Smallbird y el enamoraputas. Capítulo 17

Smallbird recibe una pésima noticia.

17

El fin de semana lo pasé bebiendo whisky, terminando el informe del presunto cornudo e intentando averiguar algo más sobre el accidente que había acabado con la hija de Mirto. El constructor había sido bastante eficaz y había conseguido mantener el suceso alejado de las primeras páginas de los periódicos. Solo un blog dedicado al famoseo había profundizado algo más en el tema y se había hecho preguntas a las que no había obtenido ninguna respuesta relevante.

Al parecer la joven se había salido de la carretera sin causa aparente. Según el informe de la guardia civil al que habían tenido acceso explicaba que el Ford GT se había salido en una curva

no demasiado cerrada, sin

quitamiedos y se había estrellado contra un viaducto.

No había ningún signo de frenada y según los cálculos del perito el coche, se había estrellado a cerca de ciento cuarenta por hora. Una llamada anónima de alguien que enmascaraba su voz con un pañuelo

alertó del accidente. Cuando los servicios de auxilio llegaron no había nadie en el

lugar del siniestro. Sacaron a Gemma de entre los restos aun con vida, pero no llegó al hospital.

A partir de ahí todo se volvían habladurías. Busqué entre las noticias de los días siguientes y solo encontré en el mismo blog una foto en la que se veía el interior del Ford GT, que estaba siendo reparado en un taller especializado en deportivos de lujo. No eran agradables, pero no aportaban mucha más información. Pensé en curiosear un poco en el taller en cuestión para ver si habían encontrado algo sospechoso en el coche, pero cuando abrí el lunes el periódico mientras tomaba un café en el bar de la esquina, se me cayó el alma a los pies.

Estaba en la sección de sucesos, casi se me pasa por alto. Un coche se había salido de la m601 en una curva bastante cerrada y había caído por un terraplén dando varias vueltas de campana. De nuevo sin frenadas en la carretera.

Tambaleándome salí del bar y me dirigí a casa. Nunca había sido responsable de la muerte de nadie, ni siquiera indirectamente. Nunca se me hubiese pasado por la cabeza que el constructor pudiese enterarse de nuestra conversación. Cada vez que entraba en el restaurante me sentaba de frente a los grandes ventanales y vigilaba el exterior con atención. No había detectado nada, pero bien podía habérseme pasado, estaba acostumbrado a ser el cazador, no la presa.

Ahora, aquella joven hermosa, que nunca había tenido suerte en la vida, estaba muerta y en parte era por mi culpa. No podía dejar de pensar que si no me hubiese empeñado en hurgar en el caso, en contra de la opinión de todo el mundo, estaría vivita y coleando.

Cerré de un portazo y me dirigí directamente al mueble bar. Saqué una botella de Chivas de doce años y ni siquiera me molesté en buscar un vaso. El líquido ambarino fluyo corrosivo por mi garganta, pero no me proporcionó ningún consuelo. Eché otro trago y otro hasta que por fin el cerebro comenzó a embotarse y la cara de Malena se fue difuminando poco a poco en mi mente hasta convertirse en una nube amorfa y culpable. Aun así, cuando me fui al dormitorio vacié el resto de la botella antes de derrumbarme semiinconsciente sobre la cama.

Ya no recuerdo si fue el dolor de cabeza o el radiante sol del mediodía que se colaba por la ventana lo que me despertó, aunque lo más probable es que fuese el teléfono.

—¿Dónde diablos estás? —dijo María desde el otro lado de la línea— Costa lleva esperando cuarenta y cinco minutos por ti. Se me están acabando las excusas.

—Mierda. —dije carraspeando y escupiendo una flema en el lavabo— Estoy ahí en un cuarto de hora.

Cogí la moto y salí a toda velocidad. Con la cabeza latiéndome dolorosamente zigzagueé entre el trafico, ganándome pitidos e insultos y al final conseguí estar en solo dieciocho minutos en la oficina.

Sin preocuparme de disimular mis ojos inyectados en sangre, ni la peste a Whisky que exhalaba, me disculpé y saqué

el informe que había elaborado durante el fin de semana. Durante varios días había estado vigilando a su mujer y había descubierto que sus ausencias injustificadas se debían a que estaba preparando una fiesta especial para sus bodas de plata. Después de decirle lo más delicadamente que pude al señor Costa que había sido un estúpido,

recomendarle que le comprase un buen pedrusco y que pareciese lo suficientemente sorprendido como para no meterse en un lío, le despedí con una abultada factura.

