Sobre la infidelidad (3)

Catábasis y Rea.

¿Fue el gozo por la infidelidad o por el aristófalo (Pene perfecto)? No. No. Mejor: ¿fue la infidelidad por el aristófalo?¿O por resentimiento? Cuando se trata de Dalila es difícil decir. Lo cierto es que aun viendo esta historia desde mi panorama, no es sencillo; aunque Dostoyevski lo haga parecer fácil. La mente de Dalila estaba en un estado febril. Una calentura que ebullía el éter del alma y hace que todos los pensamientos se mezclen y homogenicen convirtiéndose en un solo pensamiento totalmente nuevo e inefable en el que se encuentra la supuesta infidelidad de Abel, los recuerdos de antaño, la evocación de lo anhelado, la confusión y la atracción primitiva innata en el genoma de Dalila. Aquella luzbelina visión de Moloch caminando como un coloso imparable que toma lo que es suyo sin dudarlo. Imparable no por su musculatura o por su influjo, sino por su mirada; aquel recuerdo que como una etiqueta se implanta en la frente de las personas. «Placer, jovialidad, dominio», decía la etiqueta de Moloch. «Lo que necesitas en este momento». Aquella manzana fue peor que mordida: Fue suavemente besada, acariciada, lamida. Fue la entrada al inframundo.

«Por mí se entra en la ciudad doliente,

por mí se entra en el dolor eterno,

por mí se llega a la perdida gente.

La justicia movió a mi creador;

me hizo la divina potestad,

el saber sumo y el amor primero.

Antes de mí tan solo se crearon

cosas eternas y yo eterna duro.

Dejad toda esperanza los que entráis.»

Evidentemente, solo es admonitorio para aquellos malaventurados que tengan conciencia; para los demonios es: o una monserga o una cálida bienvenida a casa.

Por mí se entra a la nueva Jerusalén,

por mí se encuentra el flujo Leteo,

por mí se llega a los olvidados brazos,

que cobijan a quien otrora cobijaron.

El placer movió a mi dueño;

me hizo la perenne Lilith,

El placer sumo y el láudano brío.

Antes de mí tan solo hubo una

catábasis — pero tú, Moloch;

resucité para ti…

Los brazos de Lilith, como autómatas, se envolvían en el cuello de Moloch cada vez que tenía oportunidad. Cada vez que no lo complacía de otras maneras: cada vez que no daba a su disposición sus tonificados glúteos, y con ellos el panorama de su espalda curvada, descendiente y obediente; coronada por una melena que bajaba como cascada de seda por sus hombros sobrepuestos. Su pelo en vuelo, presumiéndose, era la envidia del crepúsculo; crepúsculo de los ideales. Nunca olvidó cómo en aquella habitación Moloch plugo aquel punto que se reconoce por los pletóricos gemidos que afirman y reafirman haber tocado el cielo, viéndose las nubes en sus ojos y nublados sus sentidos en un pequeño desmayo que agradece con un beso. Como si la muerte confundiese los sentidos perdidos, los gemidos y la taquicardia con la hora de partir; confundida en ese momento se hallaba, pues alcanzó a tocar su corazón y sus nervios, causando lo que la bella voz francesa bautizó como Petite-mort. […] que agradece con un beso… a Abel, llegada a casa y sentada en su regazo. No supo por qué era agradecido Abel, pero Dalila le agradecida por haberle sido infiel; por haberle dado la excusa perfecta, las razones justas para entregarse como poema a poeta a los brazos del profesor Montoya.

Satisfecho por el beso y las caricias al compás de Händel, se dispuso a llamar a Lázaro para disculparse por la ausencia. Mientras Dalila se tomaba una ducha por su largo día de labor, cogió el teléfono fijo y marcó a la casa de Lázaro.

—¿Qué sofista se atreve a marcar al teléfono de mi hogar?

—El sofista que te dejó tirado hoy.

—¡Ah!, entonces ¡adiós!

—¡Espera! ¿Te vas a enojar en serio por eso?

—Por menos he matado ¡Fuera de mi oído hórrida voz inescrupulosa! ¡Que Mefisto os diezme a ti y a tu certeramente bautizada novia Dalila!

—¡Eh! Mi pareja no te hizo nada.

—¿Ah no? Cuando me preguntó por ti en la salida de la escuela fue de lo más zafia y tajante posible. Incluso se rio después de que le hubiese otorgado mi ayuda respondiéndole que no te había visto en todo el día. Una risa feroz. Como lince observando a su presa indefensa. ¡Como súbdita de los inframundos viendo a un débil devoto!

