Smallbird y el enamoraputas: Capítulo 7

Smallbird vuelve a la escena del crimen y conoce a una nueva admiradora de la víctima.

7

El día amaneció igual de oscuro que el anterior, pero por lo menos no tenía pinta de que la lluvia fuera inminente. Los domingos siempre se me hacían largos y las únicas alternativas atractivas eran dar un paseo en moto o pillar un buena curda.

Me asomé por la ventana y observé el cielo. Las nubes grises se desplazaban perezosamente, empujadas por el viento del oeste, llevándose su carga de lluvia lejos de allí, pero el día era frío y el asfalto estaba húmedo así que decidí quedarme en casa.

Las horas se arrastraban lentamente. Dormí un rato, vi una película en la televisión e incluso comencé a leer un libro de criminología y conseguí leer veinte páginas antes de empezar a desear darme de cabezazos contra la pared.

Comí algo en el bar de abajo y como el tiempo aguantaba, decidí dar un largo paseo. Caminé sin rumbo por las calles semivacías, dejando vagar la mente, intentando recordar algo que se me escapase. Repasé detenidamente las declaraciones de las prostitutas y del ex de María llegando a la conclusión a la que había llegado ya antes. El caso de los  explosivos y el de la muerte de John, a pesar de estar conectados por la victima, eran distintos.

En aquellos momentos era cuando echaba más de menos un buen cigarrillo. El humo del Marlboro despejaba mi mente y me ayudaba a ver las cosas desde otra perspectiva. Eché la mano al bolsillo de mi gabardina y revolví en él inconscientemente. Mis dedos tropezaron con el viejo Zippo que me había acompañado a todas partes desde los quince años. Jamás me lo había olvidado en ningún sitio y había encendido innumerables cigarrillos con él.

Lo saqué del bolsillo y lo encendí. El olor a gasolina quemada me devolvió al pasado, una  necesidad de fumar se apoderó de mí tan intensa como fugaz. Tragué saliva, me eché un caramelo balsámico a la boca e intenté concentrarme en el caso para alejar de mí recuerdos de cigarros placenteros y dolorosos tratamientos.

Repasé de nuevo la escena del crimen, estaba incompleta. Apenas recordaba el jardín, el despejado interior donde no había nada que esconder...

Joder, ¿Cómo no lo había pensado antes? El interior de la casa era totalmente diáfano. Un traficante de armas tenía que tener un almacén y aquella urbanización apartada y discreta era el lugar perfecto. Pero el interior del chalet era totalmente diáfano. Podía esconder una pequeña caja fuerte, pero no había espacio para una habitación donde almacenar armas y documentos.

En ese momento el flash me vino a la cabeza. Las herramientas adosadas a la pared. ¿Para qué quería un hombre que tiene un par de deportivos tan caros y complicados que hasta el cambio de aceite es una maniobra de precisión y que además, casi siempre usa un coche con chófer, una colección completa de herramientas. Un tipo que casi ni se digna a conducir aquellos cochazos, dedicándose a meter las manos a aquellos objetos tan sofisticados... No, allí había algo.

Súbitamente emocionado cogí el móvil dispuesto a confirmar mi corazonada.

—Hola, Smallbird. —dijo Gracia respondiendo al segundo timbrazo del teléfono— ¿Qué demonios quieres? Es mi día libre.

—Hola, Gracia. ¿Interrumpo algo? —pregunté con cierta malicia pensando que si respondía al segundo tono del móvil un domingo es que no tenía mucho que hacer.

—¿Por qué? ¿Vas a presentarme a otro de tus chivatos?

—Oh, no. Simplemente estaba dando un paseo y se me ha ocurrido que podíamos tomar unas cervezas y charlar un poco. —dije yo intentando dar un tono casual a la conversación.

—No sé. Tengo un montón de papeleo que hacer...

—No te creo, soy policía, sé que no hay nada que no pueda esperar a mañana. Quítate el pijama y ven a tomar algo. Tenemos que hablar.

Gracia se hizo la remolona un par de minutos más, pero finalmente accedió a tomar algo en una cervecería cerca de la comisaría.

Ya estaba apurando la primera cerveza, sentado en una mesa, al fondo del local, cuando llegó. Vestía unos vaqueros y un abrigo de paño. Desde mi asiento aproveché para echarle un largo vistazo mientras ella me buscaba en el atestado local. Su figura alta y esbelta  y sus ojos grandes y un poco separados, grisáceos, junto con la nariz pequeña y chata, le daban un aspecto felino que no pasó desapercibido entre los asistentes.

Al final me vio levantar el brazo y se acercó a mí. Al contrario que en el trabajo llevaba la melena suelta. Se la había recortado un poco desde el día que la conocí, pero aun le llegaba casi a media espalda.

Se sentó frente a mí mientras yo apuraba el último trago y pedía un par de cervezas más.

No me apresuré y dejé que la joven policía se pusiese cómoda. Tras un primer trago se quitó el abrigo y lo colgó del respaldo de la silla. Yo pegué un trago a mi jarra, aprovechando para admirar las curvas de sus pechos que el grueso jersey negro no podía disimular.

Contemplamos el fútbol en las pantallas mientras charlábamos y con la segunda cerveza fui al grano.

—Por cierto, ¿Cómo llevan tus compañeros la investigación?

—No están avanzando demasiado, la verdad. Mañana probablemente recibirán los listados de pasajeros de los dos vuelos y al menos tendremos otro nombre que investigar.

—¿Registraron la casa de John? —pregunté intentando disimular mi interés.

—Sí, tanto los nuestros como los de antiterrorismo. Limpia como una patena. Ni huellas, ni arma del crimen, La verdad es que no hay mucho dónde buscar.

—No es posible. ¿Crees que podrías conseguir que me dejaran echar un vistazo?

—¿Por qué no le preguntas a Carmen?

—Prefiero que lo hagas tú, de hecho te designó como enlace y lo hizo por algo. Creo que no le gusta que ande mariposeando por su comisaría. Supongo que no le hace mucha gracia tener a su exjefe por la oficina diciéndole lo que tiene que hacer.