El hombre se mostró tan aliviado como agradecido y sacando un fajo de billetes del bolsillo, me pidió que aquel negocio quedase entre los dos, más que nada para que no dejar ningún reflejo de la transacción en su cuenta bancaria y así evitar que su mujer pudiese enterarse.

Yo, como buen españolito le dije que no había problema y acepté su dinero a la vez que rompía la factura. Cuando el hombre se fue, conté de nuevo el dinero. En cualquier otro momento manejar aquel bonito puñado de billetes grandes y relucientes me hubiese causado un considerable placer, pero mis pensamientos estaban en otro lado.

María entró en el despacho con un par de aspirinas efervescentes burbujeando en un vaso. Abrió la boca, probablemente para echarme una soberana bronca, pero separé seiscientos pavos y se los puse en la mano antes de acompañarla fuera de mi despacho a la vez que le decía que no recibiría visitas por el resto del día.

Busqué en el cajón del escritorio, pero no hubo suerte, la botella de emergencia estaba vacía. Pensé en salir a buscar otra, pero ni siquiera me sentía con fuerzas para eso. No me podía sacar el rostro de Malena de la cabeza. ¿Cómo Mirto podía ser tan hijoputa? ¿Qué pasaría ahora con su hijo? Aquel cabrón destruía todo lo que tocaba y con toda probabilidad pronto ocuparía un puesto de responsabilidad en el gobierno. La sangre me hervía en las venas.

Deseaba destruirle, pero no tenía nada. Solo el testimonio de Malena podía reactivar la investigación y aunque le relatase a Carmen lo que ella me había contado, no serviría para nada. Necesitaba algo más, pero no sabía qué.

Llamé a Adolfo, un viejo amigo de Tráfico como último recurso. Si lograba demostrar que la muerte de la joven no había sido accidental, tendría algo con que presentarme ante Carmen. No hubo suerte, tras echar un vistazo al informe, me dijo que la guardia Civil lo había catalogado como un accidente. Según ellos la joven probablemente se había dormido y se había salido de la carretera. Como decían en el periódico, no había marcas de frenada y tampoco había señales de que hubiese habido otro coche implicado.

Cuando le pregunté si habían examinado el coche, Adolfo le dijo que habían hecho una inspección superficial, pero que como no había ningún indicio de delito, el juez había ordenado el levantamiento del cadáver y dejó que una grúa se llevara el coche al desguace.

—¿Sabes a qué desguace se lo llevaron?

—No, pero puedo averiguarlo si quieres. —respondió Adolfo.

—Te lo atardecería mucho.

Tras colgar el teléfono, miré el reloj. A aquellas horas Fermín estaría comiendo algo, así que

me recosté e intenté dormir un poco.

La siesta no me sentó nada bien. Me desperté cubierto de sudor con imágenes de Malena siendo violada y golpeada mientras yo miraba impotente.

Inconscientemente, eché mi mano al bolsillo donde solía llevar el tabaco. Me acerqué al escritorio y cogí un par de caramelos que tenía para los clientes y salí de la oficina masticándolos con furia.

Fermín estaba en su oficina terminando un yogur del tamaño de un balde.

—Hombre, Smallbird. Veo que has salido de juerga sin mí. —dijo el hombre fingiéndose ofendido— ¿Un fin de semana entretenido?

—Mejor que no preguntes.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó él sacando la ultima cucharada del

recipiente y tirándolo a la papelera.

—Una de tus clientas. Malena Vázquez.

—Mala suerte. Una chica muy guapa. Una pena.

—¿Le has hecho la autopsia?

—Solo he hecho el examen preliminar. Es Martes después de un puente, hay bastante trabajo pendiente.

¿Por qué estás tan interesado en la víctima de un accidente de tráfico?

—¿Has notado algo raro? —pregunté yo sin hacer caso de su pregunta.

—No, bueno, aparte de que la pobre está hecha papilla no he encontrado nada relevante. ¿Quieres verla?

—No gracias. —respondí deseando que el último recuerdo que tuviese de aquella chica fuese un cuerpo machacado— Si encuentras algo raro llámame, por favor.—le dije antes de despedirme.

Cuando salí del edificio me di cuenta de que no había probado bocado en todo el día. Miré

a ambos lados de la calle y descubrí un kebab unos cien metros más abajo. Entré y cogí la carta, como todos los platos me parecían iguales, elegí uno al azar y una cerveza grande.

La comida grasienta y las verduras ajadas me sentaron mejor de lo que esperaba y estaba a punto de pedir un segunda ración cuando me llegó un wasap de Adolfo con la dirección del desguace donde había ido a parar el coche de Malena.

