Soldados del Espacio

"¡Soldados del Regimiento Penal! ¡Somos el Escudo de la Humanidad! ¡Hacedme sentir orgulloso! ¡Por la Tierra! ¡Por la Libertad! ¡Cargad!" (Un cuento de ciencia-ficción).

-Tu nombre.

Me incorporé, aturdida por los golpes, completamente desnuda. Escupí un esputo sanguinoliento al suelo de la sombría celda.

-Nash.

El puñetazo se clavó en mi estómago, dejándome sin aliento. Volví a caer de rodillas.

-No, escoria. Tu nombre es “escoria”. Repítelo. ¿Cuál es tu nombre, escoria?

Miré con odio al hombre que me hablaba. Targhan, un sargento de los Regimientos Coloniales de aspecto duro como el acero. Sus puños desde luego sí que lo eran. Mi labio partido me dolía casi tanto como mi ojo amoratado.

-Nash. Me llamo… Nash.

Sonrió.

-Eres dura, escoria. Lo reconozco. Y lo admiro.

Un nuevo puñetazo en el rostro me envió al suelo. Durante unos segundos me pareció perder el sentido y toda mi visión se llenó de puntitos brillantes. La fría voz del sargento me devolvió a la realidad.

-Una soldado prometedora. Pero te convertiste en escoria en el momento en que desertaste, en el momento en que asesinaste a comerciantes terrestres para saquear sus posesiones. Si por mí fuera, apretaría ahora mismo este botón.

Sentí un escalofrío. A pesar de mi visión borrosa, pude distinguir un pequeño objeto en la mano del sargento. Se trataba del detonador de mi collar explosivo, la bomba alrededor de mi cuello que portaban todos los componentes de las legiones penales para asegurar su obediencia. Si Targhan pulsara ese botón, mi cabeza volaría por los aires.

-Pero las autoridades de Nuevo Altair te dieron a elegir cuando te pescaron: muerte o regimiento penal. Has optado por lo segundo, escoria, y te has equivocado. Alguien inteligente hubiera elegido la muerte. Porque ahora, ya estás en el infierno.

La patada del sargento en las costillas me cogió de improviso. Ni siquiera tuve tiempo de protegerme. Al golpe le siguió otro y otro.

Targhan se dirigió hacia la puerta.

-Mis deberes me reclaman, escoria. Pero no pienses que hemos terminado contigo.

Apenas notaba la frialdad del suelo contra mi cuerpo desnudo. Pude contemplar a una mujer que entraba en la celda.

-Audrey, ablándala un poco y después llévala a los barracones. –El sargento se dirigió hacia mí antes de salir. –Que no te engañe su delicada apariencia, escoria. La cabo Audrey es una verdadera cabrona.

Durante un buen rato, la mujer recién llegada se limitó a contemplarme. Era una mujer euroasiana, con el pelo moreno corto y unos penetrantes ojos verdes ligeramente rasgados. Tuve que reconocer que la zorra era hermosa. No me levanté del suelo. Me limité a respirar pesadamente mientras le devolvía la mirada con rencor. Cuando habló, su voz era suave, casi hipnótica.

-Mi hermano murió a manos de piratas como tú.

-Me vas a partir el corazón.

Ella se limitó a seguir mirándome, sin caer en mis provocaciones. Cuando habló, su voz era tranquila.

-¿Te crees dura, rubita? Puedo traer a tres de mis hombres aquí y ahora. Te aseguro que estarían encantados de romperle el culo durante horas y horas a una chica guapa como tú. Son muy fogosos. ¿Quieres que lo haga?

Vacilé.

-N… no.

-¿Y qué gano yo a cambio de no hacerlo? ¿Vas a prometer que vas a hacer lo que yo diga?

Permanecí en silencio. La mujer sacó un intercomunicador.

-¿Brannar? Aquí la cabo Audrey. Llama a Quinn, a Goodwinne… Ah, y también a Carnodón. Diles que se preparen para venir ahora mismo.