—Está bien, no creo que haya problema. Ya han pasado ese lugar por el microscopio y no encontraron nada. ¿Pero qué esperas encontrar tú?

—En realidad no mucho. —dije mintiendo como un bellaco— Solo espero que volver al lugar del crimen despeje mi mente y me ayude a recordar algo que se me haya pasado por alto o que olvidase debido al golpe de la cabeza.

Gracia pareció tragarse la bola y me dijo que llamaría a su jefa a la mañana siguiente. El partido había terminado y la gente comenzaba a despejar el local. Con el ambiente más tranquilo pudimos hablar con más tranquilidad y hasta conseguí que pasara un buen rato y se riese un par de veces.

No es que creyese que tenía ninguna oportunidad con la chica, pero eso no quería decir que no disfrutase de las miradas de envidia de buena parte de los clientes del establecimiento. Finalmente ella dijo que tenía un montón de papeleo pendiente y que tenía que irse. Yo no tenía otra cosa que hacer, pero preferí irme también y terminar de emborracharme en casa.

Un inesperado rayo de sol, colándose por la ventana me sorprendió aun tumbado en el sofá, con una botella de bourbon vacía a en el suelo. Me restregué los ojos con fuerza y me dirigí tambaleándome al baño.

Tras una meada y un par de aspirinas, volví a sentirme lo suficientemente despejado como para que cuando Gracia llamó para decirme que tenía permiso para visitar la casa de John, no se notase demasiado mi resaca.

Quedé con ella una hora después a las puertas de la urbanización y después de vestirme llamé a María para avisarle de que no iría por la oficina hasta la tarde.

Por fin un día en el que daba gusto pasear en moto. Me puse el casco y disfruté de la luz del sol, callejeé sin apresurarme hasta llegar a la circunvalación y me incorporé al río de coches que salía en ese momento en dirección a los distintos polígonos industriales de la ciudad.

El tráfico, aunque denso, no era tan espeso como los días de lluvia y logré llegar a la urbanización tan solo veinte minutos después. Gracia ya estaba esperándome al lado de la barrera que impedía el acceso al recinto. A su lado, un segurata que me pareció la viva imagen de Torrente, intentaba adoptar una pose más o menos marcial mientras echaba fugaces miradas al culo y los pechos de la policía.

Cuando al final paré mi moto ante ella, el hombre le estaba contando cómo le habían tirado injustamente en la parte física del examen para guardia civil, su trabajo soñado.

Tras una rápida presentación y aduciendo que teníamos poco tiempo, nos dirigimos a la casa de John. El hombre se ofreció a brindarnos su brillante olfato detectivesco. Intentamos convencerle de que no éramos quién para interrumpir su imprescindible tarea alejando porreros y tejones de la urbanización pero él insistió en acompañarnos, diciendo que su compañero se las arreglaría para vigilar el fuerte mientras nos echaba una mano.

Finalmente nos las arreglamos para dejar al hombre vigilando como una águila para evitar que ningún curioso se acercase mientras atravesamos la puerta de entrada, aun decorada con los precintos de la policía. Gracia sacó una llave del bolso que colgaba de su hombro y apartando los precintos entramos en la propiedad.

El jardín estaba todo revuelto. Los maderos habían hecho su trabajo y habían tirado estatuas, vaciado la piscina e incluso habían hecho agujeros en diversas partes del césped buscando un zulo que no habían encontrado.

El interior del edificio no parecía tan revuelto, aunque más bien era por la ausencia de mobiliario que destripar. A pesar de que no esperaba encontrar nada curioseé por allí sin encontrar nada más acusador que una novela de bolsillo. La cogí y observé el barco atrapado en el hielo que figuraba en la portada. El Terror, de Dan Simmons. Al parecer trataba sobre una expedición ártica que se quedaba atrapada en el hielo a merced de un misterioso y sanguinario monstruo.

Era una edición de bolsillo. Lo abrí al azar  y eche un rápido vistazo. Había pasajes subrayados. Leí algunos, me interesó especialmente uno en el que unos marineros de la época victoriana organizaban una fiesta de disfraces en el barco atrapado en el hielo. Tras leer un poco más, lo metí al bolsillo de la cazadora aprovechando que Gracia no miraba.

Seguí a la mujer a la piscina.  Atravesamos el porche y entramos en el garaje por la misma puerta por la que había entrado el día del asesinato. Los recuerdos de aquel día se volvieron más nítidos, pero no aportaron nada nuevo a lo que ya sabía. Ninguna imagen del agresor, ninguna pista reveladora que nos llevase al asesino. Observé los coches. Los habían inspeccionado a conciencia. Sobre su pulida superficie aun se podían observar los restos de polvos que usaba la científica para revelar las posibles huellas dactilares. Además los habían abierto y registrado, sin preocuparse por volver a colocar alfombrillas o cerrar compartimentos y los habían movido buscando alguna trampilla oculta bajo ellos.

Como por casualidad fije mis ojos en las herramientas. Todas pulcramente colocadas, tenían todo el aspecto de no haber sido estrenadas. Me acerqué e inspeccioné el banco de trabajo más a fondo. La superficie metálica estaba impoluta y brillante, ni una mancha de aceite u óxido, solo más de aquel fino polvillo oscuro.

En la esquina derecha había un torno de banco fijado con cuatro pernos a la superficie de trabajo. Le di una palmada a la palanca, la boca se abrió con facilidad tan limpia e impoluta como el día en que se compró. Me separé unos instantes y  lo examiné. Había algo raro. La base que tenía la boca fija era más gruesa de lo normal. Me acerqué un poco más intentando descubrir qué demonios significaba aquello justo antes de ver que había una especie de pasador en el eje que abría el torno.

