Sobrino, ¿estás a gusto?

Dedicado a mi sobrino real, aunque he cambiado ciertos detalles.

Sobrino, ¿estás a gusto?

1 – La visita inesperada

¡Oh! ¡Qué asco! Toda la tarde en casa aburrido e intentando inventar algo en qué entretenerme hasta irme a la cama. Desde que me pusieron la media jornada, el día se me hacía largísimo, pero por otro lado, deseaba soledad.

Cuando ya era tarde y pensaba irme a la cama para madrugar, sonó el timbre del portero electrónico: «¡Joder! ¿Quién coño será a estas horas?».

Pensé que se habrían equivocado y contesté con mal genio.

  • ¡Son las doce y media! – grité - ¿No se puede equivocar de botón a otra hora?

Entonces me di cuenta de que nadie contestaba y, cuando ya iba a colgar el auricular, oí una voz apurada y avergonzada.

  • ¿Tito Jorge? – oí de lejos - ¡Tito Jorge!

  • Sí, soy Jorge – contesté más suave - ¿Quién eres?

  • Soy Feli, tu sobrino – dijo tímidamente - ¿Puedo subir un momento?

  • ¡Feli! – me asusté - ¿Qué haces tú a estas horas en la calle? ¡Sube!

Le abrí el portal y me serví una cerveza mientras subía ¿Qué coño estaría haciendo mi sobrino Feli a las 12:30 en la calle? ¿Por qué me llamaba?

Sonó luego el timbre de la puerta y me acerqué a abrirle. Me aseguré antes, por la mirilla, de que era él y de que venía solo y entonces le abrí. Me besó y entró descolgándose el macuto. Había cambiado mucho desde la última vez que lo vi. Su pelo rizado y rubio caía sobre su frente. Estaba un poco más relleno (lo recordaba bastante flaco) y había cambiado su forma de vestir. Traía una ropa muy informal que no la imaginaba puesta en él.

  • ¡Oye! – me fui tras él - ¿Después de tanto tiempo llegas y me das un beso como si nada?

Me miró sonriendo, se sentó en un butacón y se puso a hablar.

  • ¡Ah, verás! – dijo -, he venido en el autobús para irme a la residencia. Mañana tengo que empezar otra vez en la facultad. Pero me he entretenido un poco con unos amigos y la residencia está cerrada.

Me acerqué a él mirándolo con sospechas y se fue echando hacia atrás asustado.

  • ¡No me gustan esos ojos! – le dije -; los recuerdo celestes y están rojos ¿Te has entretenido un poco? ¡Fumando porros, claro!

  • ¡No, tito, de verdad! – intentó parecer menos relajado -; nos hemos bebido unas cervezas y no me he dado cuenta de la hora.

  • ¡Ya! – le dije -, pero si tu tío no viviese aquí, tendrías que haber pasado toda la noche en la calle, ¿no es eso?

  • ¡Joder! – casi parecía que iba a llorar - ¡Perdóname! Nos hemos puesto a andar sin rumbo y, cuando he visto tu casa, le he dicho a mi compañero que pasaba de seguir andando. Me parece que va a buscar un hostal.

  • ¿A estas horas? – me extrañé - ¡Jo! No sé por qué lo has dejado tirado en la calle. Pero insisto en que no me gustan tus ojos. Ya eres mayor para hacerte responsable de tus actos. Si la residencia tiene un horario, preocúpate tú de no quedarte en la calle.

Se levantó y se acercó a mí sonriendo.

  • ¡Joder, tito! – me abrazó - ¡Cuánto tiempo sin verte y llego aquí invadiendo tu casa!

  • ¡Venga, no importa! – lo besé -, pero hay que dormir. Yo trabajo mañana y tú estudias, ¿no?

  • Pues sí – contestó -, pero no tengo ganas de ir a la facultad.

Acaricié su pelo y lo peiné con mis dedos. Estaba sudando.