—¿Viste a Dalila hoy en la escuela?

—¿Es que no oyes, so fulero? Preguntó por ti y luego se fue como una Furia a un figón cercano a la escuela.

—Eso es imposible, estás delirando…—dijo Abel inseguro y tartamudeando

—¡¿Cómo?!¡¿Delirando?!¡Si yo no deliro ni con ayahuasca! ¿Es que no recuerdas en la facultad de humanidades que era inmune a los mefíticos humos que salían del salón 504? ¡Hasta me fumé un porro!¡Nada!¡No alucino ni con las disertaciones del imbécil ese de Montoya!

—Pero… pero… ella estaba con sus amigas… La reunión se extendió…

Non canimus surdis . ¡Adiós!

Dicho y hecho, Lázaro colgó el teléfono. Y Abel se quería colgar de la azotea. Empieza la catábasis de Abel:

«Suspiros, llantos, quejas y alaridos

Llenaban aquel aire sin estrellas

Y mi primera reacción fue el llanto.

Lenguas extrañas, raras jerigonzas,

Palabras de dolor, gritos de ira,

Quejas, susurros y batir de palmas

Formaban un tumulto que se agita

En aquel aire eternamente oscuro,

Como mueve la arena el remolino.»

Era lo que Abel escuchaba en su interior, su alma estaba confundida. Nunca se arrepintió más de ser analítico que en ese momento. Enojada preguntó por él, Lázaro responde prácticamente que Abel no fue a la escuela, metida en un figón de mala muerte, Montoya ya amenazó con follarse a Dalila, regresa dando brincos y con besos y abrazos. Se sentó en el sillón de antes y meditabundo miró por la ventana, con los ojos húmedos y rojos. Después del Te Deum de Händel se reprodujo automáticamente Vesti la giubba de la ópera Pagliaccio de Leoncavallo.

«¡¡Actuar! ¡Cuando me domina el delirio,

Ya no sé lo que digo, ni lo que hago!

Pero tengo que hacerlo... ¡esfuérzate!

¡Bah! ¿Qué no eres un hombre?

¡Eres un payaso!

Ponte ese traje y empolva tu cara.

La gente paga porque quiere reír,

y aunque Arlequín te robe a Colombina,

¡Ríe, payaso, y todos te aplaudirán!

Transforma en pantomimas tu congoja y tu llanto;

en una mueca los sollozos y el dolor. ¡Ah!

¡Ríe, Pagliaccio,

sobre tu amor destrozado!

¡Ríete del dolor que envenena tu corazón!»

«¡Ridi, Pagliaccio!¡Ridi, Pagliaccio!», retumbaba en su cabeza cada vez más fuerte. Y entre más fuerte se convertía, más se transfiguraban los versos a la palabra «Abel» hasta el punto de oírlo de una manera tan estridente que lo liberó de su trance, dándose cuenta de que estaba de pie frente al altavoz inalámbrico mientras a sus espaldas se escuchaba:

—¡Abel! ¡Abel! ¿En qué planeta estás, Abel? Tierra llamando a Abel, cambio. Tierra llamando a Abel, cambio.

—Lo… lo siento… Es que estoy muy cansado.

—Sí; ya lo creo.

Iba a preguntar por qué dijo eso, con la intensión de empezar una charla para aclarar las cosas; pero el miedo por saber la verdad lo dominaron y volvió a escuchar aquel verso en su cabeza: «Ridi, Pagliaccio, sul tuo amore infranto».

