Smallbird y el enamoraputas: Capítulo 3
Luz la Luminosa ilumina a Smallbird. También podría haber publicado este capítulo en estas categorías: Autosatisfacción, fantasias eróticas, dominación.
3
Me levanté al día siguiente sin recordar muy bien como había llegado a la cama y con un espantoso dolor de cabeza. Mi primer instinto fue echarle la culpa al garrafón, pero tras el vino de la cena y cinco copas de propina, y teniendo en cuenta que ya no era un veinteañero, era de lo más normal que aquella mañana me levantara hecho un guiñapo.
Me arrastré como pude hasta el baño y solo después de dos paracetamoles y una ducha fría volví a sentirme vagamente humano. Afortunadamente, antes de quedar inconsciente, tomé la precaución de apuntar los datos de la stripper y el garito dónde bailaba en una de las servilletas del bar donde terminamos bebiendo.
Esperaba sinceramente que el hombre hubiese llegado bien a casa, me llegaban a la mente confusos flashes en los que el camarero del bar forcejeaba con Emilio, intentando convencerle de que dejara el coche y cogiera un taxi para irse a casa.
Cuando llegué a la oficina, el paralizante dolor de cabeza se había convertido en una especie de nubarrón que aplastaba mi ánimo y al ver la cara de sufrimiento de María sentada en la pequeña recepción no aguanté más y la dije que pasara a mi despacho.
—Se que no eres el tipo de mujer que le gusta compartir sus problemas con los demás, —le dije ordenándola que se sentara— pero dejarlos dentro para que te minen y acaben por explotar no suele ser una buena solución. Te lo digo por experiencia, no hay nada peor.
—Lo siento, pero yo no...
—Nada de disculpas, me vas a decir lo que te pasa y si no puedo ayudarte al menos te escucharé y te garantizo que cuando salgas de este despacho verás tu problema de una manera distinta.
Ella me miró a los ojos y dudó unos instantes. Aquellos ojos verdes se empañaron con las lágrimas, yo me limité a sostenerle la mirada y esperar. Percibí la lucha de la mujer, allí sentada, con las manos crispadas sobre el regazo, debatiéndose, paralizada por la duda.
—No voy a juzgarte. —dije en tono suave—Tan solo voy a escucharte y ofrecerte mi ayuda si sirve de algo.
—Es mi ex. —dijo ella dejando que dos solitarias lágrimas corrieran por sus mejillas—Lo detuvieron ayer y aunque no le dejaron hablar conmigo, sí pudo hacer que me avisaran. No sé qué hacer.
—Vaya, esto sí que no me lo esperaba. —repuse yo un poco descolocado.
La verdad es que apenas sabía nada del exmarido de María. Solo que habían estado casados durante trece años. Durante todo aquel tiempo, nunca había tenido un trabajo fijo y se había dedicado a trapichear con objetos robados. De repente, de un día para otro, la había dejado de improviso, con dos niños a punto de entrar en la adolescencia y con una mano delante y la otra detrás.
Cuando se divorciaron, ella se quedó la casa y de paso la hipoteca. A pesar de que todo el mundo sabía que vivía a cuerpo de rey con una nueva novia, más joven y delgada que ella, en el divorcio se declaró insolvente. Se vio obligada a pedirle dinero a sus padres para terminar de pagar el piso y buscó trabajo infructuosamente hasta que por casualidad acabó en mi despacho.
—¿Puedo preguntar de qué le acusan? —pregunté yo animándola a hablar con un gesto.
—No lo sé muy bien. Parece ser que de algo relacionado con terrorismo. Sé que Fernando ha hecho muchas tonterías, pero no es ningún terrorista. En el fondo no es tan mala persona. —respondió ella entre lágrimas— ¿Qué les voy a decir a mis hijos?
Lo que debía haberle dicho era que dejase que metiesen a ese tipo en el trullo y tirasen la llave, pero ver sufrir a aquella mujer de esa manera me partía el corazón.
—Sabes que he sido policía mucho tiempo y tengo que decir que cuando se detiene a alguien y se le aplica la ley antiterrorista tienen algún tipo de prueba sólida.
—No sé. Yo solo sé que mientras estuvo conmigo mostró un montón de defectos, pero la violencia y el extremismo no eran ninguno de ellos. Tiene que haber algún tipo de error...
—No quiero darte falsas esperanzas, pero puedo hacer un par de llamadas e intentar averiguar algo. Aun me queda algún amigo en la policía. Quizás me pueda decir que está pasando con tu exmarido.
—¿De veras? —preguntó María abriendo los ojos sorprendida y esperanzada— ¿Harías eso por mí?