Nunca había visto nada parecido aunque tampoco es que fuera un experto en aquel tipo de artilugios. Tiré del pasador y empujé la palanca esta vez el eje giró pero el torno siguió cerrado. En cambio todo el banco de trabajo se movió unos centímetros. Miré sorprendido el banco y luego a Gracia antes de agarrar la palanca y comenzar a moverla de nuevo. El mecanismo estaba bien engrasado y apenas me costó esfuerzo desplazarlo un par de metros hasta dejar a la vista unas escaleras que se internaban bajo los cimientos del garaje.

Me acerqué a la entrada y miré con curiosidad. Un corto tramo de escaleras, tenuemente iluminado daba a una puerta antiincendios. Bajé los peldaños mientras Gracia echaba mano del móvil para llamar a Carmen.

—¿No deberíamos esperar a que vengan los de la científica? —preguntó ella mientras esperaba que su jefa cogiera el teléfono— Podrías contaminar el lugar.

—Esos tipos ya tienen mis huellas, y no pienso ni mear ni cagar ahí dentro. —dije girando el picaporte y empujando la puerta  mientras cruzaba los dedos.

La puerta se abrió sin dificultad y una estancia de unos setenta metros cuadrados se iluminó automáticamente. Lo que vi dentro de ella casi me hace caer de espaldas.

El sueño de Sarah Connor estaba dispuesto, impoluto y ordenado, en largas estanterías a lo largo de las cuatro paredes. Subfusiles, ametralladoras pesadas, rifles de francotirador y hasta un par de lanzamisiles estaban expuestos como si se tratase de una galería de arte. En una esquina había varias cajas. Me aproximé y abrí un par de ellas con ayuda de una palanca que encontré en un rincón. En su interior, cuidadosamente embalada, había munición de varios calibres y granadas de humo.

Forcé la tapa de una tercera y  tras hurgar un segundo saque una barra de explosivo plástico, y la levanté para que Gracia pudiese verla desde el umbral de la puerta, ya que no estaba dispuesta a entrar el  local sin el material adecuado.

—¡Bingo! —dije son una sonrisa.

Volví a colocar el explosivo en su sitio con delicadeza y eché un último vistazo. Al lado de los explosivos, sobre un pequeño armarito, había un portátil. Se lo señalé a Gracia, pero ni la promesa de un filón de información le animó a entrar en el local.

—No lo toques ni lo abras. —me advirtió ella— Podría estar preparado para autodestruirse si tratas de iniciarlo.

Tras un instante de duda decidí que la joven podía tener razón y lo dejé en su sitio. Ella era la experta en aquellos trastos. Eché una última mirada a aquel arsenal y observé con avaricia dos Sig Sauer último modelo cromadas antes de abandonar el local y subir tras Gracia a esperar que llegase la caballería.

En cuestión de minutos aquel lugar se convirtió en un circo de tres pistas. Los de homicidios y la brigada científica pululaban como avispas rabiosas mientras yo les observaba apoyado en el capó del Ford GT con aire risueño.

—¿Podrías borrar esa sonrisa de tu cara? —me preguntó Carmen fastidiada.

—¿A que soy un detective de la hostia?—repliqué con sorna— los de antiterrorismo llegarán en un par de minutos, así que os sugiero que os deis prisa.

—Podías habernos llamado solo a nosotros. —dijo ella aun con gesto enfadado.

—Vamos, sabes de sobra que la mayoría de lo que hay ahí abajo les interesa a ellos, además le debía una al capitán...

—Siempre por el filo de la navaja, Smallbird. Algún día te vas a estrellar.

—Tienes toda la razón, pero creo que no será hoy. Por cierto, a todo esto, ¿Qué tal va la investigación? ¿Averiguasteis el nombre con el que viajó John a Jordania?

—Sí, al fin llegaron los listados de Estambul. Había siete personas que tomaron los dos vuelos; de ellas dos eran mujeres y una un niño. El resto eran hombres, dos eran cooperantes españoles, con lo que nos quedaron dos nombres. Un tal Rashid Manzur un saudita con pasaporte diplomático y  Omar Al Hariz un hombre de negocios kuwaití.

—No hay mucha duda entonces. —dije yo.

—En efecto, los pasaportes diplomáticos son casi imposibles de conseguir y suelen ser carísimos, así que nuestro hombre solo puede ser Omar. De todas maneras hasta que no llegaron las fotocopias de los pasaportes, hace un par de horas, no pudimos estar seguros.—respondió la teniente.

—¿Y el nombre os ha llevado a algún sitio?

—Solo a más preguntas. Seguimos investigando, pero no hay ningún dato de él que tenga más de tres años. Y en este tiempo se ha dedicado a pasearse casi todo el globo. Siempre estancias de dos o tres días. Parece claro que son viajes de negocios. La cuestión es qué clase de negocios. Por los países que visitaba, ya sabes, republicas exsoviéticas, África,  Corea del Norte... nos indican que era un traficante de armas, aunque no sabemos ni cuanto material movía, ni si tiene algún socio o contacto en organizaciones terroristas.

— Todo lo que has dicho me lo imaginaba. Si es tan bueno cumpliendo los deseos de los ayatolás como encontrando el punto G en las furcias, seguro que tiene un montón de amiguitos poco recomendables. Solo hay que mirar el material que tiene ahí abajo. ¿Habéis averiguado algo más?

—Fuentes jordanas nos han informado que hay un pasajero con ese nombre en un vuelo solo de ida a Basora hace tres semanas.

—Los explosivos. —dije yo.

—Eso creemos.

—¡Smallbird! ¡Por todos los demonios! ¿Se puede saber qué coños estás haciendo aquí? —dijo el Comisario al entrar en el garaje.

—Solo... —intentó intervenir Carmen.

—Joder, ¿Cómo puede ser que este tarugo haya encontrado ese tesoro después de que pasásemos tres brigadas por esta  casa? —interpeló furioso el Comisario Negrete a los presentes— La próxima vez que esa garrapata se nos adelante en algo os cuelgo a todos por los pulgares de la fachada de la comisaría. ¡Joder! Un tipo al que le queda medio pulmón...

—Hola, jefe. —le saludé— ¿Un mal día?

