Smallbird y el enamoraputas: Capítulo 11
Más vigilancias y más interrogatorios.
11
Recuerdo pocos fines de semana más aburridos en mi vida. El viernes por segunda vez en más de dos semanas, me levanté temprano para estar frente a la casa de Rosa, la pequeña preñada, antes de que su padre saliera al trabajo . Enchiquerado en el pequeño Toyota Aygo alquilado, muerto de sueño por haber tenido que levantarme a las seis de la mañana y con la única compañía de un termo de café y una nueva novela de Dan Simmons, al que había cogido un extraño cariño, me dispuse a soportar una tediosa vigilancia.
A las siete y media en punto salió el padre de la chica en una Partner con el rótulo de TELTALCO en el lateral y desapareció calle abajo, en dirección a la capital, seguido atentamente por el objetivo de mi cámara réflex. Le observé alejarse calle abajo y esperé con el objetivo de interceptar a la joven cuando saliese a hacer algún recado.
Lo que parecía que iba a ser una espera de un par de horas se convirtió en un tedioso asedio que se vio agravado porque ese mismo día eligió Lorenzo para brillar en todo su esplendor por primera vez en mucho tiempo, haciendo del pequeño trasto japonés una sauna apenas soportable. Mientras administraba mi pequeño botellín de agua cuidadosamente, valoré lo que acababa de descubrir. Tenía un nuevo sospechoso. Aunque me imaginaba que aquel hombre, lo que quería, era una salida honrosa para su niña, no podía descartar que en un arranque de mal genio hubiese acabado con Omar. Además el aspecto de ser un crimen de oportunidad, apuntaba más bien en su dirección que en la del empresario. Necesitaba hablar con aquella putita urgentemente.
Al parecer la señorita Rosa no tenía intención de salir de casa y su madre solo abandonaba su compañía para hacer las tareas más imprescindibles, impidiendo cualquier maniobra por mi parte.
Si por lo menos hubiese estado Gracia acompañándome, se hubiese hecho la espera un poco más amena, pero yo solo terminé por desesperarme y estar a punto de dejar la vigilancia, solo la falta de otra cosa mejor que hacer, impidió que abandonara.
Al ver que iba para largo, al día siguiente alquilé un coche un poco más cómodo e hice acopió de comida, bebida y entretenimiento, incluso me traje una consola portátil que se había dejado el hijo de una clienta en la oficina y el resto del fin de semana, ayudado por un empeoramiento del tiempo, pasó de una manera más cómoda.
Abandonaba la vigilancia de madrugada y volvía a las siete de la mañana para ver como el padre de Rosa salía a la misma hora a trabajar, domingo incluido.
En los tres días solo vi salir a la chica acompañada de su madre en una sola oportunidad. Abandoné el coche y las seguí de lejos para descubrir que la madre la vigilaba como un águila a su polluelo mientras se encaminaban a la iglesia del barrio.
Estaba empezando a desesperarme. Necesitaba hablar con Rosa, pero parecía que no iba a tener forma de acceder a ella. Mientras la vigilaba no puede evitar echar un vistazo a aquel cuerpo que me recordaba a una Barbie bajita. Llevaba unos vaqueros y un jersey de punto de cuello alto que su culo y sus pechos aumentados aun más por su estado, amenazaban con reventar.
Aprovechando la gente que se empezaba a agrupar camino del templo, me acerqué un poco más y las seguí al oscuro interior esperando una oportunidad.
La última vez que había estado en una iglesia fue justo antes de que me diagnosticasen el cáncer. Sentí una especie de incomodidad que traté de disipar sentándome en un banco desde donde podía ver a la joven de perfil cómodamente y concentrándome en vigilar hasta el más mínimo de sus movimientos.
Cuando apartó la melena, pude observar su nariz pequeña y afilada como un cuchillo, sus labios gruesos y sus pechos enormes, operados y aun más aumentados por el embarazo. Rosa fijaba su mirada azul gélido en el retablo del altar sin hacer ningún gesto ni dar muestras de responder al ritual mientras su madre, a su lado y un poco más relajada, rezaba con fervor por el alma de su hija.