-Está bien, tú ganas. –Dije. El sabor amargo de la derrota se me hizo insoportable.

-¿Vas a obedecerme?

-Sí.

-No te he oído.

-Sí, mi señora. –Dije elevando la voz.

-Así me gusta, zorrita. Ahora vamos a comprobar que estés diciendo la verdad.

Me quedé estupefacta cuando la cabo Audrey se desabrochó sus pantalones de tela de flak y los bajó hasta las rodillas. No llevaba ropa interior. Ante mi vista quedó un sexo completamente depilado. Ella se acercó y permaneció de pie ante mí. Yo me levanté del suelo y me arrodillé hasta que su vagina quedó a escasos centímetros de mi rostro.

-Vas a comerme el coño ahora mismo.

Con vacilación saqué la lengua y la posé sobre aquel sexo. No me disgustó el acto en sí, lo que verdaderamente me repateó fue contemplar la sonrisa de suficiencia en el rostro de Audrey. Su sexo rasurado parecía latir incesante mientras lo lamí arriba y abajo.

Sabía dulce y salado, caliente, en absoluto desagradable. Audrey colocó una pierna sobre una silla para abrirse y facilitarme al máximo el acceso. Su coño estaba totalmente abierto ante mí y no pude sino sumergirme de lleno en él. Lo besé como si fuera una boca mientras Audrey gimió complacida. Con las manos separé sus labios hasta que su clítoris quedó indefenso y expuesto. Quise terminar con aquello cuanto antes. Me lancé con más fuerza y avidez, con rabiosos movimientos circulares en torno a la parte superior. Sentí mi boca y barbilla inundada de sus flujos.

-Qué… qué bien lo haces, zorrita. Seguro que no es el primer coño que te comes.

Queriendo acallarla, mi lengua se lanzó sobre su clítoris, con un rápido y efectivo lengüeteo sobre su coño en el que intercalé chupadas largas de arriba abajo.

Pronto escuché un gruñido, mientras la mano de Audrey me cogía dolorosamente por el pelo. Se estaba corriendo y estrelló húmedamente mi rostro contra su sexo, moviéndolo espasmódicamente y restregándolo contra ella mientras jadeaba. Cerré los ojos mientras creí ahogarme y mi boca se inundaba de sus flujos.

Por fin pude liberarme. El rubor del orgasmo teñía las mejillas de la mujer que sonreía sofocada.

-Vaya… así que eres toda una experta lamecoños, putita. ¿Sabes? A partir de hoy vas a ser mi perrita particular.

-Qué te den por culo, zorra.

-Oh, pero qué perrita más malhablada. ¿Darme por culo? Eso no está nada bien. Creo que necesitas que te castigue.

Con fuerza, la cabo Audrey me tumbó bocabajo sobre el suelo y clavó una rodilla en mi espalda. Me quejé por el dolor y volví a quejarme cuando me abofeteó mis pálidas nalgas, una y otra vez.

-Tienes un culo precioso, rubita.

Sacó algo de su bolsillo que no pude ver bien. ¿Un tubo? La cabo Audrey esparció una sustancia fría y viscosa sobre mi culo y la extendió con sus manos. Se recreó embarrando mis nalgas, los pliegues vaginales, los muslos y, más arriba, los alrededores del ano. Finalmente, mi ano quedó totalmente lubricado con una enorme cantidad de algo que debía ser vaselina. Temblé. La sensación era placentera, pero me aterrorizaba lo que pudiera venir a continuación.

-Y un chochito muy hermoso, también.

Audrey me acarició los labios vaginales, antes de introducirme un dedo. Gemí quedamente. A los pocos segundos, metió otro dedo que, junto con el anterior, entraban y salían viscosamente. Me mordí el labio inferior para no gimotear mientras un tercer dedo se unió a sus compañeros.

