Sobre el dedo gordo, ay, sí...

Una experiencia diferente que Ricardo prueba ante la ausencia de su habitual podóloga. Aceites, masajes, placer...

Sobre el dedo gordo, ay, sí....

Puntualmente todos los meses concurro al consultorio de Hortensia, mi podóloga. Antigua empleada de la cadena Dr. Scholl, se instaló por su cuenta y siguió haciéndose cargo más que nada de la estética, porque mis pies carecen de reales problemas. A lo sumo un molesto encarne de uñas o una áspera dureza en el talón provocada por el calzado no siempre ideal. La consulta de Hortensia es en una casa particular, con un recibidor reducido y luminoso gracias a una ventana que permite hojear alguna revista de las que se apilan sobre una mesita baja junto a un cenicero antiguo y pesado.

La puerta del consultorio se abre y sale una mujer mayor, despidiéndose con efusividad, pero no de la simpática y eficiente podóloga, sino de un joven con guardapolvos, que ni bien me ve pasa a explicarme:

-¿Eres Ricardo? Hortensia me dejó la atención de sus pacientes por unos días ya que debió operarse de apuro.

-Vaya, vaya –repuse contrariado- ¿pero es de gravedad?

-No, en lo absoluto. Sucede que no es fácil encontrar turnos de quirófano y hay que tomarlos ni bien salen-bajó la voz hasta hacerla casi conspiradora- se está haciendo un "refresque".

-Oh, entiendo- dije sin demasiada convicción- Bien, pero puedo volver otro día si tienes muchas citas hoy.

-Por mí no hay problema –se desentendió- si quieres volver cuando se reintegre Hortensia está bien. Pero te reitero, yo estoy cumpliendo sus compromisos y de acuerdo a su agenda tú eres uno de ellos...Aunque si no quieres, ya.

Me quedé de una pieza. Irme representaría una pérdida de tiempo absoluta, además de una especie de boicoteo al muchacho que no tenía por qué sufrirlo. Decidí quedarme, y se lo manifesté.

-Bien. Entonces dame un minuto para arreglar el consultorio y cambiar de instrumental. Ni bien esté listo te hago pasar.

Cerró tras él la puerta luego de entrar en la salita de consulta y pude escuchar la aspiradora, el ruido de los interminables utensilios de metal entrechocados al salir de la bandeja de desinfección, el encendido de la radio con una música irlandesa tan de moda. A la segunda página de la insulsa revista que había cogido para distraerme ya estaba abriendo la puerta.

-Puedes pasar y sentarte en el sillón –dijo con voz neutra y profesional, mientras ajustaba en el torno la piecita de punta roma con que generalmente comienzan puliéndote las uñas.

Me senté en una silla normal para quitarme los mocasines que llevaba sin medias. Sin disimulo observó la prosaica operación que me llevó apenas segundos pese a que los coloqué cuidadosamente en posición paralela debajo del asiento. Subí al sillón de atención frente al que ya estaba sentado junto a la extensión donde se apoyan los pies que quedan casi a la altura de su pecho. Los tomó con ambas manos, los recorrió con aire de experto y entreabrió parsimoniosamente uno a uno los dedos para verificar el estado de la piel interdigital.

-Están sanísimos y no presentan ningún problema – dijo mientras sus nudillos se afirmaban en las plantas de ambos, descontracturándolos al deslizarse suavemente lubricados por una leve humedad.

-Si- respondí- generalmente el único problema es el corte de las uñas para evitar las puntas molestas en el canal y un poco los talones que en esta época se engrosan un tanto más...

Puse atención que, contrariamente a Hortensia, no se colocó tapaboca ni guantes para trabajar mientras aplicaba la fresa para desbastar las uñas. El polvillo saltaba a raudales pese a la pasada previa de un líquido desinfectante que tenía además la misión de enfriar el calor producido por el pulimiento.

Sin embargo, era evidente que tenía oficio: trabajaba con la soltura y seguridad con la que lo hacen los expertos. Sus manos se sentían apenas y los exploradores para limpiar los minúsculos trocitos de tejido córneo alojados en los canales de la uña trabajaban con eficiencia y sin producir ningún dolor. Revolvía en busca de las molestas lasquitas que tanta incomodidad producían de un modo absolutamente natural, como si el instrumento fuese la prolongación de su propia mano. Realmente, una maravillosa experiencia.