—Una mala semana. Este jodido caso va a acabar conmigo. Me paso el día viendo cómo estos inútiles se dedican a dar palos de ciego y separando a homicidios y antiterrorismo para que no se maten entre ellos. —dijo el comisario  Negrete.

—Ya veo...

—Y lo peor es que luego viene un hombre del que me vi obligado a prescindir por culpa de la maldita burocracia y nos deja con el culo al aire una y otra vez.

—Y para más INRI. Ahora le debes un favor —dije sonriendo.

—A la mierda Smallbird. Voy a coger una de esas putas ametralladoras de ahí abajo y voy a volarte el pulmón que te queda...

Me quedé allí sonriendo y observando como todo el mundo corría de aquí para allá, intentando no ser objeto de escarnio de Negrete, con sacos de pruebas, material para realizar análisis y sofisticadas sondas.

Poco después llegaron los de antiterrorismo, con la misma cara de mal humor. El capitán apenas me saludó e intentó poner cara de póquer, pero la actitud de su equipo delataba que también habían recibido una bronca del copón.

No había nada más que hacer allí, pero estuve observándolos el resto de la mañana solo por el placer de hacerlo. Un poco después del mediodía decidí que ya había tenido suficiente.

Dejé a Gracia trasteando con un grupo de informáticos en el ordenador que había encontrado y quedé con ella para interrogar a la virgen a última hora de la tarde.

Fuera se había reunido un buen hato de curiosos. Entre los vecinos destacaba el uniforme marrón oscuro del guardia de seguridad que se había tomado nuestras órdenes al pie de la letra y paseándose por el cordón policial con las manos en las cachas de la pistolera se ocupaba de que los pocos vecinos que se acercaban para ver la causa de todo aquel despliegue, se mantuviesen fuera del área precintada.

De repente recordé la puerta de la casa del Omar abierta sin signos de haber sido forzada y me acerqué a él con aire un poco despistado.

—Hola ¿Qué tal? ¿Has tenido algún problema?

—Bien, señor. La gente de esta urbanización suele colaborar. ¿Desea algo?

—La verdad es que tengo un par de preguntas. —dije rascándome la barba— ¿Hay alguien en la garita, ahora que estás tú aquí?

—Por supuesto señor. Ya se lo dije antes. Por el día somos dos. He dejado a mi compañero en la entrada de la urbanización.

—Excelente. ¿Fuiste tú el que encontró el cadáver?

—Sí, detective y a usted también.

—Entonces supongo que tengo que darle las gracias. —dije  rodeando su hombro con aire conspirador y apartándole del grupo de curiosos.

—No tiene por qué darlas, señor. Es mi deber.

—Ya veo que es usted un profesional. —repuse yo dándole un poco más de jabón— Por cierto, ¿Estuviste de guardia aquella noche?

—No, señor. Fue Agustín.

—¿Él solo? —pregunté interesado.

—Si, por cuestión de presupuesto, las noches las hace una sola persona.

—Mmm. ¿Es Agustín el que está en la garita?

—No, como hizo noches, esta semana descansa tres días.

—¡Ah! Bueno. ¿Por casualidad sabes que turno hace cuando vuelva? —pregunté disimulando mi interés

—Sí, esta semana le toca  de mañanas.

Para desviar su atención de la pregunta, seguí interrogándole sobre las circunstancias en las que nos había encontrado, sabiendo que no iba a aportar nada nuevo y tras un par de minutos le deje ir a "controlar" el grupo de cuatro mirones que se apostaba fuera del área precintada y hacía comentarios sobre el estado en el que la policía estaba dejando el césped.

Consciente de que allí no había nada más que rascar, me fui y comí unos huevos rotos en la gasolinera que había cerca de la urbanización. A continuación llamé a María para ver si había alguna novedad en la oficina. María me saludó y me contó que no había ocurrido nada digno de mención en mi ausencia, salvo que había echado un vistazo a los formularios del IVA con los que había estado trasteando el otro día y me pidió con entusiasmo que no lo volviese a hacer. Me dijo que se pasaría toda la tarde arreglando el desaguisado y que su ex se encargaría de sus hijos.

La noticia de que el ex de María volvía a rondar en su vida no me gustó ni un pelo, pero no podía hacer nada, así que le dije que iba a entrevistar a otra de las señoritas de compañía de John y luego pasaría por la oficina por si necesitaba algo.

Estuve tentado de soltarle una indirecta con respecto al gilipollas de su ex antes de despedirme, pero mi secretaria ya era mayorcita y decidí no entrometerme.

Luego llamé a Gracia para preguntarle si quería venir conmigo a interrogar a la tal Penélope, pero estaba trabajando en el ordenador que habíamos encontrado. Al parecer había conseguido esquivar contraseñas y cortafuegos y había dado con un montón de archivos encriptados. La tarea le llevaría el resto del día e incluso puede que parte del día siguiente, así que la dejé inmersa en su mundo virtual, tecleando furiosamente y le dije la mantendría informada.

Cualquiera podría pensar que visitar un lupanar a las seis de la tarde no es buena idea, pero el Isis se caracterizaba por proporcionar lo mejor para cada cliente a cualquier hora del día o de la noche, así que cuando llegué fui objeto una cálida bienvenida.

Entré por la puerta dónde me recibió un hombre del tamaño del peñón de Gibraltar y con su misma expresividad. Me pasó un detector de metales discretamente y apartó la cortina para dejarme pasar.

El recibidor era pequeño y la madame me acogió con una sonrisa gorda y empalagosa,  alabando el material que había llegado recientemente e invitándome a pasar al bar. Para los clientes que les gustaba charlar y tomar unas copas para relajarse antes de calzarse una furcia, había un salón con una barra dónde solo se servía Whisky y champán. Yo me acerqué a la barra y una joven con unos melones del tamaño de trasatlánticos me ofreció una copa.

Yo eché un vistazo alrededor y observé el techo alto, la barra recargada y adornada con pan de oro y los amplios canapés para que los tortolitos se conociesen un poco antes de comenzar con la gimnasia horizontal. Cuando la madame vio que rechazaba el trago me miró con desconfianza.