—Lo siento, tengo que ir a la cama. Te amo, cariño…

No supo muy bien por qué dijo eso último; los hábitos de un amor que se deprime y que se apaga. Sonrió como pudo, le dio un beso y un abrazo y fue a su cama a dormir, o al menos eso intentó. Durante un largo rato pudo ver por el reflejo de la ventana que se hallaba Dalila sentada al otro lado de la cama observándolo con extrañeza y sin saber que él, de espaldas a ella, la miraba como se mira a aquellas libélulas de la memoria que revolotean en un paisaje nostálgico de los lozanos días idos. Idos para no volver. Dudaba mucho, buscando alguna explicación e intentando controlar su mente lógica. Al igual que nadie nunca sabrá qué emociones pasaron por el corazón de Edmond Dantes cuando vio a su Mercedes en sagrado matrimonio con Fernando, cuando Quasimodo vio muerta a su Esmeralda por su obsesión por Febo, del rey Lear frente a la indiferencia de sus alevosas hijas o de madame de Tourvel por el engaño del vizconde Valmont; nadie nunca sabrá, digo, lo que sintió Abel en esa eterna noche, lo que recordaba y pensaba al mirar el hermoso rostro de Dalila. No diferenciaba el sueño de la vigilia, y juraba que el rostro de Dalila estaba desencajado, como si fuera una máscara mal puesta. Aquella mirada inocente y tranquila parecía de porcelana, pintada económicamente y mal puesta. De su occipucio salían como protuberancias cuernos rojos que reptaban por toda su cabeza y concluían enhiestos mirando al cenit; su piel se caía, dando lugar a escamas de dragón y sus ojos antes azabaches viraban a un cerúleo radiante que miraban sonrientes a Abel. Una sonrisa rígida y grande, casi sardónica.

—¿No creíste que me iba a conformar con tu pene teniendo al mundo a mi disposición y provecho, verdad?— dijo gateando lentamente hacia el lado de la cama de Abel—¿En serio creíste que yo, resucitando de mi letargo, querría a un patético profesor de escuela como tú?¿A un sofista fracasado que usa lubricante comestible?—dijo mientras fingía soportar una carcajada.

—¿Tú quién eres?—preguntó Abel murmurando mientras estaba a punto de romper a llorar.

—Mírame. ¿En serio no sabes quién soy?

Se hizo a horcajadas en Abel y reposó sus manos encima de su pecho. Todo mientras lo miraba fijamente con esos penetrantes e impenetrables ojos azules radiantes. Desnuda y más esbelta que nunca a pesar de sus escamas. Sus imperfecciones desvanecidas y sus curvas más definidas. Estuvo mirándolo fijamente mientras Abel no podía moverse, tullido y llorando a caudales ya. De repente, esa voz femenina y meliflua se convirtió en un rasgado bramido de toro:

—«Ich bin der Geist, der stets verneint»—Soy el espíritu que siempre niega—, como dijo aquel que tanto idolatras; soy el avúnculo serpentino de Mefistófeles. El que glorificó a Juliette y castigó a Justine. Soy Luzbel, Belcebú, Asmodeo, Satanás, , Baphomet, Moloch, Angra Mainyu, Iblís, Raju y Mara. Soy el «Volksgeist» de Sodoma y Gomorra; el espíritu del Leviatán, del Rahab, del Behemot, del Ziz; aquel que con su tamaño eclipsa la luz y hace del orbe un glaciar. Juan el Evangelista me refirió como el que no confiesa, el anticristo. Soy quien su nombre suma 616: Domitius C aesar X ti V iolenter I nterfecit . Soy quien vistió de Nerón y masacró a los cristianos. Soy quien vistió de Tiglatpileser y Publio Adriano cuando exiliaron a los judíos de sus propias tierras; Titus Vespasianus y Nabucodonosor II cuando destruyeron su pueblo y sus templos. Fui Herodes cuando mandó a masacrar a todos los neonatos de Belén. Fui Judas Iscariote, Marco Bruto y Cayo Longino. Soy el Ladrón, el Traidor, el Lujurioso, el Viperino, el Ignominioso, la Peste, el Presumido, el Insidioso, el Emperador del Doloroso Reino, la Ramera de Babilonia, el Gran Dragón Rojo. Por Yahveh hecho y llamado portador de la luz: soy Lucifer, Amo y señor de las tinieblas. Y tú… tú no eres nada, no eres nadie. Ni siquiera pudiste salvar el alma de Dalila de diluirse en mis vendavales ígneos, en donde aquellos que sucumbieron su inocencia y supeditaron su albedrío se lamentarán hasta que el tiempo no sea. La perdiste para siempre, Abel. Ahora ella es mi vexilla regis prodeunt inferni —el estandarte del rey del infierno—, como dijo aquel otro con el que tanto pierdes tu tiempo leyendo mientras Dalila se masturba pensando en hombres de verdad. Dalila está en el eterno letargo, donde sueña un paraíso lejos de los sofistas. Sueña con Milón de Crotona, quién sostuvo el techo de aquella escuela mientras Pitágoras y sus discípulos huían como perras.

—¿Qué quieres de mí?¿Por qué yo?¿Por qué Dalila?¡Dios, mi hermosa Dalila!¡¿Por qué?!— dijo Abel como derramando en esas preguntas su alma y su cordura. Horrorizado: más horrorizado entendiendo por fin aquellos versos de Poe; viendo la nostalgia desesperante, la impotencia y la perdición dentro de su casa, al frente suyo. Su Leonor no volverá nunca más .

