Sola

Sola con su almohada se despierta en la alcoba, llega muy temprano a las tiendas de moda...

Doña Isabel Salazar, señora de Martínez, treinta y nueve años que parecen diez menos a base de bisturí y escalpelo, despierta entre las sábanas de seda de su lecho marital.

Y está sola.

Está sola porque los pensamientos, por muchos e intensos que sean, no son compañía válida. Al menos no en la mañana de un sábado cualquiera, cuando los comercios menos activos cierran, el sol brilla en lo alto, y el tiempo invita a dar un paseo por el parque o el club de golf del brazo de la persona amada y con los hijos correteando alrededor.

Pero Doña Isabel Salazar de Martínez, a quien, al menos durante esta historia, llamaré simplemente Isabel, no porque la pobre mujer rica no merezca apellidos ni epítetos, que los merece porque mucho ha sacrificado para tenerlos, sino por una simple economía de palabras que algunos lectores seguro agradecen. Pero Isabel, como decía, no tiene a sus hijos cerca, estando éstos en un internado a muchos, muchos quilómetros de la lujosa urbanización donde vive ella con su marido. Y tampoco podríamos llamar a su marido “persona amada”, al menos no desde hace muchos años, por lo que a Isabel no le queda más remedio que levantarse y tumbarse en la piscina o ver la televisión mientras el reloj corre, pasatiempo este último que no entiende de clases.

Cuando Isabel, al incorporarse, ve la visa de su marido encima de la mesa, junto a una nota que dice: “Cómprate algo bonito. Te quiero”, y tiene ganas de gritar. Gritar alto, muy alto, hasta que su grito se eleve al cielo, viaje por toda la ciudad y perfore las ventanas del hotel donde, seguramente, su marido esté follándose a su secretaria porque eso es lo que realmente significa esa nota. Cuánto desearía que al menos por una vez, ese cabrón tuviera el valor de ponerle en una de esas notitas la pura y dura verdad: “Isabel, tengo remordimientos porque cuando despiertes seguramente estaré trajinándome a mi secretaria, así que te dejo la tarjeta de crédito para que mates mi culpa haciendo una de esas compras impulsivas tuyas que dejan temblando la cuenta corriente.”

Pero Isabel no grita. Con el tiempo ha aprendido a callárselo todo, a guardarse los gritos y las emociones bien hondo, que no es propio de una dama de alta alcurnia andar gritando como una loca ni montar el espectáculo por muy justificado que esté.

La mujer se levanta de la cama completamente desnuda tal y como se acostó, esperando inocentemente que su marido, al llegar, la despertara y le diera un poco de ese amor que va esparciendo entre sus amantes. Camina ella hacia el cuarto de baño y, al pasar frente al primoroso espejo, observa su cuerpo.

Su cara, limpia de cualquier arruga de la edad. Sus pechos, enormes pechos que bien costaron su peso en oro, hasta ponerlos al tamaño que su marido quería. Y digo bien, “costaron”, porque valer, la verdad es que han valido para bien poco. Sigue su despistado paseo por su cuerpo y llega al vientre. “¿Hoy que tocan, otras dos horas de aerobic en el gimnasio para estar radiante para tu marido?” piensa, con un amago de sonrisa cínica. Su sexo es un sexo más, cubierto de un vello púbico espeso y rizado como tantos otros, pero tal vez hambriento como ninguno. Se coloca de perfil para ver que el aeróbic también hace efecto en sus glúteos. Finalmente, observa sus piernas. Las tensa y ve perfilarse los músculos en ella. No muy marcados, es verdad, pero llenos de energía malgastada. Sin más, sacude la cabeza, esconde una lágrima y se mete en la ducha-hidromasaje del baño.

Con el tiempo, ha aprendido a controlar los chorros de agua. Isabel cierra los ojos y sonríe cuando dirige uno entre los labios de su sexo.


Son casi las dos cuando, en otro lado de la ciudad, Víctor despierta. La repentina claridad le hace arder los ojos. “Mañana dejo de beber”, se dice, cuando consigue levantarse a duras penas por culpa de la resaca. Observa su cama e intenta hacer memoria antes de despertar a la muchacha que yace desnuda sobre la sábana. Sí. Se llamaba Vanessa.

  • Vane… Vane…- la sacude ligeramente por el hombro y la chica emite algunos gemiditos antes de abrir los ojos.- Oye, Vane, que son las dos. Me gustaría estar más tiempo aquí contigo, pero tengo que ir al curro.

