Sobre la infidelidad (1)

El imbécil y el otro tonto.

Esta historia comienza con la pregunta: «¿Por qué fui, soy y seré fiel?». Es normal, en una relación longeva, de vez en cuando preguntarse eso; «¿Acaso el gran Magno fue fiel alguna vez?», sin duda fue uno de los más grandes de la historia sin necesidad de seguir la modernidad moral. Para responder a esta pregunta siempre es menester reflexionar sobre la atracción de la fidelidad o, en su defecto, de la infidelidad: puede, pues, existir dos caminos para la excitación: la pasión y la humillación. La pasión tiene techo. La humillación no. Los pensamientos que pasan al humillarse frente a alguien más y, por consecuencia, humillar a quien se debe lealtad son variados y, sin duda, no pasionales. La naturaleza del hombre es conquistar. La mejor forma de demostrar su conquista es demostrando la derrota del otro; ¿Cómo? Perdiendo el tesoro más artificial y más valioso de la raza humana: la dignidad; Dignidad, divino tesoro/ te vas para no volver / Yo nunca lloro,/ y a veces lloro sin querer . La humillación resulta de la similitud de los actos que tiene el individuo con los seres que no tienen dignidad, o séase, los animales. Esto se extrapola al ámbito sexual, pues la derrota del otro es demostrada llevando a cabo cosas que resultarían humillantes en entornos desconocidos, como la desnudez (¡Oh! Primera vergüenza de Eva), la penetración (¡Oh! La gran derrota de Troya) y la felación (¡Oh! La destreza de las mujeres de Lesbos: Safo de Lesbos, por supuesto). Esta última tiene una cierta atracción porque no debería estar relacionada con la sexualidad – junto al sexo anal –; y, por lo tanto, la primera señal de la conquista, pero no subversiva, sino pasional. No se confunda el lector: las pasiones no son el motor de la excitación sexual, sino, tras su conquista, la representación de sumisión. Cuando se conquista las pasiones se puede pregonar con orgullo un elegante y exquisito Jaque Mate . La humillación es la representación de la conquista pasional, y su conquista la principal excitación del hombre (o mujer). Qué bella locución árabe ¿no crees, lector?: Jaque mate : el rey está atrapado. Su corazón no tiene escapatoria. Esto se puede intensificar cuando el conquistado ha sido, durante la historia de la humanidad, el conquistador. ¿A qué me refiero con esto? Si durante toda la historia se ha visto a una raza siendo la dominante y en la sociedad actual se espera ver como un ser virtuoso, digno y tajante, se ve como un ser morboso, sumiso y con un comportamiento asimilable a un perro; eso sí es humillación: eso sí provocaría excitación. Por supuesto me refiero a la relación homosexual, donde el hombre pasivo se muestra vulnerable, con una correa en su dignidad, haciendo cosas que son asociadas, más que a mujeres, a animales vulgares y primitivos. Por alguna razón, esto resulta desagradable cuando el hombre tiene un aspecto muy masculino, pues, más que conquista, es una corrupción estética. Resulta más agradable a la vista el aspecto andrógino en el hombre pasivo.

Volviendo al tema principal, ya podremos modificar un poco la pregunta principal: ¿Por qué fui, soy y seré fiel, si es tan, pero tan excitante no serlo? Y resulta mucho más excitante si a la pareja no le excita, mas no reprocha. La conquista es total. La conquista es la obra de arte, y la humillación el Craquelé . La razón por la que digo todo esto es tal vez para justificar los actos de Dalila. No se debe enojar la gente porque el perro se meó en la sala. ¡Es tu culpa por no sacarlo durante tres días a pasear! Es su instinto, su naturaleza. Dalila, como el perro que se mea, solo seguía su instinto. Si le dejas humillarte, le resultará mucho más excitante y lo hará otra vez. Pero entonces, ¿por qué lo hizo en un primer lugar? Pues porque Abel le mostró los secretos del placer, las prosperidades del vicio , diría Sade. Creyó Abel que no sería de gravedad convencerla de hacerle lo que hoy en día los jóvenes llaman una mamada, un pete, una chupada. Claramente, Abel no era tonto, no la forzó a nada: Dalila no lo terminó haciendo disgustada. Todo lo contrario, el influjo fue lo primordial, y no la dominación directa. El pene tenía un sabor – como bromeó dos semanas después Dalila a sus amigas –: «a la crème de la crème ». Todo esto cortesía de Abel y su elixir d’amor : lubricante comestible sabor a frambuesa.