—¿Que por qué tú? ¡Pero quién más sino tú! Quisiste volar con tus alas de la conciencia hacia el sol; quisiste conquistar el más alto y bello astro del firmamento. Y lo lograste. Lograste arrebatarme a Dalila por un buen tiempo. Pero tu avaricia, tus afanes dicotómicos, tus expectativas, hicieron que de tanta pasión ardiesen con llamas incandescentes, apagando tu sacro fuego fatuo.

—¿En verdad es eso? ¿Fueron mis ansias lo que me arrebataron a la mujer que más amo? Pero si compartía mis sueños… Amaba verme avanzar, como se ve a un niño pronunciar sus primeras palabras. Me envolvió en sus brazos. Me arrulló, jugó junto a mí. Jugamos la belleza del amor. Amor que era el compartir nuestros propósitos; apoyarnos. Amor del que mi aspiración por la grandeza me hizo dueño. ¿No quería ella que fuéramos grandes juntos? ¿Por qué lo hizo?

—Te equivocas. Ella nunca quiso grandeza junto a ti. Quiso grandeza sobre ti; quiso dominar a una mente que consideró ilustre para llevarla al oprobio más bajo al que un intelectual puede llegar. Creíste conquistarla porque ella lo quiso así. Es hora de que salgas de la caverna: ¿Qué es más insultante?: ¿ser esclavo de un rey, o de tus propios esclavos? Estás siendo reducido a eunuco por la que pensaste que era tu odalisca. Eres patético al no darte cuenta de que ella ya mordió la manzana a la promesa: Eritis sicut dii . Será diosa entre hombres, y venerada y fornicada como una abeja reina por zánganos más fuertes y eficaces que tú.

—¡Mentiroso!—gritó timorato con todas sus fuerzas— ¡Eres llamado por los hombres embustero! No sabes más que mentir y engañar. Retuerces mi mente desde adentro con tu monserga diabólica. No caeré en tus…

—¡Obsérvala!¡Obsérvala!— profirió Luzbel señalándole la salida del dormitorio.

—¿Por qué me señalas la puerta?

—¡Solo obsérvala! Podrá el diablo ser manipulador, pero no mentiroso. Podré manipularte para terminar de sofocar tu relación, pero lo haré mostrándote la verdad que convenga a tal. La verdad en este caso nos conviene a los dos.

Inseguro de todo lo que le rodeaba, Abel fue al umbral y miró por un momento en la densa oscuridad. Como saliendo de un túnel todo empezó a iluminarse de repente. El día se abrió paso por entre las montañas y derramó su luz por las ventas. Abel estaba preparado para salir a trabajar y enfrente estaba Dalila con su falda de oficina que contorneaba sus caderas de una manera celestial. Estaba en el teléfono:

—Si, querido. Nos vemos allá… Claro… Claro que sí, mi amor… Lo llevo puesto…—dijo con una risa coqueta y mirando levemente a la puerta de la habitación— Está aún dormido… No creo… Pues le doy una noche inolvidable a él también… A los que quieras, cariño… Vale… Yo también te amo… Adiós…

Atónito, Abel corrió hasta Dalila e intentó agarrarla de los hombros, pero sus manos atravesaron su cuerpo etéreo. Quería gritar, abofetearla, llorar, suplicar que no fuera. Su voz no salía lo suficiente como él quería, no podía gritar lo suficientemente fuerte para desahogarse. Ella salió.

—¿Viste?—dijo Samael.

Abel, no contestó. Su mirada oscura apuntaba hacia abajo, como analizando las baldosas. Su vista se enturbiaba y su cuerpo perdía fuerzas. Aquel escenario perfecto, aquel hogar que preparó para Dalila y su familia, con las condecoraciones de su trabajo como filósofo reconocido; todo se deshacía. Como hecho de tierra se desmoronaba. Las luces se apagaban y él cabizbajo se hallaba en mitad del escenario, con una reverencia lamentosa. Aquella luz que Dalila le irradiaba cuando sonreía cada vez que le decía que avanzaba en sus estudios; cada vez que acababa un soneto, un artículo; cada vez que pasaban tiempo juntos, digo, se atenuaba lentamente, hasta ser una oscuridad tan hórrida y funesta que sentía desfallecer. Esa oscuridad que, más que oscuridad, era soledad.