  • ¿Eh?- al principio a Vanessa le cuesta ubicarse. Víctor no fue el único que bebió más de la cuenta anoche y las resacas no entienden de discriminación sexual, ni positiva ni negativa.- Ah, claro. Perdóname. ¿Las dos ya? Joder, yo también tendré que irme a casa a comer.- dice, mientras busca su ropa por el suelo de la habitación.

  • Toma el sostén.- dice Víctor, y en su voz se entrevé una ligera urgencia.- ¿Tengo tu teléfono, no?- pregunta, aunque más que nada por mero trámite. Él sabe que no la va a volver a llamar y ella también sabe que él no va a hacer. Mejor, lo prefiere así.

  • Sí, sí. Lo cogiste anoche.- responde Vanessa colocándose finalmente la camiseta. Estos son los momentos que más odia de un sábado por la mañana. El compromiso de tener que hablar con quien compartió la noche anterior, y aunque parece que Víctor piensa lo mismo, ninguno de los dos lo dice y todo sigue igual que tantas otras veces, con tantas otras parejas, en otras tantas habitaciones, en tantas otras mañanas distintas.

Víctor acompaña hasta la puerta a Vanessa, los dos dudan en el último momento, pero al final se despiden con un beso rápido en los labios y la promesa, inútil, de que se llamarán.

El chaval se dirige a la nevera y agarra uno de los pequeños zumos en brics individuales. Se lo termina sin pararse a respirar y luego lo arruga y lo lanza a la basura antes de encenderse un cigarrillo y sentarse en el sofá. Aún quedan sobre la mesa los restos de la cena, de antes de salir, y los dos últimos vasos de cubata, de después de salir, cuando volvió con Vanessa y decidieron tomarse una última copa antes de terminar lo que habían empezado con el magreo en la discoteca.

Ni siquiera enciende la tele. Víctor tiene suficiente trabajo con aclararse la cabeza, o al menos intentarlo, mientras se fuma el cigarrillo y piensa en el dinero que le quedará del cheque después de apartar lo necesario para los cada vez más grandes pagos de la casa.

Cuando el cigarro agoniza, y la llama está a punto de quemar el filtro, Víctor lo apaga en el cenicero y vuelve a su habitación para ponerse una camiseta y salir hacia la tienda donde trabaja cinco días a la semana.

Ya comerá algo cuando vuelva.


El chorrito de agua se estrella en el clítoris inflamado de Isabel. Gime. Está reclinada en el pequeño banquito de la bañera, que además de bañera es sauna, ducha e hidromasaje, una pierna en el suelo y la otra sobre el mismo banquito, bien abierto su sexo al haz de agua tibia que la moja por dentro y por fuera. Su mano derecha aguanta la alcachofa de la ducha, la izquierda va cambiando de posición, sin encontrar un sitio donde quedarse. Tan pronto se mesa la melena empapada, como se acaricia los pechos, usando el dedo corazón para acariciar suavemente los pezones. De vez en cuando, también baja esa mano a su sexo, para complementar el trabajo del agua frotándose su clítoris. Pero no lo hace durante mucho tiempo. Tiempo es lo que a ella le sobra y quiere aprovechar la situación.

Isabel no está buscando el orgasmo. Al menos no directamente. Ella se roza, se acaricia, se humedece toda tratando de alargar cada momento. Es algo que nunca entendió su marido. Ella disfruta durante todo el acto y no sólo al final. Obviamente, cualquier orgasmo es bienvenido, pero que espere. Hay tiempo. Isabel gime abriendo los labios de su sexo y dejando que las pequeñas agujas de agua se claven en sus puntos más sensibles. Hay tiempo. Sus duchas matutinas le dan más y mayores placeres que todos los polvos consumados con Fernando, que ahora no importa si está trajinándose a su secretaria. Isabel no necesita amantes, se vale ella sola y los chorrillos traviesos de la ducha. Vuelve a gemir. Aleja la alcachofa, su sexo late y se calma un poco. Cada roce de su dedo la eleva a tres centímetros del cielo, pero no sube del todo. Todavía no. Hay tiempo para llegar, ahora es el momento de disfrutar del viaje. Vuelve a acercar la fuente del agua y la presión aumenta. Se retuerce de placer y le da la espalda a las paredes de cristal de la ducha. Se siente perversa. Hay tiempo para pervertirse. Su mano izquierda abandona el tour por su cuerpo y toma el relevo de la diestra con la alcachofa. La mano derecha tiene mejores cosas que hacer. Acaricia el clítoris durante unos pocos segundos, luego sube por la cadera y comienza a dar la vuelta al cuerpo. Pasa sobre la nalga y antes de llegar a la otra, se adentra para buscar el otro agujero.

