Soledad

En soledad.

Soledad

Oler su piel. Una piel. Cualquiera. La tuya desde luego. Pero no me engaño. No engaño a nadie. La de cualquiera. Oler el suave aroma almizclado. Tu sudor. El ácido olor ya no disimulado por perfumes de rosas. De dos días de trabajos forzados. O de niños al colegio y a casa, y otra vez al colegio y a la cama. Oler las blusas que estuvieron planchadas y suavizadas como en los anuncios, y ya no. Aunque también las cremas. Los regueros dejados por una gota en un cuello. O, verticales y directos, bajo el ombligo. Los desodorantes íntimos y cosméticos.

Oler una piel. Cualquiera. Morder unos labios. Saber a qué saben. Cruzarme con alguien por la calle y decir ‘disculpe señorita’. Probar bocas y labios y lenguas. Lamer dedos. Arrinconar a una viandante en un rincón oscuro y seducirla con saliva. ‘Usted me sabrá disculpar señorita’. Iniciar un combate de lanzas flexibles y papilas gustativas. Y puntas romas que exploran paladares; que se reconocen al igual que harían dos animales en celo o dos fieras en un solo territorio. Cerrar mis labios sobre una lengua anónima como si fuera un polo de menta. Y una piel tensa. La mía. Ser lamido. Como en las pelis porno lamen las pollas de los negros.

Chupar una piel cualquiera y sin nombre. O una piel que se llame soledad. Desnudar un cuerpo hasta alcanzar las zonas que se parecen a las orillas de las marismas. De los lagos. Y rizar. Y desrizar el rizo. O buscar la tira de seda de unas bragas. Un elástico. Recorrer el tuyo con mis dedos. Un tirante cualquiera sobre cualquier hombro en cualquier calle. Acariciar una barbilla en el autobús. Una rodilla. Buscar en un bolso descuidado un triángulo de blonda que huela a ella. Ponerme cachondo al encontrar en una mochila una compresa o un consolador e imaginar el único sitio posible en el que han estado o estarán.

Cruzarme contigo en el supermercado y recorrer tu pecho con los ojos. O con un dedo pulgar. O con mi pene erecto. Perseguir a una ama de casa hasta un mueble congelador y pegarme a ella mientras elige algo. Sentir el calor de un cuerpo que siente el calor de un cuerpo que sienta calor. Tocar un pezón hasta que se erice. O pellizcarlo. O hundirlo como si fuera un botón que inaugurase algo. Probar lo mullido que puede ser un culo.

Pero también arañar nalgas de niñas que van a la universidad en tanga. Cualesquiera. Varias. Arañar nalgas de coños universitarios. Frescos. Pringosos de miel transparente. Ávidos. Ir a las bibliotecas para estudiar las formas de una serie infinita de labios mayores. Y dar inicio a una colección de mariposas violáceas; o follarlas en los servicios de señoras con los pantalones en los tobillos.

O colarme en la sala de profesores y darle un beso largo en el cuello a una Catedrática de Filosofía mientras me asomo al balcón de encaje de su escote.

Deshacer una cama con cuatro pares de manos. Con tres sostenes y tres pares de medias y tres bragas transparentes y tres sabores y tres bocas y medio centenar de dedos y seis tobillos y tres hogueras plagadas de terminaciones nerviosas. Decir palabras oscenas con los ojos cerrados. Decir por ejemplo "pozo" o decir "émbolo" o decir "ven". Ser estrangulado por piernas ajenas. Abrazos. Clavar mis dientes en unos muslos que fundan en negro. Abrir. Clavar. O adobar con saliva un pubis sin vello. O escalar tu clítoris, un clítoris, con la llema de los dedos. Y luego llenarlo de semen.

Convencer a una niña para que me lleve a su dormitorio adolescente y se abra de piernas para darle una lenta clase de anatomía mientras la golpeo dulcemente con un puntero. Enseñarle, por ejemplo, a formar una o con su coño.

Ver de reojo una axila en un parque público. Un talón. Una herida rosada y que supure de ganas. Y sacarme el pene para exprimirme una paja. Asirme a la palma de una mano. Llorar de gusto sobre un ombligo redondo. Escuchar un sexo de mujer. De una mujer. Cualquiera. En la habitación de un hotel cualquiera. Y hacerla morir a voces.

Descubrir una piel en una sala de cine. Y lamerla. Lamerlo. Derretirla. Cera líquida. Salada.

Descubrir una piel que se deje horadar con formas fálicas o con mi dedo pulgar.

Pararme en la cola del pan y colocar mi mano entre un sujetador y una teta y comenzar a soñar con pequeñas peras de agua.

Ir por la calle. ‘Disculpe señorita me permite que huela su piel’. Chupar el lóbulo de su oreja. Cualquiera. Meter un dedo en un coño cerrado.

Abrazar a una desconocida hasta alcanzar un orgasmo.