—¿De qué te sirvió leer todos esos textos?

—De nada…—dijo murmurando como un estertor antes de la muerte— de nada sirve si no es con ella…

—¿De qué te sirvió aceptar el empleo de profesor?

—De nada… de nada sirve si no es con ella…

—¿De qué te sirvió mejorar tu vida sexual si ella inevitablemente te iba a cambiar como a una muñeca rota?

—De nada sirvió…

—Solo sirvió para que ella se diera cuenta que contigo no puede ser feliz. Mira este teatro. ¿Qué ves? ¿Qué quedó de todo eso?

—Nada…

—No quedó nada. El público se fue mofándose de ti; los hijos ya no están, tu prestigio ya no está; aquel bello hogar con un arte topiario, con la belleza de las flores margarita, de los geranios y las acacias, se deshizo en el viento. Y a ella no le pudo importar menos.

—¿Y ahora qué?

—Y ahora solo puedes observar—dijo más como orden que como sentencia.

E instantáneamente entró Lilith encima de Moloch mientras lo besaba de manera salvaje. La estrelló contra el sofá y apunto estaba de arrancarle la camisa a Lilith, cuando ella lo detuvo y le pidió que la llevara a su cama matrimonial. Moloch sonrió y la alzó nuevamente. Ya estando en la cama (ignorando la presencia de Abel) se desnudaron ansiosos de unirse en algo más sagrado que el matrimonio.

—Espera, cielo—dijo Lilith—. Hay que lubricarla primero.

Se agachó en cuclillas (como le gustaba a Moloch), contoneando su culo y empezó a acariciar con sus labios el mástil de Moloch. Caricias que luego se convirtieron en chupadas sonoras y lascivas. Moloch no paraba de bramar y su voz cada vez se hacía más gruesa hasta tomar un tono táurico. La saliva de Lilith se derramaba con cada chupada en sus senos desnudos mientras lo miraba fijamente a los ojos. La saliva que caía al suelo llamó la atención de Abel, que la observó quemarse como introducida en un horno. Volvió a mirar hacia los amantes y se dio cuenta que lo miraban fijamente. Los dos lo miraban a los ojos fijamente. Los dos con unos ojos azules solo iguales de intensos que sus sonrisas. Sus pieles eran de una oscuridad volcánica, como si por sus venas pasara lava. Una luz veloz lo cegó por unos momentos y cuando pudo volver a enfocar la vista, vio a Dalila de rodillas llorando. Esta lo miró suplicante mientras se desmoronaba su cuerpo hecho de piedra volcánica y magma.

—Espero puedas perdonarme algún día.

Corrió Abel hacia ella y la sostuvo entre sus brazos mientras se deshacía. Lloraba y suplicaba para que no se fuera.

—Estás perdonada. ¡Te perdono! Solo vuelve, por favor… El hogar era perfecto para nosotros… Por favor… Vuelve…— Y, entre lágrimas y aferrándose a los escombros que sobraban de Dalila, balbuceó susurrando, como para sí mismo:

El niño que has recibido,

que no cargue sobre tu alma.

Sólo mira ¡cuán claro brilla el universo!

Hay un resplandor sobre todas las cosas;

tú flotas junto a mí en mar frío,

pero un calor especial parpadea

desde ti hacia mí, desde mí hacia ti.

Ese transfigurará al niño,

a mí, de mí me lo nacerás.

por ti me ha entrado el resplandor,

has hecho un niño de mí mismo.

El despertar no fue espontáneo. Abel abrió lentamente los ojos, que recibían directamente la luz del nuevo día. Su fuero interno se lamentaba de haber vuelvo a abrir los ojos. Fingió que dormía, con el único propósito de no levantarse de la cama sin ser molestado por ella . Por el reflejo de la ventana vio que ella se vestía con cuidado y donosura. Aquella figura bella e inteligente se le pareció lasciva e insidiosa. Aquella tranquilidad y falsedad en la forma de existir si quiera le parecían perturbadores. Como un Wéndigo camuflado de hombre que actúa de una forma tan afable y altruista que es imposible no querer engañarse de que es una persona normal, dejar engullirse por sus fauces; preferir ser engullido que vivir en un mundo en el que aquel que es bueno y amable, es un mentiroso.

Entre reflexiones pasó toda la mañana. Ni siquiera contestó el teléfono cuando lo llamaron de la escuela. Dalila ya se había ido hace tiempo, sin despedirse.

