Sobre la infidelidad (2)

El diablo está en los átomos.

Nota del autor: (Si no desea leerla, está señalado el fin del comunicado e inicio del relato con asteriscos)

»Las críticas sobre la retahíla de citas me parece una crítica muy justa y válida, al igual que una que otra falta de pluralidad. Las respeto e incluso las apoyo. Sin embargo, por ser esta una obra a la que le he dedicado muchas horas, no espero oposición del lector a que le intente hacer justicia y defender frente a otras críticas que considero desviadas:

»Lenguaje rimbombante o barroco no es decir «pregonar» en vez de «anunciar», o «pernoctar» en vez de «pasar la noche en tal lado»; ni pedante: el uso de palabras que alguien ignore no tiene nada que ver con lenguaje pedante o barroco, porque al fin y al cabo, ese vocabulario se hizo por un propósito y siempre resulta bello conocer ocasiones o cosas que tienen su respectiva palabra(Aunque eso sí, sin excesos innecesarios como el Fausto de Goethe). Lenguaje barroco es cuando sor Juana Inés de la Cruz compuso: «Y Amor, que mis intentos ayudaba, venció lo que imposible parecía, pues entre el llanto que el dolor vertía, el corazón deshecho destilaba», o Rubén Darío, cuando dijo: «Mas debes abrevarte tan sólo en una fuente, otra agua que la suya tendrá que serte ingrata, busca su oculto origen en la gruta viviente donde la interna música de su cristal desata, junto al árbol que llora y la roca que siente»; y ni hablar de Bécquer: «Es tu frente que corona,/crespo el oro en ancha trenza,/ nevada cumbre en que día/ su postrera luz refleja». Que aun así no sería lenguaje rimbombante, sino retórica barroca. Y, sin embargo, son tan bellos como solo ellos mismos. Nada que ver con un vocabulario más amplio, pues un lenguaje no sólo es un léxico. Aceptaría lo de pedante (o ampuloso) si un personaje de mi relato que no ha pasado del bachiller y esté todo el día jugando videojuegos diga de repente: Hago peripecia, vuecencia, de gaudeamus tuáutem que tras paroxismo pletórico trastoque suplicio en nepente. Nepente ataviado de los cantos de Filomena, de la algarabía que efluía (sin articulación) de los míos. Que el lector tenga la última palabra…

»Cuando dije que mi obra era un monumento, no era mi intención decir que era una maestría literaria, sino que era una alabanza u homenaje (o al menos un intento) de esas grandes obras perdidas en el olvido con las que me crie. Que se diga que madame Bovary y Tolstói se ruborizarían con la expresión «o séase», es no haber leído nada de ellos; porque primero: madame Bovary es un personaje superficial e insulso de Flaubert; y segundo: si se leyese a Flaubert o a sus contemporáneos franceses, se daría cuenta de inmediato que mi «Lenguaje rimbombante» es el balbucear de un bebé comparado con ellos. Le mot juste .

»Respecto a las citas: aquellas referencias que necesitan su conocimiento previo para seguir el discurso del relato, las explico antes de continuar. Por ejemplo: «Pasaron los días y, así como el Ulises de Joyce, nuestro protagonista pasó el tiempo sabiendo que en el final de su espera su Penélope (o Molly Bloom, o Dalila) le sería infiel», lo que se debe saber del Ulises de Joyce ya lo dije en la misma oración: pasará el resto de su tiempo con el conocimiento de que su esposa le será infiel al final del día. En cuanto a las otras, no necesitan saber siquiera quién es el autor para seguir el relato (cada vez de digo: como diría tal autor). Un caso así sería el de Dumas, cuando en el desenlace del Conde de Montecristo, dice: «Bertuccio, sin responder, mostró a Villefort con el dedo, casi con el mismo ademán con que Macbeth mostró a Banquo». En ese caso se necesitaría un conocimiento más profundo; y créame el lector que de ese tipo de citas está inundada la literatura clásica. (¡Ni hablar de Víctor Hugo o Balzac!, más historiadores que poetas y más poetas que muchos).

