Smallbird y el enamoraputas: Capítulo 6
Smallbird tiene una nueva compañera de pesquisas.
6
Llegué a la oficina pasadas las diez y media, con la esperanza de que Gracia se hubiese aburrido y se hubiese marchado, pero no tuve tanta suerte. María la había hecho pasar y cuando entré en el despacho me la encontré sentada en la silla destinada a los clientes, rígida hasta el punto de que creí que era un mueble más.
—Hola Gracia, ¿Has esperado mucho? —dije yo con una sonrisa más falsa que un billete de tres euros— Hoy el tráfico está horrible.
—No pasa nada, he estado admirando la decoración, —dijo mirando hacia un grieta que recorría de un extremo a otro la pared del fondo.
—Veo que te has fijado. He hecho todo lo posible para que se parezca a la comisaría, ¿Te gusta el amarillo hepático de la pared?
—Casi tanto como el color roña del eskai del sofá o esa reproducción del World Trade Center con las manchas de moho. No sé si te has dado cuenta de que esa foto es de muy mal gusto.
—Vamos, —dije sonriendo— dudo mucho que ningún director de la CIA vaya a pasarse por aquí, además hay un pequeño problema. —añadí moviendo la lámina y descubriendo un boquete el pladur del tamaño de un puño. No todos se toman bien lo de los cuernos.
Gracia cruzó las piernas un poco más relajada al ver que era el mismo de siempre, yo rodeé el escritorio y, echando un vistazo a aquellos pantalones de pinzas, la blusa blanca y los zapatos cómodos y extraordinariamente feos, me senté también.
Podía ver, por la forma en que fruncía sus bonitos labios, que aquella misión no le gustaba nada y el haber tenido que esperar hora y media a que apareciese, no había contribuido a mejorar su estado de ánimo.
—No pongas esa cara, mujer. —le dije yo poniendo los zapatos sobre el raido escritorio— Hay destinos peores que hacer de niñera de un poli venido a menos.
—Sí, —habló ella al fin— me encanta que me aparten de una investigación de asesinato para acompañar a un tipo e impedir que ande sobando prostitutas.
—Vamos, no seas tonta. —repliqué con una risa desganada— A pesar de que me hayan quitado un pulmón, el oxígeno sigue llegando a mi cerebro y te apuesto lo que quieras a que este asesinato no tiene nada que ver con los terroristas.
—Buff, ¿Y cuál es tu teoría? Camino me contó que no creías que lo hubiesen matado terroristas, pero no le diste ninguna alternativa.
—Aun es pronto para hacer hipótesis, pero solo es cuestión de tiempo y mientras tanto, quizás te pueda enseñar un par de cosas.
—Perdona, —replicó la joven picada en su orgullo— pero llevo casi un año en la brigada de homicidios, no soy la novata que llegó a la división mirándolo todo como si estuviese en otro planeta...
—¡Adolescentes! —exclamé solo por el puro placer de cabrearla— Creéis que los sabéis todo y no os enteráis de una mierda.
Gracia estuvo a punto de decir algo, pero finalmente apretó los labios y continuó esperando sin dejar de mirarme con aire de reproche. Yo cogí un informe que tenía pendiente de revisar y archivar, un caso de cuernos que había resuelto hacía tres semanas y fingí estudiarlo con atención.
Tras media hora me pareció suficiente tortura y desperezándome me levanté y lo archivé. De haber estado solo, hubiese llamado a Julito y hubiese averiguado lo que necesitaba saber por teléfono, pero necesitaba darle a mi protegida una primera lección.
—¿Qué tal si vamos a desayunar? Me muero de hambre.
Sin esperar una respuesta cogí la cazadora y salí del despacho con Gracia pisándome los talones. Me despedí de María y salimos a la calle. El tiempo no había cambiado demasiado, así que le pregunté a Gracia dónde tenía el coche. Sin decir palabra me guio a un Toyota Corolla gris. Monté en el lado del acompañante y le guie en dirección al barrio de Tetuán.