Cuando sus ánimos cobraron bríos, se levantó y llamó a la escuela. El rector le dijo que había ido una dama de lo más fascinante a preguntar por el profesor que atendió la confesión de su sobrino Matías Lazarillo. El rector le dijo que lamentablemente no estaba en la escuela, pero podría visitarlo al siguiente día porque «mañana SÍ va a venir», dijo dando a entender que algo malo pasaría si no fuese el caso. Abel se excusó con problemas domésticos y colgó. Intentó comer algo de pan con jamón, pero las manos languidecían al levantar el pan. Estaba por echarse a llorar mirando el pan cuando sonó el timbre de la puerta principal.

—Buenos días.

—Tardes.

—Lo siento… Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarla?

—Buenas tardes, Abel. Soy la tía de Matías Lazarillo. El rector de su escuela tuvo la amabilidad de darme tu dirección. Quiero hablar contigo sobre algunos detalles.

—Discúlpeme, por favor, señora…

—Llámame madame Duclos.

—Madame Duclos, claro. ¿Es francesa?

—Tanto como Pompadour.

—Vale… Le iba diciendo: Ahora no es un buen momento…¿Podríamos conversar otro día?

—No lo creo. Vístete bien y salimos a comer algo, que estás pálido.

—Verá… es que en serio…

—No lo creo, señorito. No vine aquí a ver morir a una momia. Le doy quince minutos para que se prepare; de lo contrario, le diré a Monsieur Arnoux que tuve que venir hasta aquí solo para ver como su docente me cerraba su puerta en mis narices.

—¿De qué quiere hablar, madame Duclos?

—De la pérfida súcubo.

Dicho esto con un acento francés no pudo entenderlo Abel, por lo que le pidió que repitiera esa última parte:

—De la mujer infiel.

El ya pálido rostro de Abel se tornó más blanco aún. Su mente empezó a maquinar todas las posibilidades en las que Lilith pudo haber esparcido el rumor de su infidelidad hasta el extremo de llegar a madame Duclos. Por un momento vio que madame Duclos esbozaba una muy ligera e imperceptible sonrisa, que Abel interpretó por una alucinación. Desde el sueño que tuvo no dejaba de pensar que todos estaban en su contra, que ya sabían todo y que se burlaban de él. Incluso el artículo «la», lo había escuchado como «tu» (De tu mujer infiel).

—¿Disculpe?

—De la madre de Matías Lazarillo.

—No creo que haya mucho de que hablar: fue infiel, arruinó su relación con su hijo y con su futuro marido.

—Pobre Matías… Aunque siento más pena por su prometido. La descubrió en medio de una infidelidad. Debió de ser muy duro para él, ¿no cree? Debe ser muy duro para un hombre con orgullo ver la mujer que más amas con otro hombres más fuerte que tú.

—Sí…—dijo Abel apagándose de nuevo.

—Se merece una compensación ese profesor Montoya. Aunque lo que le hizo a Matías fue imperdonable, es entendible: todos los hombres se desesperan hasta el punto de hacer una locura. ¡Es que son unos brutos! ¿No crees? Aunque aun siendo brutos, pueden otorgar mucha felicidad a quien lo solicita. Si es que son unas bellezas cuando se lo proponen. Imposible no dejarse cautivar cuando son así. Más aún cuando están en un mal momento. Una es incluso capaz de perdonarles todo. Estoy segura de que el profesor Montoya va a perdonar a mi hermana. ¿Tú que eres su collaborateur no sabes cómo es en persona? Debe de ser super majo ¿A que sí?

Y dicho esto, madame Duclos e mantuvo expectante durante unos minutos esperando la respuesta de Abel. Respuesta que no llegó, pues solo se mantuvo con la cabeza gacha.

—¿Y bien?

—Pues… supongo… No sé.

—Vaya catoblepas estás hecho. ¿Se dice así? Ca-to-ble-pas. La aprendí en mis clases de literatura clásica. Se pronuncia igual que en francés, solo que más basto; como todo lo que se pronuncia en español. Tú eres un catoblepas.

—Y con mi aliento más me parezco todavía—dijo Abel con una media sonrisa que, más que para animar a madame Duclos, quería animarse a él mismo.

—¡Ja! Ya sabía yo que algo de alma quedaba en ti—respondió con una risa entre palabras.— ¿Y yo a qué criatura me parezco? Mírame bien…

Por primera vez vio en la profundidad de su mirada unos hermosos ojos celestes como el cielo. Estos lo miraban de una manera tan peculiar e intimidante, que no pudo menos que asustarse e impacientarse como un niño frente a un adulto desconocido que promete cuidarlo por el resto de su vida.

—Rea.

—Hija del cielo y la tierra.

—Madre y salvadora del rayo.

—Esposa del tiempo.

—Reina de dioses.

Este último epíteto hizo sonreír a madame Duclos inconscientemente y miró con ternura a Abel; como si en el fondo supiera que es un desamparado y perdido niño en el bosque del pecado.

—No eres un simple profesor de escuela… Está bien: por hoy te dejaré descansar. Pero mañana volveré.  Que tu cólera no sea sempiterna, Aquiles Podas Ôkus, hijo de Peleo, rey de los mirmidones.

—Le agradezco, madame Duclos.

Vuelta a su habitación, apenas recordaba lo sucedido y tuvieron que pasar horas para por fin entender lo peculiar de esa dama francesa que tanto sabía de literatura.

No paraba de pensar en lo seguro que era que Lilith estuviera con Moloch. De cómo este la hacía gozar de mil formas; y se ahogó en un mar de meditaciones. De a momentos le resultaba absurdo estar enamorado: ¡Su propósito era el avance filosófico de la humanidad! Nada más doloroso para Lilith que mostrar indiferencia ante su infidelidad y seguir con su camino profesional como si nada tuviera que ver con él. Es más, cuando le preguntaran por ella, dirá que no la conoce o no la recuerda. Mostrará que su pasión siempre fue mayor por las letras y la música. Y es que recordaba con dulzura aquellas noches de insomnio en los que de frente a la ciudad escuchaba la undécima sinfonía de Shostakóvich mientras fingía dirigir una orquesta monumental a la vez que imaginaba un campo de batalla inmenso conformado con gigantes de piedra, corceles y campantes caballeros con espadas y alabardas corriendo hacia su destino. Deseaba tener el temperamento de Beethoven, de no perder el tiempo con estupideces de cupido y lanzarse de lleno a permutaciones de letras. ¡Como Juda Loew de Praga quería saber lo que Dios sabe! Teósofo más que filósofo.  Lilith era una ramera sin más. No era nada para él. «Perra aposemática» la bautizó.

—Todo resulta evidente ahora: ese cuerpo esbelto, ese rostro perfecto y esa carismática actitud no fueron más que las pieles cromáticas y variopintas de las ranas venenosas. Su belleza es solo señal de su letalidad. No hay peor veneno para la mente y la filosofía que el influjo de la belleza, de la estética ideal. Aristóteles lo supo y yo lo ignoré obnubilado por el miasma de la crisálida de un amor que correspondía a alguien más. Perdí mi tiempo con ese súcubo que con sus engaños e ilusiones me consumió, adquirió lo que sé y cuando se creyó satisfecha se fija en otros hombres para seguir arrebatándoles sus facultades. Nunca más. Nunca más ansiaré la beldad.

A cada palabra que pronunciaba su mente evocaba una imagen con Dalila como protagonista. Y a cada imagen sus fuerzas se desvanecían hasta no poder pronunciar más ninguna palabra. Solo podía dejar pasar aquellas imágenes por su mente de forma automática mientras él, como público de la platea, observaba la función con lágrimas desesperadas en las mejillas. Su sonrisa cuando le mostró los boletos de avión a Grecia,  su primer beso bajo la lluvia. «Sí que estaba nervioso ese día», pensó sonriendo por un instante mientras veía las imágenes de aquel momento.

—Pensé que nunca me lo darías…—había dicho Dalila con una sonrisa más tierna que el primer despertar de un bebé. El despertar de la pasión.

Y no pensaba dárselo, sus nervios le ganaban. Nunca había dado un beso antes y mucho menos había hablado con una mujer tan hermosa como Dalila. El motivo por llevar a cabo ese «atrevidísimo» movimiento del beso fue porque sabía que ella era especial, y porque como ella no había dos. Era en ese momento, o perdía la oportunidad de estar con la persona «más única y especial de todo el globo terráqueo» para siempre. «Es ahora o nunca», pensó justo antes de atinarle el beso que cambiaría el rumbo de su vida para siempre. Y no se arrepintió. «Justo como en las novelas», pensó. Todas esas noches solitarias, las lecturas y la música fueron el efecto mariposa que lo llevaron a ese lugar, a ese punto, a ese beso. En ese momento, cuando vio que ella no se alejaba del beso, sino que se acercaba más, cerraba los ojos y le acariciaba la mejilla; en ese momento se sintió capaz de volver a sufrir todas esas soledades, todas aquellas desgracias y humillaciones que sufrió en su escuela, podía volver a sentir eso mil veces, solo si ese era el camino para besarla. Besarla otra vez. Pensó en ese instante que duró el beso que podía recorrer el infierno como presidiario de todos sus círculos, bolsas y concéntricas si el paraíso era ella.