Si bien ese inicio fue un poco torpe, con el tiempo se fue añadiendo proezas de la mano y boca de Dalila. Sus dientes desaparecían como por arte de magia, su pose durante la mamada era más provocativa (lo que normalmente provoca un escalofrío placentero por sentirse una odalisca , como diría Víctor Hugo para no decir ramera), y un largo etcétera. Pero no nos adelantemos, On y va?

Abel. Joven más ingenioso que sabio, y más disciplinado que ingenioso; recién superaba la época de rebelión contra los gustos populares, y apenas hace una semana del inicio de este relato admitió bailar reggaetón de vez en cuando; aprendiz de lingüista, mas solo maestro de filosofía y donaires de escritor renacentista; duraba calendas griegas charlando con el maestro de Historia Lázaro sobre palabras de cosas y cosas sobre palabras , como le decía a Dalila cuando sabía que le iba a aburrir el verdadero tema; esperaba tener una vida tranquila de jubilado con la virtud de la prodigalidad de Luis XIV y el vicio del reconocimiento de Salomón: soñaba vestido de telas como el casimir y seda brocada para la corbata, dando conferencias sobre su libro sin nombre aún, pero que sería genial como su contenido: Influencia del sistema educativo basado en el simposio y la mayéutica en el aprendizaje acelerado. Tema que ya experimentaba en su aula con sus alumnos.

En cuando a Dalila: ya se verá su alma más a profundidad en el discurso de la historia. Evidentemente será en centro vital de nuestra respuesta para la pregunta que le dio inicio a esta historia.

La sexualidad y lo que es se ha ido comprimiendo (por decirlo de alguna manera) hasta el punto de considerar cualquier atisbo de desnudez o tacto al ámbito sexual. Puede haber influido Freud, en su intento de explicar la sexualidad o explicar todo con la sexualidad, a globalizarla: pues sentenció todo el placer a lo erógeno, y casi todo lo que ha rodeado a un infante, el desarrollo de tal placer. Cuando antes era normal que entre hombres se besaran como lo describen tales poetas griegos en sus poemas para describir fraternidad y paternidad, al igual que las mujeres para describir sororidad; ahora es sinónimo de infidelidad. Si no fuese considerado sexualidad, nadie se pondría celoso con nadie por un beso en los labios.

A pesar de ser de una familia laica, siempre fue cuidadosa con sus andanzas. Nada más que por las enfermedades y las complicaciones que podía causar un embarazo no deseado. El escalofrío placentero, pero culpable que ya se mencionó lo confundía con vergüenza. Y no es de extrañarse, pues el conocimiento fisiológico del sexo no reemplaza el conocimiento práctico del mismo. Sabía sobre la espermatogénesis y la cápsula ovular que impedía el paso de más de un espermatozoide, al igual que su implantación y posterior crecimiento; también conocía desde su entrada vaginal hasta su cérvix, y desde su cérvix a su cuerpo lúteo con los nervios desde el pudendo de Alcock hasta el labial anterior; pero no conocía los placeres y las emociones, que, al fin y al cabo, son las que cuentan. Desde joven no le enseñaron el potencial de manipulación que tenía ese microfalo no desarrollado al que todas frotan con ferviente ímpetu (como tocando la balalaika a doble tempo) cuando quieren llegar a ese clímax. Cuando conoció por fin ese escalofrío (que nombraremos para esta historia escalofrío odalístico ) como un tipo de placer, fue conquistada.

¿Por quién fue conquistada? Por Asmodeo. Elijo este nombre para describir a su lujuria porque, al igual que a Sara, esposa de Tobías, Asmodeo (o su lujuria) se encargaría de matar su relación. Solo que este Asmodeo repta lento y de manera subrepticia, y sin darse cuenta nadie, la pitón la asfixió. Hablando de pitón, cada vez se enamoraba más de él, del pitón de su Abel. Con el tiempo ansiaba verlo feliz a él, y no a Abel. Por eso elegía el rojo en vez de celeste para su lencería; elegía los gestos soeces en vez de un «te amo». Ya no solo era el lubricante de frambuesa, no. Ya ni usaban el lubricante de frambuesa cuando ponía su culo en pompa mientras lo miraba a los ojos y pasaba lentamente su suave lengua y sus carnosos labios alrededor del glande del pitón .