Aullé de dolor cuando los dientes de Audrey mordieron el lóbulo de mi oreja. Aquella zorra era toda una experta en mezclar dolor y placer. Ya eran cuatro los dedos que entraban y salían de mi sexo. El movimiento era difícil aunque mi coño estaba ya enormemente dilatado.

Mis manos se abrían y cerraban inútilmente mientras la saliva caía por la comisura de mis temblorosos labios. Me revolví inútilmente cuando un dedo comenzó a masajear mi ano y comenzó a introducirse poco a poco, hasta ensartarse entero.

-Pero qué culo tan goloso, perrita.

Audrey masajeó el esfínter hasta hacer sitio a un segundo dedo que pareció explorar mis entrañas. El tercero costó más, pero acabó por penetrar por mis intestinos. Abrí los ojos como platos y me mordí el dorso de la mano para no gritar.

Cuatro dedos dentro de mi coño y cuatro dentro del culo.

-No… no puedo más… -me quejé débilmente.

Sonriendo, ajena a mis gemidos, la cabo Audrey comenzó a empujar mientras yo aullaba. Mi ano acabó por ceder con un sonido viscoso y húmedo mientras la mano de la mujer entraba completamente dentro de mí.

Me retorcí de dolor mientras creí desmayarme.

-¡Basta! ¡Basta, por favor! Te lo suplico…

Audrey se levantó lentamente después de sacar lentamente sus manos de mis dilatados agujeros. Sonreía triunfalmente. Yo permanecí en el suelo, jadeando, completamente quebrada y rota, con los ojos cerrados, incapaz de mirarla.

Audrey se limpió la mano con una toalla antes de coger su transmisor.

-¿Brannar? Aquí la cabo Audrey. Que vengan a recoger a la soldado penal Nash y la lleven a los barracones.

La mujer me miró divertida mientras se dirigía a la salida.

-Me lo he pasado muy bien contigo, perrita. En breve volveremos a vernos, te lo prometo.


-Joder, tía, estás hecha una mierda.

-Gracias, Derrio, yo también te quiero.

Apoyé mi cabeza sobre la dura almohada, tirada hecha una piltrafa boca abajo en mi camastro del barracón de la legión penal. El culo me dolía como si me hubiera impactado allí una granada de mortero. Sentía mi ano completamente escocido y dolorido, como si hubiera sido agrandado hasta tres veces su tamaño. Mi coño no estaba mucho mejor.

-Esa zorra de Audrey me ha jodido pero bien. Debería haber elegido a los tres tíos. Dudo que hubiera sido peor.

A mi lado, Derrio, un chaval menudo de mirada aguda como un zorro miró a izquierda y derecha antes de sacar algo de su bolsillo y deslizarlo en mi mano con aire furtivo.

-Toma, tía, para ti.

Cogí las dos capsulas. Obskura, una de las drogas más populares del sector 417-A. Justo lo que necesitaba.

-No puedo darte nada a cambio. Estoy tiesa.

-No pasa nada, Nash. La casa invita.

Me tomé una dosis. Pronto comencé a notar el embotamiento previo a los efectos narcóticos. En breve, una sensación soporífera me invadiría. Se dice que un usuario de obskura podía llegar a tardar más de dos horas en deletrear su nombre.

-Eres un tío de puta madre, Derrio. ¿Cuántos años tienes?

-Casi dieciocho.

-¿Y cómo es que un chavalín como tú ha acabado en un regimiento penal?

-Me pillaron traficando en Nuevo Altair hace unos meses. Mi novia pudo escabullirse antes de que la echaran el guante, pero yo no tuve tanta suerte. Eran veinte años de trabajos forzados en la Luna de Stinger o cinco en un regimiento penal. Callidia, mi chica, me dijo que me esperaría y yo preferí acabar cuanto antes. Me dijeron, además, que así me redimiría, sirviendo a la Tierra, protegiendo a los colonos.