—No me pareces un cliente loco por echar un polvo... —dijo ella frunciendo el ceño— ¿Puedo preguntarte qué demonios has venido a hacer aquí?

—La verdad es que solo vengo de visita. —dije enseñándole mi identificación.

—¿Qué es eso? —preguntó la gorda soltando una risa chillona— ¿La regalan con el Cola Cao?

—Ya les dije a los que me la dieron que deberían darnos algo más grande, dorado, con un número de serie y un lema rimbombante, pero si quieres puedo llamar a unos cuantos amigos que tienen de esas placas de verdad, de esos que si entran aquí lo ponen todo patas arriba.

La mujer me miró sin decir nada intentando evaluar si era verdad lo que le estaba contando.

—Solo quiero hablar un rato con Penélope. Sin no lo consigo volveré con la policía, te lo aseguro. No es un farol.

—¿Penélope? ¿Por qué ella? —preguntó la madame dominada por la curiosidad.

—Lo siento, pero eso es entre ella y yo.

La mujer asintió finalmente y le hizo un signo a la camarera de los tetones para que fuese a buscar a Penélope.

—¿Qué sabes de Penélope? —le pregunté cuando la camarera hubo desaparecido.

—En realidad no mucho. Vino recomendada por un club del centro...

—Sí, sé cual es.

—El caso es que ha resultado ser una mina de oro, aunque a veces me ha dado algún problema.

—¿Y eso? —pregunté yo intentando no parecer demasiado interesado.

—Solo hace griego o francés. Nunca sexo vaginal. En realidad sigue siendo virgen y a algún cliente se ha puesto pesado intentando ser el primero.  Unos tentándola con sumas de dinero astronómicas y otros intentándolo por la fuerza.

La mujer no tardó en bajar. En cuanto la vi, empecé a pensar que había un patrón en las mujeres de John. Otra vez ojos grandes y claros, esta vez de una azul semejante al lapislázuli. Tenía el pelo oscuro y corto como el de un muchacho y  una clámide blanca que llegaba al suelo.

La mujer se paró con un aire interrogativo en la cara y aproveché para echar un vistazo a su cuerpo esbelto de pechos no muy grandes y caderas anchas. La verdad es que al verla se me pasó por la cabeza olvidarme de mi misión y echar un polvo con esa mujer.

La madame me presentó y le pidió a Penélope que respondiese a mis preguntas. La joven torció el gesto, pero no dijo nada y siguió a la mujer a un pequeño despacho.

Dejé que la joven se sentara en una silla y yo hice lo mismo después de indicar a la madame que era mejor que nos dejase solos. La mujer puso cara de enfado, pero abandonó la pequeña estancia lo más dignamente que pudo.

—Hola, Penélope, como ya te ha dicho ella, soy detective privado y estoy investigando la muerte de cierta persona con la que has tenido relación.

—Conozco a muchos hombres, si no es más específico... —replicó la joven lacónica.

—Me refiero al hombre que te ganó en la subasta del Paraíso Negro...

—¿Cómo? —la joven cambió inmediatamente de expresión— John... ¿Está... Muerto?

Un fino temblor del labio superior y la mirada perdida en la pared de enfrente me dijeron que era la primera noticia que la mujer tenía de su muerte. O era una excelente actriz o su sorpresa y el gesto de profundo dolor eran reales. De todas maneras, aunque no fuese la asesina podía tener alguna información útil.

—¿No lo ha visto en las noticias? —le dije suavemente— Apareció muerto en la piscina de su casa con un golpe en la cabeza.

—No suelo ver la televisión ni leer los periódicos. —respondió Penélope ausente.

—Verá, no es que sea insensible, pero necesito que me diga todo lo que sepa sobre él para poder atrapar a su asesino.

—De acuerdo, lo que sea, pero prométame que dará con él y conseguirá que se haga justicia.

La mujer apoyó las manos en el regazo y luchó por contener las lágrimas inútilmente. Le alargué un pañuelo de papel para que se las enjugase y esperé pacientemente a que asumiera la mala noticia. Poco a poco la joven fue recobrando el dominio sobre sí misma y con los ojos aun rebosantes de lágrimas se dispuso a responder mis preguntas.

—¿Qué puedes contarme de John?— le pregunté.

—Casi nada. Me ganó en la subasta del Paraíso Negro. De allí me vine aquí porque uno de los clientes de ese local me dijo que en alguna ocasión había ido al Isis a contratar los servicios de alguna de mis compañeras.

—¿Querías volver a verle? —pregunté yo esperando de nuevo la misma respuesta que las anteriores mujeres a las que había interrogado.

—Te parecerá una tontería, pero al final de aquella noche, cuando ese hombre abandonó mi vida, sentía que quedaba algo pendiente entre los dos. No sé, sentí que se había establecido una conexión especial entre nosotros que no había sentido nunca. —dijo ella.

—¿No crees que quizás fuese porque nunca habías hecho antes el amor con nadie? —le pregunté.

—Entiendo tu pregunta, pero creo que tengo que contarte lo que pasó aquella noche con exactitud para que puedes hacerte una idea de lo que pasó entre nosotros.

¡Joder! Otra historia de putas tristes. — pensé mientras fingía poner cara de interés esperando obtener algo más que un buen calentón.

Si has llegado hasta  mí habrás oído todo tipo de rumores sobre las causas por las que me subasté. No voy a extenderme en ello porque no es el caso. Solo te diré que durante la subasta las adornaron un poco para que pareciese más atractivo el lote.

Nunca jamás volveré a sentir una sensación de miedo y vergüenza semejante  a la que sentí cuando subí al estrado. Cincuenta pares de ojos ansiosos se fijaron en mi cuerpo, apenas tapado con un ligero camisón. Los focos me cegaban ocultando los rostros de los asistentes, haciendo que me sintiese aun más vulnerable.