»Respecto a la falta de contenido: Eso depende del contenido que se quiere leer, si se lee buscando pornografía con qué masturbarse o un montón de situaciones y eventos físicos sin reparo (los cuales no censuro, apoyo todo tipo de literatura), me declaro culpable; pero el contenido que les ofrece este relato es más reflexivo (y con esto no me refiero a reflexiones filosóficas u objetivas, sino mis reflexiones que, obviamente, son subjetivas).

»Respecto al landismo, misoginia y homofobia, que juzgue el lector si es verdad. No diré nada, pues lo considero sin el mínimo fundamento, solo para azuzar.

Tienen razón varias personas: esto es parte ensayo, parte relato; o se podría decir también que la historia solo es un recurso para entender mejor la tesis de mi ensayo, al igual que Johnny Got His Gun de Dalton Trumbo (esta cita sí investíguese a detalle: tómese como una recomendación para leer más que una «cita»; o para ver, pues también es una película).


Fin del primer y último comunicado (Si surge algo interesante, lo responderé en la sección de comentarios). Quien quiera algo más digestible le aviso que este capítulo sigue el estilo del anterior (si algo, con menos citas). Si aun así desea quedarse, que se agarre con las dos manos.

Abro telón:

Cuando se es parte de una especialidad en las ciencias naturales como biología, medicina o química resulta inevitable reflexionar de fenómenos naturales y sociales desde el punto de vista científico. Aunque se confronta con el reto más alto que nos ha puesto la naturaleza delante: todas las explicaciones a fenómenos tanto naturales como sociales, resultan de interacciones invisibles, a saber, de átomo a átomo; e incluso en niveles más profundos. La vida resulta de una reacción en cadena de estas esferas de Parménides . Por un átomo que desencadenó en la erupción del volcán Monte Tambora, que produjo unas lluvias tremendas al otro lado del mundo (para ser exactos, en Waterloo) la víspera del 18 de junio de 1815, hizo del terreno un lugar poco ventajoso para las ruedas de los cañones, que justamente eran la especialidad y principal artillería del gran Napoleón Bonaparte; Bonaparte perdió la batalla. Por esto es tan impreciso definir qué es lo que causa la locura de un hombre, o la insatisfacción de una mujer. Todo el comportamiento se reduce a sinopsis neuronales. Dalila era especialista en el biología molecular, y durante los trayectos a su trabajo hundía su mente en el océano de sus pensamientos, tratando dar con una respuesta aproximada a los cambios que había notado en su psique. Alguno pensará que la respuesta está en la psicología o en la psiquiatría. No. La psiquiatría más que una ciencia consagrada como lo es la física, es un campo minado por la ética y la incertidumbre. La psicología no es más que una disciplina especulativa, es decir, basada en hipótesis que bien pueden estar totalmente erróneas y no nos daríamos cuenta: por eso en las estadísticas de los estudios psicológicos siempre hay un grado de error (o desviación estándar) considerablemente alto comparado con otras ciencias. Esto no es error de la misma psicología, sino del desconocimiento del universo molecular que esconde el cerebro.

Sin embargo, se tienen algunas certezas en el ámbito evolutivo: en la prehistoria las mujeres que se dejaban dominar por el hombre, podía estar a su cuidado y por tanto sobrevivir; las generaciones que la sucedieron heredaron esa mutación genética que hace de las mujeres un sujeto entregado y obediente, dejando de ser un comportamiento estratégico y convirtiéndose en un instinto sexual, una atracción inconsciente. No siempre fue así, evidentemente: con la prueba de excavaciones arqueológicas se ha logrado concluir que la primera deidad creada por el hombre fue una mujer. Y no es de sorprenderse. La mujer sangraba sin razón cada mes, daba luz a hijos cada año (en esa época no se había relacionado el sexo con el parto, por lo que se creía que el nacimiento era un proceso espontáneo), su figura era distintivamente llamativa, con curvas y de facciones delicadas. Todo esto ayudó a creer que los celestiales que habían creado lo que se ve, eran femeninos. Ahora bien, en el momento de aparearse y formar una familia la hembra buscaba por instinto la estabilidad, y ¿quién daba esa estabilidad en alimentos y cuidados? El más fuerte. Con el tiempo esta concepción ha evolucionado porque la estabilidad económica ya no depende de la familia, sino del más inteligente, ya sea hombre o mujer; permitiendo la independencia del individuo Sin embargo, algunos genes que provocan atracción hacia el más fuerte y dominante se han escabullido por algún lado y han sido heredados por las generaciones actuales. Dalila, por ejemplo.

Dalila nunca fue tonta, y siempre supo que su mente, a pesar de ser tan elegante e inteligente, había heredado esos genes. El momento exacto que lo supo fue en su época universitaria. Evidentemente nunca le había contado a Abel por el qué dirá . «Pero es que cada vez que llegaba a mi apartamento y veía a mi compañero de habitación — Confesó una vez a su hermana—, babeaba por las dos bocas, ¡Dios, qué bueno que estaba! Su pecho de acero, sus imponentes brazos, ¡Sus piernas de atleta y cazador!; simplemente no podía luchar conmigo misma. ¡No era él el que me provocaba!, era yo, nadie más que yo. Yo no podía mantenerme digna: cada que estábamos solos en la noche no podía evitar arrodillarme ante él, otorgarle mi voluntad, mi dignidad. Mis estudios olvidaron esos momentos, y los años lo perdieron en un rincón inconsciente; y fui retomando mi talante, volví a ser la Dalila y dejé de ser «Lilith», como él me llamaba». Ella le llamaba Moloch. A la constante pregunta de sus íntimas amigas (que conocían al compañero de habitación) sobre las acciones que tomaría si se volvía a encontrar, Dalila preocupaba a sus amigas, pues con el paso del tiempo iba cambiando la respuesta. «¡Absolutamente nada, lo saludo y que coja por donde vino!», dijo la primera vez. Luego respondía: «Pues… pues, puede que tomemos algo y charlemos un rato… Sí, sí… No voy a rechazar a un viejo amigo una copa ¿No…? ¡Qué descortés sería de mi parte volverle la espalda!, nunca me hizo mal… ¿Por qué no? ¡Pero dejad de mirarme así!». La zozobra tocó su punto máximo cuando después de una furtiva sonrisa malévola tras mencionarle a ese amigo, respondió: «Quién sabe… Cualquier cosa podría pasar con él; una nunca sabe cuando se trata de él ».

Las amigas de Dalila eran variopintas en cuanto a sus disciplinas. Aunque destacaba una en particular: Juliette D’Lonsarge. Presuntivamente francesa (porque nadie sabía su verdadero origen) con una elegancia barroca finísima y unos modales ingleses sublimes. Sus ojos, más que reflejos de su alma, eran reflejos del cielo mismo: celestes brillantes aunque sutiles; y un cuerpo delgado que, sin ser tan sinuoso, resultaba tan hipnotizante como los trazos casi imperceptibles que resultan definiendo la voluptuosidad y belleza de una obra. Su mirada era el concepto del cielo taoísta, que limita las palabras y solo es descrito con lo que no es, y entendido solo con la presencia. Era para Aristóteles, la catarsis; para Platón, la theoria de la Belleza ideal; para Zeus, la ambrosía; para Buda, el Nirvana; para Zoroastro, el Garo Demana. La añagaza de Afrodita, eso era Juliette D’Lonsarge. Especializada en psiquiatría, médica summa cum lauden , mostraba una declinación al arte y los buenos versos, aunque con su rápido entendimiento también podía tener charlas interesantes de las ciencias exactas como la biología, la química y la física; por eso resultaba tan simpática a Dalila. Cuando se reunía con ella, que de vez en cuando no compartía quedadas con sus demás amigas, tenían charlas embelesadoras sobre la naturaleza humana, el propósito y la satisfacción de la vida. De ideales definidos y un procesamiento veloz, siempre conseguía todo lo que quería; aunque su corazón, sus pasiones y sus verdaderas intenciones eran un misterio tan incierto que llevó a teorizar a Dalila que no tenía necesidades ni aficiones, y, por lo tanto, la elevaba al grado de divinidad, según Aristóteles. El arte y los versos no parecía disfrutarlos como una apasionada, sino se mantenía estoica (o eso aparentaba). Pero se equivocaba. Al igual que los grandes genios se interesan por los grandes misterios, Juliette fijaba su mirada y sus acciones a entender lo que el inconsciente (suponiéndolo una entidad individual) escondía con tanto recelo: el alma, la mente, la Psiqué y el Thymós , el Kuei ( yin-yang ), la Favashi y la Daena , el Ka y Ba y un largo etcétera. «Tantos nombres y ninguna respuesta», decía cuando meditaba en sus soledades. Sus verdaderas pasiones las ocultaba a los ojos de Dalila, y por una muy buena razón…

En aquella fatídica última respuesta a la pregunta (¿Qué harás si te encuentras a ese amigo?), mientras jalaban de las orejas a Dalila, Juliette pareció sonreír. Dalila lo notó, y le sonrió de vuelta. La mirada que cruzaron en esa fracción de segundo fue tan insondable, misteriosa e indescifrable. Como si se entendieran, o como si un plan ya estuviera hecho: las cartas ya se habían jugado. ¿Por qué ese cambio de respuesta?¿Fue Juliette responsable o tuvo que ver? Evidentemente esa sonrisa en contraste con el pánico de las demás amigas, significaba algo.

—¿Por qué te ríes, loquera?— preguntó casi gritando una de ellas.

—Me resulta divertida tu impulsividad, neurótica— respondió aún con una sonrisa.

—Seré neurótica, pero no una celestina como tú. ¡Eh! ¿Es que acaso se creen que no sabemos que se tienen ustedes algo entre manos? De seguro la coaccionaste para que se acueste con ese demonio. No seremos doctoras, ¡pero tampoco simios! Confiesa ahora mismo, hechicera.

—Confieso.

—¿Qué cosa?

—Confieso haber roto mi juramento hipocrático al no hacer todo lo posible por aliviar tu paranoia.

—¡Ja! Paranoia… Mi santa madre fue una vez al consultorio de uno de esos psiquiatras por una histeria y ese matasanos le movió un péndulo por hora y media y después de eso cambió completamente y… y…

—¡Polly!—dijo fastidiada Dalila— Deja ya esa vesania.

—Vesania… Vesania… ¡Pf!, ¡Esa palabra ni siquiera la conozco y lo sabes! Te burlas de mí y pronto harás lo mismo con Abel. Mi santa madrecita después de eso no paraba de besar a mi padre, el pobre… ¡le dejó seco!, con sus 80 años que tenía no era capaz de mantener el ritmo. ¡Juro que ese hombre murió por culpa de ese psiquiatra! Ni tres semanas después de su funeral trajo a la casa a uno de esos Yigolgo… Gigol… ¡Bueno, como se llamen! Parecía una vampira. Dios la tenga entre sus brazos. ¡Dios mío! Seguro te hizo lo mismo a ti Dalila, tan pulcra y recta que eras y mírate: Buscando en qué verga sentarte.

—¿Qué histeria tenía tu madre?—preguntó Juliette con curiosidad.

—¡Y cómo lo voy a saber! Se sonrojaba cada vez que le preguntaba; lo único que atinaba a decir era que tenía problemas para relajarse en las noches. Pobre madrecita mía, seguramente sentía ansiedad o tenía pesadillas y se avergonzaba. Siempre fue una mujer que no mostraba defectos, siempre firme y justa como un militar. ¡Qué vergüenzas debió tener en esos arrebatos de lujuria! No podía controlarse. La vi con mis propios ojos en una cena que tuvimos en el Ricota : estaba recogiendo un cubierto que cayó al suelo y vi sus pies sobando la entrepierna de mi padrecito. ¡Maldita visión horrenda! Serás así. Esa es mi sentencia, mi ultimátum, mi veredicto: Dalila sobará la entrepierna de otros bajo la mesa que comparte cena con el pobre de Abel. ¡Horrible! ¡Horrible!

—¿Ya acabaste?—gritó fuera de sí Dalila—Debería dejar de hablarte ahora mismo. ¡Me estás llamando puta en mi cara!

—¡Llamo puta a ella!—Contestó señalando a Juliette.

—¿Ah, sí?, pues no fui yo la que se acostó con el técnico de laboratorio a la primera cita…

—Eso fue un desliz—dijo calmada y con altivez de soberana—. Casi sin intención.

—¡Desliz!¡Sin intención!… ¡Pero quién te escuchara! ¡Si te presté el apartamento para tu devaneo! ¡Hay que escucharte pidiendo que te lo meta hasta en las orejas! — entró en la conversación Penélope.

—Y no me extrañaría… La otra vez en la discoteca la vi ebria perdida con dos hombres en la pista de baile— dijo Dalila.

—¡Difámenme! Yo soy inmune a sus sucias mentiras.

—Hablando de mentiras… ¿No fuiste tú la que le dijo a tu exnovio, antes de ir a la discoteca con esos dos muchachos, que ibas a cenar con tus padres?

Ante este último ataque calló abatida y ruborizada. Intentó responder con una defensa más que con un ataque, pero dejó la primera palabra a medias y calló un rato. Rato que aprovechó Juliette para intervenir en defensa de Dalila:

—No considero que lo que dijo Dalila haya sido indecoroso. Al fin y al cabo, somos humanos, no puedes cambiar ese instinto, considerado por la ciencia como el más importante, que es aparearse. Incluso Dalila es más justa que tú, Polly. Ella no niega la posibilidad de sucumbir a una fuerza superior llegado el caso; tú en cambio, planeaste con antelación mentirle a tu novio para ir a ser infiel. No fue un impulso aleatorio e inevitable como lo sería el de Dalila llegado el caso; nunca dijo que quería ser infiel. Tú, sí.

Después de una menos que corta mirada desafiante a los ojos de Juliette, tratando de escudriñar el verdadero rumbo al que quería llevar la conversación, como anticipando un jaque mate, por fin dijo:

—¡Lo admito!¡Sucia lamia soy! La que engaña a los hombres. Pero no por eso debe Dalila dañar su bellísima relación. Abel es todo un intelectual, con sus fallos y virtudes, pero un hombre hecho y derecho, con amor hacia Dalila como a ninguna otra. Uno en un millón y creo que por él sí valdría la pena soportar la tentación… ¡No como con ese fulero de mi exnovio! Se lo merecía y lo volvería a hacer. Iba y venía con sus amigos a su casa y ni me dejaba espacio cuando iba a quedarme. Fumaban y jugaban a ese fourneit… furtent… ¡Como sea! No tenía decencia ni disimulo cuando miraba culos en la calle, ¡Conmigo al lado!

—¿Por qué no le terminaste antes de serle infiel?—dijo Juliette con una mirada que delataba una estrategia que desencadenaría en jaque mate— Si existieran personas que objetivamente merecieran que su pareja les fuera infiel, ¿cómo medir quién lo merece y quién no? Si tu exnovio hubiera invitado tres veces a la semana a sus amigos a fumar y jugar videojuegos, en vez de todos los días, ¿no merecería infidelidad? Si eso funcionara así el sistema de las relaciones colapsaría. La infidelidad no consiste en si la otra persona se lo merece, sino en la naturaleza del yo. Al igual que los gustos y la apariencia física (que es lo que se observa en una persona iniciada una relación), debe verse la atracción poligámica o monogámica junto al grado de menester sexual. Tú no lo hiciste porque él se lo merecía. Si te hubiese incomodado su forma de ser te hubieras ido con otro, pero lo único que te incomodaba era que no te diera eso que tanto deseas… por eso solo saliste en busca de sexo y no en busca de un caballero. Tienes un grado de menester sexual muy alto, y tu exnovio al no conocer eso (porque no se dejó claro desde un inicio), no pensó que tú te agobiarías con su vida sedentaria. No se lo merecía. Tú lo necesitabas.

Tras este discurso hubo un largo silencio con caras llenas de sorpresa y la de Dalila de satisfacción. Aprovechó Juliette para tomar el último trago de su copa y mirar su reloj. Se le hacía tarde. Con una salida triunfal, se despidió de las anonadadas amigas de Dalila, y dejó el dinero de su trago en la mesa. Después de su salida, las amigas se quedaron mirando un rato largo, hasta que la carcajada de Dalila rompió el hielo.

—Deben ver sus caras. ¡Qué espectáculo!—dijo a carcajadas, y complementó—: Y tú, Polly, eres tremenda puta.

—¡Cierra el hocico! Ya la escuchaste, no soy puta. Hice lo mismo que harías tú cuando, muerta de sed, ves en tu frigorífico una jarra de limonada helada: ir sin titubeos a calmar mi menester sexual .

—Entonces ya apruebas mi respuesta.

—Pues… podría pensarlo… Al fin y al cabo, hay algo de razón en todo este dilema. ¿Pero en serio estarías dispuesta a serle infiel a Abel con alias «Moloch»?

—Lo más cercano a una respuesta que tengo ahora mismo es que llegado el caso que sea alguien muy especial (como alias «Moloch»), no puedo asegurar que no pasará nada. Tampoco afirmaré que me acueste con él a la primera cita como lo harían otras…

—¡Ay, por Dios!, solo fue una vez… Además fue porque estaba desconsolada… vulnerable, pues…

—Bueno, bueno, decídete: ¿o fue «casi sin intención», o fue tu despecho?— dijo Penélope con una carcajada—¡Acepta de una vez que tenías inundada la canoa!¡Te goteaba como la tubería de un acuario!¡Parecía una papaya! ¡Confiésalo, coneja!

—¡Jamás!¡Jamás de los jamases! Ese desgarbado, hórrido cuervo vetusto evadido de la rivera nocturna entró por mi ventana de pura suerte y salió por donde volvió para no volver nunca más.

—Pues esa ventana parecía el portón de la Parroquia: todo santo o pecador es bienvenido.

—¿Y tú serás una santa? Si hasta hace una semana tenías en tu descripción de Tínder: «La diferencia de un mosquito y yo es que…!»

—¡Cállate!¡Cállate! Si tú prácticamente mostrabas todo el culo desnudo en tu foto de perfil. Solo te faltaba tatuarte una flecha que señalara tu ano como salchichera de uso público. Lo de la descripción de mi Tínder era un experimento social.

—¡Experimento social los cojones del papa aderezados con Chipotle! ¿También era un experimento social mamársela a Diógenes, el conserje de la facultad?

—Eso fue un desliz—respondió magistralmente Penélope con sonrisa burlona—. Casi sin intención.

Como ya pudo ver el lector, las dos restantes del grupo de amigas de Dalila, eran el contraste de Juliette: groseras, pero con una originalidad y tacto para los improperios que pasaban de ofensivos a divertidos para los dos interlocutores: la viperina y la ofendida. Tanto divertía a Dalila cuando empezaban a discutir arrojando todo su armamento, que sentía no ser nada si no las hubiera conocido. Cada que volvían a las andanzas, recordaba las mejores frases de batallas pasadas e incrementaba su risa hasta el dolor abdominal y las lágrimas.

Acabada esa reunión volvió a sus meditaciones mientras caminaba por la acera en dirección a su hogar. En una de esas citas concurridas con Juliette, detalló sus fantasías. Sus ganas de probar esa ambrosía una vez más; sentirse dominada por un bruto dominante y musculoso macho cabrío que hiciera de ella lo que se le antojara. El contraste era evidente: Abel, alfeñique por excelencia, a pesar de tener buen físico, no podía replicar con su figura el pie firme de un Goliat; y aunque Goliat se venciera con una piedra en la batalla física, en el caso de Dalila no importaba la inteligencia, sino la apariencia: Goliat gana de aquí a marte y de vuelta. Juliette se limitaba a preguntar y hacer que Dalila se diera cuenta que la respuesta que buscaba siempre estuvo en su interior, en su alma. «Solo es mayéutica, nada más», respondía cada que Dalila se sorprendía y tomaba consciencia de los cambios que estaba teniendo, y que se vieron reflejados en las tres respuestas que dio a sus compañeras.

Al igual que la religión, la moral establecida se desmorona cuando se estudia sus orígenes. Se sostienen en el aire, relatos tomados de Ashur y Uruk, Mesopotamia: Noé y su arca son una réplica de Utnapishtin, que tras la furia del dios del viento Enlil, fue encomendado a hacer una arca para salvarse porque mandaría un diluvio que acabaría con la vida en la tierra; Moisés es Sargón, rey de Acad, que tras ser encontrado por un recolector de agua en un río, dentro de una canasta de mimbre, creció y se convirtió en rey (Moisés en el profeta más importante de la tradición judía y liberador de los esclavos semitas de Egipto); y como estos, decenas. De esta misma manera la tradición del amor y la fidelidad resulta sostenía en el aire. «La naturaleza del humano debe estar establecida por la naturaleza del humano», como ya se mencionó. Aunque lo que no sabe el lector es que esa frase no fue de ella, sino que la repitió en su cabeza reiteradas veces después de escuchárselo a Juliette.

Decidió tomar el metro subterráneo para dar tiempo a su cabeza a procesar todo lo que había pasado en sus sesiones con Juliette y por qué ella estaba tan entregada a ayudarla. Siendo una mujer tan madura y del calibre de Juliette, ¿por qué preocuparse por una simplona como Dalila? ¿Qué beneficio tendría? A simple vista, ninguno. Juliette no era de su opinión: su cometido era el mismo paraíso. «Tal vez solo es así… altruista». Entrada en el metro y viendo a la nada, se cruzó por su visión un sujeto peculiar: sudoroso, con evidente ansiedad y sonriendo sardónicamente espontáneamente. Era Abel. Estaba viendo la ventana ansioso de llegar a su parada, no había notado la presencia de Dalila. Tampoco ella sentía ganas de llamarlo: sentía una inseguridad al verlo tan trastornado. Hasta llegó a sentir miedo. ¿Dónde estuvo para estar así de ansioso? «Puede que se me haya adelantado. La pregunta que le hice qué días era muy obvia. Sí, sí; qué tonta… ¿Cómo pude preguntar semejante sandez? Seguramente era lo que esperaba oír y aprovechó para acostarse con una cualquiera apenas tuvo el chance… ¿Y Lázaro? ¿No debía tener una de esas charlas de cosas de palabras? ¿Por qué salió tan temprano?». Decidió, llegada a su destino, seguirlo. ¡Cuál fue su sorpresa cuando vio que, llegado al hogar, se quedó mirando la puerta un buen rato! Buen rato no, muy buen rato. Se le pasó por la cabeza una idea que iba de la mano con las demás que tuvo a lo largo del trayecto del metro hasta su hogar: «Debe estar tomando valentía para entrar y decirme lo que hizo hoy… ¡Seguramente ni siquiera fue al trabajo! O salió antes…». No soportó más la incertidumbre y puso pies en polvorosa hacia la escuela donde daba clases Abel.