El bar Caridad era un antro oscuro y de aspecto ruinoso. Todo en él era antiguo y pasado de moda, pero en eso y en las patatas al ali oli, inigualables, residía su encanto. La camarera y dueña del local era una mujer fea y malencarada que no dudaba en echarle la bronca a cualquier parroquiano que quisiese pasarse de listo o hablase bien del gobierno.
Julito era mi chivato. Me parecía que conocía aquella figura esquelética y esos ojos saltones desde hacia una eternidad. En cierta ocasión lo detuve por menudeo de drogas, pero tras una charla me di cuenta de aquel tipo me era mucho más útil fuera de la cárcel e hice la vista gorda a sus trapicheos a cambio de toda la información que conseguía de sus múltiples contactos. Con el paso del tiempo le cogí cariño, como el que coge cariño a un yorkshire que se obstina en mearse en tus pantalones y, aunque hubiese dejado la policía, seguíamos en contacto.
Todos los días, alrededor de las once y media de la mañana, Julito iba a aquel lugar a desayunar un chupito de aguardiente de Chinchón y una ración de patatas alioli.
El chivato me vio casi inmediatamente e iba a levantarse para saludarme, cuando vio entrar a Gracia y su sonrisa se quedó congelada, deformándose en una mueca de profundo desagrado.
—Hola, Smallbird. ¿Quién es ella? Apesta a madero desde la puerta. Sabes que tengo una reputación, no puedo mezclarme con esa chusma.—dijo el hombre sin dedicar a la mujer más que una mirada de desprecio.
—Tranquilo, —me apresuré a responder antes de que Gracia saltase— es de fiar y creo que ahora que no pertenezco al cuerpo, necesitarás a alguien que te saque de los estúpidos líos en los que te metes.
—Oye tío, no sé qué piensas de mí, pero hace meses que no trafico, estoy más limpio que una patena.
El hombre pareció relajarse un tanto y echó un buen vistazo a Gracia, que se quedó de pie, aguantando las miradas lascivas, conteniéndose a duras penas. La verdad es que podía entender al camello. Entre sus clientes no se solía ver a una joven esbelta, de pelo largo y rubio y con una cara angelical de pómulos altos y grandes ojos grises.
—Está bien, —dijo Julito invitándonos a sentarnos y pegando un grito a la camarera— pero ya que eres su mentor, por lo menos podrías ayudarla a no parecer tan... funcionaria.
Sin esperar a que pudiésemos pedir nada, la camarera trajo dos vasos de cristal con vino peleón y una nueva ración de patatas que se unió a la que el chivato casi había terminado. Divertido, observé como Gracia dudaba e iba a abrir la boca aunque la mirada de enojo y odio que le dirigió la harpía le hizo pensárselo mejor y siguió callada.
—Gracia, este es Carlos Cerrón, aunque todos le llamamos Julito por esa encantadora sonrisa. —dije señalando la mueca cariada que el chivato se empeñaba en mostrar constantemente.
Los dos aludidos se saludaron como si fuesen dos leopardos midiendo sus fuerzas. Yo les observé divertido y pegué un trago a aquel vino, saboreando aquel glorioso caldo con un ligero retrogusto a sobaco.
—Bueno, ahora que todos somos amiguitos, vamos al grano. —dije repantigándome en la incómoda silla de formica— Necesito información.
—¿Qué clase de información? —pregunto él receloso.
—Esta vez es sencilla. —le dije mostrándole un billete de veinte.
—¿Solo eso? —dijo el camello mirando el billete despectivamente— Por veinte no te doy ni la hora.
—Un chivatazo vale algo más de veinte euros, —convine yo— pero un contacto en la policía no tiene precio.
El hombre me miró a mí, luego miró a Gracia y finalmente asintió de mala gana, preguntándome qué demonios quería.
—Solo información. Verás, estoy buscando el rastro de un tipo que le gustaban las putas, pero solo las más caras y especiales y pensé que tú podrías decirme cuáles son los lupanares de moda, entre la gente rica no, la gente verdaderamente forrada.
—Mmm. No hay muchos. La mayoría acuden a escorts por internet, es más discreto, pero si tu hombre es verdaderamente especial en sus gustos, hay un lugar en el que deberías husmear. Es el Paraíso Negro, me habló de él un colega que trabaja allí, y me pillaba material para tener a sus clientes contentos.
—Está cerca de Cibeles, en la calle Alfonso XII, ocupa todo un edificio con vistas al retiro. —continuó Julito.
—¿Y qué tiene de especial?—pregunté.
—No es una casa de putas normal. Es una especie de casa de subastas. Según me contó Antonio, mi amigo, tienen hasta un tipo trajeado con un mazo. Buscan chicas... poco convencionales y un par de veces a la semana proceden a subastarlas. Luego los clientes afortunados que realizan las pujas más altas se llevan a la mujer o al hombre a una habitación y pasan con ellos la noche.
—¿Especiales en qué sentido? —preguntó mi compañera no muy segura de querer saber la respuesta.
—Cojas, mudas, famosas, vírgenes, ya sabes, cualquier cosa que se salga de lo normal y que no puedas encontrar en ningún otro lugar. Mi amigo me contó que en una ocasión, una de las subastadas era una folclórica venida a menos que andaba corta de liquidez, una de esas acostumbradas a vivir del Hola y que se vio súbitamente apurada cuando la revista, con la crisis, tuvo que recortar el volumen de los pagos por las exclusivas. Los tíos se volvieron locos y mi colega no llegó a enterarse de cuanto pagaron, pero hace tres años que la tía no sale en una puta revista.
—¿Y dónde puedo encontrar a ese colega tuyo? —pregunté yo.
—En el local ni se te ocurra, solo entras invitado por el propietario o por uno de los clientes veteranos. —respondió Julito— Pero tienes suerte, tengo su teléfono y podemos concertar una cita. Es un tipo discreto, pero le conozco y todos tenemos un precio.
—Pues adelante, ¿A qué esperas?
El chivato sacó un Iphone último modelo y tras buscar cerca de dos minutos en la agenda encontró el número y llamó a su colega.
La conversación fue corta y tras insinuarle que podía haber dinero fresco de por medio, Antonio consintió en reunirse con nosotros por la tarde, en El Retiro, en el monumento a Alfonso XIII que había al lado del estanque, a las seis.
Una vez concertada la cita, apuramos , más bien tendría que decir apuré la bebida y dejamos a Julito terminando las patatas.
—Ah y será mejor que enseñes a la chica a vestir de una manera más discreta o no tendrá mucho futuro como agente de incógnito. —repitió el chivato despidiéndose.
Montamos en el coche sin decir una palabra. Gracia parecía enfadada, apretaba el volante con fuerza y aparentaba concentrarse en el tráfico. Yo me limité a quedarme sentado con los brazos cruzados esperando.
—¿A dónde vamos ahora? —preguntó secamente cuando nos hubimos alejado dos manzanas.
—Vamos a comer algo y luego a tu casa a ver si tienes algo de ropa decente. Julito es un bocazas, pero tiene razón. —dije yo— Sabes igual que yo que no todos los crímenes los resuelve el laboratorio. Los testigos a veces pueden darte la clave y mientras más parezcas un policía, menos hablaran contigo. A la mayoría de la gente, especialmente la gente con la que solemos hablar, les intimida el personal de uniforme.
—Somos la autoridad. La gente está obligada a colaborar. —me espetó ella mientras giraba a la izquierda enfilando la calle Bravo Murillo, buscando un lugar barato para comer cerca de la universidad.
—Sí pero, ellos son personas y si se encuentran una cara amable y una sonrisa tranquilizadora están más dispuestos a contar y a recordar. Y lo creas o no, si lo tratas bien, Julito es un regalo inestimable. —dije yo sin inmutarme— Si no le hablas con condescendencia y le sueltas un poco de dinero de vez en cuando, te proporcionará una ayuda incalculable en tus investigaciones, no se mueve nada en este barrio, ni en media ciudad sin que él se entere.
Gracia no replicó ni dijo nada más en todo el trayecto hasta el restaurante de comida rápida. Por el camino la observé reflexionar sobre sus opciones. No intervine. Tenía que ser ella la que llegara a la conclusión lógica y sabía que era lo suficientemente lista para tomar ella solita la decisión correcta.
Comí sin demasiadas ganas unas alitas de pollo y un batido de yogur que sabía que me iba a sentar como un tiro y es que desde que me trataron con radioterapia mi estómago no había vuelto a ser el mismo. Cuando terminamos, volvimos a subir al coche y Gracia me llevó a su casa, un pequeño apartamento en la zona universitaria, con los muebles de Ikea ya bastante baqueteados pero cómodos. Me hizo pasar sin ceremonias y me dijo que había vodka en la nevera si me apetecía un trago mientras se cambiaba.
Lo mejor de ser detective es que no tengo que acatar esa estúpida norma que te obliga a no beber ningún licor espirituoso mientras estás de servicio. A mí, la verdad es que el alcohol, en su justa medida, siempre ha servido para engrasarme los engranajes, así que cogí un chupito del congelador y me serví una dosis de licor.
El transparente líquido atravesó mi garganta y llegó a mi estómago proporcionándome un agradable y cálida sensación.
—¿Así está mejor? —preguntó la joven apareciendo por la puerta vistiendo unos vaqueros gastados, un jersey de cuello de cisne color mostaza y una cazadora y unas botas negras.
—Mucho mejor. —dije yo observando como la lana del jersey se ceñía entorno a un busto bonito y erguido — No pretendía herirte, solo quiero que entiendas que hay momentos en que es importante poder confundirte con el ambiente que te rodea. Me caes bien y quiero que te vaya bien en este trabajo.
Gracia por fin pareció entenderlo y se relajó. Sonriendo tímidamente por primera vez desde que saliésemos del bar, se ató el pelo en una cómoda cola de caballo y se colgó la placa del cuello haciéndola desaparecer a continuación por dentro del cuello del jersey.
Apenas me había repantigado en el asiento del Corolla, cuando sonó mi móvil. Recordaba perfectamente el número de la brigada antiterrorista y no pude evitar una mueca de desagrado que no se le escapó a mi compañera.
—¡Maldito bastardo! —dijo el capitán Méndez a modo de saludo— ¿Te crees que puedes entrar en mi comisaría, conseguir información y luego vendérsela a los de homicidios para hacerme quedar como un puto gilipollas? Tienes suerte de no estar aquí, porque ahora mismo solo deseo colgarte por los pulgares y despellejarte como a una ardilla sarnosa.
Yo aparté el auricular dejando que el hombre se desahogase durante un par de minutos más antes de abrir la boca y jurarle por la memoria de mi madre que solo había comentado el caso y que no sabía como ellos habían logrado llegar a la conclusión acertada. El seguía sin creerme y amenazó con pedir una orden de registro y poner patas arriba "aquel cuchitril infecto que era mi despacho".
Yo, consciente de que no tenía nada más que el informe que le había dado a Carmen y que no tenía ningún dato o descripción más que aproximada del desconocido, le ofrecí voluntariamente pasarle toda la información de la que disponía hasta ese momento y poco a poco fue calmándose. Tras hacerme jurar de nuevo que no me inmiscuiría en su caso me colgó el móvil sin despedirse.
—Veo que se te da tan bien hacer amigos en la poli como a mí en los bajos fondos. —dijo Gracia con una mueca irónica.
Yo no respondí sino que llamé a María para decirle que enviase todos los informes que había dado a Carmen a la dirección de correo del Capitán Méndez.
El Retiro era triste en aquella época del año, solitario, con los arboles pelados y la tierra empapada y ligeramente embarrada por la lluvia, que no paraba de caer. El tal Antonio nos esperaba al borde del estanque, tirando piedras con desgana bajo el paraguas mientras daba ansiosas caladas a su cigarrillo.
Cuando le llamé por su nombre se volvió y nos miró con un gesto desconfiado. Nos echó un largo vistazo y tras mirar a un lado y a otro se acercó a nosotros con pasos cautelosos.
—Hola, soy Smallbird, y ella es Gracia. Creo que Julito te ha hablado de nosotros. —dije para romper el hielo.
—Julito es un bocazas. Sabe de sobra que la principal razón de que lleve tanto tiempo en ese club es que soy un tipo muy discreto.
—Te creo. Pero de lo que no estoy tan seguro es que esa discreción esté justamente pagada. —repliqué yo sacando un par de billetes de cincuenta de mi bolsillo.
No hizo falta que dijese nada, el brillo de avaricia de sus ojos respondió sin que hiciese falta que Antonio abriese la boca.
—No te preocupes. Lo que hablemos quedará entre tú y yo. —lo tranquilicé— Solo queremos saber si has visto alguna vez a este hombre. —dije mostrándole la foto de John en el móvil.
Había dejado de llover. Antonio plegó el paraguas, observó la imagen y nos miró atentamente disfrutando de la impaciencia de mi joven compañera. Luego volvió a echarle un nuevo vistazo antes de volver a hablar:
—Me suena, pero no sé...
Yo no respondí nada y le alargué el par de billetes que recogió sin molestarse en disimular al hacerlo.
—Deja que piense... ¡Ah! Sí, creo que empiezo a recordar.
—Toma unas pocas más de vitaminas, vienen bien para la memoria. —dije alargándole un par de billetes de veinte.
—No sé.
—No intentes timarme, piojo. ¿Hace falta que les hable del chiringo en el que trabajas a antivicio o mejor aun, al canal de televisión que tú y yo imaginamos? Yo que tú no intentaría pasarme de listo. —aquel gilipollas cada vez me caía peor.
—¡Oh! Ahora recuerdo. —respondió consciente de que no convenía enfadarme—Era uno de los asistentes a las subastas, no tiene buena pinta, ¿Le ha pasado algo?
—Intentó aguantar la respiración en la piscina durante tres horas. Cuenta.
—No hay mucho. Entraba y se colocaba entre los que pujaban en la subasta, pero nunca intervenía en la puja. Parecía esperar algo.
—¿Qué era lo que esperaba? —pregunté empezando a pasear a su lado con Gracia siguiéndonos atenta unos pasos por detrás.
—Aparentemente su chica perfecta. —replicó él encogiéndose de hombros.
—¿Y la encontró?
—Lo único que sé es que un día apareció una mujer queriendo subastar su virginidad y lo que normalmente era una subasta más, se convirtió en una locura.
—¿Qué pasó? ¿No se subastan vírgenes a menudo?
—La verdad es que más a menudo de lo que te creerías, pero esta era diferente. Debía rondar los treinta y además de ser una belleza de ojos grandes y grises, procedía de una familia de la nobleza. Según contó el subastador había sido criada en la fe católica, en su vertiente más rancia y había estado esperando a su príncipe azul hasta que se dio cuenta de que se estaba haciendo vieja y no había tenido nunca una experiencia sexual. Para más INRI su familia había hecho unas cuantas inversiones bastante desafortunadas y pasaban por un momento delicado.
—Me suena a rollo patatero. —dije yo desenvolviendo un chicle y metiéndolo en la boca— ¿Qué pasó?
—Bueno, el tipo, que hasta ese momento no había pujado por ninguna mujer, intervino en el último momento, cuando estaban a punto de adjudicar a la chica al presidente de una de las constructoras más grandes del país, precisamente el hombre que le había introducido en el club. En ese momento se desató un duelo que acabó con tu hombre llevándose a la chica y dejando al empresario con un palmo de narices.
—Me imagino el cabreo del hombre, —dije pensando si un tipejo de aquella calaña sería capaz de matar solo porque le han quitado la puta— Por cierto...
—Lo siento, nada de nombres. —dijo Antonio con un gesto que no daba ocasión a la réplica.
—¿Ni siquiera el de nuestro hombre?
—La verdad es que no lo sé. Se hacía llamar John Smith, yo no veo los cheques y en mi presencia no dijo una palabra más de las estrictamente necesarias.
—¿No puedes decirme nada más?
—Poco más. En cuanto pagó la puja acordada, cogió a la mujer por la muñeca y se la llevó a una de las habitaciones mientras el resto de los presentes empezaban a pujar por otra mujer. No sé lo que harían, pero no salieron de allí hasta bien entrada la mañana siguiente.
—¿Y la mujer? ¿Sabes su nombre o puedes decirme dónde puedo encontrarla? —le pregunté intentando conseguir algo más de rentabilidad por mi inversión.
—No sé su nombre, pero el otro día me encontré el constructor, el que perdió la apuesta y me dijo que la joven ahora trabajaba en el Isis. La mejor casa de putas de todo Madrid, en la antigua nacional sexta aproximadamente...
—Sé perfectamente donde está. —le interrumpí de nuevo.
—Creo que allí hace llamarse Penélope.
Curioso nombre, pensé para mí. De todos los nombres posibles aquella mujer había elegido el de la mujer de Ulises, la que había esperado la llegada de su marido, espantando moscones, mientras él echaba veinte años para recorrer poco más de ochocientos kilómetros.
El hombre siguió hablando un rato, con la esperanza de sacar algún billete más, pero no dijo nada interesante. Finalmente la conversación se agotó y tras un apretón de manos apresurado, nos marchamos.
—Bueno, creo que no ha estado nada mal. —dije cuando entramos en el coche— Ahora tenemos otra mujer y otro posible sospechoso.
—No sé, No veo a un hombre matando a otro por una prostituta. —dijo Gracia poniendo el contacto y arrancando el coche justo cuando comenzaba a llover de nuevo.
—No es cuestión de furcias, niña, es cuestión de orgullo. John humilló a ese tipo en medio de toda la parroquia allí reunida. No debió de sentarle nada bien. Creo que deberíamos intentar localizar a ese tipo.
La lluvia volvió a empezar a caer y pronto se convirtió en un fuerte chubasco de granizo que en poco tiempo cubrió el asfalto de una fina y resbaladiza capa blanca. Gracia moderó la velocidad hasta casi pararse por completo. El granizo golpeaba la chapa del Toyota ahogando cualquier ruido e impidiendo cualquier conversación.
Yo aproveché para recostarme en el asiento y dejar que la joven policía me llevase de nuevo a la oficina. Aquel tipo era realmente escurridizo. Nadie parecía conocer nada de él aparte de que le gustaban las putas caras. Lo único que podía hacer era seguir las miguitas de pan con la esperanza de que una de ellas me llevase a su asesino. Hasta ahora no podía decir que faltasen sospechosos, pero ninguno parecía tener un móvil serio.
Gracia carraspeó para indicarme que habíamos llegado. Eché un vistazo al reloj. Eran casi las siete y media así que quedé con ella para el lunes en la oficina y me dirigí chapoteando a mi moto.
Esta nueva serie de Smallbird consta de 18 capítulos. Publicaré uno a la semana. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:
https://www.amazon.com/El-Enamoraputas-Spanish-Alex-Blame-ebook/dp/B01NARKX6P
Un saludo y espero que disfrutéis de ella