El agua sigue extasiando el coño de Isabel y ella sigue gimiendo. Pero ahora uno de sus dedos se cuela en el ano de la mujer. No es más que un centímetro, poco más que la yema, pero Isabel se siente perversa. Lo introduce un poco más y siente su uña arañar ligeramente su esfínter. Pero no existe el dolor, y si existe, el placer conjunto es tantas veces superior que como si no existiera. El dedo índice se adentra un poco más y vuelve a salir de su culo. El dedo corazón cruza un poco más allá e Isabel tiene que moverse un poco para facilitar que se pueda introducir en su coño.

Entra sin absolutamente ninguna dificultad. Hasta una enorme tranca entraría sin dificultad en el anegado sexo de Isabel. Otro gemido, que esta vez ya parece un grito de placer. La postura de la mujer no será cómoda dentro de unos minutos, así que Isabel se decide a ponerle el broche de oro a su ducha matutina. Deja caer la alcachofa de la ducha, saca su dedo corazón del culo y acto seguido la mano izquierda toma esa misión. El dedo corazón se introduce, entonces, en el culo de Isabel, acompañando a su hermano, que tan buen trabajo estaba haciendo. Los mismos dos dedos, pero de la mano izquierda, hacen lo propio en el sexo mojadísimo. Y entran. Y salen. E Isabel gime. Y se agitan. Y el cuerpo de la mujer se convulsiona.

El grito de placer de Isabel es tan grande que no le cabe en la garganta. Tal vez es que el aire se niega a abandonar el cuerpo, o que, posiblemente, los músculos encargados de la respiración, finalmente, se han vuelto locos como el resto. Las piernas de la mujer tiemblan y se estremecen sin control. Su coño y su culo se cierran fuertemente sobre los dedos. La ducha escupe el agua desde el suelo hacia arriba y a Isabel le parece que llueve y que el tiempo se detiene. Llueve en su ducha e Isabel se corre. En plena orgía de agua, su cuerpo se contrae y, luego, se relaja.

  • Aaaaaaahhhh...- Los jadeos de placer encuentran la salida mientras los espasmos atraviesan el cuerpo satisfecho de Isabel, que sonríe sabiendo que la secretaria de su marido no tendrá hoy un orgasmo ni la mitad de bueno que ése.

Víctor pone en marcha la furgoneta y coloca un disco de “Boikot” en el lector de Cds. Se pone el cinturón y en ese momento recuerda el brazo de Vanessa sobre su cuerpo. La verdad era que la muchacha no lo hacía nada mal. También puede ser que ella se esmerara después de que Víctor le causara dos orgasmos antes siquiera de terminar él de desnudarse. El recuerdo de los orgasmos de Vanessa tiene un efecto instantáneo. La verga se le levanta. Cuando Vanessa se corría, lo hacía con gemiditos cortos, que iban subiendo de volumen y de tono a medida que el orgasmo se echaba sobre ella. Entonces, cuando estallaba en el clímax, se quedaba callada, cerraba los ojos, y dejaba que los temblores sacudieran su cuerpo hasta que se apagaban. Luego se reía, y su risa, Víctor tenía que reconocerlo, era preciosa.

Pisa el acelerador y recuerda el momento en que se la metió por primera vez. Ella agradeció la intrusión con un jadeo sordo y nasal mientras se mordía el labio inferior. La recordó en la discoteca y luego, cuando se marchó. Vanessa era de las pocas mujeres que él había conocido que ganaban desnudas.

El semáforo se pone en rojo y Víctor, recién vuelto a la realidad, frena y con el frenazo también frenan sus recuerdos. No es el mejor momento para pensar en Vanessa. No, al menos, si no quiere tener un accidente mortal.

Pero mientras el semáforo continúe rojo, hay tiempo. La melena rubia esparcida sobre la cama enmarcaba la cara de Vanessa mientras él bombeaba dentro de ella. Sus gemidos llenaban la habitación. Ella se puso encima y cabalgó como una amazona. Y la melena. La melena rubia, húmeda de sudor, pegado el flequillo sobre la frente, caía tras ella y saltaba con cada embate. Dos finos mechones caían justo sobre los pechos de Vanessa, pechos duros, firmes, manejables y muy sensibles. El pelo le tapaba los pezones y él lo evitó apartándolo y amasándole las tetas mientras ella seguía botando y gimiendo, siempre gimiendo.

El claxon del taxista detrás suyo le saca de sus ensoñaciones y le escupe de nuevo al frío y duro mundo real. Acelera, cambia marcha, y dentro de cinco minutos llegará a la tienda. Cuatro minutos si no hay mucho tráfico.


