Sofía y el encuestador del INE

Un encuestador hace la encuesta de hábitos sexuales a una atractiva chica. Ambos acaban masturbándose juntos.

Sofía y el encuestador del INE.

Sofía se dirigió a la puerta del piso anudándose el salto de cama, descalza y somnolienta. No recordaba esperar ninguna visita tan urgente como para timbrar con insistencia y despertarla inoportunamente, pues aunque era mediodía y no podía considerarse que eran deshoras, su trabajo de enfermera de noche le hacía invertir los horarios de la gente normal.

Tras acomodarse un poco el pelo y frotarse los ojos, abrió la puerta y en el descansillo encontró a un chico alto, con gafas, correctamente vestido y plantado ante ella con una carpeta entre los brazos. Sin duda el chico debió comprender por su aspecto, o por el gesto desafiante de gata recién despierta que solía plantar a quienes interrumpían su descanso, que llegaba en mal momento y balbuceó algunas disculpas antes de que pudiese entender que venía para hacer una encuesta.

  • Usted debió recibir la carta avisando que vendría un agente del INE hoy por la mañana para la encuesta –se excusó el muchacho, pero Sofía agravó el rostro de pantera porque no recordaba haber recibido ninguna carta. – Sí, verá, una carta, usted, Sofía, ¿verdad?, en su domicilio…- continuó entre murmullos el chico, que no debía ser muy experto en llamar a las puertas y tartamudeaba de un modo ridículo.

  • Pero qué encuesta –casi gritó Sofía, y enseguida se arrepintió de su tono al comprobar que el pobre chico respingaba al oír su voz.

  • La encuesta de hábitos sexuales –susurró cabizbajo el visitante.

La encuesta de hábitos sexuales, se repitió mentalmente Sofía, y por un leve sentimiento de respeto hacia el encuestador no se echó a reír en ese momento. Le parecía cómica la situación, o quizás prefería tomarse a risa algo que normalmente habría resuelto con un sonoro portazo.

Tal vez por el aspecto inofensivo del muchacho, o por un momento de debilidad, Sofía dudó un instante en despedirle excusándose en su trabajo nocturno, pero acabó pensando: "en fin, todos tenemos derecho a ganarnos la vida de alguna forma".

-Está bien, pasa, pero sólo voy a darte quince minutos –y le cedió el paso.

-No se preocupe, será sólo un momento –contestó el entrevistador, y entró en el piso.

Le invitó a tomar asiento en la mesa del salón y separó el jarrón y otros adornos para que pudiese colocar su carpeta. Le pareció que debía al menos ofrecerle un café pero el agente rehusó tomar nada y enseguida desplegó sobre la mesa varios folios y un lapicero.

-Yo sí voy a hacerme un colacao, me has despertado –le informó Sofía, como lamentándose aún de su buena fe, y se retiró unos minutos a la cocina, desde donde oyó cómo el joven carraspeaba y volteaba sus folios, sin dejar de moverse inquieto en la silla. Al regresar al salón, con su taza blanca, se dejó caer en el sofá con aire displicente, y guardó silencio. Desde el sofá, situado, a un metro de la mesa, esperó a que el encuestador comenzase su interrogatorio. Notó en ese momento que la bata que usaba para salir de la cama era insuficiente para cubrir sus piernas cuando se sentaba en lo mullido del sofá, y como tenía la costumbre de dormir desnuda, se arrepintió de no haberse sentado discretamente a la otra punta de la mesa, en una silla. Pero el chico parecía no levantar la mirada de sus papeles, concentrado en su labor estadística, así que ella se limitó a cruzar las piernas y a estirar un poco la bata con disimulo.

-Es sólo un momento, no voy a molestarle demasiado –repitió el agente, y se dispuso a iniciar las preguntas. Sofía, entre sorbo y sorbo de colacao, contestó a varias preguntas convencionales sobre su edad, estado civil y otras similares. Mientras contestaba, observó al chico. Era un hombre delgado, no tan poco agraciado como para no considerarle al menos interesante, de voz bonita aunque rebajada por un claro tono de timidez. Lamentó que fuese de tez tan clara, porque ella se sentía atraída habitualmente por los hombres morenos, y además de ojos claros, que no eran sus preferidos. Las gafas sin duda eran de escaso gusto y estropeaban el rostro, pero el aire de profesor desaliñado de colegio religioso le resultaba divertido.

Tras las primeras preguntas de rigor vinieron otras más personales sobre el número de parejas que había tenido a lo largo de su vida, si había mantenido relaciones completas con todas ellas, la edad a la que había perdido su virginidad, si usaba anticonceptivos. Durante todo ese tiempo el hombre mantuvo una actitud de seriedad profesional, y ni por un segundo apartó la mirada del cuestionario que reposaba sobre la mesa. Sofía contestó a todas las preguntas sin pensar demasiado las respuestas, detenida sólo por algún bostezo ocasional.

Por unos segundos le sobrevino una extraña sensación de irrealidad, como si por un instante su cabeza rechazase lo ilógico de aquella situación. Hacía apenas cinco minutos dormía desnuda en su cama y ahora se encontraba sentada frente a un desconocido, a quien había permitido colarse en su casa sin apenas presentarse y que además le interrogaba sobre su virginidad o su conocimiento de las enfermedades venéreas. Era absurdo. Se imaginó los comentarios de sus amigas cuando les contase todo aquello. Eran situaciones que sólo podían pasarle a ella, como solían decirle. Entretanto el chico continuaba con su cuestionario, deteniéndose tras cada respuesta para anotar una o varias cruces y para voltear los folios según el flujo de las preguntas.

-Disculpe, ya vamos a acabar, entiendo que esto es un poco inhabitual para usted, me quedan apenas unas cuantas preguntas –dijo el entrevistador como si hubiese adivinado sus pensamientos. Por primera vez levantó los ojos de la mesa y le dirigió una mirada fugaz que se posó primero en los ojos de ella y se retiró recorriendo velozmente su cuerpo hasta los pies.

-No te preocupes, haz las preguntas que debas –contestó, ya resignada a su condición de informante casi forzada. Advirtió que el hombre, tras el vistazo rápido de su bata y sus piernas semidescubiertas, se había ruborizado de un modo infantil. Parecía que se hubiese encendido de pronto como una linterna roja. Le pareció divertido y casi sin darse cuenta comenzó a agitar la pierna que mantenía cruzada en el aire del modo en que una mascota agita su rabo cuando encuentra un juguete nuevo. Su pie descalzo oscilaba apenas a unos centímetros de las rodillas del joven, que se mantenía rígido y milagrosamente sostenido en el filo de su asiento, con los pies unidos como en actitud hierática.

-Se considera usted…, quiero decir, cree usted que es heterosexual -continuó el agente por fin tras un silencio mucho mas largo de los que había mantenido antes entre preguntas, tras recuperar al fin el hilo de su voz-, si se considera heterosexual, verá, es una pregunta del cuestionario, si se considera…, esto es, le explico, el cuestionario se alarga en el caso de personas que hayan tenido experiencias bisexuales, normalmente mis entrevistados son personas heterosexuales, con una vida muy monótona, y el cuestionario se acaba en unos minutos.

-¿Quieres decir que piensas que en mi caso va a alargarse el cuestionario? –le dio por respuesta, cada vez más divertida por el creciente rubor del hombre-, ¿qué te hace pensar que mi vida sexual no es monótona?

-Bien, verá, yo no pienso nada, quiero decir que en su caso, una mujer atractiva, supongo, no, no supongo, no pretendo hacer juicios de valor, quiero decir…, en fin, discúlpeme, estoy haciendo atribuciones que no debería y anticipando sus respuestas, lo siento.

-No, está bien, no pasa nada, alarguemos el cuestionario, a ver, déjame pensar si soy heterosexual –Sofía hizo una pausa teatral fingiendo que hacía memoria, sin dejar de mover su pierna colgante-. Sí, soy hétero, me gustan los hombres; alguna vez tuve una experiencia con una amiga, pero supongo que sólo por eso no puede considerarse estadísticamente que sea bisexual.

-No, no, no se trata de considerarle nada, yo

-Pero sí me gustó esa experiencia, y no me importaría repetirla, ¿eso añade muchas más preguntas en el cuestionario?

-Sí, digo no, perdone, yo sólo pregunto lo que me piden, la metodología

-Y dime, ¿siempre haces las mismas preguntas? ¿No puedes salirte del guión?

-Verá, es el método, quizás le telefonee algún inspector para asegurarse de que le hice las preguntas correctas y

-Ya, entiendo, pero contéstame, ¿no te parecería más interesante hacer otras preguntas? Es una encuesta de hábitos sexuales, ¿verdad? Podrías preguntarme qué posturas prefiero para hacer el amor, si tengo orgasmos clitoridianos, si me atrae el sexo oral.

Dejó la taza vacía sobre la mesa, aguardando la respuesta del hombre que ya había adquirido una tonalidad totalmente rojiza y que ahora se atrevía a sostenerle la mirada, con ojos asombrados, casi segura de que de un momento a otro se levantaría y saldría de su casa apresurado. Por un momento creyó que así lo haría, pues dejó caer el lapicero sobre la mesa y cambió su postura, pero no para levantarse sino para acomodarse mejor en el asiento.

-Tiene usted razón, es un cuestionario demasiado formal. Llevo dos meses visitando casas y haciendo las mismas preguntas a jubilados viudos, a solteros solitarios, a señoras casadas de una pareja de toda la vida. Es de un monótono insoportable, se lo aseguro. Si pudiese elegir, le haría otras preguntas bien diferentes.

Sofía no esperaba ese arranque de sinceridad. Ahora la sorprendida era ella, pero ya que había llegado a ese punto, decidió que no podía echarse atrás, y por otro lado se sentía divertida y segura manejando a su antojo a un agente de un organismo oficial en su propio salón.

-Dime pues, ¿qué me preguntarías?

El chico dudó unos segundos, tragó saliva y susurró: -Yo a usted le preguntaría…, no sabría por dónde empezar. No sé. ¿Le gusta masturbarse?

De nuevo la sensación de estar viviendo algo irreal sacudió su cabeza. El joven que hace unos minutos le había parecido un pavo la observaba ahora sin disimulo, en un silencio intenso que acentuaba el sonido de sus respiraciones.

-Sí. Me gusta. –Contestó decidida-. Me gusta mucho. Lo hago a menudo cuando estoy sola en casa.

-¿En la cama?

-Sí. A veces aquí mismo, donde estoy sentada. Leo relatos, relatos eróticos. Y me toco.

-¿Con ese vestido?

-Sí, con esta bata, ¿ves?, es una bata. Otras veces con los vaqueros puestos, desabrocho un par de botones.

-¿Y cómo se toca usted?

-Tal como me ves, no con las piernas cruzadas como ahora, sino así, de esta menra, estiro las piernas así, me acomodo en el sofá y me acaricio con los dedos, colocando la mano de esta forma.

Sofía imitó el gesto de acariciarse por encima de la bata, mientras el muchacho la observaba boquiabierto. Como impulsada por un deseo irresistible, pasó de imitar el movimiento a hacerlo realmente, moviendo los dedos en círculo sobre su regazo. Él se agitó en la silla, absorto en sus piernas, que eran largas y bronceadas y ahora estiradas casi rozaban sus zapatos.

-Y sus pezones de usted, ¿siempre se erizan?

-Sí, se erizan –comprendió que el entrevistador había notado que bajo la tela suave de la bata sus pezones se habían apuntado considerablemente-. ¿Ves? Se ponen de punta. No puedo evitarlo. Se disparan siempre.

Con un movimiento leve abrió la parte superior de la bata y dejó entrever un pecho. El seno era firme y de un sugerente tono tostado, conseguido tras muchas horas de playa. Como para aseverar su afirmación, abrió un poco más para asomar el otro pecho. Los pezones estaban rodeados de una areola de color chocolate, y eran muy alargados. Los acarició lentamente con ambas manos, sin dejar de observar a su espectador, hasta que se apuntaron de un modo extrordinario.

-¿Ves?, son como los timbres de una catedral.

-Sí, son preciosos. Son enormes. Como botones de ascensor.

-Siempre me lo dicen. Me gusta tocarlos, así, en círculos, pellizcarlos.

-¿Se acaricia los pezones con una mano y con la otra se masturba?

-No, normalmente comienzo por acariciarme los pezones, pero luego me centro en la parte de abajo. Soy directa, mis necesidades son básicas, me basta con tocarme un poco para sentirme enseguida excitada.

-¿Y en qué piensa usted?

-Uf, en multitud de cosas, imagino situaciones, cosas que no creo que vengan en tu cuestionario, te sorprenderían.

-Me gustaría conocerlas.

-No creo que te gustasen.