Psique al solo escuchar y saber cómo era Eros, buscó mejorar o conocer mejor esa personalidad única de Eros; si hubiese visto su rostro, buscaría ahondar en los rostros, dándose cuenta de que el de Adonis o Antínoo eran mucho mejores que el del pobre Eros. Contrario sucedió con Dalila. Enamorada del pene, ahondó en la materia para buscar el pene perfecto, en vez de buscar la pasión o emoción perfecta de Abel. El pene perfecto no estaba en Abel, pues él solo tenía uno; si buscaba debía ser en otras personas.

Esta búsqueda o, en el momento de empezar este relato, esta ansia de buscar el aureofalo (del latín aureus : dorado y phallus : pene) la justificaba con la premisa: «La naturaleza del humano debe estar establecida por la naturaleza del humano»: es decir, no se puede decir que el humano es monógamo por naturaleza si su naturaleza es en realidad polígama. Quien se atreva a decir lo contrario podía mamarle la vagina, y esperaba ella que así fuera.

Todo comienza a subir a la superficie cuando en medio de una cena Dalila le pregunta a Abel qué piensa del matrimonio o la vida monógama, a lo que el responde:

— ­Me parece necesaria para los que necesitan de la religión para no matarse y robarse entre sí.

Sabía bien Dalila que entre esos no estaban Abel, lo que inevitablemente hizo esbozar una sonrisa en sus labios. «Tal vez con un poco de tiempo y “persuasión” (como decía Jane Austen para no decir Baja demagogia ) podré hacerlo acceder».

Claro está afirmar que Abel, siendo todo un filósofo, desde el momento de esa pregunta se anduvo con mucho cuidado. Esa misma noche, en un arrebato de insomnio, meditó las implicaciones de lo que estaba muy próximo a suceder. Si Eva busca otra serpiente, lo justo es que Adán busque otra manzana. El acertijo es fácil: si pregunta sobre la monogamia, es porque monogamia no quiere; y el único sentido de la poligamia es la búsqueda de una conquista mayor.

Pero volviendo a la reflexión inicial: ¿Que Dalila desee a otro hombre es para la humillación y consagración del dominio de Abel, o el placer del dominio suyo? Ya se mencionó su deseo por un aureofalo, y, aunque parezca contradictorio a la tesis principal, esto solo la refuerza.  El deseo de un aureofalo va de la mano con la humillación. ¿Por qué? Porque un pene dorado no es un pene de oro, sino un pene que brille por su deformidad. Que Dalila se prosterne a un pene mucho más dismórfico como lo es un pene desmesuradamente grande, solo refuerza el sentido de humillación que quiere evocar. Encolpio, o séase, Dalila, busca a Príapo para que le quite la maldición de su insatisfacción sexual, o séase: su deseo de sumisión. No es que Abel no la plazca, es querer placerse más. Aún su Príapo no tenía nombre, mas prefería un Julio César que un Gitón.

Todo esto Abel lo concluyó de esa pequeña pregunta de cariz inocente. Esperó calmado a que la pregunta se desarrollase en un diálogo posterior para poder postular su propuesta: si Rocinante quería otro Quijote, Quijote querrá un jaco menos rocín que Rocinante.  No se diga más.

Pasaron los días y, así como el Ulises de Joyce, nuestro protagonista pasó el tiempo sabiendo que en el final de su espera su Penélope (o Molly Bloom, o Dalila) le sería infiel. Pese a intentar calmarse y mostrarse sereno, estoico, no pudo evitar dilucidar en su cabeza cómo las figuras y poses poéticas que formaban el cuerpo de su mujer se exacerbaban, se distorsionaban al tacto de Príapo, como queriendo complacer a su gran y único dios. Todo con el amparo de mostrarse impasible y dominante cuando ocurriese, demostrando su superior mandato e indiferencia. Creía que de alguna forma tomaría dominio de la situación no mostrándose ofendido o enojado; incluso podría hacer sentir mal a Dalila, que pensará que ella fue la que más amó de los dos y, por lo tanto, la ofendida. No supo, sin embargo, controlar sus sentimientos y como una estatua metálica en medio de lluvia ácida, se corroía sin mover un solo dedo. Todo lo que veía lo comparaba su situación: la hoja marchita de un árbol, la encorvada flor negra y desnutrida; los animales callejeros, etc.

