Sobre como me hizo disfrutar el jovencito.
Una sinapsis de la historia que siguió a la seducción del amigo de mi hijo.
Como os dije, trataré de poneros tan cachondos como me ponen a mi contaros estas historias sobre cuánto me hizo disfrutar, durante largo tiempo, el amiguito de mi hijo, que convirtió en asiduo venir a buscarlo mucho antes de que saliera de clase. Llegó un momento que no había manera de quitárselo de encima; ni, como os dije, tenía ganas de hacerlo, tal y como el zagal me montaba sin agotarse, un día tras otro,- entregado a darme todo el placer que podía y manosearme con unas ganas que no había conocido antes, haciéndome disfrutar, desde que me despertaba, del rato que me esperaba y sobre el que fantaseaba haciendo que mis braguitas se mojasen..
Me vestía para la ocasión, escotada y exuberante para estimularlo y facilitarle el camino de sus manos hasta mis tetas, que se entretenía en sobar, colándolas por la abertura, hasta alcanzar los pezones que, tiesos, pellizcaba suave y continuamente poniéndome a rabiar, haciendo que me notara mojada como una fuente. Apenas había cerrado la puerta cuando me hacía sentir, apretado contra mí, y empujándome contra la pared, en un abrazo que me agarraba el culo, el estado con que su erección llegaba ya a mi casa. La tensión del cuerpo duro que me presionaba el vientre a través de la ropa, mientras, sin mediar palabra, me metía la lengua en la boca y me morreaba con unas ganas que me ponían realmente cachonda sintiéndome causa del estado en que se ponía el jovencito. Me encantaba notar su polla entre los dos cuerpos rozándome con desesperación por sentir el placer que tenerme así le ponía en el mango.
Recuerdo una ocasión en que ni pasamos de hall. Después de un rato de morrearme, meterme la lengua, que yo chupaba con gusto, y apretarme la erección con todas sus ganas mientras una mano me entraba al escote y me sobaba el pezón en un escorzo digno de admiración, me puso tan caliente que le pedí que me follara. ¡Fóllame, por favor! -Le dije- ¡Follame!. ´ Y sin más espera me subió la falda y le la metió directamente, sin bragas como estaba. Se saco una erección que parecía de mármol, se agacho un poco y me la coló entera empujando repetida e intensamente como si no hubiera un mañana, haciendo que me corriera como nunca en cuanto se la note palpitar dentro soltando, en espasmos repetidos, todo el contenido sus testículos. Quedamos así abrazados un rato, con esa polla rica en mi interior, que no se bajaba nunca del todo.
No era lo normal, pues, antes de meterme aquella herramienta que en su delgado cuerpo parecía desproporcionada, me hacía de todo y me comía entera después que yo lo pusiera en un estado en el que tenía que frenar su ímpetu para no acabar demasiado rápido. Cómo me gustaba sentir esa polla en la boca, llenándola con su inflamación mientras sentía sus testículos, al principio colgantes, como dos frutos envainados en sus bolsas, y al final duros y contraídos como piedras, entre los dedos. Una sensación que junto a verlo deseando y excitado me ponía tan cachonda que, con las tetas duras y la vulva inflamada, le pedía que me montara. A lo que obedecía como si fuera a faltar tiempo, para meterme aquel mástil con el que se colaba hasta el fondo de mi interior haciéndome notar ensartada. Me encantaba sentir los empujones finales, cómo apretaba su pelvis contra mí, tratando de llegar hondo hasta traernos el orgasmo con la fuerza del lento y profundo empujón repetido con que acababa deshaciéndome.
Me lo hizo, cuando perdió la vergüenza de las primeras veces, de todas las maneras posible. De pie, tumbada, a cuatro patitas, boca arriba, boca abajo, me la metió de todas las formas posibles, e hizo que me corriera tantas que llegué a perder la cuenta. Delgado y flacucho, trabajaba con su polla con una intuición y una maestría que no me había podido imaginar cuando deseaba que se atreviera. Me la ponía entre las tetas haciéndome sentir entre ambas su dureza y el calor que la sangre, inyectada a presión, le ponía en la inflamación; se corrió en ellas, tantas veces como quiso, llenándomelas de leche con una abundancia propia de la edad. También en mi cara; y en mi boca derramando su sabor cálido, húmedo y salado, que me encanto beber cuando no había querido antes nunca. Me comió la rajita y me lamio la pipa hasta hacerla reventar de placer en espasmos que me obligaban a separarle la cabeza para poder soportar el doloroso roce a que me transitaba la llegada del orgasmo. Me metió los dedos, la lengua, un consolador que se trajo un día y hasta un pepino, cuando falto, que templamos en el microondas. Pero sobre todo me metió ese rabito negruzco, grande y cabezón, con el que me llenaba de gusto hasta hacerme perder el sentido, mientras le decía, fóllame…, fóllame…, fóllame… Un qué hacer al que se aplicaba con todo el interés del mundo.
Si a mí me ponía caliente, hasta compórtame como una zorra, no os digo como me gustaba encenderlo. Como le hacía levantar la cadera cuando le pasaba, suavemente, los labios por el borde del glande después de meterme en la boca toda la erección que le cabía sin llegar a la arcada.