Sonriendo a aquellos momentos, sintió que fue bello mientras duró. Incluso quiso agradecerle a Dalila por haberle dado una oportunidad, por haberle dejado disfrutar aquellos magníficos momentos junto a ella. Pasaría otra vez por todo eso así sea para acabar de la misma manera. Daría lo que fuera para volver a esos momento, aun así acabaran de la misma manera, porque su amor era puro. Es el amor que se forma de la inocencia, de la inexperiencia. Aquel amor que confía y creer; que no está mancillado por neuras pasadas, por toxicidades. Es un amor cultivado con cariño para ser cosechado por vez primera para entregárselo a aquella indicada. No fue moldeado para ser bello, sino está en su estado puro. Amor sin fronteras ni mellas.

Por aquel escenario de imágenes apareció él dirigiendo la undécima sinfonía de Shostakóvich a la orquesta imaginaria frente al balcón que daba a la ciudad y a su espalda, mientras Abel creía que dormía, estaba Dalila observándolo, sonriente hasta las lágrimas; deseosa de que Abel fuese el más grande director y el más grande filósofo e intelectual de este siglo y los venideros. Se volteó Abel avergonzado de ser descubierto en lo que él describía como un juego de niños. Vergüenza se fumigo con Amor, con Beso y con Abrazo. No sintió que perdía el cuerpo de su amada, no envidiaba la posesión de su cuerpo y de su sexo; lamentó perder aquellos grandes ojos fijos que eran capaz de transmitir alegría, cariño, compañía y ternura.

Todo perdido.

No ha de extrañarse el lector que Abel sea el punto principal de esta historia. Pues es la antítesis de mi tesis del mismo modo que el don Juan de Lord Byron es la antítesis de don Juan Tenorio. En el fondo no se siente impotente por haber perdido la pasión sexual de Dalila. En el fondo todo eso le da igual hasta el punto de ni siquiera pensarlo. No pensó en todo ese tiempo enclaustrado en su habitación que Dalila había tenido sexo con Moloch, sino en que había perdido su sonrisa.

La excitación es el reflejo de la conquista de las pasiones como dije en un principio; no se sentía en posición de cornudo zaherido: la conquista de sus pasiones por parte de Dalila y usadas a su antojo no le afectaban. ¿Le afectaba que sus pasiones fueron conquistadas por La Pérfida o el hecho de que las pasiones no fueron suficientes para retener a Dalila a su lado? ¿Fue el hecho de que las pasiones de Lilith por Moloch eran más intensas o acaso dudaba que ella alguna vez lo amó?

¿Qué es lo que siente Abel? Francamente no lo sé. Pero conozco a alguien que sí lo sabe.

Vaya sonrisa tenía aquella peculiar dama cuando se alejaba de la puerta de Abel. Se dirigía al figón donde aquella vez estuvo Dalila cuando a lo lejos el director Arnoux la reconoció. Estaba junto a Matías en la salida de clases esperando a que su madre fuera a recogerlo, pues tenía que discutir con ella algunos detalles del testimonio de su hijo.

—Mira Matías, ahí está tu tía, madame Duclos.

Apresuró entonces a Matías para que se acercara a madame Duclos y observó a distancia el encuentro de Matías con su tía.

—Disculpe, señorita—dijo de forma tímida y confusa—, ¿podría decirme si mi mamá tarda en llegar?

—Toma—dijo mientras le lanzaba unas monedas—; úsalo para un taxi.

—¿No podría llevarme usted… ya sabe… adonde mi madre?

—No os conozco ni a ti ni a tu madre. ¡Ah! Toma—le dio un billete del que ni siquiera se fijó su valía—, dile que soy tu tía al rector Arnoux, pero nada a tu madre. Au revoirgamin .

Y entró al figón.

—¿Y?

—¿ Y qué?

—¿Qué te dijo tu tía?

—Hm… que está apurada… «En casa hablamos», dijo. Y le mandó saludes.

—¡Qué mujer tan buena y elegante! ¿No es cierto, Matías?

—Desde luego— dijo mientras frotaba dentro del bolsillo del pantalón el billete de cien euros.