Por ser historia, consta narrar lo que sucedió con uno de sus alumnos después de clases. Lo dejo trastornado hasta el punto de ir corriendo a casa a hablar con Dalila; a saber:

Ya empacando sus cosas y dirigiéndose a la oficina de profesores para tener sus charlas con Lázaro, lo detuvo —como se podría llamar como—: un estudiante ejemplar. Se notaba deprimido y con los ojos hinchados. «Una mala nota», pensó Abel con fastidio. Entró a una aula vacía y sentó a hablar con él. Después de calmarlo, contó su relato. La noción pública posterior de ese relato conllevaría varios daños a la imagen de la escuela, acabando en un juicio y siendo reportado y archivado tanto en el juzgado como en la escuela; a la fecha de escribir este relato aún se puede consultar el informe que vuestro querido anfitrión (yo) ha recuperado para detallar más esta historia:

Resulta que el joven estudiante, Matías Lazarillo, tenía una madre soltera que se veía de vez en cuando con su profesor de matemáticas, Ricardo Montoya. En una de las reuniones de padres, que solo pudo ir la madre porque Matías estaba enfermo en cama, tuvo una charla extensa en la que se dieron cuenta, el profesor y la madre de Matías, que estaban en perfecta sintonía. Aprovechando que su hijo se ausentó, le dio su número y le pidió que la llamara algún día para seguir teniendo esa apasionante charla (que en el registro no especifican de qué). Unos pocos días Matías vio que su madre, por primera vez visto en su corta vida, se escondía y bajaba la voz cuando contestó el teléfono. No prestó mucha atención a lo sucedido y siguió haciendo sus cosas. Después de ese día su madre salía más a menudo y regresaba tarde. «Unas viejas compañeras de la universidad quieren revivir la amistad», dijo hasta que el secreto no se pudo ocultar más. Contrataba niñeras más a menudo y llegaba al siguiente día con una sonrisa jovial. Fue un gran descuido lo que derramó la copa: volvió con una camiseta de cuadros bastante holgada que Matías había visto en el cuerpo del profesor Montoya. Puede que se hubiese ido de la casa de Montoya sin despertarlo y cogió una camiseta que, pensó ella, no la había llevado al trabajo. Grave error. La espina dorsal de Matías se hizo de hielo y su cabeza vacilaba. Sin ninguna explicación, su madre, sabía que la había cagado. Explicó lo sucedido a Matías y después de persuadirlo de que el profesor Montoya era un gran hombre que, por obligaciones del trabajo, mostraba un carácter fuerte, Matías accedió a mantener el secreto. Y no iba a ser el único secreto que ocultaría. Su madre antes de conocer al profesor Montoya frecuentaba bares en los que pescaba más de lo que comía, y esa práctica nunca cesó. Matías estaba ya acostumbrado a ver venir y salir diferentes hombres a la casa, pero le empezó a extrañar que después de ennoviarse con el profesor Montoya, ninguno de esos hombres era el profesor Montoya; extrañeza que su madre aclaró amenazándole para que no dijera nada. El gusto de pescar en el bar que adquirió después de separarse de su marido fue tan inmenso que no pudo dejarlo a pesar de ennoviarse. Como ya era sabida la relación entre su madre y Montoya, ella lo empezó a traer a casa. Sucedió que una mañana el profesor Montoya llamó al teléfono fijo de la casa de Matías, ya que el teléfono móvil de mamá no recibía llamadas, para avisarle que iba a visitarla ya que estaba por los al rededores: Martín fue el que contestó y no pudo ocultar (por más que quisiera) el característico ruido del rechinar de la cama. Su madre estaba con uno de sus peces gordos, que durante toda la noche y parte de la mañana torturó los resortes de la cama. Furibundo y sacando espuma por la boca, corrió y confrontó a su madre. El pez gordo resultó ser un Leviatán que derribó a Montoya de un golpe en el pecho. El caos invadió la casa y mientras Matías lloraba, su madre desesperada quería detener todo de la mejor manera, pues, a pesar de todo, amaba al profesor Montoya. Humillado y ofendido (como diría Dostoyevski) salió de la casa, o más bien: huyó de la casa de su amada. Sin embargo, al igual que Edith, esposa de Lot, cuando huían de Sodoma, de entre la implacable lluvia ígnea, volvió la mirada a la casa, desobedeciendo la orden divina, y se volvió un pilar de sal. Volvió la mirada por confusión, porque, al igual que Edith, hubo en toda esa orgía de viles concupiscentes algo placentero; de entre toda la niebla de sentimientos difusos, hubo uno que se confundía con la ansiedad y la humillación: el placer. Escucharla durante la mañana gimiendo de gozo en manos de un hombre evidentemente más fuerte y dotado que él; verla en el acto, sudando y con el rostro trastornado de magníficas emociones jamás antes sentidas le causo un colapso en sus ideales. Podría decirse que fue poseído por Asmodeo. Cuando Matías volvió a clase, era semana de parciales, y vio al profesor Montoya tranquilo y generoso. Agradeció al cielo que no se lo tomaría personal contra él, pero se equivocó. En el registro judicial se muestra como prueba de abuso de autoridad y acoso escolar una fotocopia de un parcial, en el que una de las preguntas fue (y transcribimos textualmente): «Si la madre de Matías no fue tan puta, y solamente tuviera sexo con dos (2) hombres al día, y cada uno le pagara 10 monedas de plata, ¿Cuántos meses necesitaría para recolectar 200 monedas de oro, sabiendo que cada moneda de oro equivale a 5 monedas de plata?». Cuando, evidentemente, Matías salió llorando del parcial sin siquiera acabar, Montoya lo siguió y, de entre las muchas cosas despectivas que le dijo, hubo una que llamó la atención de Abel: «No te imaginas cuantas mujeres de otros profesores de esta escuela babean de rodillas para que me las folle, pero me negaba porque pensaba que tu madre no era una ramera barata; ahora no me resistiré y dile que no me siga llamando, pues estaré muy ocupado follándome rameras como ella. ¡Ja! Si tú vieras la mujer de ese imbécil que se la pasa hablando de filosofía con el otro tonto en la sala de profesores; cuanto tiempo llevo deseando ponerle cuernos a su marido… o novio, eunuco… ¡o lo que sea!: cuando está hablando de palabras de cosas… o lo que sea que diga. Y quién sabe… tal vez ya quedé con ella… Así que dile a tu puta madre que no me llame que estaré ocupado».

«Vaya…», fue lo único que pudo articular Abel en el término del relato de Matías. La duda era evidente: ¿Quién era ese imbécil , y quién era el otro tonto ? ¿Era Abel ese imbécil y Lázaro el otro tonto o al revés? ¡A la mujer de quién se iba a follar!

Sudando, casi sin fuerzas, Abel hizo todo el trámite para reportar el caso de Matías e irse corriendo a casa antes de la hora en la que se suponía que iba a llegar, pues si era verdad que su Dalila estaba con Montoya ahora mismo, aprovecharían su tiempo de charla con Lázaro. Durante todo el camino repasaba la frase de ese imbécil y ese otro tonto buscando pistas que le dijera a quién se refería con los epítetos. Puede que hubiese hecho esa frase con base al que oía hablar más de filosofía de los dos, en ese caso era Abel; pero estaba también lo opuesto, pues Lázaro era el que preguntaba más sobre hechos filosóficos o lingüísticos, y Abel solo respondía. El tiempo, típico de momentos así, se hizo eterno como solo Dios sabe cómo. Imaginaba llegar a casa y verla acostada con Montoya, o verlos vistiéndose. No tenía ni idea de cómo reaccionaría. Su mundo daba vueltas y poco faltaba para que lo confundieran con un neurótico: hiperhidrosis, paranoia, neurastenia,  y demás términos médicos que diagnostican el estado de estrés y ansiedad extrema. «… cuando hablan de palabras de cosas… o lo que sea que diga», esa frase le carcomía la cabeza: hacía referencia a lo que ya se a mencionado: Palabras de cosas y cosas sobre palabras , frase que le repetía a Dalila constantemente. Pensaba que su alma le engañaba cuando le decía que Lázaro también usaba esa frase constantemente, fácilmente se lo pudo decir a su esposa, y que ella se lo haya dicho a Montoya. Sí, eso puede ser. «Pero puede también ser el caso que recostada sobre su pecho desnudos los encuentre; envueltos en la sábana sagrada de nuestro amor».

Ya se encontraba en la escalera que conducía a la puerta del aparamento. La miraba con la esperanza de oír algo que lo convenza de no entrar: que ella esté sola haciendo sus qué haceres, y así podría irse a tener la larga charla con Lázaro; o escuchar el Característico sonido del rechinar de la cama , La tortura de los resortes , y así podría irse para no volver. Para no tener que enfrentar lo que pensó que podía manejar con indiferencia y muestra de superioridad; lo que una vez fue: «Le diré que si Rocinante quería otro Quijote, Quijote querrá un jaco menos rocín que Rocinante», se convirtió en: «Le diré que si su amor no sostiene los pilares de la fidelidad, no sostendrá mi amor el suyo nunca más». Tanto tiempo estuvo ahí que se le pasó por la cabeza toparse con Montoya saliendo de su apartamento y lanzarlo por las escaleras al grito de: «¡Tus problemas no los amortigua el culo de mi Dalila!». Al ver que no ocurría nada, por fin se decidió entrar al apartamento. Un apartamento de reducido tamaño, con una alcoba y dos baños, una cocina que funcionaba también de comedor y una salita junto a la alcoba con una desproporcionada estantería. Ningún mensaje en su teléfono, a parte de los de Lázaro, ningún papel en la repisa, nada. Dalila no estaba en casa. Se calmó en parte por no tener que afrontar la situación de infidelidad ni ningún otra. Abrió la nevera y sacó una jarra con agua y llenó un vaso. Se sentó en un sillón y por fin pudo respirar profundo. Sintió que podía reírse de la desgracia de Lázaro. «Fue a Marta a la que se folló». Encendió su parlante Bluetooth y cerrando los ojos escuchó el Te Deumde la reina Carolina de Händel. No tardó mucho en quedarse sumido en un sueño tan profundo como el silencio que inunda después de la tempestad. Soñó lo que sueña una persona insegura: su mujer siendo infiel, la humillación y la ofensa; aunque tenía algo de peculiar y diferente el sueño: los ojos de Dalila brillaban azules, en ningún momento se apeó del dragón rojo que montaba; y, sin importar el número de amantes que la rodeaban en una orgía de fluidos y gemidos, siempre mantenía una manzana mordida en la mano izquierda, levantada hacia el cénit. Sus ojos se mantenían fijos en los de Abel hasta que uno de sus amantes hizo volver su rostro hacia él para besarla; al momento de voltearse, Abel vio el rostro de un cordero dorado con cuernos de toro unido a la parte trasera de su cabeza, como un tétrico dios Jano. Al ver tal visión hórrida, despertó de un salto y notó vestidas de dorado fuego las nubes, arrebol del crepúsculo sol.  Estuvo reflexionando sobre su sueño tras largo rato; rato perturbado, ya en la noche, por el sonido de la puerta, que anunciaba la llegada de Dalila.

Sintió una profunda alegría al verla radiante, con una sonrisa de llegada, una maleta en la mano y corriendo a sentarse en su regazo. Un cálido abrazo marcó el fin de sus preocupaciones, se sentía lleno y a la vez falto de más amor. Su aroma embriagaba sus pulmones, sus rostro embalsamaba su alma y sus brazos suaves y menudos dominaban su voluntad paseándose por su rostro con caricias. Se sintió tan feliz de sentirla suya, completamente suya, y él completamente de ella. La besó con desmesura y mientras pensaba en el cielo, pues sus inseguridades nunca se fueron. Al igual que en la penúltima estrofa del Te Deum de la reina Carolina que había escuchado, miraba al cielo y, como el Alto junto a la orquesta canta, él y junto a Dalila rezaba: «Vouchsafe, O Lord, to keep this day without sin/ O Lord, have mercy upon us ». Quien la haya escuchado sabrá el grado de lamento y el penoso sentimiento que transmite esa estrofa; casi tan mísero como el Erbarme dich, mein Gott de Bach.