Mientras simulaba atender la bronca que nos echaba el cura por nuestra falta de fe y exceso de pocos escrúpulos, saqué mi libreta e ignorando las miradas de inquina de dos viejas vestidas de negro, garrapateé una nota, dispuesto a aprovechar la más mínima oportunidad.
Cuando llegó la hora de comulgar, la chica se levantó y se dirigió a la cola. Empujando al par de viejas beatas me colé delante de un hombre de bigote, provocando un pequeño tumulto que aproveché para deslizar la nota en el bolsillo trasero del pantalón de Rosa.
La joven se volvió con un gesto de furia la notar en contacto de mi mano en su culo, pero yo ya me había escurrido fuera de la cola, camino de la puerta de la iglesia sin pararme a ver el bofetón que recibía el hombre de bigote.
El lunes se presentaba igual de tedioso. La tarde anterior con el padre de Rosa en casa no hubo ningún movimiento así que me esperaba otro día de fastidiosa espera a la puerta del castillo, esperando que saliese la princesa.
Pero a las nueve de la mañana sonó mi móvil. Era Gracia diciéndome que habían dado con la célula jihadista y estaban todos detenidos. Como buenos hermanos, la teniente y el capitán Méndez se habían repartido los sospechosos. Homicidios se había quedado con tres y en ese momento estaban interrogándolos.
No lo dudé un segundo. Arranqué el coche dando un fuerte pisotón al acelerador y salí de allí zumbando.
Llegué a la comisaría cuarenta y cinco minutos después. El ambiente oscilaba entre el enfado y la euforia contenida. Al hablar con el comisario me enteré de que los de la antiterrorista se habían llevado los más prometedores y a ellos le habían dejado a dos mujeres y a un chico de diecinueve años catatónico.
—Hola, Smallbird. ¿Ya te has enterado? —dijo el comisario Negrete— Puedes estar presente en los interrogatorios, pero no esperes demasiado, las mujeres se limitaban a cocinar, hacer la colada y elevar la moral de los "mujaidines", ya me entiendes. El chaval es una incógnita, puede que sepa algo, pero va a ser difícil sacarle nada.
Como había dicho el comisario, no eran los testigos más prometedores. El único que podía saber algo era el chico, pero si estaba bien adoctrinado podía ser un fanático capaz de dejarse matar antes que delatar a sus cómplices.
Estaba casi convencido de que aquella panda de asesinos no tenían nada que ver con el asesinato de Omar, pero quería confirmarlo, así que me dirigí a las salas de interrogatorios.
Sentado allí, en la silla metálica, con las manos esposadas por delante, miraba la mesa ignorando las preguntas de Camino, otra de los miembros de la brigada de homicidios.
Cuando entré en la pequeña habitación aneja a la sala de interrogatorios, Gracia me saludó con un movimiento de cabeza sin apartar la vista de un chico delgado y larguirucho de ojos grandes y marrones y con la tez morena, ahora cenicienta por el estrés y la luz de los fluorescentes.
Frente a él, Camino repetía una y otra vez las mismas preguntas, sin que el chico apartase la vista de la mesa metálica, sobre la que tenía apoyadas unas manos huesudas, de dedos largos y manchados de nicotina.
—¿Cuánto tiempo lleváis interrogándole? —pregunté observando aquellos vaqueros raídos y sucios y la camiseta que en un tiempo pretérito había sido blanca.
—Los cogimos a eso de las tres de la madrugada y desde entonces nos hemos turnado para intentar que abra la boca sin ningún éxito.
—¿Qué se sabe de él?
—Poca cosa, —respondió Gracia frunciendo el ceño y alargándome un expediente que revise someramente mientras me explicaba—se llama Abdul Sayad. Tiene diecinueve años. Llegó a España justo en lo peor de la crisis. Tenía un tío aquí con el permiso de residencia, con lo que al ser menor consiguió los papeles. No tiene ocupación conocida y se le detuvo un par de veces por hurtos sin importancia. Llamamos a su tío, pero dice que hace casi seis meses que no sabe nada de él.
