos; y sí, eres una mujer, supongo que debía estar ciego para no haberme dado cuenta antes.
-¿Y ahora qué? -eleva un poco la mirada y vuelve a bajarla, temerosa por la respuesta.
-Hoy he estado a las puertas de la muerte, y sólo pensaba en dos palabras, dos palabras que llevo dentro desde que te conocí -le toma la barbilla y le sube la cabeza, obligándola a mirarle a los ojos-. Te amo.
Soledad no contesta, no todavía, porque le es imposible hacerlo mientras sus bocas se unen en un tierno beso que lo dice todo. Se entregan en ese beso, cada vez más profundo, más ávido, casi frenético, manos tentando bajo la ropa, ansiosas por tocar piel cálida, liberándose mutuamente del encierro del tejido, redimiendo por fin todo el deseo del uno por el otro que ya no necesita ser encadenado.
Sí, se amaban y se amaron.
Se amaron con las manos entrelazadas, piel contra piel, labios contra labios, bocas hambrientas, lengua de hombre deseosa y curiosa que acarició todos los húmedos secretos de un cuerpo de mujer que se le ofrecía extasiado. Y el hombre se sumerge en ese cuerpo, se clava en su sexo prendido de sus senos, prendado de sus ojos y cautivado por sus suspiros, piernas entrelazadas en su espalda instándole a seguir en una melodía in crescendo de gemidos de placer compartido, de corazones acelerados latiendo uno contra otro hasta desbocarse galopando como potros salvajes hacia la cima y culminar cayendo en el abismo infinito del éxtasis más profundo.
Y se amaban y siguieron amándose toda la noche, la primera noche de todas las noches, hasta que el primer rayo de sol les sorprendió abrazados.
-Buenos días... -Soledad besa el pecho de Daniel-. Hay que levantarse ya.
-Mmmm... Noooo -el hombre le toma la mano, se la lleva hacia su miembro excitado y levanta una ceja sonriendo.
-Uy, uy, Daniel... que ya sé lo que quieres... Espera. Una pregunta antes, que tengo curiosidad. ¿Me hubieras amado igual si hubiera sido un chico?
-Te quiero. Sinceramente prefiero que seas una mujer, pero te hubiera amado igual aunque hubieses sido una gallina.
-¿Una gall... -la chica se ríe ante la sonrisa burlona de Daniel-. Bien, pues prepárate a sentir lo que te va a hacer esta gallina. !La gallinita tiene hambreeee y acaba de ver un gusano muuuuy gordo!
-¡Un momento! Yo también quiero hacerte una pregunta antes. Tengo curiosidad. Esto... ¿Cómo te llamas?
-Soledad.
-¿Soledad? Suena bien, mejor que canijo. Mmmmmm... Soledaaaaaad.
Ella le besa en los labios, el cuello, el pecho, su boca va bajando, su lengua se recrea juguetona en el ombligo y sigue su curso. Daniel suspira de placer y se siente de nuevo en la gloria. Parece increíble que sea el mismo hombre que hace años se desencantó del mundo, perdió la fe en la gente y se fue a vivir a una montaña, abrazando la soledad.
A partir de ahora es un hombre nuevo que todas las noches abrazará, besará y amará a su Soledad.
FIN