Intenté adoptar una pose sensual tal como me había recomendado el subastador, supongo que sin mucho éxito.

A un gesto del subastador, bajé los tirantes del camisón y dejé que deslizase hasta el suelo. Entre las sombras pude vislumbrar cabezas que asentían y murmullos de aprobación mientras observaban mi cuerpo minuciosamente.

Como pude, disimulé el profundo asco que me embargaba al sentir como aquellos cerdos se relamían y babeaban mirando mi cuerpo, apreciando el bamboleo de mis pechos con cada cambio de postura o imaginando meterme sus miembros en mi boca, en mi coño o en mi culo.

El subastador golpeó con un martillo de madera el atril sobre el que se apoyaba, dando comienzo a la subasta. Al principio la cosa no parecía muy animada. Yo estaba aterrada pensando que iba a vender mi virgo por una miseria, pero para mí alivio la cosa se fue calentando poco a poco. La luz de los focos se fijó en el subastador y por fin pude ver el rostro de los hombres que pujaban por mí. La mayoría eran hombres de mediana edad o mayores. Entre ellos reconocí varios por las fotos de los periódicos. Incluso había un ministro.

Ninguno me pareció realmente atractivo, salvo uno que estaba sentado en un rincón. No es que fuese un tipo guapo, pero su forma impecable de vestir y el modo en que fijaba en mí su mirada triste y pensativa, hacía que me sintiese aun más desnuda ante él.

La mirada de avaricia del subastador me indicó que estaba siendo un buen día. La cosa había quedado entre un tipo que parecía tener más de setenta años y otro gordo que reconocí como presidente de una de las mayores constructoras del país.

Cuando llegaron a los ochenta mil euros y parecía que la cosa empezaba a flojear, el subastador se sacó un as de la manga. Un certificado en el que un  cirujano plástico, muy conocido entre los asistentes, aseguraba que nadie había tocado ni reconstruido artificialmente mi virgo.

En ese momento la cosa se salió de madre. A la pareja se unieron otros tres hombres y las pujas crecieron hasta llegar a cotas que creía imposibles. Yo intentaba mirar a mis postores, pero mi mirada se iba una y otra vez a aquel enigmático desconocido que seguía sentado en su silla como una estatua sin perderse ni el más mínimo de mis movimientos.

En ese momento me di cuenta de que deseaba que fuese ese hombre el que me desvirgara. Desesperada, vi como las pujas crecían hasta números astronómicos sin que el desconocido moviese un músculo.

Poco a poco fue quedando claro que el constructor iba a ganar la puja. Los otros postores cada vez ofrecían el dinero con menos entusiasmo hasta que solo quedó él. El subastador levantó el mazo dispuesto a dar por zanjada la subasta cuando el desconocido levantó la mano, subiendo un diez por ciento de golpe la última puja.

Todo mi cuerpo hormigueó de placer. No sabía cómo, pero estaba segura de que aquel hombre ganaría la subasta. El alivio casi hizo que me desmayase.

A pesar de todo, el constructor ofreció resistencia y se lo hizo pagar caro, aunque John hizo la puja definitiva sin alterar el gesto.

El subastador apenas pudo contener el entusiasmo cuando golpeó el atril con el mazo entregándome definitivamente al enigmático desconocido.

Con lentitud me agaché y recogí el camisón, volviendo a ponérmelo y aprovechando para soltar un discreto suspiro de alivio. Los asistentes se quedaron sentados esperando el siguiente lote mientras el subastador me empujaba suavemente hacia el lateral del escenario donde John ya me estaba esperando.

Me acerqué con la mirada baja, dispuesta a cumplir con mi parte del trato. Toda la excitación había pasado y el miedo había vuelto a sustituirla. Con gusto hubiese salido de allí corriendo para no volver, pero necesitaba el dinero desesperadamente y con lo que iba a ganar aquella noche no volvería a tener necesidad de él nunca.

John se presentó, cogió mi mano y la besó suavemente antes de adelantar la otra y ponerla bajo mi barbilla obligándome a fijar mi mirada en sus ojos. Los observé detenidamente, eran dos pozos insondables, grandes y oscuros que expresaban una melancolía como no había percibido nunca en mi vida.

Podía haberme sumergido en esa mirada eternamente, pero tras un par de segundos, apartó la vista y sin soltarme la mano, me guio por aquellas imponentes escaleras en dirección a la mejor suite de la sala de subastas.

Estaba tan nerviosa que los techos altos, los pesados cortinajes color burdeos, el mobiliario rococó y las espesas alfombras apenas llamaron mi atención.  Con mis nervios a flor de piel, me deshice de la mano que aprisionaba mi muñeca y me puse frente a mi comprador. Cerré los ojos y me bajé de nuevo el camisón ante él.

John se cruzó de brazos y repasó todo mi cuerpo como si estuviese admirando una preciada obra de arte que acababa de adquirir. Yo me mantuve quieta y con los ojos cerrados, esperando el ansiado y a la vez temido contacto con el hombre que me había comprado.

Cuando finalmente lo hizo, sus manos apenas me rozaron, pero bastó para que todo mi cuerpo se estremeciera y se me pusiese la piel de gallina.

—Una mujer no debería perder su virginidad de esta manera. Es una experiencia que nunca se repetirá. ¿De veras quieres que el recuerdo que tengas de tu primera vez sea el de un hombre que te compró en una subasta, como si fueses una vaca?

John no dijo más y se limitó a acariciar mi columna, desde el cuello a mis nalgas, haciendo que toda mi espalda se viese recorrida por un excitante hormigueo. Estaba confusa. Excitada y muerta de miedo a la vez. Deseaba a ese hombre, pero no estaba preparada para una conversación así. Cuando entre en el club me imaginé que una vez me ganasen en la subasta, me tirarían en una cama, se tumbarían sobre mí, resoplarían un rato y después de unos pocos minutos se apartarían y me dejarían diciendo lo mucho que se habrían divertido, pero lo primero que me preguntaba aquel tipo era si me parecía bien lo que estaba haciendo.

—Sabes que el dinero no es reembolsable. —dije yo sin terminar de creer lo que me estaba pasando.

El desconocido rio suavemente haciendo que de la confusión pasase al enfado. No sabía que se creía ese hombre, no eran ninguna chiquilla. No había tomado aquella decisión a la ligera y pensaba llegar hasta el final.

—No te entiendo. Si no quieres follarme, ¿Por qué has pagado todo ese dinero?

—Te vi. Vi tus ojos muy abiertos como los de ciervo enfocado por las faros de un coche. Estabas muerta de miedo y no pude evitarlo.

—No necesito tu protección. —repliqué yo airada— Soy mayorcita.

—Lo sé, pero no me gusta ver como una mujer pierde la ocasión de echar a perder un recuerdo que debería ser uno de los más especiales de su vida.

—Insinúas que esto  es peor que echar un polvo con un adolescente granujiento en la parte trasera de un utilitario o que follar con un desconocido en un motel cotroso...

—No es eso, es el significado. En esos casos lo haces porque quieres. Si tu pareja o el lugar que eliges no te convence lo rechazas y punto.

—Eso es lo que estoy haciendo. —dije encarándome con mi comprador y colgándome de sus hombros deseando acabar con aquella discusión de una vez.

Nuestras miradas se cruzaron por un instante y sentí el mismo escalofrío que en la sala de subastas. John lo percibió y rodeó mi talle con sus brazos.

Por fin aquel hombre se inclinó sobre mi dándome un largo beso. Sentí como mi cabeza daba vueltas y mi cuerpo despegaba del suelo. Mis manos  se entrelazaron tras su nuca y le devolví el beso con intensidad, explorando y saboreando. Su perfume se mezcló con el sabor de su boca haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera.

Separé mi labios para tomar aire, apartando mis ojos de los suyos con la esperanza de recuperar el control sobre mí misma. Para disimular un poco mi excitación, deslicé mis manos por su torso y comencé  a desabotonar su camisa poco a poco.

John me dejó hacer y se limitó a acariciar mi cabello mientras mis manos jugaban con su cinturón y el cierre de sus pantalones deslizándose finalmente en el interior de sus calzoncillos.

Nunca había tocado el miembro de un hombre y cuando lo saqué y vi como crecía ante mis ojos. De nuevo las dudas se adueñaron de mi mente.

—De verás. No es necesario. —dijo él con un suspiro.

Yo no le hice caso y me arrodillé frente a él. Bese con suavidad la punta de su glande levantando de nuevo mi mirada hacia John. Sin saber muy bien que esperar abrí mi boca y me metí su polla. Su sabor me repugnó ligeramente, pero sentir la textura cálida y palpitante crecer en mi interior, obligándome  a abrir mis mandíbulas aun más, hizo que mi excitación creciese.

Agarrando la base del miembro, comencé a meterlo y sacarlo, chupando con fuerza, cada vez más profundamente. La saliva inundó mi boca y comenzó rebosar de mis labios. Con mis manos recogí los gruesos hilos de baba  y embadurné con ellos el miembro de John antes de volver a metérmelo en la boca y volver a sorberlos.

Todo mi cuerpo hormigueaba de excitación. Mi comprador lo notó y cogiéndome en brazos me tumbó sobre la cama.  Se colocó sobre mí y mirándome a los ojos frotó su cuerpo contra el mío preparándose para penetrarme.

Justo en ese momento la conversación que habíamos mantenido se pasó la por mi mente y me bloqueé.

—¿Estás bien? —me preguntó percibiendo mis dudas.

—Sí... No... —dudé yo— Es solo que... Maldita sea. Siento que esto es algo más que una mera relación comercial. Creo que entre nosotros hay algo más.

John sonrió y acarició mi mejilla con suavidad. Me besó de nuevo por toda respuesta. Sus labios apenas me rozaron y no pude evitar un suspiro de excitación.

—Cuando estoy con una mujer estoy en cuerpo y alma, no me importa el medio en que la he conseguido. Solo quiero satisfacerla. Solo tienes que decirme qué es lo que quieres. —dijo besando mi cuello mis hombros y mis pechos.

En ese momento supe lo que quería. Quería ponerlo a prueba. Quería saber si todo lo que había dicho antes era cierto. Quería ver como respetaba mi voluntad y se abstenía de arrebatarme lo que más deseaba.

—Hazme lo que quieras... —le dije dándome la vuelta y poniéndome a gatas en el borde de la cama— pero sin tocar mi virgo.

Escuché un tenue suspiro. Ignorándolo, separé un poco mis muslos, dando al desconocido una visión espléndida de mi jardín prohibido. De mi sexo abierto y a la vez vedado para él escurría un fino hilillo de flujos.

Una lengua cálida y húmeda los recogió del interior de mis muslos y avanzó en dirección a mi sexo, jugando con él e internándose todo lo que mi himen le permitía. Gemí con suavidad. Los labios del hombre se cerraron en torno a los de mi vulva chupando y saboreando mi sexo mientras sus manos acariciaban mi culo y mis piernas contraídas por espasmos de placer.

Poco a poco su lengua se fue desplazando hacia atrás. Mi sexo estaba prohibido, pero no lo estaba mi ano. John separó mis nalgas dejando a la vista la entrada de mi culo. La punta de su lengua me tanteó.

El suave y húmedo musculo se abrió paso en mi interior unos pocos centímetros produciéndome  un placer culpable. Lo reconociera o no, siempre había sido educada en la idea de que la sodomía era un pecado nefando y no debía de practicarlo nunca, así que, inconscientemente, me puse rígida de nuevo.

Sabía que John no iba a darse por vencido ahora, pero con su sensibilidad característica me dio una breve tregua. Cogiéndome por la cintura su lengua recorrió mi columna vertebral a medida que elevaba mi tronco.

Sus manos estrujaron mis pechos y jugaron con mis pezones un instantes y sin cesar de besar mi espalda y mi cuello, metió dos de sus dedos en mi boca. Yo los chupé mientras los metía y los sacaba cada vez más profundamente hasta casi provocarme las arcadas.

Tras sacar los dedos impregnados de mi saliva dejó que me inclinase de nuevo y con un movimiento firme penetró mi ano con ellos. Mi esfínter se estremeció intentando expulsar aquellos dos objetos extraños y calientes y yo pegué un suave grito de sorpresa y dolor.

John comenzó a mover sus dedos en redondo dentro de mí, dilatando poco  a poco mi ano para poder facilitar la penetración. Respiré superficialmente aliviando así un poco mi incomodidad. Sus dedos me invadían una y otra vez abriéndose paso y haciendo mi agujero cada vez más grande.

Con un alivio momentáneo sentí como los dedos salían de mi culo. Intentando inútilmente relajarme separé un poco más las piernas consciente de cuál era el siguiente paso.

John estaba tan excitado que no se anduvo por las ramas, tirando de mi pelo para obligarme a incorporar mi tronco, con la mano libre dirigió su polla al interior de mi culo.

Su miembro se deslizó dolorosamente, abriéndose paso por la fuerza en mi esfínter. Grité mientras mi amante besaba y mordía mi cuello. Con suavidad, comenzó a moverse dentro y fuera de mí cuerpo a la vez que me acariciaba con rudeza.

Yo apretaba los dientes e hincaba mis uñas en el colchón, intentando contener los gemidos cada vez que su polla me invadía. Sus manos se deslizaron por mis hombros y me cogió por las muñecas, para mantenerme erguida mientras me sodomizaba con más fuerza. El dolor comenzó a ser sustituido por el placer y la culpabilidad.

Con un movimiento rápido, me dio la vuelta. Yo, hambrienta de sexo, abrí las piernas mientras me masturbaba con furia. Esta vez vi su polla dilatando la abertura de mi ano al abrirse paso en él. Nuestras miradas volvieron a cruzarse. Yo gemí y estiré todo mi cuerpo como una gata satisfecha sin dejar de mirarle.

John se inclinó y comenzó a sodomizarme con fuerza a la vez que cogía mi cara y besaba mis labios. Yo respondí con entusiasmo entrelazando mi lengua con la suya y mordiendo sus labios mientras apartaba las manos de mi sexo solo para arañar su amplio pecho.

Una lujuria sucia y salvaje nos poseyó. Cuando me di cuenta, su miembro entraba y salía de mi culo a una velocidad diabólica. A estas alturas ya solo sentía un intenso placer que aumentaba con cada penetración. John no aguantó más y sentí como eyaculaba dentro de mi culo oleadas de semen ardiente y excitante, que junto con sus caricias y sus besos me  provocaron un monumental orgasmo.

Ya me había masturbado otras veces, pero la avalancha de sensaciones que paralizaron hasta mi respiración era nueva. Jamás sentí y ahora sé que no volveré a sentir un placer semejante. John se separó acariciando los músculos crispados de mis piernas y mordisqueó los dedos de mis pies encogidos hasta que el último chispazo de placer abandonó mi cuerpo.

Nos tumbamos exhaustos y nos dormimos abrazados casi de inmediato. El último recuerdo que tengo de él fue cuando me desperté por un instante en medio de la madrugada y le sorprendí mirándome con fijeza. Casi inmediatamente me volví a dormir y cuando volví a despertar, ya se había ido.

Me sentí totalmente perdida. Quería volver a estar con él y ofrecerle mi virginidad, esta vez sin dinero de por medio, pero no sabía nada de él. Pensé en volver a subastarme, pero lo descarté. Sabía que no volvería a pujar por mí.

Sin saber qué hacer, le pregunté al portero del establecimiento, buscando alguna pista sobre la identidad de mi comprador o dónde podía encontrarle. Tras deslizar un par de billetes en sus manos me mencionó un puticlub que le había oído nombrar a su chofer tras abandonar una subasta.

Intenté averiguar algo más de él sin resultado, me rendí y me ofrecí a trabajar en este sitio con la vana esperanza de volver a verle. A partir de ese momento tomé el nombre de Penélope, ofreciendo mi culo a todo hombre que estuviese dispuesto a pagar y esperando que un día John apareciese por la puerta y se llevase lo que le pertenecía por derecho.

La mujer calló y yo me revolví inquieto intentando disimular mi erección. Como esperaba era un relato interesante, pero no aportaba ninguna información útil salvo un pequeño detalle.

—Has mencionado a un constructor que perdió la subasta con John.

—Sí, un verdadero cerdo. No sé cómo coños se enteró. Probablemente se lo dijo el portero. Apareció en el Isis y me escogió sin que pareciese importarle ser el segundo plato. Cuando vio que aun era virgen se rio y me ofreció un pastón por desvirgarme. Como no le dejé me sodomizo de la forma más bestia que pudo y se corrió en mi cara para poder ver mi gesto de repugnancia. —dijo la mujer sin poder evitar un escalofrío.

—Ya veo, un verdadero cabrón. —repliqué yo asintiendo con conmiseración— Por cierto me dijiste que lo conocías. Me resultaría muy útil para mi investigación si me dieras su nombre.

—¿Crees que podría ser él el asesino? —preguntó ella súbitamente interesada.

—Tal y como me lo has pintado no puedo descartarlo. Para un hombre con un ego de ese tamaño, el ser rechazado en dos ocasiones podría ser un móvil para un asesinato. —respondí rascándome la mandíbula pensativo.

Penélope no necesitó más. No sabía su nombre pero si el de la constructora de la que era presidente. Sin más información que sacarle me despedí y dejé a una mujer desconsolada y a una madame más desconsolada aun, cuando se enteró de que uno de sus mejores fichajes iba a abandonar el negocio para siempre.

Salí al aire libre. Por primera vez la lluvia no me pareció un incordio y me ayudó a despejarme. Miré el reloj. Aun eran poco más de las seis y media. Subí a la moto y me dirigí a la oficina para averiguar algo sobre mi nuevo sospechoso.

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.