Soldadito de plomo - El retorno

La historia continúa para terminar; como todos los cuentos.

Soldadito de plomo – El retorno

1 – En la lejanía

José. El amor de mi vida que apareció, nos amamos y se fue. ¡Habíamos hablado tanto por teléfono! Notaba en su voz, en sus comentarios tanta soledad y tanta tristeza en la lejanía, que me daba cuenta de que no se había ido para siempre. Tenía que volver. Teníamos que volver a vernos y a amarnos aunque fuese sólo un día. Al despertar, junto al despertador, observaba su imagen de plomo siempre a mi lado y, cuando hablaba con él, lo sentía cerca. ¡Pero estaba tan lejos!

Me asustó un día oír su voz cuando noté cierta felicidad en sus palabras. Apenas quería desvelar el secreto que guardaba. Por fin, un día, me dijo que volvía; que dejaba el ejército. No pude apartarlo de mi cabeza desde que sonó mi móvil. Estaba esperando una llamada para decirme exactamente cuándo volvería. No es costumbre mía, pero deseaba tanto que pasase el tiempo, que estuve bebiendo hasta embriagarme y, al entrar en casa, me puse a bailar como un loco: «¡Mi amor vuelve!».

Por fin, no muchos días después, me llamó feliz diciendo que volvía. El sábado por la noche iría a esperarlo a la estación. Necesitaba olvidar el tiempo de nuestra lejanía, pero me di cuenta de que el alcohol no hacía más que recordármelo. Esperé al sábado con ansias y me fui a la estación a medio día cuando sabía que no llegaría hasta les diez de la noche.

Imaginaba su figura (tal vez ya vestido de paisano) bajándose del tren y corriendo hacia mí desesperadamente hasta abrazarme. A veces, sólo de pensar en el poco tiempo que estuvimos juntos, me empalmaba y necesitaba ir a los servicios y desahogarme. Lo que yo más quería en mi vida venía ya por la vía a mi encuentro.

Media hora antes de llegar el tren, ya estaba yo pendiente del túnel por donde aparecería y me lo devolvería; quizá para siempre ¡Qué largo se hace el tiempo en las esperas! Pero siempre llega el momento y, a veces, desea uno que fuese tarde más.

Cuando paró el tren en la estación, miré a un lado y a otro. No sabía dónde venía ni cómo venía vestido. Respiraba angustiado. Como era de esperar, lo vi bajar con cuidado de un vagón y corrí hacia él. Se paró en el andén buscándome hasta que me vio y le vi llorar. Cuando me acerqué a mi niño, a mi José, se echó en mis brazos.

  • ¡Cuánto te quiero! – me dijo - ¡No lo puedes imaginar!

  • ¡No, no! – le dije besándolo – ¡Quizá seas tú el que no lo pueda imaginar!

  • ¡Vamos! – hizo un gesto con la cabeza -, tomemos algo; tengo hambre.

Lo tomé por la cintura y comenzamos a andar hacia la cafetería. Noté que cojeaba.

  • ¿Qué te pasa en el pie, José? – le pregunté - ¿Te has lastimado?

  • Vamos al bar y sentémonos – dijo - ¡Ayúdame, amor mío! Me cuesta un poco andar.

  • ¿Qué te ha pasado? – exclamé - ¡Dios mío! ¿Te duele el pie?

  • Me duele haber cumplido ciertas órdenes y haberte abandonado – me miró fijamente -, pero ya he vuelto.

2 – Las novedades

Cojeaba y le llevé su bolsa de ropa hasta dejarlo sentado en una mesa del bar. Le pedí un pincho grande y una cerveza y lo acompañé al instante.

  • ¡Toma, cariño! – le dije -; me han comentado que está muy bueno.

No habló. Me miró asustado y bebió cerveza.

  • ¡Cuéntame! – le dije - ¡Dime qué te ha pasado!

  • Si no supiera que no me has olvidado nada en este tiempo – agachó la cabeza -, no sabría cómo explicarte lo que ha pasado.