  • Estás muy guapo; guapísimo – le dije -. Has cambiado mucho en estos meses.

  • ¡Tú estás igual, tito! – me dijo – parece que te conservas en lata. Si mis colegas te viesen conmigo, creerían que eres un amigo mío.

  • Soy un amigo tuyo – miré al fondo de sus dilatadas pupilas -, aunque no tan guapo como tú. Tu madre estará orgullosa.

  • No tanto – dijo -; a mi edad ya debería haber acabado la carrera. Me ha dicho que no me regalará un coche hasta que no acabe. Cuando me lo regale iré andando con un bastón.

  • ¡Me gusta tu buen tu buen humor! – volví a besarlo -, en eso sales a la familia. Mi hermana, tu madre, cuando era más joven era muy graciosa. Ahora se ha vuelto bastante seria.

  • Se ha vuelto estúpida, tito – dijo -; será tu hermana, pero no hay quien la aguante. Casi prefiero estar en la residencia.

  • ¡Bueno, venga! – me separé de él - ¿Te vas a quedar en el sofá?

Se quedó mirándome extrañado y miró el sofá con cara de asco.

  • ¡Verás, tío Jorge! – me miró cortado -, traigo esta ropa deportiva, he venido en autobús y me he hartado de cerveza. Me gustaría, si no te importa, ducharme y acostarme contigo; como el año pasado.

  • ¡Tú decides, guapo! – le dije - ¿Te apetece una cerveza de remate? Una sola, ¿eh?

  • ¡Oh, sí, gracias! – me abrazó –, estos porros dan una sed inaguantable. Te prometo que no fumo más.

  • ¡Haz lo que quieras! – le besé esta vez el cuello -, pero el porro te atonta.

  • Tienes razón.

Le serví la cerveza y mientras tanto hablábamos y se echó en la encimera de la cocina justo delante de mí. Los vaqueros ajustados hacían una radiografía de lo que debería haber allí dentro. Bebimos durante un rato y decidimos irnos a la cama.

2 – La aparición

Entramos en el dormitorio y abrió la boca asombrado.

  • ¡Ostias, tito! – exclamó - ¡Vaya como mola el dormitorio ahora! ¡Joder, cama nueva, colores nuevos! ¡No me echo en la cama porque vengo sudando!

  • ¡Ya! – le dije muy contento -, pero a ti te pasa como a mí, que sudamos mucho pero no olemos mal.

  • ¡Sí!, es verdad – se acercó y me besó -, pero voy a ducharme. No quiero ponerte la cama empapada de sudor.

  • Como quieras – le contesté -, yo me iré quitando el chándal y acostándome. En el armarito nuevo de la derecha hay toallas de baño ¡Coge una!

Comenzó a quitarse la camiseta antes de entrar al baño y pude ver su espalda musculosa y morena, sus hombros anchos, sus músculos redondeados… ¡Era mi sobrino! El mismo que hacía tan sólo unos meses, pero no sabía por qué lo miraba de otra forma. Había cambiado lo suficiente, pero yo no lo veía como a mi sobrino, sino como a un joven muy apetecible. Me dio miedo de que se fuese a acostar conmigo, pero yo seguía siendo su tío Jorge para él.

Dejó la puerta entreabierta y vi por las sombras que se desnudaba con rapidez. Luego comencé a oír el agua de la ducha; no mucho tiempo. Finalmente me pareció que se secaba los cabellos ante el espejo y luego todo el cuerpo ¡Coño! ¡No había cogido ropa limpia para vestirse!

De pronto, se abrió puerta del cuarto de baño y vi su cuerpo desnudo, con la toalla reliada en la cintura. La habitación estaba ya algo oscura y la luz del baño me dejó ver su perfil a contraluz ¡Santo Dios! ¡Qué cuerpo más perfecto!

  • Apaga la luz del baño, Feli – le dije -, no la dejes encendida.

Se volvió y la apagó rápidamente y se acercó descalzo y muy despacio hasta la cama. Creí que me iba a poner enfermo.

  • ¿No te vas a poner nada? – le pregunté casi asustado -; la toalla te va a molestar.

  • ¿Ponerme algo? – dijo extrañado - ¿Para dormir? Hace calor, ¿no?

  • No sé – miré al techo -, tú sabrás.

Miré a ver lo que hacía y dejó caer la toalla al suelo. Su cuerpo era algo que no se podía mirar sin estremecerse. Era perfecto para mí. No podía ver muy bien todas sus partes, pero preferí no verlas. Levantó la colcha y se metió en la cama. Instintivamente me eché un poco hacia el otro lado, pero se dio la vuelta y se agarró a mi cuello.

  • Ahora sí que estoy fresquito, tío Jorge – dijo -; no podía meterme en la cama sudando.

  • ¡Ya! – dije asustado -, lo entiendo. Vamos a dormir.

Aquella aparición me dio un largo beso en la mejilla y puse mis manos en su espalada y lo besé. Luego se dio la vuelta como para dormir, dándome la espalda, y apagué la lamparita.

¡Dios mío! ¡Iba a estar toda la noche despierto sólo de pensar lo que tenía a mi lado! Miré al techo con la respiración y el corazón acelerados. Tenía que olvidar aquella imagen y que ese cuerpo tan perfecto estaba a mi lado; a unos centímetros ¡Era mi sobrino!

De pronto, comenzó a moverse como para coger una postura mejor, pero se movió hacia atrás y puso sus nalgas pegadas a mi cadera. Me hice el tonto y se mantuvo quieto, pero al ratito volvió a moverse rozando sus nalgas con mis calzoncillos y pegando su espalda a mi brazo. No hice nada, pero no estuvo en esa postura casi nada de tiempo, sino que se dio la vuelta y entonces era su pecho el que estaba apoyado en mi brazo y su pene, casi erecto, a la altura del mío. Su brazo izquierdo voló sobre la colcha y se puso sobre mi pecho. Seguí sin moverme.

  • ¡Tito! – susurró - ¿Ya te has dormido?

  • No, hijo, no – le susurré también -; no tengo tanto sueño.

Entonces su mano comenzó a moverse sobre mi pecho con delicadeza y fui claro.

  • ¿Me estás acariciando, Feli?

  • ¿Te molesta? – siguió susurrando -.

  • ¡No! - le dije - ¿Te gusta acariciarme?

  • ¡Vamos, tío Jorge! – dijo entonces -; a mí no me la das. Me gusta tocarte. Si te molesta me lo dices, pero sé de qué vas.

  • ¿Y tú? – le pregunté - ¿Has salido en eso también a tu tío?

  • ¡Pues claro! – me besó en la mejilla - ¿No vas a acariciarme?

Me sentí indeciso en ese momento ¡Era mi sobrino!

  • ¡Me encantaría! – volví mi cara hacia él -; tienes un cuerpo muy bonito. El mío era así más o menos. Ya ha cambiado algo.

  • Sí – volvió a susurrar -, pero tú eres mayor que yo y el cuerpo te ha cambiado a mejor. A mí me gusta más el tuyo.

  • ¡Vale! – le dije -; puedes tocarlo si quieres. No me importa, al revés, me gusta que seas tú quien lo toque.

  • ¿Pero no vas a tocar tú el mío? – preguntó -; a lo mejor no te gusta.

  • ¿De qué estás hablando? – le eché el brazo por encima -; tienes un cuerpo precioso. Es una joya.

  • Pues estoy desnudo y muy cerca de ti – me dijo al oído -. Déjame tocarte, yo quiero que me toques.

Me abracé a él no sé si como mi sobrino o como a alguien desconocido que había aparecido en mi cama de repente. Nos apretamos fuerte y, cuando noté que estaba empalmado, me quité los calzoncillos y, al volver a abrazarnos, se unieron nuestros miembros y nuestros labios durante un rato largo. Era una fiera. Me mordía desesperadamente los labios y la lengua y apretaba mis nalgas contra su cuerpo.