—Por supuesto. Lo haré encantado, ahora enjúgate esas lágrimas y vuelve al trabajo. —dije dándole un pañuelo y acompañándola a la puerta del despacho— Mientras tanto yo intentaré averiguar algo y luego veremos que se puede hacer.
—Gracias, jefe no sé como agradecértelo.
—Soy yo el que tiene que dar las gracias por tenerte aquí. Ahora, tranquilízate y espera acontecimientos. Lo principal es que los niños no te vean nerviosa o agitada.
La mujer se fue de mi despacho un poco más aliviada. La observé alejarse, meciendo sus caderas, sintiendo un pequeño ramalazo de deseo. ¿Qué coños tenían las mujeres en apuros que me parecían tan atractivas?
Sacudí la cabeza para despejarla y de paso agudizar ligeramente mi dolor de cabeza. Con un suspiro me incliné sobre el ordenador y empecé a elaborar el primer informe para Svetlana.
No tenía mucho que contar, pero expliqué con todo detalle lo que había hecho hasta el momento. Para terminar adjunte copias de todas las facturas, incluida la del bar de la noche anterior que era bastante abultada.
Para cuando terminé y se lo pasé a María para que lo editase, corrigiese mis innumerables faltas de ortografía y se lo enviase por correo electrónico, había pasado el mediodía.
Salí de la oficina y tras comer algo un restaurante de comida rápida me dirigí a mi antigua comisaría.
Me detuve un instante ante las puertas. Una avalancha de recuerdos, buenos y malos, me asaltaron paralizándome. Finalmente cogí aire con fuerza y entré en el edificio.
Nada había cambiado. Los mismos escritorios descantillados, los mismos ordenadores de los años noventa y ni siquiera se habían molestado en reparar el aire acondicionado.
—Hombre, ¿Qué tenemos aquí? —dijo el comisario saliendo de su despacho en cuanto me vio— Me preguntaba cuando demonios te ibas a dejar caer por aquí.
—Hola, jefe. —dije sin poder evitar repetir el saludo que había realizado durante casi veinte años.
—¡Eh, chicos! ¡Mirad lo que ha traído el gato!
Todos volvieron sus cabezas hacia mí. En cuestión de segundos estaba rodeado por mis antiguos colegas acosado por sus abrazos y sus preguntas, recordándome porque no había vuelto a aquel lugar desde que me vi obligado a dejar el cuerpo de policía.
En los siguientes minutos averigüe que Carmen me había sustituido al frente de mi antigua unidad y que Gracia, después de haber demostrado su valor en aquel equipo, había conseguido el traslado a homicidios y se movía por la oficina intentando disimular su bisoñez.
Con alivio, observé cómo se deshacía el tumulto a mi alrededor. Agradecía que todos me recordaran y me echaran de menos, pero no había venido solo para saludar así que le pedí al comisario charlar un rato en privado.
—Así que ahora eres un detective privado. —dijo Negrete sentándose tras el escritorio— No te imagino persiguiendo maridos lujuriosos y tipos que estafan al seguro...
—Sí, bueno, la verdad es que no es como en una novela de Sam Spade, pero me permite sacarme un extra para completar la pensión y me mantiene entretenido.
—Está bien, ¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó el comisario sin más rodeos.
—La verdad es que es un asunto delicado. El exmarido de una cliente ha sido detenido y nadie quiere decirle por qué. El caso es que, por lo que he podido averiguar, le han aplicado la ley antiterrorista y no le dicen nada.
—Ya sabes cómo son los de la brigada antiterrorista. No les gusta nada que meta nadie el hocico en sus asuntos.
—Lo sé, y no te lo pediría si no fuese una cosa de vida o muerte. La mujer depende de la pensión que le pasa el hombre y no tiene muchos recursos, así que necesita saber si los cargos son serios. —mentí descaradamente.
—No sé. Casi hubiese preferido que hubieras venido solo de visita, pero bueno, intentaré averiguar algo y ya te llamaré. —dijo Negrete frunciendo el ceño— Dame los datos de ese idiota. Pero que sepas que este es último favor de este estilo que te hago. No quiero verte por aquí todos los días mariposeando y esperando que nosotros hagamos tu trabajo.
Deshaciéndome en agradecimientos le di los datos del ex de María junto con mi teléfono y me despedí esperando no provocar demasiados problemas con mi petición. No quería tener al comisario de mala hostia, ni aun trabajando a más de un kilómetro de allí.
Salí de la comisaría y monté de nuevo en la Ducati. Cuando me alejé de allí sentí una pizca de resentimiento. Mi sitio estaba allí, no persiguiendo a delincuentes de tres al cuarto. Aceleré y me colé a toda velocidad en el tráfico vespertino, intentando alejar viejas imágenes del pasado de mi mente.
Volví a casa para cenar algo, ducharme y ponerme algo más adecuado para ir a un bar de striptease.