Asentí con la cabeza y me acerqué al cristal tintado observando al chico detenidamente. Camino lo presionaba, pero él se había cerrado, lo habían adoctrinado bien, no sería fácil que dijese nada. Quizás convenciéndole de que no tenía nada que decir que no supiésemos ya, podría decir algo.
La detective no era tonta, pero el chico no hablaba y cada vez que Camino intentaba que fijase su mirada en ella, Abdul apartaba la cara obstinadamente.
Tras unos minutos me senté en una incómoda silla metálica sin muchas esperanzas. Dos horas después Camino entró en la pequeña sala despejándome de la modorra en la que había caído.
—Hola Smallbird, Has venido rápido. —dijo la detective cogiendo un refresco y observando a Carmen tomar el relevo frente al terrorista.
—La verdad es que no tenía mucho que hacer. —repliqué recordando las largas horas pasadas en el Toyota— Bonito ejemplar ¿Cómo lo habéis cazado?
—Pensamos que sería más difícil, pero en cuatro días hemos acabado con la célula. ¿No estás impresionado?
—No está mal, teniendo en cuenta que sin mi habilidad...
—Yo más bien diría tus golpes de suerte. —dijo Camino sin dejar de escrutar al terrorista buscando cualquier gesto de aburrimiento o desánimo.
—Sí, sí. Al saber lo llaman suerte. —dije yo con una sonrisa de suficiencia— Ahora cuéntame cómo los cazasteis. ¿Te pusiste un disfraz de zorra y te paseaste por la calle hasta que uno de ellos decidió tomarse un anticipo del paraíso?
—¡Ja! Muy gracioso. No hice nada que no hayas hecho tú decenas de veces. Empezamos vigilando el lugar de la cita, pero obviamente esos tipos también ven la tele así que a pesar de que siempre había alguien vigilando no apareció nadie por allí. El resto comenzamos a pasear por el barrio, buscando alguna pista. Nos infiltramos en el barrio y por una vez los de antiterrorismo sirvieron de algo. Tiraron de contactos e hicieron que un par de chivatos dejasen caer por los bajos fondos que había un tipo que había robado un montón de plástico de una mina tras su despido y que ahora lo quería colocar. Bastaron dos días para que picasen, uno de los tipos abordó al chivato y le preguntó dónde podía conseguir los explosivos. El chivato le contó una milonga que le habíamos preparado. Y cuando se separaron seguimos al sospechoso hasta una casa a trescientos metros del lugar en el que habían quedado con Omar. ¿Puedes creértelo? A las tres de la madrugada entramos a saco. ¡Casi se cagan en las bragas!
—¿Encontrasteis algo en el piso? —pregunté sonriendo ante el entusiasmo de Gracia.
—Todo el paquete; armas cortas, detonadores, teléfonos móviles, chalecos llenos de cables... Lo único que les faltaba eran los explosivos. Ahora mismo le daría un beso al gilipollas del ex de tu secretaria, si no llega a ser por él, estábamos listos.
—La única putada es que nos dieron los peores testigos. No creo que podamos sacar nada interesante de ellos. —dijo Gracia viendo por el cristal como Camino había vuelto con el sospechoso y le hacia una nueva pregunta.
—Nunca se sabe, ese chico ahora parece bastante más nervioso que antes. Quizás no sea tan dudo como parecía la principio.
—No hay manera con ese pequeño hijo de puta. No suelta ni ripio. —dijo la teniente antes de fijarse en mi presencia— Hola Smallbird. Si tienes sueño hay unos camastros bastante decentes abajo, en las celdas, siempre que no te importe el olor a vómitos.
—Ya veo que no estamos de buen humor —dije estirándome como un gato satisfecho— El chico es durillo de pelar, ¿Eh?
—Tú mismo lo has visto.