En quince o veinte minutos el trabajo estaba casi listo y a la perfección, y fue entonces que pasó a la segunda fase. Un improvisado hisopo de algodón ubicado en los extremos de una tijera roma embebido en alcohol levemente alcanforado me fue pasado íntegramente por cada milímetro de mis renovados pies, produciendo un agradable cosquilleo de placer. Lo notó, sin duda, porque sonrió apenas antes de tomar un frasco de aceite que se veía como protagonista absoluto de una superpoblada bandejade metal.

-Ahora el masaje ayurvédico- señaló mientras ponía un generoso montoncito de aceite espeso y perfumado en la palma de su mano- relájate y siente la energía que mueve el universo.

(Vaya, pensé para mis adentros, este tipo está más que ‘chalao’, pero qué bien trabaja...)

Sus manos se habían transformado de repente en dos máquinas increíbles de producir placer. Cerré los ojos dispuesto a entregarme a aquella deliciosa sensación de comodidad, paz y seguridad que aquellos apéndices llenos de magia transmitían a mis pies. Con los ojos cerrados, era aun más disfrutable. Cada pequeño músculo era tenido en cuenta, cada centímetro era atendido con amorosa dedicación...me imaginaba que el podólogo era un director de orquesta que pretendía que cada recoveco de mis pies por pequeño e insignificante que fuese pudiera comportarse como un músico de calidad y todos ellos compusiesen una sinfonía perfecta. Sentía el roce de sus dedos, nudillos, palma o inclusive el pulso con total nitidez trabajando con ahínco y delectación por toda la superficie de mis pies y tobillos. Ni una sola palabra de su parte interrumpía aquella verdadera experiencia religiosa que probaba por primera vez sabiendo que debía ser repetida en adelante a cualquier precio. Era fantástico, sublime, increíble.

Me pareció incluso que uno de sus dedos estaba representando el papel de lengua...Con los ojos cerrados y casi en otro plano me parecía ver una rosada lengua que recorría mis pies como si se tratase de una serpiente antigua y prohibida que transmitiese conocimientos. Una y otra vez ese dedo-lengua-cobra se internaba entre mis dedos vehiculizándose en el aceite para rodearlo, saborearlo, mamarlo suave y tenazmente como si se tratase de una pequeña teta fuera de lugar. La sensación era fuertemente real, pues mi dedo gordo percibía un paladar muy curvo y húmedo, una hilera pareja de dientes, una lengua golosa que lo circundaba y lamía, una suave presión que lo succionaba como queriendo extraerle jugos que no existían. Al mismo tiempo, una erección casi escandalosa me infló el pantalón sin que tuviese ánimo ni ganas de detener o disimular. Aquél dedo transformado en lengua, madre de todas las voracidades y placeres, estaba ya en mi tobillo abriéndose paso entre los vellos que escapaban a las bocamangas del pantalón de algodón y bajando rápido para engullir el talón, mosdisqueándolo con sabiduría antes de volver a la planta húmeda de aceite y sudor producido por el inenarrable placer.

Un ruido lejano como de cierre se integró al concierto mientras las manos o la lengua-dedo seguían incansables trabajando sobre mis pies y a poco otro objeto, entre blando y duro pero tibio y húmedo se unió, llevando el ritmo de la creación entre los dedos gordo segundo de mi pie derecho. Un tubo cálido se abría paso entre mis dedos moviéndose frenéticamente hasta desagotarse en un chorro entre una palma y la planta de mi pie. Sentí la sensación de un líquido extenderse frotado por la mano sobre el dedo gordo y parte de la planta, y luego aquella increíble lengua repasando los mismos lugares para borrar las huellas o reintegrar los jugos o aceites esenciales casi fríos...Una vez más el hisopo, la humedad purificadora del alcohol alcanforado, la palmadita consabida y la voz:

-Listo, hemos terminado por hoy.

Al momento de pagar aquella increíble atención de mis pies me di cuenta que mi slip estaba realmente mojado: había eyaculado de puro placer mientras el podólogo ejercía su masaje. Cuando me hube puesto los mocasines y me levanté de un salto de la silla pude sorprender en apenas un atisbo que el podólogo se estaba subiendo el cierre de la bragueta. Pero entonces...¿no había sido tan solo una ilusión producida por el relajamiento y el perfume del aceite? Vaya, ¡con razón parecía todo tan real!

Como podréis suponer, no me atiendo más con Hortensia.

Y en una sesión posterior con mi nuevo podólogo sentí una sensación de lo más especial y nítida, siempre por supuesto con los ojos cerrados para una mejor vibración energética: una boca casi en todo real mamándome interminablemente la polla mientras un ejército de dedos, lenguas, cobras o lo que fuese se dedicaban de lleno a complacer a mis pies...