El interior del local era tan oscuro como la noche que había caído fuera. Solo unas pocas luces iluminaban el escenario, donde un par de mujeres balanceaban sus enormes pechos operados al ritmo de la música.
En el aire flotaba un tenue aunque persistente aroma a marihuana que invadía todo el local. Me acerqué a la barra, aun casi desierta y pedí una copa al camarero.
—Me han dicho que tenéis una atracción especial. —dije acercando mi cara al oído del camarero para superar el ruido de la música.
—¡Oh! Sí. —dijo el camarero— vienen de todas partes para ver a Luz la Luminosa.
—¿Actúa hoy? —pregunté.
—Todos los días excepto los jueves. —respondió el hombre guiñando un ojo— Tardará aun un poco, pero merece la pena. Yo que usted buscaría un lugar un poco más cerca del escenario si no quiere perderse nada del espectáculo.
Al principio no entendí muy bien las palabras del camarero. En ese momento había apenas media docena de personas que miraban con aire aburrido a las bailarinas, pero pasados cuarenta minutos, la gente comenzó a acudir primero de uno en uno y más tarde en bandadas, como los cuervos al aroma de la carne fresca.
Para cuando la estrella apareció, el local ya estaba de bote en bote. Luz apareció vestida con un vaporoso vestido de gasa azul, del mismo tono que sus ojos. La parroquia respondió a su guiño con una estruendosa ovación.
Afortunadamente había hecho caso al camarero y cuando las luces la enfocaron pude apreciar el pelo rojo y suavemente rizado, los ojos grandes y azules, la nariz pequeña y los labios gruesos y jugosos como fresas salvajes desde un lugar privilegiado. El cuerpo que se adivinaba a través del tenue vestido de gasa era esbelto, con unos pechos tersos y firmes del tamaño de grandes pomelos, pero lo que más me llamó la atención fue su piel pálida y cremosa como la leche y de aspecto tan frágil y fino como el papel.
A pesar de reconocer que la mujer era de una belleza poco común, no entendía muy bien el por qué de tanto revuelo. La observé bailar del mismo modo cansino y ausente que sus anteriores compañeras mientras iba quitándose la ropa poco a poco hasta quedar totalmente desnuda.
Seguía sin comprender dónde coños estaba la gracia en aquella actuación cuando Luz se tumbó ante todos los presentes y metió las manos entre sus piernas, acariciando con suavidad el exterior de su sexo.
En cuestión de segundos pude ver como los labios de la vulva se hinchaban y abrían tomando un color rosado que destacaba contra la palidísima tez de la estríper.
Justo en ese momento, casi todas las luces se apagaron, solo algunas quedaron encendidas tras la joven, perfilándola suavemente y dejando el resto del local en penumbra. Todo el mundo rugió. Yo entendía cada vez menos, estaba a punto de preguntarle a un tipo gordo que gritaba sudoroso el nombre de la mujer una y otra vez en aparente éxtasis, cuando en ese mismo momento, una luz se encendió.
La estríper sostenía una especie de linterna en su mano derecha. Al principio su forma no me llamo la atención hasta que la acercó a su boca y le pegó un lametón. El artefacto era un dildo de considerables dimensiones, con lo que parecía una luz de intensidad regulable en el extremo.
A medida que lo iba lamiendo, la intensidad del destello fue aumentando hasta que todo los presentes nos vimos obligados a guiñar los ojos. Con un movimiento lento y pausado comenzó a meterse el aparato en la boca. La luz atravesaba la fina y pálida piel de la joven de forma que todos los presentes pudimos ver como el consolador avanzaba por su boca hasta quedar profundamente alojado en su garganta.
La intensa luz permitía ver como la joven había abierto sus mandíbulas hasta casi desencajarlas y su lengua no paraba de moverse, lamiendo toda la longitud inferior del artefacto.
Tras lo que me pareció una eternidad, Luz extrajo de su boca el consolador poco a poco, con un largo suspiro. Todos los presentes observamos como las costillas de la mujer se marcaban en la piel al aspirar intensas bocanadas de aire y aplaudimos. Los que estábamos en primera fila tuvimos que reprimirnos para no lanzarnos sobre ella. Tras bajar la intensidad del destello del aparato, lo embadurnó con una gruesa capa de saliva y lo observó unos instantes ante el atronador aplauso del público.
Con un guiño dirigido a toda la parroquia, la joven pelirroja se sentó de cara a sus espectadores, con las piernas abiertas y acercó el aparato a sus ingles, acariciando el pubis totalmente depilado con él. El aparato comenzó a vibrar y la mujer lo fue desplazando desde el pubis a las zonas más sensibles mientras se acariciaba los pechos y los pezones con la mano libre.
En ese momento la mujer comenzó a gemir olvidándose aparentemente de que una multitud de hombres babeantes la observa embelesada.
La luz del dildo comenzó a intensificarse de nuevo, justo antes de entrar en el interior de la mujer. Luz gimió y se estremeció, mientras que toda la parroquia observaba con la boca abierta como la el intenso haz de aquel trasto lograba traspasar la fina piel de la mujer revelando la fina red de vasos sanguíneos que palpitaba bajo ella.
A medida que la estríper metía y sacaba el artefacto de de su cuerpo, los que estábamos en primera fila, veíamos como los capilares se hacían más numerosos y gruesos a consecuencia del aumento de flujo provocado por la excitación.
En ese momento la joven cogió el aparato con las dos manos y comenzó a apuñalarse con todas sus fuerzas gimiendo y gritando cada vez con más fuerza mientras la luz del dildo cambiaba de color. Luz se tumbó de lado para que todos pudiesen apreciar mejor aquel espectáculo.
La gente comenzó a jalear a la mujer cada vez que se introducía el consolador hasta el fondo. Cuando me di cuenta me encontré levantando el brazo y acompañando cada golpe de dildo con un alarido gutural.
Con un último golpe más fuerte y profundo que ninguno Luz se corrió. Todos los capilares se retorcieron y palpitaron recibiendo una incontenible avalancha de sangre para a continuación vaciarse totalmente, así una y otra vez mientras la joven se estremecía y gritaba asaltada por intensas oleadas de placer.
Cuando la mujer se estremeció por última vez, el aparato parpadeó y se apagó, aparentemente tan exhausto como ella. Todos los presentes rompieron en un estruendoso aplauso mientras las luces del escenario se encendían y la mujer se levantaba y saludaba antes de desaparecer entre bastidores.
La gente se apartó del escenario y se dirigió en masa a la barra para apagar el calentón a base de cerveza helada. Yo aproveché el momento de confusión y me colé en el pasillo que iba hacia los camerinos; no llegué muy lejos.
—¿A dónde te crees que vas, Romeo? —dijo un tipo tamaño armario ropero interponiéndose en mi camino.
—Solo quiero mostrar mi admiración a Luz con respeto, nada más. —dije alargando un billete de veinte euros y metiéndoselo al hombre en el bolsillo de la camisa— Si consigues que me admita, tendrás otro de cincuenta.
El segurata miró el segundo billete que agitaba en mi mano y tras pensarlo un segundo, abrió una puerta y desapareció tras ella. Transcurridos unos instantes, en los que pude escuchar una corta discusión, la puerta se volvió a abrir y el gorila me hizo señas de que pasase.
Me escurrí a su lado en dirección al camerino. El hombre me paró el tiempo suficiente para que le diese el segundo billete y me franqueó el paso, no sin decirme antes que si oía la más pequeña queja del otro lado de la puerta, me sacaría a hostias del local.
La joven me estaba esperando sentada, fumando y con el codo apoyado en el tocador. Al mirarla no pude evitar pensar en que su pose era deliberada, desnuda salvo por una bata cruzada de satén azul.
La bata estaba atada de manera estudiadamente descuidada, de forma que en la parte superior se formaba un profundo y estrecho escote que llegaba casi a la cintura y en la parte inferior había resbalado hacia atrás al cruzar Luz las piernas dejando a la vista todo su cremoso esplendor.
—Hola, me ha dicho Mark que eres un ferviente admirador. Aunque no veo el ramo de rosas por ninguna parte. —dijo la mujer dando una calada al cigarrillo.
Luz apartó el cigarrillo y frunciendo los labios soltó el humo de forma teatral mientras me echaba un detenido vistazo.
Por la expresión estoy seguro de que no quedó demasiado impresionada. Acercó de nuevo su boca al filtro manchado de carmín y me lanzó una mirada interrogativa.
—La verdad es que he de reconocer que me has impresionado, tu numerito es insólito.
—Tan insólito como lo es mi enfermedad. Un día dejé de lamentarme y pensé como sacarle rentabilidad a una piel casi transparente. —replicó la estríper extendiendo la palma de su mano y elevándola hacia la bombilla del techo.
—Fascinante, —repliqué yo observando como la luz atravesaba la mano de la mujer revelando su estructura como en una clase de anatomía— pero la verdad es que he mentido un poco a ese gorila y he venido por otro tema. —dije mostrándole mi identificación de detective privado.
La estríper la miró primero con interés y luego cuando vio que no era una placa de policía con un pelín de desprecio.
—Ya sé que no soy poli, ni te puedo obligar a nada, pero a diferencia de ellos yo no tengo que justificar gastos, —dije poniendo un billete de cincuenta sobre el tocador— ni estoy obligado a denunciar ninguna... transgresión de la ley que no me afecte directamente.
—Vaya, —dijo la mujer tapándose las piernas con la bata— ¿Y qué se supone que yo sé que tú puedas querer saber?
—Hay un hombre, visitó este establecimiento, moreno, alto y delgado, mediana edad... y forrado. Vino a verte hace un par de meses, probablemente con muchos más billetes que yo.
—Mmm, sí, lo recuerdo. —dijo la mujer cogiendo el billete e intentando fingir indiferencia sin mucho éxito.
—¿Qué me puedes decir de él?
—No mucho, solo que tenía un montón de dinero y no sabía en qué gastarlo. —respondió Luz dando una nueva calada a su cigarrillo.
—Dinero que seguramente ya habrás gastado... —repliqué yo mostrándole un nuevo billete, esta vez de doscientos euros.
La mujer lo miró con un destello de avaricia y yo miré las volutas de humo aspirando el aroma del Chester, viejo conocido. Luz estrujó el cigarrillo en el cenicero y alargó la mano para coger el billete.
—Quiero que me cuentes toda la historia. —dije poniendo mi dedo índice sobre el billete y solo soltándolo cuando tuve un signo afirmativo de la estríper.
—De acuerdo, le contaré todo. John vino a verme, pero fue hace seis semanas exactamente:
Aquella noche hice mi numerito como siempre y me retiré rápidamente a mi camerino. Cómo hoy, Mark me dijo que tenía una visita y sin pedir permiso dejó pasar a aquel hombre.
Como dices, era alto y delgado, de tez morena e impecablemente vestido. Exudaba elegancia y dinero por todos sus poros, pero lo que más llamó mi atención eran sus ojos grandes y oscuros de mirada melancólica.
Mark cerró la puerta y nos dejó a solas, cara a cara. El desconocido se quedó a la puerta y observó mi cuerpo, primero con interés y luego con la mirada perdida antes de sentarse frente a mí en la silla que le había ofrecido.
No se anduvo por las ramas y me dijo que había venido un par de veces, que era una mujer muy hermosa y que tenía un número excelente. Yo respondí con falsa modestia mientras encendía un cigarrillo nerviosa y me preguntaba a dónde demonios quería llegar aquel hombre.
—Quiero que me acompañes. —dijo él sin rodeos ofreciéndome un fajo de billetes sin contarlos.
Yo sí que me paré y los conté, había más de dos mil euros. Le miré. No me lo esperaba de ese tipo de hombres, así que no pude reprimirme y le pregunté.
—¿Así? ¿Sin más? Yo me imaginaba que sería un poco diferente. Ya sabes, flores, notitas y esas cosas.
—Bueno, —dijo cruzando las piernas— es cierto que podría invitarte a cenar o a una noche en la ópera, después te llevaría a un lugar discreto e íntimo y haríamos el amor, pero creo que eres una mujer más directa y yo tengo mañana un vuelo a Amman.
—No sé —dije intentando fingir que ni el hombre, ni aquel montón de pasta, me interesaba— El que haga un número no quiere decir que sea una vulgar prostituta.
—Yo no digo que seas una vulgar prostituta. —dijo él soltando otro fajo que aparentaba ser más grueso aun— En mi opinión eres la prostituta más deseable del mundo.
Le eché un nuevo vistazo, intentando valorar si aquel hombre era un derrochador o un perturbado, pero el tercer fajo de billetes terminó por convencerme y tras meter el dinero en el bolso, nos despedimos de Mark y salimos del local.
Monté en el deportivo y partimos en dirección a su casa...
— Un momento, ¿Un deportivo, dices? ¿No te llevó en un coche grande?¿Su casa? ¿Dónde?...
—Sí, era un deportivo, estoy segura...
—Y la casa. ¿Sabes dónde estaba la casa?—pregunté impaciente.
—Me temo que no puse mucha atención. Me dediqué más a mi cliente, ya sabes, no soy una puta, pero por ese dinero, él era el centro de todas mis atenciones.
—Sí sí, —repliqué ansioso— ¿Pero no puedes decirme nada del coche o la casa?
—¿Quieres que te cuente la historia o no? —preguntó ella irritada.
Monte en el coche, un deportivo de color azul, muy ruidoso, aunque era un Ford, jamás había visto uno parecido. — continuó tomando mi silencio como un sí— No sé muy bien donde fuimos solo que cogimos la M40 durante unos veinte minutos y nos desviamos por una carretera estrecha justo entre una gasolinera de Cepsa y una fábrica de placas solares que me llamó la atención por lo iluminada que estaba.
La carretera era revirada y en pocos minutos estábamos subiendo por un lugar apenas habitado. Giramos una última vez a la izquierda y entramos en un camino privado. Tras pasar una garita con un guardia de seguridad que saludó a mi cliente servilmente, entramos en una pequeña urbanización con apenas una docena de espectaculares mansiones.
Nos desviamos de la calle principal y terminamos entrando en una finca con un discreto seto de casi dos metros de altura. El coche se deslizó durante unos veinte metros por un sendero de grava hasta terminar frente a la puerta de una casa moderna, no muy grande.
Al salir del coche pude ver el impecable jardín y la enorme piscina climatizada justo frente a uno de los porches del edificio.
—¿Sabes que he ido varias veces a ver tu actuación? Te he observado. Para mí es muy importante ver que mi... compañera casual, disfruta lo mismo que yo. Y creo que sabrás apreciar lo que he preparado para ti. —dijo quitándose la corbata de seda y tapándome los ojos con ella.
A continuación me cogió del brazo y me guio al interior del edificio. Mis tacones resonaron sobre el suelo de mármol. Tras unos segundos se paró frente a mí y me dio un beso suave. Yo respondí colgándome de su cuello y devolviéndole el beso con la misma suavidad. Nuestras lenguas se juntaron mientras el posaba las manos sobre mis caderas.
Poco a poco fue subiendo las manos por mis costados y mis axilas. Con suavidad cogió mis brazos y siguió avanzando por ellos, acariciándolos con suavidad a la vez que me los levantaba hasta que, con un movimiento rápido, apresó mis muñecas y me las esposó a algún lugar por encima de mi cabeza.
Un escalofrío de miedo recorrió mi cuerpo. En realidad no sabía nada de ese hombre excepto que estaba forrado. Él se dio cuenta y me dio un beso mientras reía quedamente. Yo me revolví e intenté patearle, pero fue más rápido que yo y solo logré golpear el aire con mis zapatos.
Transcurrieron un par de minutos en los que estuve forcejeando inútilmente con mis ligaduras, con la piel de gallina, temiendo que aquel hombre se abalanzara sobre mí en cualquier momento.
Tras un par de minutos me agarró por la espalda. Yo intenté resistirme, pero el filo de un cuchillo en mi vientre y un susurro me obligaron a quedarme quieta como una estatua.
Besándome la oreja deslizó el cuchillo bajo mi blusa con la parte roma de la hoja contra mi piel. Con movimientos rápidos y secos iba cortando cada uno de los botones de mi blusa a medida que subía por mi torso. Poco a poco el miedo fue dando paso a la curiosidad y la excitación.
Cuando terminó se dirigió hacia mis axilas. El frio filo me hizo cosquillas mientras cortaba la tela de las mangas de mi blusa como si fuese de mantequilla. En cuestión de segundos me había desprendido la blusa que cayó al suelo hecha girones. Tras unos segundos, mi minifalda y la ropa interior siguieron el mismo camino.
A pesar de tener los ojos vendados, sabía perfectamente que estaba observando mi cuerpo. Incapaz de contenerme me exhibí ante él con descaro, tensando los músculos de mis piernas y mi culo, balanceando mis pechos y mordiéndome el labio inferior sin dejar de sonreír.
Tras unos segundos de suspense se acercó a mí y levantó una de mis piernas, acariciándola con suavidad antes de pasar lo que me pareció un trozo de cuero. Cuando me levantó la otra pierna e hizo lo mismo, me di cuenta de que estaba colocándome en alguna especie de arnés.
Finalmente tiró del nudo de la corbata y pude ver lo que había a mi alrededor. Estaba en una estancia que ocupaba prácticamente todo el espacio de la planta baja. La decoración era minimalista. Apenas había un par de sofás, un gigantesco plasma que colgaba del techo y una cocina con lo básico en la esquina que daba al porche principal. La luz de la luna y las estrellas se colaba por los ventanales iluminando la estancia con un resplandor lechoso que hacía que mi piel adquiriese una palidez casi sobrenatural.
John me miró a los ojos, me acarició, la cara con las yemas de sus dedos y me besó, justo antes de colocarme una mordaza. Indefensa como me encontraba solo pude emitir una tímida protesta antes de que una bola flexible y suave ocupase mi boca. Miré a mi cliente con furia e intenté pedirle que me quitase la mordaza, pero solo salió un húmedo balbuceo. Frustrada, mordí con inquina la pelotita sin dejar de pensar que lo peor estaba aun por llegar.
Efectivamente, del arnés salían unas cuerdas que pendían del techo. Con un par de tirones me vi izada del suelo con las piernas separadas y la cintura doblada de forma que mi sexo y mi culo quedaban totalmente expuestos mirando hacia él. Forcejeé y le insulté desde detrás de la mordaza ante la mirada divertida de mi captor.
Ignorándome se dio la vuelta y se acercó a uno de los escasos estantes que había adosados a la pared. Tras hurgar un momento en su interior se dio la vuelta mostrando lo que llevaba en las manos.
En la derecha portaba una fusta de cuero de aspecto aterradoramente doloroso, mientras que en la izquierda llevaba una pluma oscura.
—Tú eliges —le susurró al oído con la voz ronca, levantando alterativamente una y otra mano.
Aterrada me apresuré a elegir la pluma con una mirada.
—¿Será la elección adecuada? —Se preguntó John mientras se metía la fusta en el cinturón y acercaba la pluma a mi cuerpo desnudo e indefenso.
Con suavidad rozó mi cara con la pluma, proporcionándome un placentero cosquilleo. Con una sonrisa, fue deslizando la pluma por mi cuello, mis axilas y mis pechos. Cuando llegó a mi sexo el cosquilleo se había convertido en excitación.
Mi sexo se incendió casi inmediatamente y con las piernas abiertas y estiradas se abrió como una flor, dejando la entrada de mi coño a la vista. Las finas hebras de la pluma rozaron mi vulva, juguetearon con mi clítoris y penetraron con suavidad en mi coño abierto empapándose con mis jugos.
En los primeros momentos estuvo bien, con el paso del tiempo notaba como crecía la excitación, pero esta excitación nunca tenía alivio. Necesitaba algo que me ayudase a descargar todas aquellas sensaciones y a pesar de que John lo sabía, seguía acariciándome con suavidad, enloqueciéndome de deseo.
Lo único que podía hacer era gemir y morder la pelota con saña. Un hilo de saliva manaba de la comisura de mi boca y corría por mi barbilla cayendo entre mis pechos a la vez que otro hilo de flujos escurría de mi coño y goteaba en el suelo creando un minúsculo charco.
Con un carraspeo, mi captor apartó la pluma y volvió a mostrarme las dos opciones. Esta vez no lo dudé, necesitaba sensaciones fuertes, necesitaba descargar toda la excitación que estaba acumulando. Con un grito ahogado apunté mi mirada hacia la fusta.
—Sabía que esta vez elegirías adecuadamente. —me susurró al oído antes de apartarse unos centímetros y sacudirme el primer fustazo en la sensible piel del interior de mi muslo.
Fue como si un millón de pequeñas alfileres se me clavasen durante un instante en mi pierna. Grité y me retorcí, pero en el fondo una sensación de placer y alivio recorrió todo mi cuerpo.
Sin esperar ver si estaba de acuerdo o no, me rodeó y descargó nuevos fustazos en mi espalda y mi culo mientras yo saludaba cada uno de sus golpes con un grito. John espaciaba los fustazos con precisión, permitiendo que me recuperase lo justo antes de descargar el fustazo siguiente, haciendo que por toda mi piel recorriese un placentero hormigueo.
Cuando terminó, mi piel estaba recorrida marcas rojas, y el sudor corría en finos regueros por mi cuerpo dejando rastros de escozor allí donde atravesaba las erosiones causadas por sus fustazos.
John se retiró un poco con la fusta a la espalda, observándome como si fuera un cuadro que acabara de pintar. Tras dejar caer al suelo el infernal objeto, se acercó y enjugó con un pañuelo los gruesos churretones de rímel que manchaban mis mejillas producto de los lagrimones que habían corrido por ellas.
A continuación sus manos bajaron por mi cuerpo, acariciaron mis pechos y rozaron mi sexo, provocándome un estremecimiento. John sonrió, pero no siguió acariciándome. Ante mi vista sacó un pequeño rosario de tres bolas chinas del tamaño de pelotas de ping pong.
Con lentitud las metió en mi sexo un tras otra hasta que estuvieron todas alojadas en mi interior. Yo grité de placer, sobre todo cuando las extrajo de un tirón. Con mi sexo palpitando esperé que me las volviese a meter, pero tenía otros planes.
Acercó las bolas, ahora lubricadas con los jugos de mi sexo y las metió una a una en mi recto. Yo, indefensa, no pude hacer otra cosa que experimentar el doloroso calambre cada vez que una bola invadía mi ano y el relativo alivio cada vez que superaba el esfínter y se alojaba profundamente en mi culo.
Tras meter todas y cada una de las bolitas, dejó colgando un hilo y me dio unos instantes de tregua antes de penetrar mi coño con sus dedos. Esta vez no hubo prisioneros. Con dos de sus dedos dentro de mí y el pulgar acariciándome el clítoris comenzó a masturbarme con violencia.
Estaba tan excitada que no tarde en correrme, grité y me retorcí en el aire mientras él seguía masturbándome hasta que perdí todo control sobre mis esfínteres, regando el suelo con un potente chorro de flujos. En ese momento, cuando los últimos relámpagos de placer se estaban apagando, pegó un tirón del cordón que colgaba de mi culo sacando una de las bolas, provocándome un espasmo de dolor y nuevas oleadas de placer.
Cerré por un instante los ojos, pensando que todo había pasado. Sin embargo él no pensaba lo mismo. Con gesto serio se acercó a mí, acarició mi cuerpo y besó mi mordaza. Como por ensalmo me volvía a sentir inmediatamente excitada. Esta vez solo hubo caricias antes de que John se abriese la bragueta y sacase su miembro erecto de ella.
Cogiéndolo con la mano golpeó mi sexo con él, yo gemí excitada intentando con mis balbuceos conseguir que me penetrara. El fingía no entenderme y se limitaba a frotar su polla contra mis muslos, mi vulva y el exterior de mi coño sin llegar a penétrame más que unos pocos centímetros. Estaba intentando balancear mi cuerpo para hacer más profundo el contacto, sin conseguir ningún éxito, cuando me agarró las caderas y me metió la polla hasta el fondo de un solo empujón.
El placer fue tal que todo mi cuerpo se contrajo, John acaricio mis pies con los dedos totalmente encogidos y comenzó a follarme con golpes secos y profundos, cada vez más rápidos. Yo gemía y observaba como mi cuerpo se estremecía y vibraba con cada embate. Las oleadas de placer eran cada vez más intensas hasta que no pude contenerme más y me corrí de nuevo. John no tardó mucho más y mientras me sacaba el resto de las bolas con un tirón brusco, acompañó su eyaculación con dos salvajes empujones.
Tras unos instantes en los que nos apoyamos el uno en el otro jadeantes me quitó la mordaza y por fin pude besarle de nuevo. Nuestros labios se juntaron y nos dimos un largo beso sin apresuramientos.
A continuación me quitó el arnés y las esposas de mis muñecas y cogió mi cuerpo agotado y aun jadeante en brazos. Sin demostrar apenas esfuerzo, me llevó a través de la sala y me depositó suavemente sobre una cama.
A continuación, se tumbó detrás de mí y se dedicó a acariciar los rizos húmedos y rojos, pegados a mi frente y mi piel aun tremendamente irritada, hasta que me quedé dormida.
Me despertó tres o cuatro horas después. Estaba de nuevo impecablemente vestido. Me alargó un chándal amplio y suave que apenas rozaba mi irritada piel y me dijo que me vistiese que tenía el vuelo en un par de horas.
Minutos después me despidió en el club, dándome un extra por mi ropa destrozada y se alejó rumbo al aeropuerto...
—Y eso es todo. —dijo ella como saliendo de un sueño.
—¿Puedes decirme algo más? ¿Reconociste algo nuevo en el camino de vuelta? —pregunté esperanzado.
—Estaba aun tan agotada y dolorida que me limité a arrebujarme en el asiento trasero del coche y dormí todo el trayecto.
—¿Lo has vuelto a ver?
—No. Lo siento. Te he dicho todo lo que sé. —respondió ella con un gesto triste.
Me encogí de hombros por toda respuesta y me despedí dándole las gracias por su sinceridad aunque no estaba muy seguro de que todo aquel relato sirviese para algo más que para proporcionarme un severo calentón.
Me había dado la vuelta y estaba a punto de salir del camerino cuando noté como su mano se posaba sobre mi hombro.
—Si le encuentras... ¿Le podrías dar un mensaje de mi parte?
—Bueno, —dije dándome la vuelta— la verdad es que no soy una ONG. Si de veras quieres encontrarle tendrás que contratarme y no soy barato.
—¿Harías eso por mí? —preguntó sin poder ocultar su deseo.
—Lo que no te garantizo es que él lo responda.
—No importa, de todas formas tengo que intentarlo. —replicó ella esperanzada.
—Entiendo. Necesitaré un anticipo, bastará con... trescientos euros, eso servirá para los tres o cuatro próximos días. —dije yo con una mueca sardónica.
La mujer depositó los billetes que antes habían sido míos y añadió otro de cincuenta euros para completar mi contratación, no sin soltar un bufido de desaprobación.
—Perfecto, pronto tendrás noticias mías. —dije guardando los billetes en el bolsillo de mis vaqueros y dejando a la mujer sentada y pensativa en su camerino.
Salí del club de striptease, intentando que no se me notase la sonrisa. Cualquiera en mi lugar pensaría que aceptar el contrato con Luz me crearía un conflicto de intereses, pero tal como lo veía yo, si aquel hombre hubiese querido saber algo de aquellas dos mujeres, no le hubiese costado encontrarlas, así que yo me limitaría a localizar al tipo y él se encargaría de mandarlas a paseo. Mientras tanto, llenaría mis bolsillos. Era una suerte que el código deontológico de los detectives privados y el de los sinvergüenzas sean casi idénticos.
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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.