Cuando ya se veía la escuela a tiro de piedra, vio en el andén de la otra calle a Lázaro fumando y tomando café de pie. Fue hacia él decidida a sonsacarle todo: «Seguramente no dirá nada para encubrir a su amigazo. ¡Es que no me conoce! Le sacaré hasta el registro dental». No puso mucha resistencia. En realidad no puso nada de resistencia, pues no tenía nada que esconder. Según su versión de los hechos, no lo vio en casi todo el día; y era cierto. Recordemos que Lázaro y Abel solo se encontraban los finales de las jornadas o tal vez un poco antes en el pasillo; pero justamente Matías había llevado a Abel a un aula apartada para contar su relato. Lo que impidió a Lázaro verlo en las últimas horas de la jornada, ni después de la jornada, pues Abel se había ido apenas acabado los trámites de Matías. «No lo vi en todo el día. A lo mejor estoy ciego. No lo sé». La verdad estaba a diez pasos: dentro de la escuela habían sido testigos del reporte que hizo Abel los que no estuvieron dentro de la sala de profesores. Matías hizo la pasarela de la vergüenza desde el aula hasta la rectoría, pero sin pasar por la sala de profesores. Todos lo vieron, menos Lázaro, que esperaba tener las charlas con Abel.

«¡Infeliz, desgraciado, imbécil!», repitió en su mente durante todo el trayecto de vuelta, sin entrar a la escuela. No es de extrañarse que cuando, en su mente, los roles se invirtieron, pasando a ser la engañada, olvidó todo lo que dijo Juliette, o incluso lo que dijo ella misma. «¡Es un maldito infiel, pérfido, impío hijo de su perra madre! ¡Ya verá!¡Ya verá! ¿Acaso cree que puede serme infiel sin que haya represalias? No, no, no. Me humilló. ¡Ya verá!¡Ya veráá!». Sulfurada como estaba, pensó que debía calmarse un poco. Buscó un rato con la mirada las viviendas de su alrededor y vio que cerca a la escuela, estaba un bar casi vacío. Casi vacío. Con el rostro cubierto en la mesa y un aura de odio que lo rodeaba, estaba el profesor Montoya con una copa de whiskey con un goteo en todos los bordes, señal de que no era la primera. Ya lo habían citado a rectoría y avisado que se empezaría el debido proceso en su contra la próxima semana. Dalila sintió miedo de esa figura cubierta, y más aún cuando vio que el tendero, mohíno, también estaba un poco alejado de la barra donde estaba Montoya. Pidió un Gin tónic e intentó pensar en un plan para vengarse. Pasó una hora junto a tres Gin tónic cuando vio que el otro cliente se levantó por fin y se dirigió a la salida con un rostro que, más de melancolía, era de vesania , como diría Dalila; vesania a la madre de Matías, pero mucho más a la de aquel profesor Abel de filosofía que había reportado el caso y hundido toda su carrera; no supo que fue Matías el que sopló todo. Su andar era torpe e inseguro. En el camino a la salida se topó con la única mesa ocupada del Bar, en la que estaba una mujer boquiabierta mirándolo como no creyendo lo que veía. La visión de Montoya estaba borrosa y no pudo siquiera definir las facciones de la mujer, pero sabía que lo estaba mirando fijamente. «Una perra con ganas de polla seguramente… ¿Por qué no?» y se acercó a ella con intensión de entablar una conversación. Cuando se acercaba más y más pudo diferenciar sus facciones: a cada paso que se acercaba se le abría la boca de sorpresa más y más.

—¿Lilith?

—¿Moloch?


¡Cuántas veces había vuelto Abel a recordar esa hermosa sonrisa con la que había llegado Dalila aquella fatídica noche!