Isabel ha decidido hacer caso a su marido. Su orgasmo en la ducha le ha cambiado el humor y ahora, incluso, tiene ganas de sonreír mientras conduce su elegante, distinguido y demasiado grande Mercedes-Benz S5 por las calles de Valencia. Unas gafas de sol le protegen la vista del inclemente sol y una música tenue y antigua ameniza su viaje. Llega al centro de la ciudad y busca un lugar donde aparcar el coche. Imposible. Finalmente, encuentra un párking de pago no muy lejos de las tiendas donde piensa dejar la tarjeta de su marido, tal y como él le ha dicho, “temblando”.

Aparca el coche, agarra el ticket, lo introduce en su elegante bolso blanco y camina hacia la primera de sus tiendas preferidas.

Sin embargo, los vestidos hoy no le dicen nada. Normalmente habría elegido ya tres o cuatro pero, tras quince minutos de paseo entre las prendas, no encuentra ninguna que le llame la atención especialmente. Seguro que, cualquier otro día, ese vestido blanco con escote de palabra de honor y finos ribeteados en dorado hubiera acabado ocupando hueco en su armario. Pero hoy, no. Sale de la tienda despidiéndose lacónicamente de la dependienta que, a fuerza de verla en numerosas veces anteriores, ya la conoce, y cruza la acera hacia esa otra tienda que, si bien sus vestidos son demasiado horrorosos para Doña Isabel Martínez de Salazar, sí que tienen una estupenda gama de preciosos zapatos. Pero tampoco encuentra zapatos de su agrado en la segunda tienda. Tal vez hoy no sea un buen día para hacer compras, se dice Isabel, y, con el humor bastante empeorado desde que salió del coche, vuelve lentamente por el camino que ha hecho para llegar allí.

Sin embargo, dos calles antes de llegar al párking, Isabel ve una pequeña tienda de muebles antiguos. A ella siempre le han encantado esos retazos del pasado glorioso, cuando su familia se codeaba con la mismísima realeza española. Sin embargo, Fernando, su marido, era mucho más moderno. Por su culpa, los muebles de la casa tenían ese estilo minimalista y aséptico que asfixiaba tanto a Isabel.

Isabel entra en la tienda y un hombre mayor, casi un anciano, la recibe con una amplia y franca sonrisa.


Víctor llega a la tienda y, tras estar diez minutos buscando aparcamiento, deja la furgoneta en doble fila. La recogida del cheque suele ser una cosa rápida. Se lo da, firma como que lo ha recibido, y se marcha. Menos de un minuto, dos si a Víctor le da por hacerle alguna pregunta a su jefe, pero poco más. Porque cuando dos personas a las que no les gusta hablar empiezan a conversar, el diálogo suele ser corto.

Sin embargo, cuando Víctor entra, don Fabián está hablando con una cliente. “Fabuloso” piensa el joven, cuando observa detenidamente la ropa de Isabel, “Una snob ricachona que se habrá encaprichado de media tienda”. Sabiendo que la mujer se podría tirar hablando demasiado tiempo, Víctor se adelanta e interrumpe la conversación.

  • Se la podemos enviar mañana mismo, si así lo desea. Hoy es que nuestros transportistas tienen el día libr...- dice don Fabían justo antes de que Víctor se interponga.

  • ¡Buenos días, don Fabián! ¿Dónde tiene preparado lo mío, que tengo la “furgo” en doble fila?

  • Disculpe, pero estábamos hablando.- replica la mujer, visiblemente contrariada.

  • Tranquila, es sólo un momentito. Que seguro que tú vas para largo.

La sonrisa de Víctor es tan amale y sincera que Isabel duda que lo esté haciendo a propósito, sin embargo, no relaja su semblante y fulmina a don Fabián con la mirada. Que decida el viejo a quién atiende primero.

  • Un momento, Víctor, que atiendo a esta bella señorita y enseguida te atiendo.

El empleado resopla mientras Isabel exhibe su sonrisa de superioridad.

  • Querría llevarme esta mesa.- dice la mujer, señalando a un mueble de principios de siglo, uno de los objetos más caros de la tienda, cuyo precio llega a las cinco cifras. “Espero que tu secretaria folle bien, Fernando, porque ese polvo te va a costar quince mil euros”.

Víctor tuerce el gesto. Esa mujer ha pagado por una mesa más de lo que él cobrará ese año. Le entran ganas de pegar un chicle por debajo en cuanto Isabel y Faián se meten en el despacho para cerrar la venta.

  • ¿Cabrá en mi coche?- pregunta Isabel, y don Fabián la mira como si acabara de matar a alguien.

  • Señora...- dice el viejo dueño- Este mueble no se puede transportar así como así. Se lo podemos enviar mañana a primera hora a su casa o puede llevárselo usted en un vehículo apropiado, como una camioneta.

  • No. Lo quiero hoy. Quiero darle una sorpresa a mi marido cuando llegue del trabajo.

Don Fabián suspira y trata de hacer cambiar de opinión a la mujer.

  • Verá, nuestros dos transportistas sólo trabajan de lunes a viernes... hoy sólo vienen a recoger el cheque. Víctor, por ejemplo...- señala al joven que sigue esperando fuera.- suele ser el encargado de los muebles mas pequeños, y Ramón es el que lleva el camión de la tienda...

Don Fabián no divaga. Lleva casi 50 años vendiendo y sabe cómo y cuándo cambiar de tema para acabar haciendo al final lo que él quiere, pero la edad le empieza a jugar malas pasadas. Cae en la cuenta del error que ha cometido cuando la clienta se levanta y se dirige directa hacia Víctor.

  • ¿Has traído la furgoneta, verdad? Seguro que puedes llevarme la mesa a casa.

  • ¿Qué?- Víctor mira a Isabel y suelta una carcajada.- Lo siento, pero hoy es mi día libre.

  • te doy quinientos euros.

Víctor traga saliva y don Fabián se queda petrificado en la puerta del despacho. Eso es más de la mitad de lo que cobra Víctor en un mes.

  • Que sean mil y cerramos el trato.- responde Víctor. Jamás en la vida se le ha presentado una forma tan rápida, fácil y legal de ganar tanto dinero.

  • No subo más de setecientos.

  • Trato hecho.


Víctor se pone al volante y arranca. Isabel ya ha traído su coche y se ha colocado delante de él para que la pueda seguir hasta su casa. El chaval busca un disco de su colección y lo pone en el reproductor de la furgoneta antes de meter la primera marcha.

La música empieza en el mismo momento en que las ruedas de la vieja “kangoo” empiezan a moverse.

“¡Sola con su almohada se despierta en la alcoba! / ¡Llega muy temprano a las tiendas de moda! / y se adorna, tras el cristal / para lucir... su ansiedad. / Despiadada dama con acciones en banca...”

Víctor no puede más que soltar una carcajada al volante. El solista de Boikot, sin haberla conocido nunca, sin jamás haber entablado una conversación con ella, ni saber siquiera que existe, acaba de describir a Doña Isabel Martínez de Salazar.

“Pero es triste estar sola...” El rockero (cada vez más punk) sonido de Boikot sigue con su canción y Víctor, por un momento, siente pena de esa mujer.


Isabel conduce, mirando cada dos por tres el retrovisor para asegurarse de que Víctor y su vieja furgoneta blanca le siguen. No se saca de la cabeza la insolencia del muchacho interrumpiéndola cuando estaba hablando con Fabián. De buena gana le habría abofeteado y, si no fuera tan educada, tal vez lo habría hecho. Intenta tranquilizarse pensando que es sólo la impulsividad de la juventud. Ella misma era joven no hace mucho, pero su escrupulosa educación siempre había prevalecido ante todo.

¿Siempre? Bueno, no siempre. Cuando tenía la edad de Víctor se escapaba por las noches para verse con un apuesto joven que la follaba vigorosamente mientras ella no se cortaba de soltar obscenidades. Ese apuesto joven era Fernando, y terminó casándose con él. Con él había perdido la virginidad a los 22 años y, hasta el momento, es el único hombre con quien se había acostado. La nómina de amantes de Fernando, sin embargo, es posiblemente más larga que su cartera de clientes, y con varias coincidencias entre ambas. Tal vez va siendo hora de seguir el consejo de Cristina, otra afamada cornuda del club de campo, y responder con la misma moneda. Aunque, claro está, ella no era como Cristina y no contaría jamás, como hacía su amiga, las formas y maneras en que se follaba a su jardinero, a su masajista y a otros tantos hombres mucho más jóvenes que Cristina había invitado a su cama. Isabel intenta evitar pensar en los relatos de Cristina, porque nota que empieza a excitarse.

Pero estaría bien probar lo que es el calor humano otra vez, después de tanto tiempo, y Víctor le parece un joven fuerte y posiblemente muy buen amante.

Todo es cuestión de intentarlo.


Víctor ya ha aparcado, desacoplado los arneses que sujetaban la mesita de principios de siglo a la furgoneta para que no recibiera ningún daño, y subido el mueble a casa de la cliente. Isabel no parecía muy segura de dónde quería ponerla, por lo que Víctor ha tenido que moverla hasta por tres habitaciones diferentes hasta que la mujer ha quedado satisfecha.

El joven ya está sudando, así que después de limpiar la mesa, y secarse el sudor con la misma bayeta, se acerca a la mujer para pedirle su paga. Ella parece reacia en un principio, pero al final asiente, sale de la salita donde está Víctor y vuelve con un pequeño fajo de billetes de cien euros.

  • Setecientos euros. Aquí están.- dice la mujer extendiéndole siete billetes y guardándose el resto.- ¿Quieres tomar algo, que te veo cansado?

Isabel sabe que está cansado. Le ha hecho mover la mesa simplemente para comprobar la fuerza de esos brazos y para empezar a verlo sudar.

  • No, gracias...

  • sí, hombre sí, ¿Una cerveza? Creo que mi marido tiene algunas en la nevera.

Víctor mira a su alrededor antes de responder. La opulencia y el tamaño de la mansión de los Salazar (llamar a eso “casa” es simplemente una desconsideración) le impresionan en gran manera, y a su mente vuelven los versos de la canción que acaba de escuchar.

“Aquel chico joven tiene buena planta / es uno más, para embaucar, es uno más...”

  • Señora Martínez. ¿Le apetece follar conmigo?- dice, finalmente.

Víctor e Isabel avanzan por el pasillo, los dos ya despeinados después de la pasión de los besos lascivos. Él ve la habitación al fondo y se dirige a ella, pero la mujer le detiene y abre una puerta a la derecha.

  • No, mejor aquí.

En el centro de la habitación, una gran mesa de trabajo, con un ordenador portátil encima. Un par de libros descansan junto al “acer”, acompañados de un flexo dorado y el marco de una fotoagrafía. Las paredes están completamente ocultas tras una fila de altas estanterías repletas de libros.

  • ¿El despacho de tu marido?- pregunta Víctor, mientras le saca por la cabeza el vestido a Isabel.

  • Sí. Creo que me dará más morbo.

Víctor sonríe y empuja a Isabel hacia la mesa. Aparta de un manotazo los libros, y se queda mirando la foto por un segundo mientras Isabel tira abajo portátil y flexo sin ninguna delicadeza. El señor Salazar no es ningún viejales impotente, como Víctor había pensado en un un principio. En la foto no tiene más que cuarenta años, e Isabel no ha cambiado nada desde entonces, por lo que no puede ser de mucho tiempo atrás. Tal vez simplemente es un hombre de negocios demasiado obcecado en su trabajo que desatiende a su mujer. O un carismático jefe que prefiere los sórdidos favores de sus subalternas que el dulce y monótono calor marital.

Isabel coge la fotografía de las manos de Víctor y la deja caer sin más al suelo. Al joven le parece escuchar cómo el cristal del marco se hace añicos.

  • Fóllame, Víctor. Fóllame.

Isabel, en ropa interior, se tumba sobre la mesa de su marido, cierra los ojos y toma aire pensando en lo que va a pasar a partir de ahí. Tiembla, a medio camino de la excitación, los remordimientos y el nerviosismo.

Él le quita las braguitas suavemente. Se recrea un instante en el aroma a mujer que emana del sexo de Isabel. Tan igual como el de todas. Le hace abrir las piernas y coloca su cabeza entre ellas para darle un lametón a la rajita ardiente de Isabel. El sabor es dulce al principio y ligeramente amargo en su regusto. Como el de todas las demás. Ella suspira. Como cualquier otra. Arquea su cuerpo cuando el primer dedo de Víctor se introduce en su sexo húmedo.

Mientras lame el clítoris de Isabel, el chaval piensa que, desnuda, no hay ninguna diferencia entre Isabel y el resto. El pensamiento le trae sin querer a la mente la imagen de Vanessa. Isabel gime, él traga saliva, Fernando Salazar, tal vez esté a muchos quilómetros de allí cerrando una venta, o follándose a su secretaria. Lo mismo da. En ese momento, nadie piensa en Fernando.

Isabel sólo piensa en lo bien que Víctor le come el coño y en el tiempo que llevaba sin disfrutar de un cunnilingus en condiciones. Los gemidos asaltan su garganta a traición mientras se retuerce de placer sobre la dura madera de la mesa. La lengua lame, gira, se mueve, los dedos se agitan, entran y salen de ella... El placer cada vez se hace más fuerte.

  • Espera... espera... quiero que me la metas. Métemela, Víctor.

Víctor eleva sus ojos hacia arriba y, extrañamente, a Isabel le parece una mirada inocente. “Por dios. ¿Qué estoy haciendo?”, piensa. Está a punto de follarse a un chaval al que le saca quince años. Ella ya se masturbaba cuando él todavía no había nacido. Y está a punto de trajinárselo en la mesa del despacho de su marido, el hombre que lleva los últimos doce años cuidando de ella y consintiéndole todos los caprichos. Perfecto. Pues seguro que también le consiente éste.

Víctor enfila su verga erecta al sexo de Isabel. La polla entra sin dificultades en el empapadísimo agujero mientras Víctor cierra los ojos e Isabel abre la boca para soltar un gemido que, en un principio, parecía no querer salir y se había quedado atravesado en la garganta, pero al final sale. Isabel gime, lenta y largamente, mientras la polla de Víctor se va introduciendo en ella. Sus manos se engarfian sobre los hombros de Víctor y éste siente cómo la manicura de la mujer se clava en sus omóplatos. Sisea en mitad del dolor y el placer, mientras Isabel comienza ella también el baile de caderas. Al metisaca de Víctor se le añade el cimbrear de la cintura de la mujer. Las penetraciones son más profundas, más violentas. Las piernas del joven rozan con la madera de la mesa a cada embestida.

La habitación se convierte en una coral de los gemidos de Isabel. La madera ya se ha contagiado de la temperatura de su piel y la señora de Salazar ya no siente que el culo se le vaya a congelar. Más bien todo lo contrario. Todo su cuerpo va a arder como Víctor siga con ese movimiento tan rápido y preciso.

Dentro-fuera, dentro-fuera... Fernando hace meses que no le hace el amor y ahora se cobrará todo ese placer atrasado con Víctor. Dentro-fuera, dentro-fuera... Se abraza más fuerte a Víctor, el joven al que ha conocido hoy y con el que le está poniendo los cuernos a Fernando. Dentro-fuera, dentro-fuera... Afortunadamente viven en un chalet con una gran parcela de terreno, si no, todos los vecinos se enterarían de los gemidos de Isabel. Dentro-fuera, dentro-fuera...  Sigue gimiendo, cada vez más alto, cada vez más rápido, mientras la verga de Víctor le perfora las entrañas. Dentro-fuera, dentro-fuera... Fernando cada vez desaparece más rápido de su mente, y sólo queda Víctor. Dentro-fuera, dentro-fuera... Es ella ahora la que cierra los ojos, también la que clava de nuevo las uñas en la espalda de Víctor, y sobre todo es ella la que gime, llevada por el placer mientras Víctor jadea sobre su cuerpo. El aliento ardiente del joven caracolea sobre la piel de su hombro izquierdo, que de vez en cuando también recibe alguno de esos besos que comparte con la parte izquierda del cuello.

Víctor embate un par de veces más el cuerpo de Isabel y éste estalla. Los gemidos de la mujer se juntan en uno solo, más audible, más largo, más potente. Sus brazos se aprietan más al chaval, como si tuviera miedo de caerse, y al tiempo que eleva la mirada al techo y abre la boca dejando escapar ese gemido que más bien es un grito, Isabel se corre. Todos los músculos de su cuerpo se contraen sobre Víctor, que aguanta la inesperada fuerza de Isabel hasta que, como después de la detonación de una bomba nuclear, todo se relaja y se hace el silencio. Tal vez, si Isabel hubiera esperado un poco más, se podrían haber corrido juntos. Podría seguir y correrse dentro del coño de la ricachona, que no para de relajarse y contraerse, pero decide otra cosa.

Víctor saca la polla, erecta y latente, del coño satisfecho de Isabel., que se deja caer lentamente sobre la mesa nuevamente, disfrutando las últimas sacudidas de su orgasmo.

  • Abre la boca.

Isabel se gira, con los ojos aún entrecerrados por el placer, y ve la polla de Víctor erguirse majestuosa a pocos centímetros de su cara. “¿Chuparle la polla?”

  • Abre, que estoy a punto.

  • Jamás le he dejado a mi marido correrse dentro de mi boca.- dice Isabel con una voz ronca y dulce a la vez.

  • Ya. Pero yo no soy tu marido.

La polla de Víctor se acerca aún más a la cara de Isabel y ésta abre la boca. Amolda sus labios al invasor, lo acaricia con la lengua, dirige la mamada con su mano antes de que Víctor coloque la suya sobre su cabellera.