—Quizás lo estéis enfocando mal. —dije yo sonriendo.
—Vamos, Smallbird, Ilústranos con tu omnisciencia. —replicó Carmen con cara de pocos amigos.
—Veamos, estás interrogando a un chaval al que han adoctrinado durante meses, diciéndole entre otras cosas que las mujeres sois inferiores, si no vehículos del demonio. ¿No viste como insistía en apartar la mirada?
Carmen me miró pensativa, pero no dijo nada.
—Déjame intentarlo y cuando empiece a hablar entra tú. —le propuse.
—No puedo meterte ahí. Ya no eres policía, las normas...
—¿Y a quién vas a meter? ¿Al idiota de Arjona? Mejor mete un lémur rabioso, tendrá el mismo efecto.
Carmen me miró y pareció dudar.
—Vamos, mujer. No me digas que nunca te has saltado las reglas.
—Tú, mejor que nadie, sabes esa respuesta, cabrón. —dijo ella rindiéndose.
Por supuesto que había más hombres en la comisaría que podían interrogar al joven, pero la teniente sabía que no tenían experiencia suficiente para enfrentarse a esas situaciones. Los interrogatorios los solía llevar a cabo Camino o ella misma y solo cuando el sujeto se había derrumbado, intervenían otros compañeros.
—Necesito un paquete de tabaco y las llaves de las esposas. —dije yo alargando la mano a Carmen sin darle tiempo a reflexionar demasiado.
—¡Hola, Abdul! —dije poniendo el paquete de tabaco sobre la mesa— ¿Cómo va eso? Supongo que debe joder bastante que te despierte el cañón de una pistola a las tres de la mañana.
Cogí un cigarrillo y lo miré. Le di vueltas en mi mano, observando como el chico apartaba la mirada de la mesa y seguía el cigarrillo.
—Y seguro que lo peor es el mono. ¿Verdad?
—Yo lo he dejado. —continué sin esperar respuesta— Pero cada puñetero día me acuerdo de él, sueño con él y me despierto con su aroma en la nariz... —dije aspirando el olor que despedía el pitillo.
—¿Quieres uno? —pregunté jugando con el cigarrillo entre los dedos.
El chico bajo la vista y asintió casi imperceptiblemente.
—Lo siento. No sé si eso es un sí o algún tipo de rezo.
—Sí, sí, quiero un cigarrillo. —dijo el chico al fin.
Lo más difícil en un interrogatorio es sacar la primera palabra al acusado, luego es cuestión de ir tirando del hilo poco a poco, haciendo que parezca que todo lo que dice el sospechoso ya lo sabes y para cuando se da cuenta esta jodido.
Saqué la llave de las esposas y le solté las muñecas. Abdul se las frotó intentando restaurar la circulación en sus manos temblorosas. A continuación le alargué el cigarrillo y al segundo intentó logró cogerlo y acercárselo a la boca.
—¿Mejor?
—No pienso decirte una mierda, cabrón. —dijo el chico dando una profunda calada al cigarrillo mientras lo encendía.
—En realidad no hace falta, con lo que sabemos, más el material que hemos encontrado en el piso nos bastará para encerrarte por pertenencia a banda armada, atentado en grado de tentativa, tenencia ilícita de armas, conspiración para cometer un atentado... ¿Quieres que siga con la lista.
El chico solo gruño por toda respuesta.
—Solo quiero que pienses una cosa chaval. Tienes diecinueve, ahora no te va valer la minoría de edad para librarte y esto no es robar un par de peras. La sociedad está un poco hipersensible con estas cosas y el juez probablemente te endilgue la cadena perpetua.
Abdul levanto la cabeza y abrió los ojos.
—Sí, eso supone que te vas a pasar el resto de tu vida en la cárcel. Espero que hayas chupado unos cuantos chochos antes de hoy, porque te prometo que no los vas a volver a oler en tu vida. —dije con una sonrisa irónica— Y como probablemente mueras en el trullo de sida o hepatitis después de haber pasado por las manos de unos cuantos maromos, ya me entiendes, nada de paraíso chaval, nada de un ejército de huríes atendiendo todos tus caprichos. No morirás peleando por el islam, morirás pudriéndote poco a poco por dentro, olvidado de todos los que te han conocido y apreciado alguna vez. Te morirás y ahí se acabó todo.
Callé y le dejé reflexionar, sin apresurarme.
—Solo hay una cosa que puede hacer que salgas de la cárcel antes de peinar canas y es que me cuentes lo que sabes. Si no, lo hará uno de tus amiguetes y la carta de estas libre de la cárcel solo será para él. —dije esperando que el chaval hubiese visto suficientes series americanas para que se tragase el farol.
Los labios del joven temblaron y una gota de sudor corrió por su bigote dándome el indicio de que solo le faltaba un empujón más para hacerle hablar.
—Está bien, te lo pondré más fácil. Sabemos que ya lo teníais todo preparado y solo os faltaba el explosivo, ¿Qué pasó con el señor Smith? Porque sabemos que tuvo un problema y no pudo hacer la entrega. Luego murió. ¿Le mataste tú o fue uno de tus amigos?
—¿Qué? —preguntó el chico confundido, nosotros no... Nos falló, pero nos dijo que solo era un pequeño retraso y luego nos enteramos de que había muerto por la televisión. No sé quién fue.
—Entiendo. —dándome la vuelta y gesticulando dije un "ves" enorme a las dos detectives que me miraban desde el otro lado del espejo.
Simulé pensarlo unos instantes y finalmente me di la vuelta y volví a sentarme.
—Está bien, te creo. Lo lógico es que le mataseis una vez hiciese la entrega, antes no tenía sentido. Ahora dime, ¿Dónde pensabais cometer el atentado?
El chico estrujó la colilla en el plato de café que le servía de cenicero y comenzó a hablar, primero con voz firme, luego se fue derrumbando poco a poco. Con las lágrimas corriendo por sus mejillas, respondió a las preguntas de Camino mientras yo me despedía, convencido de que en esa pequeña sala no estaba la solución de mi caso.
Salí de la comisaria despidiendo a Negrete con una mano y sin preguntar siquiera a Gracia si quería acompañarme. Durante las siguientes cuarenta y ocho horas lo iban a pasar en grande las dos comisarías, llenando sus calabozos a tope con mártires de Alá.
Parece mentira lo rápido que pasa el tiempo cuando te entretienes. Eran las casi las cuatro cuando salí de la comisaría, así que no tuve más remedio que encargar un poco de comida basura para llevar y comerla en la oficina antes de volver a la vigilancia de la casa de Rosa.
María estaba en su mesa tecleando el ordenador con aire cansado y triste. Le saludé y entré en mi oficina esperando no ser yo la causa de sus aflicciones.
Comí como un guarro, pringándome las manos con la grasa de las hamburguesas, el kétchup y la mostaza. Me relamí los dedos satisfecho y miré el correo pendiente; solo facturas que afortunadamente esta temporada podía pagar. Dormí media hora la siesta y después de despedirme y de darle las facturas a María para que las abonase, salí para continuar con mi vigilancia, esperando que la chica hubiese leído mi mensaje y no tardase mucho en salir.
Así que esa tarde volví a la rutina. Como esperaba, aquella tarde la pasé comiendo el resto de la comida que había encargado dentro del coche de alquiler mientras vigilaba la calle más aburrida del mundo.
Lo que estaba claro era que el padre de familia se mataba a trabajar por sus chicas. Eran las diez y media pasadas cuando los faros de su furgoneta aparecieron por la esquina. Observé como la metía en el garaje y me dispuse a esperar un rato antes de marcharme a casa, consciente de que mientras él estuviese dentro, la chica no se atrevería a salir de allí.
Esta nueva serie de Smallbird consta de 18 capítulos. Publicaré uno a la semana. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:
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Un saludo y espero que disfrutéis de ella