  • ¡Ay, mi sobrino Feli! – mordí su oreja - ¿Estás a gusto así?

  • ¡Claro! – me dijo besándome -, pero me gustaría que me tocases y yo tocarte. Ya sabes lo que digo.

Nos abrazamos y fuimos ya moviendo las manos de otra forma y acariciándonos el uno al otro el pene y los huevos. Me di cuenta de que a él se le cortaba la respiración cuando le cogía los huevos, así empezó todo. Luego se subió sobre mí, se abrió las nalgas y buscó con mucho tino la punta de mi pene, que fue entrando en él muy despacio. Cuando oyó mi respiración acelerada, se inclinó sobre mí y comenzó a besarme y a apretar más y más hasta que entré en él casi quejándome de placer. Le cogí el pene y se lo acaricié, pero quise incorporarme para chupárselo y no llegaba.

  • No te preocupes – hablábamos siempre en voz muy baja -, si te apetece comérmela, ahora te la dejaré toda para ti. Fóllame.

El movimiento se fue haciendo acompasado y aguanté cuanto pude acariciándolo por todos lados hasta que llegó el orgasmo. Apretó su cuerpo contra el mío y se movió arriba y abajo rápidamente. El placer era exquisito.

Sin decir nada, fue levantando su cuerpo muy despacio hasta que oyó mi respiración alterada al salir de él. Entonces, movió su cuerpo hacia arriba por mi pecho y me puso su miembro en los labios. Estaba húmedo y su sabor me era familiar. Lo metí inmediatamente en mi boca y él se encargó de moverse tirando de mi cabeza.

  • ¡Dale! – decía -; dale fuerte. Me gusta que me duela un poco. Chupa, chupa fuerte; voy a correrme muy pronto. Así, así, tito. Me gusta cómo lo haces. Sigue, sigue un poco más. Chupa fuerte, por favor ¡Muérdela! ¡Es tuya!

Sentí su semen espeso y cálido entrar en mi boca, casi en mi garganta ¿Qué podía hacer con el semen de mi sobrino? Hice un esfuerzo y me lo tragué. Su sabor quedó pegado en toda mi boca. Era un sabor familiar, claro. Él olía como yo y su semen sabía como el mío aunque yo no lo había probado aún. Dejó su miembro en mi boca un poco y noté que no perdía la erección.

  • ¿Quieres comértela otra vez? – preguntó -; vamos a esperar un poco. Lávate la tuya y te la comeré yo. Estoy deseando.

  • Sí, claro – le dije - ¿Traigo mientras una cerveza y nos fumamos un cigarro?

  • ¡Vale! – exclamó muy ilusionado -; estaba deseando de que un día llegase este momento ¡Vamos a disfrutarlo, tito!

3 – La rutina

Después de aquella primera noche estremecedora con mi propio sobrino, vinieron otras muchas. Fui a hablar con el director de la residencia en nombre de mi hermana (lo cual era falso) y le dije que mi sobrino pasaría el curso en mi casa y que podía disponer de su plaza. Aún así, aquel hombre me hizo pagarle una parte del curso aduciendo que su plaza podría quedarse vacía.

Fuimos muy felices y le ayudé todas las tardes a estudiar, hasta tal punto, que le dije que podría presentarme con él a sus exámenes y aprobaría. Se había convertido en un experto en el sexo y en buen estudiante hasta que un día apareció por casa con un compañero de su edad (unos 24 años, supuse), con ojos profundos y negros de mirada hechizante, cabello muy corto y un gesto de su cabeza, ladeada, que era muy atrayente. Les hice pasar y aquel joven estuvo muy callado después de saludarme. Tomamos una cerveza y comenzamos a hablar. Él observó que Feli me seguía llamando tito, o tío Jorge y me miró sonriente.