El movimiento conjunto de las caderas y la fuerte mano de Víctor le obligan a acelerar la mamada. Abandona el trabajo concreto de la lengua y simplemente aprieta un poco más los labios sobre la polla del joven. Los jadeos de Víctor son más sonoros a cada embestida, al menos hasta que, en un momento dado, se detiene todo en él. Cierra los ojos y abre la boca mientras Isabel aprovecha para buscar con su lengua el frenillo del joven.

Potentes trallazos de semen golpean en la garganta y la campanilla de Isabel, inundándole la boca. Tose, aún con la polla en su boca, pero traga todo aquello que puede. Todo sea por dejar a Víctor satisfecho.

Víctor sonríe y extrae la polla del cálido hogar en que se había convertido la boca de Isabel, que se incorpora sobra la mesa.

  • Ha sido fabuloso, Víctor.- dice ella, mirando al joven.

  • Sí, la verdad es que sí.

Isabel pone los pies en el suelo y se acerca al joven para darle un beso pasional, sin embargo, Víctor la detiene.

  • Ahora no es el mejor momento.- Dice con una sonrisa, mientras Isabel se ríe, quitándose los restos de su corrida de la boca y degustando el sabor del semen de Víctor por última vez.

Ambos se visten en silencio. Parece como si algo mágico que los hubiera rodeado se hubiera roto justo ahora. Víctor recoge el recibo de la entrega y su paga y antes de dirigirse a la puerta, vuelve atrás para mirar a Isabel. Al otro extremo del pasillo, la mujer de Fernando Salazar intenta recomponerse el peinado. La inmensa casa está en tinieblas, con todas las luces apagadas y al pasillo sólo llegan los retazos de luz que se escapan de las habitaciones.

“Y esta sola... al despertar, / como una más... como una más.”- recita él mentalmente, recordando la canción de Boikot.

  • Encantada de haberte conocido, Víctor.- Dice Isabel. Cristina tenía razón. Llevarse un hombre joven a su cama (aunque no fuera una cama) es una manera estupenda de esquivar la depresión. Y esa no sería la única vez. Seguro.- ¿Nos volveremos a ver?- pregunta ella.

  • No, Isabel. Creo que no. Al menos... “así”.- Víctor sacude la cabeza, abre la puerta y sale de la casa dejando a Isabel completamente extrañada.

Antes de llegar a la furgoneta, Víctor coge el móvil y hace una llamada.

“¿Vanessa? ¿Qué tal, guapa? Soy Víctor. Oye, ¿Tienes algo que hacer esta tarde? Porque tenía pensado invitarte a unas cervecitas por el barrio. Estupendo...”

En su enorme casa, Isabel se queda mirando cómo la furgoneta de su primer amante extra-matrimonial se aleja por la carretera.


Diez años después, Isabel Martínez de Salazar camina de nuevo por su calle de tiendas preferida. No se puede decir que haya cambiado mucho, aunque su dinero le está costando mantenerse como una jovencita a sus casi cincuenta años. El polvo de esa mañana con su  jardinero la ha dejado como nueva. No sabe qué es lo que le rejuvenece más, si el Botox o la polla de Camilo, un joven latino al que le duplica la edad.

De vuelta a su coche, pasa por delante de una tienda de antigüedades, y un maremágnum de recuerdos la asaltan.

Entra en la tienda sin saber muy bien por qué. Tras el mostrador, un hombre algo más joven que ella la espera con una sonrisa. Claro. Aquel viejo ya se debe haber jubilado.

En cuanto se acerca un poco, Isabel se queda petrificada. Víctor la mira con una sonrisa extrañada.

  • ¿Víctor?

  • La señora Martínez, si no me equivoco...- dice el nuevo dueño de la tienda.

Isabel no puede contestar. Iba a hacerlo, pero la puerta de la tienda se abre y por ella entra un vendaval con la forma de un niño pequeño, de no más de cinco o seis años, que llega corriendo con su mochila a cuestas.

  • ¡Papá, papá! ¡Mira lo que he hecho hoy en el colegio!- grita el pequeño, rodeando el mostrador y lanzándose a los brazos de su padre.

Tras el niño, entra una muchacha rubia, guapa, joven aún. Tal vez de la edad de Víctor.

  • Toma, cariño, te he traído ese catálogo que querías.

  • Gracias, Vane, déjalo ahí que tengo que...

Pero cuando Víctor se gira, Isabel ya se ha marchado de la tienda. Camina rápido, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano. Llora porque sabe que ahora volverá a casa y Fernando estará trabajando, como siempre, Camilo ya se habrá ido a su casa y nadie la va a estar esperando.

Y se siente sola.

Sola.