Sobre la mesa de cristal
El reflejo de una mesa de cristal que deja al descubierto todos los miedos, todo el deseo, toda la pasión al recordar ese momento.
Introducción al relato
Al día siguiente de nuestra primera noche juntos, el Viejo Lobo me llamó por una cuestión de trabajo. Yo inocentemente, recuerdo que le planteé la posibilidad que nos viéramos de nuevo para pasar un rato juntos. Su reacción como la de todo buen lobo, fue la de decirme que no se arrepentía de nada de lo que había pasado entre nosotros, pero que prefería que allí quedara todo y que no quería tener nada más conmigo.
Me dolió, me sentí engañada y utilizada, ¡para que mentir! Pero decidí apartarme y durante unos días no comunicarme con él de ninguna forma. Pero la vida es caprichosa y quiso que tuviéramos que volver a vernos por trabajo pasados apenas unos días.
Siguiendo con su estela de incongruencias y manipulación, no obstante lo dicho en aquella última conversación, aquel día volvió a buscarme, naciendo de ese encuentro cual fantasía este relato.
Era una mañana cualquiera, una más en la que como siempre me había despertado sola y desnuda en mi cama. Una ducha rápida, mi tan ansiado café con su leche de avena y su toque de canela que tanto me gustaban, medias, vestido corto, tacón de aguja y labios rojos.
Con esta extraña rutina y ese traje a medida era como me sentía segura. Aquel disfraz con el que aparentaba ser una mujer fuerte capaz de mantener la mirada a quien yo me propusiera y tras el cual, realmente, se escondía una niña que ansiaba un simple abrazo que la hiciera sentirse segura.
Me esperaba una larga jornada de trabajo entre reuniones con mil clientes, llamadas, cuentas y más cuentas. Una día como otro cualquiera que pasaría y que en principio, no tenía que dejar huella en el recuerdo.
A media mañana, mi secretaria y ya amiga, me interrumpe para intentar despejar mi mente, tomar un café juntas y compartir cuatro confidencias que nos alegren y nos hagan más llevadera la jornada a ambas. Entre risas, ella me recuerda la reunión inesperada del día anterior. La visita de aquel cliente de quien la gente del pueblo tan mal habla, pues le preceden su fama de hombre mujeriego, de galán de tres al cuarto y algún que otro encontronazo por su carácter temperamental y su anterior trabajo.
Mi secretaria, nuevamente me advierte sobre él y sobre lo que ella sospecha son sus verdaderas intenciones hacia mí. Según me comenta, meses atrás éste ya le había preguntado por mí con cierto interés y ahora que yo estaba recién separada, era el blanco perfecto para él. Mas lo que ella no sabe ni sospecha es que todas sus advertencias caen en saco roto, pues todas ellas llegan ya demasiado tarde.
Decido apartar la mirada, sonreír, callar y disimular. Una vez más callo, rompiéndome por dentro al no poder explicar cómo me siento. Al no poder expresar toda mi confusión por su forma de actuar conmigo. Así que para evitar el dolor, intento cambiar de tema de conversación, pero ella inocentemente insiste entre risas, me dice:
-¡Tu solo ve con cuidado! Si te despistas éste con la fama que tiene, aquí mismo, sobre la mesa de cristal de tu despacho te coge y te empotra. ¡Ganas seguro no le faltan tal y como te mira!
Intento seguirle la broma y reírme sin ganas, pero cuando finalmente me quedo sola en mi despacho mi mirada se pierde sobre aquella mesa de cristal a la que ella hacía referencia. Aquella mesa que sin nadie saberlo o sospecharlo, había sido testigo y confidente de una mañana de pasión con quien era ya mi cliente preferido. Mis ojos se pierden, se abandonan en aquel recuerdo, en aquella mañana en la que había hecho y se había sentido demasiado calor.
Me dejo llevar y empiezo a recordar como ambos nos habíamos sentado más o menos juntos alrededor de aquella mesa de cristal, intentando aparentar una seriedad y una concentración que eran inexistentes. Recuerdo que en algún momento de la reunión, levanté mis ojos de los contratos que le estaba explicando y vi su mirada clavada en mi. Como sus ojos color miel alertaban su mirar hacia mí escote. Como me observaba con absoluto gusto y desfachatez tal si me estuviera desnudando. Como me taladraba con lentitud, tratando de obligarme a que le contara todos y cada uno de mis pensamientos.
Me sonrió y entendí que ya no tenía que buscar nada más, que todo lo que ansiaba y deseaba, lo tenía allí mismo. Tragué saliva y comprendí que ya no me estaba escuchando. Tragué saliva y supe que estaba perdida. Que nuestra reunión había terminado en aquel preciso instante.
Allí mismo, a quemarropa, en mi mente se anteponía un "No lo hagas, recuerda como te trató después de vuestra primera noche juntos" , con mi deseo de hacerlo y la pasión que se reflejaba en sus ojos. Suicida e inconsciente a partes iguales, permití que me besara, ansiando encontrar de nuevo la suavidad de sus besos y la pasión de sus abrazos. Siendo aquellos besos la miel que endulzaba las heridas que ambos acumulábamos. Siendo aquellos abrazos los que realmente nos hacían prisioneros de nuestra pasión. Dejando atrás la rutina de aquel día. Descubriéndonos el uno al otro, poco a poco. Pasando a ser, el uno para el otro, un regalo que ambos deseábamos y nos creíamos merecer. Y sin ya remedio, dejándonos llevar.
Él se levantó y como quien no lo espera, pero lo desea, empezó a desabrocharse el cinturón y sus pantalones, dejando al descubierto su masculinidad justamente a la altura de mi cara. Sabedora de lo que anhelaba, le miré y entreabrí mi boca para besar tiernamente su tallo. Empecé a acariciar con mis labios la suavidad de su piel, jugando con mi lengua, recorriendo cada rincón de lo que ya dentro de mi boca empezó a saberme tan dulce. Lamiéndole de una forma golosa, saciándome de aquella dulzura, recreándome en ella para así, yo también, sentir y disfrutar del placer que ello le provocaba. Conteniendo mis ganas de morderle, sin llegar a morder. Y poco a poco, notando como a cada entrada y salida de su miembro de mi boca, éste se endurecía. Pude entrever su mirada desencajada de placer y al momento, mi propia excitación y humedad se hizo presente.
Mi respiración se tornó irregular al sentir como entre sus entrecortados gemidos él moría de gusto. Entonces, entreabrí mi boca para dejarle salir. Me levantó bruscamente de la silla y con un solo movimiento me volteó. Me obligó a que apoyara mis manos sobre el frío cristal de la mesa sujetándolas con las suyas, mientras situaba su cuerpo tras de mí. Notando como entre suspiro y suspiro de excitación me iba besando. Recorriendo con sus labios mis hombros, mi nuca, mi cuello, hasta llegar al lóbulo de mi oreja...
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