Me reí sin fuerzas, aunque me arrepentí cuando sentí pinchazos en el labio partido.

-Redención… Malditos bastardos… Yo fui soldado antes de desertar. Sé lo que hay. Los Regimientos Coloniales se han convertido en bandas de mercenarios al servicio de la codicia de los Gobernadores Planetarios. Y las legiones penales no somos más que los pobres desgraciados a los que endosan los trabajos más miserables que nadie quiere hacer.

Derrio me miró indeciso.

-No sé, Nash, la verdad es que…

Dudó antes de seguir hablando, como si buscara las palabras.

-¿No estás harta de la vida que llevabas antes de que te pescaran? Yo sí. Quizás esto sea una segunda oportunidad. Está bien hacer algo útil, estar con los buenos por una vez.

Reí de nuevo.

-¿Los “buenos”? Eres un ingenuo, Derrio. Acabas de llegar, no llevas una semana aquí. Dentro de unos cuantos días ya me contarás.

La obskura terminó de hacerme efecto. Una sensación placentera de languidez me invadió completamente y me encontré demasiado cansada incluso para hablar. No sé en qué momento se fue Derrio.

El muchacho era afortunado. Tenía a su chica que le esperaría. Sí, era importante tener a alguien…

Karel. ¿Por qué esos cabrones te tenían que haber destinado a otra legión penal? ¿Qué había sido de ti? ¿Dónde estarías ahora? … Karel…


-Movimiento en el objetivo, señor.

Intenté serenar mi respiración. Mi collar explosivo parecía que pesara toneladas sobre mi cuello.

Hacía más de media hora que la nave de transporte de tropas “ Therion ” nos había desembarcado sobre la superficie del planeta Tellar y habíamos emprendido la marcha hacia el norte. Parecía que por fin habíamos alcanzado nuestro destino.

A mi derecha, el explorador señaló con su dedo hacia la aldea, en el claro de aquel extraño bosque de colores azulados. La formaban una docena de cabañas de madera. El capitán Kennoch observó con sus magnoculares.

-Una treintena de xenomorfos. Probablemente el doble. Preparen las armas.

Mecánicamente, sujeté mi rifle laser y comprobé que la batería estuviera al máximo. A lo lejos pude distinguir las figuras de los alienígenas. Humanoides de un color grisáceo de unos dos metros. El Mando los había bautizado como tellaritas. Una raza sentiente del sector 417-A, herbívoros con una tecnología tan primitiva como irrisoria. Valor de amenaza nula. Por desgracia para ellos, su mundo era uno de los planetas más ricos en minerales de todo el sector. Una trágica circunstancia que les marcaba para el exterminio.

La voz de la cabo Audrey pudo escucharse a través del microcomunicador.

-Señor, respetuosamente, no estoy segura del curso de actuación fijado. No están armados y sus intenciones no…

El capitán Kennoch la interrumpió.

-Cabo Audrey, le sugiero que cierre inmediatamente el pico si no quiere ser relevada del mando de su unidad penal. Y pase a engrosarla.

-S… sí, señor.

-Prepárense, soldados. Marcha ligera hasta ellos y fuego a mi señal.

Me incorporé lentamente para avanzar. A mi lado se hallaba Derrio, que agarraba nerviosamente su rifle láser. Estaba pálido como la cera.

El capitán no debió estar conforme con la insuficiente velocidad que adoptamos ni con el escaso ardor guerrero mostrado. Escuché su voz, dirigiéndose al Centro de Mando.

-Conecten los frenetizadores.

Me quedé helada al oírlo. Frenetizadores. La droga de combate más eficaz de la galaxia, capaz de convertir a un pacífico niño de diez años en un violento psicópata con una simple dosis. Se decía que los regimientos penales no podrían existir sin ella.

Intenté serenarme mientras sentía el pinchazo en mi cuello, la aguja inyectando su carga en mi torrente sanguíneo. Fue como si fuego líquido corriera por mis venas. Respiré profundamente mientras cerraba los ojos. Creí estar preparada para la sensación que me invadiría, pero no fue así.