El desguace estaba a un par de kilómetros de Pozo de Guadalajara. Miré el reloj. Si llegaba a tiempo antes de que cerraran, sería por los pelos. Pensé en dejarlo para el día siguiente, pero tenía la sensación de que si quería

sacar algo de aquel coche tenía que apresurarme. No era normal que hubiesen llevado el coche de Malena desde la sierra de Madrid a un pequeño desguace en la provincia de Guadalajara.

Parado allí estaba perdiendo el tiempo. No lo pensé más y cogiendo la moto me puse en camino. Una vez en la autovía de Valencia aceleré e intenté ganar todo el tiempo posible. El aire, golpeándome en el cuerpo y colándose por mi cazadora me hizo olvidarme un poco de el mundo. Así que me agaché un poco más y me concentré en disfrutar la cabalgada.

El establecimiento era un recinto de bloque, de doscientos por trescientos metros, con una pequeña nave justo a la derecha de la entrada y una máquina enorme justo detrás. La mitad del espacio estaba ocupado por vehículos en distinto estado, algunos estaban casi intactos mientras que otros parecía que había pasado una banda de termitas por encima de ellos.

Al fondo, detrás de una pequeña explanada libre de desperdicios, estaban los restos de la digestión de la gran máquina. Era curioso, los paquetes que formaba con los coches, fuesen estos grandes o pequeños, una vez procesados, eran todos casi del mismo tamaño.

—Buenas, ¿Qué desea? —preguntó receloso un tipo gordo, con un mono grasiento que algún momento había sido de color verde.

—Hola, me llamo Leandro Smallbird, soy detective privado y me gustaría echar un vistazo a un coche que llegó esta mañana.

El encargado me miró atentamente y luego miró el carnet que le enseñaba con aire no muy convencido.

—Por supuesto, me hago cargo que es casi hora de cerrar y estoy haciéndole perder el tiempo. Esto es por las molestias. —dije tendiéndole un billete de cincuenta.

El hombre manoseó el billete, asegurándose de que no era falso y tras una nueva mirada, me invitó a seguirle a la oficina.

—¿Puede decirme la matrícula? —preguntó el hombre acercándose a un ordenador que estaba más negro que el culo de un fogonero.

Le di los datos del coche y el hombre me miró arqueando una ceja.

—Me temo que no hay mucho que ver. Una lástima. El coche era siniestro total, y cuando digo total es total. No pudimos aprovechar nada y esta tarde lo hemos metido a la maquina. —dijo el hombre sin molestarse en mirar la pantalla del ordenador.

—¡Que eficiencia! —dije yo empezando a comprender porque habían llevado el coche tan lejos— ¿Puedo verlo de todas formas?

—Claro, sígame.

Salimos de la oficina y el hombre me guió hasta un montón de coches estrujados. Me mostró un cubo de chatarra arrugada cuyo color y marca coincidía. Eché un vistazo, pero rápidamente me convencí de que cualquier manipulación de aquel coche sería ahora imposible de detectar.

Tras unos segundos me giré y dando las gracias

abandoné el recinto, consciente de que no tenía nada. Estaba seguro de que si escarbaba un poco descubriría que el señor Jorge Mirto estaría relacionado con aquel establecimiento, pero solo era una prueba circunstancial más, una de las muchas que no me servían para nada.

Arranqué la moto y me alejé del lugar adelantando a un todoterreno negro que circulaba a apenas cincuenta kilómetros por hora.

Avancé por la estrecha carretera comarcal. El sol ya se había puesto y las luces del todoterreno quedaron rápidamente atrás. Mi mente volvió al caso, intentando encontrar un nuevo resquicio para reanimarlo, pero estaba clínicamente muerto. Tras un par de kilómetros el 4x4 había vuelto a ganar terreno e iba con las largas puestas.

Cabreado aumenté la velocidad, pero el todo terreno estaba cada vez más cerca. Pronto pude oír el ruido del enorme motor V8 incluso a través del casco. Era como si un tiranosaurio me estuviese respirando en la oreja.

Iba a hacerle un gesto para que quitase las luces por lo menos, pero entonces el todoterreno pegó un salto hacia delante. Si no hubiese estado mirando justo en ese momento por el retrovisor, probablemente me hubiese pasado por encima. Afortunadamente reaccioné instantáneamente, dándole gas a la Ducati que salió como un tiro.