  • ¡Estás aquí! ¡Estás conmigo! – le tomé las manos - ¡Sigo queriéndote igual que aquel día, que aquella noche!

  • Me rompí un pie, David – sollozó -, no quise decirte nada.

  • ¡Joder! – exclamé - ¿Pero por qué no me lo dijiste?

  • Pensaba que no ibas a querer a un cojo – se echó a llorar -.

  • ¿Qué dices? – le apreté las manos - ¡Te quiero a ti! No me importa un bledo lo que pueda haberte pasado en un pie, no voy a dejarte por eso. ¡Lo sabes!

  • Llévame a tu casa, por favor – me rogó -, necesito estar a tu lado y comentarte esto más despacio. He contenido mi dolor y mi rabia mucho tiempo, pero ya no puedo. Tengo que decirte lo que me ha pasado.

  • Espera, tranquilo, soldadito – le sonreí -, cómete eso, que te hace falta. En casa no tengo algo así para darte ¡Vamos, come! Por lo demás no te preocupes. En casa lo hablaremos.

Se puso a comer despacio y me miró sonriente. Me cogió la mano y la apretó. Deseaba haber podido besarlo sin pausa durante mucho tiempo, pero lo dejé tranquilo comer un poco. Luego, le ayudé a ir hasta el coche.

  • ¡Vamos a casa, soldadito de plomo de San Fernando! – le dije riendo - ¡Te quiero!

3 – En la cercanía

Me fui dando cuenta de que le costaba trabajo andar. Su pie derecho habría sufrido algún accidente. Se acabó el ejército. Tomé su bolsa y le dije que pusiera su brazo derecho sobre mí. Así, despacio, anduvimos hasta el coche. Le ayudé a subirse y me puse en marcha. Cuando llegamos a casa, hicimos lo mismo hasta que lo dejé sentado en el sofá. Saqué unas cerveceras y me senté a su lado tomándole las manos y mirando sus tristes ojos. José era un chaval fuerte de espíritu; uno de esos que no se queja por cualquier cosa ni se viene abajo. Lo notaba muy feliz de volver a estar conmigo, pero en el fondo de su mirada se escondía una tristeza que no podía disimular.

  • ¡Vamos, cuéntame! – le dije -. Me encantaría empezar ahora mismo a desnudarte, pero veo en tus ojos que te asusta.

Se echó a llorar sobre mí, me agarró y me acarició el pecho y puso su mano sobre mi miembro ya duro. Lo acaricié y lo besé cuanto pude y esperé a que se calmara.

  • Ahora ya no hay más secretos – le dije -; ya estás conmigo; para siempre si quieres. Pero si no me dices qué te ha pasado, intuyo que no vas a querer desnudarte.

  • ¿Por qué sabes eso? – preguntó mirándome extrañado -.

  • Porque me da la sensación de que no quieres hablar – le dije – ni quitarte los zapatos. Yo quiero que sepas que te adoro le pase lo que le pase a tu pie. Eso ya lo remediaremos, pero no te mantengas tan distante de mí.

  • Está bien – comenzó a hablar -. Se supone que yo debería estar en las oficinas, pero me dieron órdenes para mover una máquina muy pesada. Me pareció que se venía abajo y di un paso atrás. Este pié (se señaló el derecho), se quedó debajo de la máquina.

Lo abracé sin decirle nada. No quería que mis ojos se contagiases de sus lágrimas.

  • ¡Venga! – le dije -; no voy a asustarme por una cosa así ni nada va a cambiar. Vete desnudando o te desnudo yo. Te necesito. Te deseo y ya no puedo esperar más.

  • Te quiero, David – dijo -; no sabes cuánto te quiero. Ahora tengo un pie menos

  • ¡Shhhh…! – le dije -, eso no me importa ahora. Me importas tú. Eso me importa porque vamos a ver qué hacemos para que te sientas cómodo y andes normalmente. Olvídalo de momento.

Con temor y despacio, se aflojó los zapatos, suspiró y tiró de ellos. Bajo el calcetín, se notaba que le faltaba casi todo el pié.

  • ¡Déjate los calcetines puestos de momento! – lo besé -; no quiero que te sientas mal, pero quiero ver eso cuando tú lo decidas.

Le ayudé a quitarse la ropa y, agarrándolo por la cintura, nos fuimos al dormitorio.

  • ¡Mira, José! – le señalé a la mesilla -; todavía te tengo ahí. Te he visto todo este tiempo al levantarme y al acostarme.

  • Yo pensaba que perdería el uniforme – sonrió -; quería vestirme otra vez para ti. Se lo dije a un cabo y me dio uno muy usado; dijo que el mío estaba nuevo. Pensé en dejarlo allí, pero se me acercó otro cabo y, pensando lo que podría pasar por mi cabeza, se retiró unos momentos, me quitó el uniforme viejo de las manos y me entregó el mío: «¡Llévatelo, es tuyo!». Me dio el saludo militar y se fue, pero se paró y se volvió: «¡Ah! ¡No se lo digas a nadie!».

  • ¡Joder, José! – acaricié sus cabellos -; es el regalo más bonito que me han hecho nunca.

Me acerqué a él y nos besamos con la pasión que se besan dos enamorados que no se ven durante mucho tiempo. Con cuidado, lo fui echando en la cama y nos abrazamos fuertemente. No quise mirar nunca hacia su pie para que no se sintiera incómodo. Me daba la sensación clara de que él se sentía peor por aquel accidente que yo. Pero no pude resistirme a tirar de sus calzoncillos despacio y comenzar a bajárselos. Estaba deseando de verme desnudo y tiró al mismo tiempo de los míos. Ya desnudos los dos, comenzamos a rozarnos cada vez con más ansias hasta que bajó su cabeza y me la chupó con delicadez un rato.

  • Tu piel – dijo mirándome fijamente -, sigue oliendo a ti. He intentado muchas veces recordar tu aroma, pero debo ser un torpe para eso. Me desesperaba imaginarte entre mis brazos desnudo, tenerte muy cerca y no poder olerte. Ahora, cariño, necesito que me folles. Necesito tenerte dentro, pero no sé si querrás

  • ¡Eh, eh, eh! – lo miré sorprendido - ¿Qué coño estás diciendo? Te necesito tanto como tú a mí. Insinúame solamente lo que necesitas, lo que quisieras, y te lo daré.

Se quedó muy callado y yo mismo volví su cuerpo y tiré de su cintura hacia arriba. Abrí sus nalgas y encontré el tesoro que buscaba.

  • Me dejas sin esto – le dije – y me haces un desgraciado. Prepárate. No me interesa sentir placer, aunque lo deseo siendo tuyo, voy a darte todo el que me pidas.

Puse con cuidado la punta de mi polla en su agujero y escupí allí.

  • ¡Prepárate, soldado! – le dije - ¡Voy al ataque!

Cuando empecé a penetrarlo, su respiración se agitó y se volvió a mirarme tomándome la mano.

  • ¡Empuja, empuja! – decía -; reviéntame, por favor.

Le di todo aquel placer que me pedía hasta que me corrí sin poder aguantar más. Se la sacó despacio y quedé sobre él casi ahogado.

  • ¡Ahora! – exclamó - , ahora hueles a ti ¡Hueles tanto a ti! ¿Cómo se me habrá olvidado tu aroma?

  • Como a mí el tuyo, cariño – pegamos nuestras mejillas -, pero es un olvido lógico. Haces una fotografía de la cara y del cuerpo en tu mente. Incluso puedes memorizar los gestos, pero… ¿cómo se memoriza un olor?

Me levanté despacio. Quería llevarle a la cama algo calentito para tomar, pero me dijo que me esperase. Me asomé a la ventana por curiosidad. Era ya tarde y vi a cuatro chavales jugando y bromeando, pero se cogían la polla y se besaban.

  • ¡José, José! – llamé a mi soldadito - ¿Quieres ver a unos que de broma se están metiendo mano en la calle?

Volvió la cara y se la tapó con el brazo.

  • ¡No, por favor! – dijo a media voz - ¡Nunca más voy a poder hacer algo así!

Estaba deprimido, sin duda, pero pensé que necesitaba sacarlo de aquel mal sueño:

  • ¡Escucha, soldado! – me acerqué a él y me senté en la cama -; no vas a tener que ligar más. Olvídate de tu problema. Me tienes a mí y espero que no me abandones por otro.

  • ¡No, jamás! – me agarró las manos -. Quizá quiero decir que ese tipo de juego se acabó para mí. Pero ya no me hace falta; te tengo.

  • Te entiendo – dije -, pero déjame ahora traer algo calentito para los dos. Tomaremos fuerza ¿Quién sabe si echaremos otro polvo?

  • ¡Cien te echaba! – dijo -; todos los que no he podido disfrutar contigo mientras estaba tan lejos… Pero me muero de sueño.

  • Duerme entonces, vida mía – le susurré -, que tenemos más tiempo para saciarnos el uno del otro.

Sus ojos se cerraban. Le acaricié despacio y le besé. Casi estaba dormido ya. Apagué la luz, me abracé a él y sus brazos cayeron sobre mí.

4 – Como en un cuento

Comencé a oír ruido y desperté de mis sueños. No quise moverme al principio, pero me pareció que José trasteaba en su bolsa. Seguí atento pero haciéndome el dormido hasta que dejé de oír ruido. El silencio se hizo largo y pensé que, de alguna manera, José se había ido. Me di la vuelta asustado y me incorporé en la cama. A los pies, en completo silencio, estaba José vestido de soldado y en posición de firmes sin moverse lo más mínimo.

  • ¡Amor! – farfullé -, me has asustado ¿Qué haces ahí?

  • Vestido de soldado para ti – dijo -. Me han tirado a la calle, los niños me han subido en un barco de papel hasta que me ha tragado una alcantarilla, una rata enorme me persiguió dándome órdenes hasta que la corriente me llevó al mar; me tragó un pez y lo pescaron; fue a la cocina de una casa y me encontré otra vez en el mismo lugar; junto a mi amor. Desnúdame.

Me levanté despacio y me puse a quitarle la ropa. No se movía y miraba al frente. Le quité la chaquetilla, luego su corbata; le bajé los pantalones quitando todos aquellos botones y fui abriendo con esmero su camisa que iba dejando ver su pecho desnudo. Lo senté con cuidado en la silla y le quité los zapatos viendo por primera vez su pie cortado enfundado en el calcetín. Lo levanté y lo llevé a la cama. No tenía más ropa, así que, ambos desnudos, nos abrazamos y nos besamos. Lo tenía sobre mí acariciándome sin cesar. De pronto, dejó de moverse y me miró fijamente a los ojos sonriendo:

  • ¡Mírame! – dijo -; de todos los soldaditos de plomo, sólo uno es capaz de mantenerse tan firme como los otros con sus dos piernas. Y fundidos en el calor de nuestro amor, nos convertiremos en un corazón.

Noté la punta de su polla entrar por debajo de mis huevos muy despacio y levanté las piernas abriéndome las nalgas. Empujó con delicadeza y fui notando cómo entraba en mí. Miré al soldadito de la mesilla y volví a mirar sus ojos y a acariciar todo su cuerpo. Comenzó a moverse apretando con fuerzas hasta que el éxtasis desplazó mi cuerpo. Se corrió mirándome y lo dejé dentro de mí hasta que la fue sacando poco a poco. Nuestros sudores se fundieron en uno. El soldadito no quería volver con su familia ni ver a sus antigüos amigos. Quería emprender una vida nueva sólo conmigo.