Oleadas de rabia asesina nublaron mi cerebro, cada una más fuerte que la anterior. Mi mente pareció descender como en una interminable montaña rusa hacia un rojo estado de locura homicida. En mi cabeza podía ver miles de falsos recuerdos: tellaritas violando y asesinando a indefensas mujeres humanas, antes de arrancarles las entrañas y devorarlas con fruición, alienígenas destruyendo y saqueando ciudades coloniales y matando a inocentes personas que se rendían desesperadamente.

Una pequeña vocecilla en mi mente se quejó débilmente. Los tellaritas eran herbívoros, ¿cómo era entonces posible que comieran carne humana? No se había establecido ningún asentamiento humano en el planeta de los tellaritas, por lo que era imposible que aquellos alienígenas hubieran conquistado o saqueado una ciudad humana.

Pero aquello fue inútil. El frenetizador se encargó de acallar aquellos últimos resquicios de lógica. Mis dientes comenzaron a rechinar y mi rostro se deformó en una mueca de furia.

Por los microcomunicadores, un gutural gruñido de furia brotaba al unísono de nuestras gargantas. Alguien reía y lloraba a la vez.

Todos escuchamos con claridad la potente voz de capitán Kennoch.

-¡Soldados del Regimiento Penal! ¡Somos el Escudo de la Humanidad! ¡Hacedme sentir orgulloso! ¡Por la Tierra! ¡Por la libertad! ¡Cargad!

Y la masacre comenzó.

Apunté y disparé el láser mientras gritaba y cargaba hacia los alienígenas.

Por el intercomunicador pude escuchar una llorosa voz, casi gimiendo:

-Cerdos… cerdos asquerosos hijos de puta…

Los tellaritas, completamente desprevenidos, recibían los impactos de nuestras armas láser antes de caer segados como espigas maduras. Sin dejar de correr, agoté mi munición, antes de quedar frente a frente con uno de aquellos alienígenas. A la entrada de una cabaña, uno de aquellos seres sujetaba una azada y me contemplaba agresivamente, con la desesperación del condenado en su mirada. Grité, lista para lanzarme contra aquel alienígena y reventar su repugnante rostro a culatazos, pero antes de poder hacerlo, otro de los soldados, equipado con un lanzallamas, barrió todo la zona.

Sonreí mientras contemplaba a aquel ser gritar, convertido en una gran bola de fuego, eufórica por la muerte de aquellos alienígenas asesinos y violadores. Las llamas lamían y consumían las cabañas, calcinándolas. Ya no quedaban más. Ni uno solo había logrado escapar.

El efecto de los frenetizadores se fue diluyendo hasta desaparecer. Un espantoso hedor a carne quemada atenazó mis fosas nasales. A mi alrededor, otros soldados deambulaban con la mirada perdida, incapaces de creer que nosotros hubiéramos sido los autores de aquella carnicería. A lo lejos, creí contemplar a Derrio, doblándose sobre sí mismo y vomitando sobre sus botas.

Mi mano temblaba cuando rebusqué en uno de mis bolsillos. Por fin encontré una dosis de obskura y la engullí rápidamente. Dudé sólo unos segundos antes de tragar otra.

Contemplé el cielo sobre mi cabeza. La irrealidad empezó a invadir mis sentidos. Era como si fuera otra persona la que sostuviera el rifle láser, otra persona la que pisara con sus botas militares los cultivos quemados.

De repente me puse en guardia cuando escuché unos sollozos. Miré alarmada a mi alrededor, buscando el origen de aquel sonido. Tardé mucho en darme cuenta de que era yo misma, que lloraba como una niña pequeña.


-¿Derrio? Sí, claro. Esta noche le ha tocado limpieza en el cuarto de mantenimiento. Supongo que allí estará.

Agradecí la información al recluta con un gesto de cabeza y me apresuré en ir hacia allá. Necesitaba como fuera más dosis de obskura. Tras la vuelta del planeta Tellia a nuestra base no me quedaba ninguna.

Abrí la puerta del cuarto y pasé con sigilo. No quería que nos pillara nadie o nos podían caer varios meses de arresto incomunicado por trapichear con drogas. Pude ver a Derrio sentado sobre unas cajas. Ni siquiera me había visto entrar. Su rostro estaba contraído en una mueca de desesperación, pero me alarmé de verdad cuando vi que su mano derecha empuñaba una pistola láser. Con vacilación, se llevó el cañón de su arma a su boca.

-¡Derrio!

El muchacho me miró y su voz se quebró en sollozos.

-Nash… Yo… Tenías razón… Somos monstruos… Escoria… No puedo…

Con brusquedad le quité la pistola de su mano y la arrojé lejos.

-No, Derrio. No lo eres. No eres escoria.

-Los tellaritas… ni siquiera… no nos había hecho nada…

Cogí su cabeza con ambas manos y le obligué a mirarme.

-Escúchame, Derrio. No te derrumbes. Eso es lo que ellos quieren. Quieren que creas que eres escoria. Quieren machacarte, aplastarte, romperte. No les des esa satisfacción.

-Nash…

-No somos escoria, Derrio. Somos seres humanos… humanos…

Su rostro estaba cubierto de lágrimas. Parecía un niño pequeño. Poco a poco acerqué mi rostro al suyo hasta que, como si fuera una progresión lógica, le besé. No se resistió. Poco a poco, fue respondiendo a mi beso.

Con dificultad por el maldito collar explosivo, me quité mi ceñida camiseta de tirantes por encima de mi cabeza y continuamos besándonos, mientras me sentaba sobre sus rodillas. Su rostro quedó a la altura de mis pechos y el muchacho los besó con delicadeza al principio. Pero yo no quería delicadeza. Queríamos lamer nuestras heridas, celebrar que estábamos vivos en un mundo de muerte y destrucción. Pronto, nos encontramos devorándonos, como un par de desesperados animales famélicos, hambrientos hasta la inanición. Nuestras manos acariciaron, agarraron, arañaron. Me estremecí mientras sentía la erección de Derrio bajo mis muslos. Como pudimos desabrochamos nuestros pantalones y, de una embestida, me penetró.

Gruñí como un animal, contrayéndome ante cada acometida y moviéndome pidiendo más. Las manos de Derrio se cerraron sobre mis pechos y yo abracé al hombre con fuerza, acelerando el ritmo, gimiendo hasta que ambos llegamos al orgasmo y él se corrió en mi interior.

Nos miramos, jadeantes, agotados, los rostros perlados de sudor con mechones de cabello pegados a la frente por la contienda amorosa. Derrio me sonreía, su rostro todavía húmedo por las lágrimas. Volvimos a besarnos.

No sé cuánto tiempo había transcurrido. Ambos estábamos tumbados, entrelazados encima de una lona del pequeño cuarto de mantenimiento. Derrio dormitaba, su rostro sobre mi hombro. Hablaba en sueños.

-…Callidia…

Acaricié su corto cabello moreno, y me sumí en mis recuerdos, que jamás podrían quitarme.

Karel. Mi compañera de piratería, destinada a otro regimiento penal lejos de mí. Mi mano acariciaba su rostro, desfigurado por la cicatriz de su antigua herida de guerra, mientras ambas nos besábamos, nerviosas, inseguras. Mis labios recorrían sus hombros, desde la base del desnudo cuello hasta el extremo, besos carnosos y húmedos, mientras Karel respiraba agitadamente, sonriendo. Nos abrazábamos sin dejar de besarnos, como si pretendiéramos que nuestros cuerpos se fundieran en uno solo.

Las lágrimas se agolparon en mis ojos. Karel, mi amor… ¿dónde estabas?