-¿Utiliza juguetes?

-A veces, consoladores. Unas veces uno pequeño, que vibra, otras veces uno bastante grande, con forma de miembro.

-E imagina que hace el amor.

-Depende, algunas veces sí.

-Imagina que lo hace, con un hombre.

-Sí, fantaseo con alguien, alguien follando.

-¿Follándola a usted?

-A veces si.

-¿Cómo?

-Es indiferente. Unas veces de pie, en algún sitio público. Otras veces me tumban boca abajo en la cama, o sobre la mesa.

-¿Es su postura preferida?

-Tal vez, me gusta que me penetren desde atrás, por la vagina me refiero, y sentir todo el peso del hombre sobre mí, bombeando mi culo.

-Con su pareja, o algún actor de su gusto, supongo.

-No siempre, ya te digo que te sorprenderías, no quisieras saberlo.

-Me encantaría. Pero me conformaría con saber cómo se masturba una mujer atractiva como usted.

-Es sencillo. Tal como estás viendo. Con mi mano derecha metida bajo la bata, así, separo un poco los labios y busco mi clítoris. Al principio está como rezagado, pero al momento se asoma.

-¿Está depilada?

-Completamente.

-¿Podría verlo?

Sofía se incorporó un poco en el sofá para poder abrir completamente su bata. Su cuerpo desnudo era de un color moreno brillante, terso, tan sugerente que al entrevistador le pareció como un delicioso pastel de trufa. Los pechos eran de un tamaño perfecto y el coño, en efecto, estaba depilado por completo y mostraba unos labios muy apetecibles. Recogió sus piernas alzando los pies hasta el sofá, de modo que el sexo quedaba bien visible y expuesto. Con la mano derecha comenzó a frotarse a lo largo de los labios, de abajo a arriba, lentamente. Luego los dedos índice y anular se centraron en la parte superior del coño, primero frotando de manera suave y después con un poco más de intensidad.

Con un gesto invitó al chico a acercarse. Ambos se miraron en silencio, aspirando con los labios abiertos. El joven se arrodilló en el suelo y situó su rostro a escasos centímetros de las piernas de ella. Estaba humedeciéndose y ahora el roce de los dedos producía un sonido leve similar al chasquido de una lengua recorriendo la parte interna de los carrillos.

-El olor es exquisito –insinuó él.

-Gracias.

-El sabor debe de ser aún más agradable –insistió el joven, y acercó su boca al coño. Posó varios besos sobre la parte interna de los muslos, y suavemente fue lamiendo las partes más cercanas a los labios, poco a poco, y después lamió el sexo como si saborease un helado delicioso, a lametones lentos. Sofía sonrió divertida por lo que consideró una manera tan delicada de practicar el sexo oral, casi infantil. Separó la mano de su clítoris para posarla sobre el cabello del hombre y apretando su cabeza le indicó que chupase más profundamente. Él entendió lo que se le pedía y sin dudarlo hundió la cara entre sus piernas. Con las piernas alzadas sobre los hombros del entrevistador, puso ambas manos sobre su cabeza, apretándole fuerte contra su coño. La lengua del joven se movía con ansiedad por entre sus labios, provocando que se abriesen los labios y derramasen un intenso humor. Sofía se agitaba en el sofá, gimiendo.

-Espera –le dijo cuando notó que estaba a punto de correrse-. Sepárate. Dame tu mano.

Tomó la mano del chico y se la llevó a la boca. Lubricó con saliva varios de sus dedos chupándolos hasta el fondo.

-Méteme dos dedos. En el coño. Así.

Arrodillado a sus pies, el encuestador introdujo sus dedos en ella. Los movió en su interior primero torpemente, como si buscase algún resorte en el interior de un mecanismo. Luego, conducido por los gestos afirmativos de ella, entendió dónde debía tocar y de qué forma. Sin duda palpaba un punto muy sensible, pues ella abría por completo su boca y permanecía como sin respiración unos instantes, y luego exhalaba el aire de golpe, suspirando.

-Dígame, ¿usted gime?

-¿Cómo? –Sofía apenas podía articular las palabras.

-Quiero decir, ¿usted gime cuando va a correrse? ¿Qué cosas dice?

-No lo sé, nunca me oigo.

-Pero si hago esto –y comenzó a sacar y a meter los dedos rítmicamente, primero despacio y después con cierta fuerza, hundiendo la mano-, si hago esto, ¿gime usted?

-Ay, no lo sé, no lo sé, dios, dios.

Por un momento el entrevistador dudó en detenerse, pues los gemidos de ella eran tan intensos que parecía querer echarse a llorar como una niña. Se quejaba y mantenía la boca abierta sin respirar como si quisiese ahogar un grito profundo. Notaba que algo dentro de su sexo palpitaba como un corazón hirviente, y por su mano resbalaban las gotas hasta el puño de su camisa.

-Por favor, por favor, para, para –le sujetó el brazo y le obligó a detenerse-. Espera. Basta. Ponte de pie. -El chico obedeció y se puso de pie frente a ella. Sofía, mediante gestos, le indicó que se apartase un poco más, hasta hacerle situarse a unos dos metros de ella, plantado frente al sofá.

-Bájate los pantalones, ahí, de pie.

En un gesto rápido desabrochó su cinturón y dejó caer los pantalones hasta las rodillas. En medio del salón, erguido con las piernas un poco separadas para no caerse de la excitación, se situó de cara a ella, mostrando una erección incipiente.

-Tócate, quiero ver cómo te corres.

Con una mano comenzó a agitar su miembro, despacio, con los ojos clavados en ella. Poco a poco se fue endureciendo entre sus dedos, y pasó a agarrarla con más fuerza, rodeándola completamente con la mano entera, con fuerza. Sofía mientras trabajaba su clítoris con las piernas separadas y elevadas en el sofá.

-Así, sigue, agárrate los huevos con la otra mano.

El chico, manteniendo a duras penas la verticalidad, se sujetó los testículos con la mano libre, como si apretase la bomba de una perilla. La visión de aquella mujer hermosa abierta de piernas, masturbándose frenéticamente en su sofá era irresistible, y no tardó en notar que no podría aguantar mucho tiempo.

-Creo que si sigo así ante usted, no voy a poder evitar correrme.

-Sí, córrete, échalo todo, de pie.

Tambaleándose, a punto de caerse, sintió que su semen salía disparado. Los dos primeros chorros cayeron a los pies de ella, y el resto se derramó sobre el suelo del salón, quedando en gotitas blancas dispersas como un reguero desde el sofá hasta sus pantalones. Sofía, palpando con sus pies descalzos las gotas que habían quedado más cerca, se corrió segundos después, entre gemidos tan sonoros que el encuestador pensó que no debía haber quedado ni un solo habitante en el vecindario que no se hubiese apercibido de que en ese piso había una mujer teniendo un orgasmo.

Así permanecieron unos segundos aún, observando los restos de sus respectivos placeres. Después, como si despertasen de pronto de un sueño, o como si estallase la burbuja de una situación imposible, ambos recompusieron sus ropas y recobraron la respiración habitual.

El chico recogió sus papeles de la mesa apresurado. Sofía se sintió en la obligación de realizar algún comentario convencional que les devolviera a la lógica de la normalidad.

-¿Tienes que hacer más encuestas en el vecindario?

-No, con ésta ya tengo las que debía hacer por hoy –contestó el encuestador, recogiendo aún bajo el pantalón la camisa-, ya me marcho para casa.

-Ah, tienes una serie de encuestas para cada día.

-Sí, nos dan un listado de informantes que se obtiene al azar entre los propietarios de las viviendas de cada zona, y entre ellos estaba usted.

-Muy bien, pues muchas gracias, y buenos días.

-A usted. Buenos días.

Sofía sintió un intenso alivio cuando cerró la puerta del piso tras el encuestador y se quedó a solas por fin. Buscó entre los platos de la cena de la noche anterior el rollo de papel de cocina para limpiar los restos de semen del suelo del salón y de las plantas de sus pies. Una vez limpio, nada quedaba que no le hiciese pensar que todo había sido un sueño, o una circunstancia absurda que había vivido en un momento de desvelo, y ya podía regresar a la cama.

Entonces se dio cuenta. Apenas llevaba unos meses viviendo en aquel piso de alquiler. Se encontraba empadronada en otro lugar, justo en el extremo opuesto de la ciudad. Corrió al balcón. El chico estaba ya lejos, en ese momento doblaba la esquina de la calle, carpeta bajo el brazo, con aspecto de profesor desaliñado que no remete bien los bajos de su camisa.