  • ¿Sabes una cosa, Nicolás? – le dije tomándole la mano -; no me gusta que me digas don Jorge ni Jorge. Si quieres, si te parece oportuno, llámame tito o tío Jorge. Me gustaría.

  • Y a mí me gustaría llamarte tito – dijo -; no tengo ningún tío en la familia.

Se sintió contento y se agarró a Feli por la cintura besándolo brevemente en la mejilla. Comprendí entonces que la vida había cambiado por el lado más natural. Yo siempre había pensado que Feli debería estar con alguien de su edad, pero volvía a ver la soledad acercarse.

Se acabó el curso y me dijo Nicolás que se llevaría a Feli a terminar los estudios (el doctorado) a otra ciudad. Vivirían juntos, supuse. Pensé sinceramente que así serían los dos más felices; pero mi vida volvería a ser como era.

Cuando comenzó el siguiente curso, nos llamábamos muy a menudo y le contaban a su tío Jorge todas las novedades. Poco a poco, las llamadas fueron siendo menos y un día, cuando los llamé, nadie contestó al teléfono. Pensé que habrían salido o se habrían ido a pasar unas cortas vacaciones, pero no pude volver a hablar con ellos.

Iba hacia la oficina temprano, casi de noche, mirando al frente con la vista perdida o atento a una proyección inexistente que me los mostraba abrazados, cuando me salté el semáforo en rojo. Un coche me embistió por la izquierda y perdí el conocimiento hasta que desperté, ya operado, en una habitación doble del hospital. En la otra cama no había nadie. No podía avisar a mi sobrino de ninguna forma y mi hermana estaba «un poco lejos y demasiado atareada». Sólo de vez en cuando aparecía por allí mi amigo Sebastián. Charlábamos un buen rato y poco a poco fue pasando el tiempo de la convalecencia.

Cuando me encontré mejor, me dijo el médico que si quería irme a casa, pero me iba a ser imposible valerme por mí mismo, así que le dije que tenía que quedarme en el hospital. Pero cuando Sebastián se enteró del asunto, hablamos con el médico para que me diese el alta. Sebas se ofrecía a tenerme en su casa y ayudarme hasta que yo volviese a valerme por mí mismo; y así fue. Estuve en su casa más de un mes.

Cuando volví a entrar en mi casa, comencé a verlo todo negro; estaba solo. Hice la limpieza suficiente, pero comía, daba algún paseo y volvía a la cama. Tenía que esperar a que el médico me diese el alta definitiva para volver a trabajar.

Y así pasaron muchos días que prefiero no recordar, hasta que llamaron a la puerta ¡Joder!, me dije, ¡Estará el portal abierto! Me dirigí a la puerta y miré por la mirilla ¡Era Nicolás! Abrí inmediatamente y se abrazó a mí conteniendo el llanto.

  • ¡Tío Jorge, tío Jorge! – sollozó - ¡Estoy aquí! ¡No te preocupes! Me he enterado de todo lo que ha pasado y he venido.

Yo quería preguntarle por Feli, pero me di cuenta de que lo eludía.

  • Es tarde, Nico – le dije -, te prepararé algo de cenar.

  • No, tío Jorge – me dijo -, me he comido un sándwich en el tren. Dame una cerveza si tienes. Tengo sed. Vengo sudando del viaje. Estaré por aquí una semana. Luego tengo que irme un mes a Nueva York a hacer unos cursos y volveré a verte.

  • Me alegra de te vaya tan bien – le di la cerveza y lo besé -; vas a ser un médico envidiable.

  • ¡Jo! ¡Qué fresquita está la cerveza – exclamó -; vengo hecho polvo!

  • ¡Pues ya sabes! – le dije -; ahí tienes sitio para descansar.

Me miró sonriente y ladeando la cabeza.

  • ¿Te importaría que me duchase ante de acostarnos?