La moto derrapó al entrar en la curva y estuve a punto de caer, pero sacando una pierna del estribo conseguí mantener el equilibrio y cambiando el mapa del motor en Corse salí disparado. El todo terreno se quedó atrás en la curva, pero recuperó algo en la siguiente recta. El tío que lo conducía sabía lo que hacía. Apenas conseguí despegarme unos cincuenta metros de él cuando llegamos a la autovía. Los siguientes veinte kilómetros fue una especie de carrera en la que procuraba mantener el todoterreno a una distancia prudencial tomando los menores riesgos posibles. El velocímetro marcaba casi doscientos cuarenta cuando el tráfico empezó a ser más denso. Con un suspiro de alivio reduje la velocidad

y me colé entre el tráfico, consciente de que me había salvado por los pelos. Cuando la circulación se paró finalmente, a la altura de Torrejón, me escurrí por el arcén y por fin pude respirar de nuevo.

Miré el reloj, había tardado menos de un cuarto de hora en hacer casi cuarenta kilómetros. Mientras me incorporaba a la M 30 pensé en el suceso. Estaba seguro de que había sido cosa de Mirto. Nunca creí que fuera a llegar tan lejos, pero era lógico. Ahora era yo la única amenaza que quedaba. Probablemente sabía que yo era el único que persistía en continuar con el caso.

Lo que no estaba seguro era hasta dónde estaba dispuesto a llegar para silenciarme. Se me pasó por la cabeza pedirle a Viñales o a Fermín pasar un par de noches en alguna de sus casas, pero eso supondría dar explicaciones y no me interesaba.

Decidí quedarme en casa, aunque antes me pasé por el

Melange, un pub en Villaverde. Lo conocía de mis tiempos de policía novato, cuando estuve destinado en la comisaria de la zona. Todos sabíamos que si necesitabas un arma sin registrar era el lugar adecuado. Hacía tiempo que no

pasaba por allí, pero por comentarios de mis compañeros, sabía que el mercadillo seguía activo.

Entre y pedí un Whisky, los pocos parroquianos que había a aquellas horas me miraron con curiosidad unos instantes antes de volver a sus bebidas. Le pregunté al camarero si estaba el jefe.

—¿Para qué lo quieres?

—Para bailar un chotis. A ti que más te da. —respondí yo con pocas ganas de dar explicaciones.

El tipo debió ver que no estaba para bromas y cogió un teléfono, Tras una corta conversación colgó y con la cabeza me señaló una puerta a la derecha de la barra. Apuré el vaso y me dirigí hacia ella.

La oficina de Bimbo estaba presidida por un enorme escritorio de caoba que no pegaba con el resto de la decoración que era más bien estrafalaria. Se las daba de rapero y en lo único que se parecía a uno de verdad, era en su dudoso sentido del gusto.

En una esquina había una especie de palmera de plástico que llegaba hasta el techo mientras que en el fondo, debajo de los monitores de las cámaras de seguridad, había un sofá de un verde tan chillón que tuve que entrecerrar los ojos al verlo.

—Hola, ¿Alguna queja con la bebida?

—Vamos Bimbo, sabes perfectamente por qué estoy aquí.

—No sé que habrá oído por ahí de mí, agente, pero estoy limpio, solo me dedico a regentar este establecimiento...

—Corta el rollo, Bimbo, ya no soy policía y he venido por un arma. —dije poniendo un par de cientos sobre la mesa.

—Por eso no te doy ni los buenos días. —dijo él tras echarme un vistazo detenido— Yo solo tengo material de calidad, irrastreable.

—Necesito una pistola pequeña con un cargador de seis balas por lo menos. Nada de cachas de nácar, cromados ni pijadinas y la quiero para ahora mismo.

—Espera un momento. —dijo cogiendo el móvil y enviando un wasap mientras salía del despacho por una puerta metálica que había detrás de su silla.

Tras un par de minutos volvió con un paquete no muy grande:

—Walther PPK . Nueve milímetros. Seis balas por cargador. Pequeña y mortífera.

La saqué del paquete, solté el seguro, tire de la corredera y miré el interior, vacio y bien aceitado. Apreté el botón para expulsar el cargador y lo inspeccioné. Como esperaba, estaba vacío.

—Son cuatrocientos cincuenta, más otros cien por los cartuchos. Parabellum, carga hueca. Primera calidad.

No regateé, le dejé el resto del dinero y recogí el paquete metiéndolo en el bolsillo de la cazadora. Un cuarto de hora después estaba en casa bebiendo Whisky y cargando la Walther.

Esta nueva serie de Smallbird consta de 18 capítulos. Publicaré uno  a la semana. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella