Sissy 03: bacanal

Rebautizada Silvia, es presentada por fin en sociedad. Contiene escenas de sexo homosexual.

Así comenzaron cuatro días de martirio, casi sin dormir, presionado por la constancia permanente de mi sexualidad que imponían la jaula que constreñía mi pollita, y las braguitas, de las que no conseguía olvidarme.

De repente, sin que nada hasta entonces me hubiera hecho sospechar que pudiera ser así, me excitaban mis compañeros de clase, y aquella excitación me causaba un terrible sufrimiento. Me fijaba en sus paquetes, en su aspecto, y eran los más macarras los que más me atraían. Veía a Juantxo flirteando con alguna de las chicas, y me fijaba en el bulto que apuntaba su polla bajo los jeans, y la incipiente erección que me provocaba la idea me causaba un dolor intenso que, de algún modo, actuaba como una forma perversa del placer.

Junto con aquella respuesta física, la cabeza me bullía tratando de reordenar mis ideas. La súbita irrupción en mi vida de Sandra y las chicas, y mi constatable sumisión a su voluntad, junto con mi también innegable respuesta física, me colocaban en una situación anómala. Ni siquiera había dudado de mi heterosexualidad cuando, de improviso, me había encontrado tragando lechita con una polla en la boca y me había corrido sin ni tocarme cuando otra había follado mi culito. En cuarenta y ocho horas, había pasado de ser un chico normal, a ir por la calle con bragas y la polla enclaustrada en una jaula, y a fantasear con hombres que me tomaban al antojo de Sandra, que parecía ejercer una influencia sobre mí insoslayable.

Por si aquello fuera poco, el jueves, al levantarme a beber agua durante una más de aquellas noches insomnes y agitadas en que me despertaba cien veces tirando en sueños de la cápsula que me impedía resolver la urgencia que me apremiaba, escuché ruido en el dormitorio de mis padres. No pude evitar acercarme en silencio. Mis ojos, hechos a la oscuridad, tardaron pocos segundos en vislumbrar reflejadas en el espejo, iluminadas tenuemente por la verdosa luz fosfórica del despertador, las siluetas de mis padres: papá, de rodillas en la cama, follaba a mamá, a cuatro patas, que mordía la almohada ahogando unos gemidos de placer que resonaban en mis oídos provocándome un dolor intenso. Oía el cacheteo en su culo. Papá la llamaba putita, le preguntaba si era eso lo que quería, y ella respondía que sí, que la follara así. Hablaban en susurros por no despertarnos, como si gritaran en voz baja. Sus respiraciones agitadas, sus jadeos, parecían clavárseme en la pollita, que pugnaba inútilmente por romper la resistencia que ofrecía la diminuta jaula metálica que la constreñía.

Ni siquiera aquel dolor consiguió sacarme de allí. Permanecí en silencio, hipnotizado por escena, soportándolo, hasta que oí a mamá decir entre jadeos que sí, que se la diera así, que le diera su lechita. Papá bramaba como un animal.

Pasé el resto de la noche despierto, con el corazón desbocado. Fantaseaba en escenas en que tan pronto era yo quien follaba a mamá, como papá quien me follaba a mí ante su mirada atenta.

Por la mañana, me levanté temprano para retirar mis braguitas secas del radiador. Las lavaba antes de acostarme y madrugaba para que nadie las viera. Era viernes.

Marcos, sin embargo, debió darse cuenta en clase de que las llevaba. Supongo que asomarían por encima del pantalón. Me abordó en el retrete de manera abrupta. Creo que me siguió hasta allí. Entró tras de mí empujándome y cerró el pestillo de la puerta. Me agarraba del pelo.

-          Llevas bragas, maricón.

-          …

-          ¿Te gustan las pollas? ¿Eres una puta?

-          …

-          Pues te vas a hartar de rabo.

Se conducía con una violencia que realmente no hubiera sido necesaria. Yo habría hecho lo que quería con solo que me lo propusiera. Me arrodillé cuando me lo mandó. Tenía la polla dura asomando por la bragueta, y comencé a mamársela. Me llamaba puta y maricona, y me animaba a chupársela. Yo lo hacía ansiosamente. Se me corrió en la boca en segundos y se marchó como vino, diciéndome que si contaba algo me mataba. Me tragué su lechita sintiendo un terrible dolor. Tenía las bragas mojadas.

Pasé el día como pude y la noche en un sueño desvelado que volvió a convertirse en una tortura que, de alguna manera, parecía provocar. Fantaseaba entremezclando las imágenes de la última semana. Hasta tres veces me levanté y recorrí el pasillo en silencio para acercarme a la puerta del cuarto de mis padres. Aquella noche no follaron. Aun así, permanecí junto a la puerta en silencio, con la pollita oprimida, imaginando las tetas de mamá moverse al ritmo pausado de su respiración; la polla de papá dura… Imaginé que se la chupaba.

Y, por fin, el sábado llegué a media tarde a la buhardilla de Sandra. Helena y Max estaban allí ya cuando llegué. Habían comido juntos y se arreglaban para la fiesta. Sandra, como siempre, lideraba la reunión. Hacía y deshacía a su antojo, y todos la obedecíamos sin rechistar.

-          A ti habrá que arreglarte bien, Silvia. Pareces un chico.

Con aquella única frase, me convirtió en el centro de la reunión. Me desnudaron y me echaron en el sillón. Mientras que Max me arreglaba las uñas de los pies y de las manos, Helena extendía cera caliente sobre los pocos vellos ralos que había sobre mi cuerpo. Se reía y me miraba a los ojos con los suyos azules brillantes cuando me hacía gritar. Tan sólo vestía unas braguitas monísimas de color rojo que permitían apreciar que aquello la excitaba.

-          Cremita. Hace falta cremita, Helena. Mucha cremita.

A causa del sueño acumulado, quizás también de aquel vértigo que me causaba aquel cambio radical en mi vida, vivía la experiencia como si me fuera ajena, como si la viera desde fuera. De repente, estaba de pie, frente a un espejo con peana situado en el centro del cuarto. Tenía las uñas pintadas de rosa pálido con un filo blanco que, me dijeron, era manicura francesa. Todos me acariciaban con las manos untadas de aquella leche blanca que me refrescaba allí donde todavía se veía la piel enrojecida por la cera. Sandra, sonriendo, había abierto el candado de mi jaula, y mi pollita permanecía erecta, terriblemente dura. Tenía marcadas en la piel las huellas de los barrotes como una cuadrícula rojiza. A veces, durante unos segundos apenas, las manos que hidrataban mi piel se entretenían en ella, y me temblaban las piernas.

-          Te has comprado unas braguitas ¡Qué monas!

-          …

-          Pero hoy no te harán falta. Hoy nadie lleva braguitas.

A las diez, Sandra, Helena y yo estábamos vestidas como escolares de uniforme, con falditas escocesas rojas muy cortitas, blusas blancas con lacito, medias blancas por debajo de las rodillas, zapatos negros acharolados, y chaquetas burdeos con un gran escudo bordado en el bolsillo. Muy maquilladas, con los ojos muy pintados, muy oscuros, y los labios burdeos también. Max vestía pantalón de cuero muy ceñido, una camiseta negra de tirantes muy corta y muy ceñida, que dejaba su ombligo a la vista, y un collar de perro ceñido al cuello. Maquillado como nosotras, tenía el aspecto de una mariquita golfa, de chapero.

El chófer que nos recogió en una gran berlina negra no hizo ni el menor gesto al vernos. Nos saludó hablándonos de usted, nos abrió las puertas muy respetuosamente, y durante más de una hora nos condujo en silencio a través de carreteras cada vez más estrechas y solitarias hasta un gran caserón en la sierra, en el centro de un pinar interminable.

Carlos, que así resultó llamarse el hombre con quien Sandra me había prostituido apenas dos días antes por primera vez, salió a recibirnos. Estaba guapísimo, y fue muy amable. Nos introdujo en un gran salón de baile iluminado por tres enormes arañas donde un grupo de quince, quizás veinte caballeros de aspecto parecido al suyo charlaban y bebían en un ambiente elegante de música suave atendidos por un ejército de camareros y doncellas de uniforme.

Recorrimos el salón en su compañía y nos fue presentando en varios de los corríllos.

-          Andrés, mira, esta es Sandra, la muchacha de quien te hablé.

-          Luis, ¿Recuerdas a Max?

-          Mira, Helena, este es Alejandro, el caballero que te comenté que estaba muy interesado en ti.

Cuando me quise dar cuenta, era la única a quien no había dejado en manos de alguno de aquellos grupos de señores elegantes.

-          Tú quédate conmigo, Silvia ¿Quieres?

Era una pregunta retórica, evidentemente. Había pagado por mí, y me llevaba cogida de la mano, o de la cintura, presentándome de corrillo en corrillo. Varios de los hombres alagaron mi belleza. Incluso alguno, entre bromas y veras, palmeó mi culito al hacerlo. Mi pollita levantaba ligeramente la falda, y observé que casi todos se fijaban en el detalle.

-          Es un cielo, y sólo ha sido mía, creo. Estoy tratando de negociar con Sandra para quedármela, pero es un diablo esa chiquilla.

-          Una preciosidad, Carlos.

De cuando en cuando, una de las doncellas dejaba una copa en mi mano. Me las cambiaban, aunque no hubiera terminado de bebérmelas, para que no se calentaran. Yo iba dándoles sorbos cortitos, procurando no pasarme, y me sentía excitada y ligeramente mareada. Aquel hombre grande, apuesto y tan elegante, que me trataba con tanta delicadeza y presumía de mí, me hacía sentir como una princesa.

Media hora después, quizás tres cuartos, las cosas se iban animando. Muy cerca de nosotros, Sandra, entre dos hombres, se dejaba besar el cuello y los labios. Tenía la polla de uno de ellos en cada mano, y le habían desabrochado la blusa para acariciar sus tetillas, casi planas. Pude ver cómo aflojaban su falda y la dejaban caer. Veía sus manos estrujando su culito, entre sus muslos delgados.

A mi derecha, casi espalda con espalda, Helena se dejaba comer la polla por un caballero arrodillado a sus pies. Como Sandra, masturbaba a otros dos, que la sobaban y besaban. Todos a nuestro alrededor mostraban bultos evidentes bajo los pantalones, cuando no exhibían sus pollas a través de las braguetas.

Max, un poco más allá, con los pantalones bajados hasta la mitad del muslo, se dejaba sodomizar por el caballero de mayor edad, un hombre quizás de cincuenta años, canoso y con bigote, que le sujetaba las muñecas manteniéndole inclinado. Otro le follaba la boca quizás con mayor violencia de la que podría esperarse en un ambiente tan distinguido. Chillaba de manera muy escandalosa.

La música, una interminable sucesión de boleros orquestales, sonaba ya un poco más alta. Todos los caballeros habían abandonado sus conversaciones y se distribuían entre los grupos que rodeaban a mis amigas, o cortejaban a alguno de los camareros y doncellas. Carlos bailaba conmigo mirándome a los ojos y sonriendo. A veces, me besaba los labios.

-          ¿Estás bien, cariño? ¿te gusta la fiesta?

-          Sí…

El ambiente a nuestro alrededor estaba cargado de sensualidad. La luz se había hecho más tenue, más dorada, y la carga sexual estaba desbocada. Sandra, abrazada al cuello de uno de los hombres que la rodeaban, se había metido su polla y se sujetaba a él con las piernas enlazadas alrededor de su cintura. El hombre sujetaba su culito. Pude ver cómo, otro de quienes la rodeaban, se acercaba por detrás y la clavaba en él arrancándola un chillido mimoso. La polla de Carlos rozaba mi vientre. Me besaba los labios y me apretaba contra sí agarrándome el culito.

Helena, arrodillada, alternaba con su boca y con sus manos entre las pollas de la media docena de hombres que la rodeaban. A veces, podía ver su nuez moviéndose, como tragando, y a veces también a alguno que, incapaz de contenerse, se corría salpicándole la cara. Ya no llevaba blusa, y un reguero de esperma corría por su pecho y su tripita plana.

A Max le rodeaba un grupo de cinco hombres que le follaban como animales. Tumbado boca arriba, sobre el mantel blanco de una de las mesas que rodeaban el salón, se turnaban para follarle como si quisieran romperle. Penetraban su culo y su boca sin delicadeza alguna, y masturbaban su pollita, casi tan pequeña como la mía, deprisa, con fuerza, haciendo resbalar sus manos en el fluido que manada, en la lechita que escupía gritando cada poco tiempo, cuando le forzaban uno más de aquellos orgasmos que formaban una sucesión interminable. Chillaba como una niña y las lágrimas habían corrido su rímel terminando de dar a la escena un aire violento y terrible.

Tres hombres follaban con la misma violencia a una de las camareras, una muchacha gordita sentada a horcajadas sobre uno de ellos y con otro a la espalda que barrenaba su culo blanco y gordo, que temblaba como un flan. Azotaban su culo tanto aquel, como el que follaba su boca. Habían medio roto su uniforme para dejar al aire sus grandes tetas pálidas. Se las estrujaban. La pobrecita gemía y chillaba como una cerda. Tenía huellas rojas de manos en las nalgas y en las tetas. Alguno más se entretenía haciéndosela mamar por los camareros, o follándolos.

-          ¡Vaya, cielo! Parece que te hacía falta.

Me corrí en el mismo instante en que, sin dejar de bailar, Carlos metió su mano bajo mi falda y agarró mi pollita. Fui víctima de toda aquella ansia acumulada durante casi una semana, y bastó aquel mismo contacto para que empezara a escupir mi lechita a borbotones. Sentí sus dedos apenas rozándome, cerré los ojos, gemí como una niña, y sentí cómo estallaba salpicando mi falda y sus pantalones. Creo que me sonrojé, y él me besó los labios sonriendo.

-          No te preocupes.

Me arrodillé ante él, desabroché sus pantalones hasta conseguir sacarla, y la metí en mi boca. Aquella noche, fui yo quien empujó fuerte, quien se la metió en la garganta hasta ahogarme, hasta sentir aquel delicioso mareo hipóxico. Sentí aquella sensación deliciosa de pasarla entre los labios, de succionar su capullo dejando que el flujo cristalino lubricara mi lengua, de tragarla una y otra vez hasta lograr que me regalara aquellos chorros de leche que bebí con ansia. Mi pollita seguía dura, chorreaba.

A Max alguien le había atado las muñecas a la espalda. Le zarandeaban pasándolo de uno a otro. Le follaban, le clavaban las pollas en la garganta, se le corrían dentro. Se dejaba zarandear como un muñeco. Tenía la mirada extraviada, y a veces se corría gimiendo casi llorando. Carlos me había tumbado en la mesa, cerca de él, y lamía mi culito y mis pelotas haciéndome gimotear. Me moría por que me follara.

A dos o tres metros, en el suelo, Sandra cabalgaba a uno de los caballeros. Parecía una pequeña yegua desbocada. Otro se la clavaba por detrás. Parecía imposible que algo tan gordo cupiera en un culito tan pequeño. Tenía el uniforme hecho girones. Frente a ella, de pie, desnuda, Helena era sodomizada por un tipo que hacía un ejercicio soberano de paciencia. La follaba despacio acariciando su pecho y besándola el cuello. Sandra le mamaba aquella polla preciosa suya. Masturbaba a dos hombres. Uno de ellos se corrió en su cara. Parecían enloquecidas.

-          ¿La quieres?

-          Por favor…

-          ¿Seguro?

-          Fóllame…

Mirándome a los ojos, sujetando mis rodillas en alto con sus manos, Carlos apuntaba su polla a mi culito. La mía, chiquitita, muy dura, chorreaba. Lo rozaba sonriendo y se retiraba preguntándome si estaba segura. Yo suplicaba, le pedía ansiosa que me la clavara, que me follara con ella, que me hiciera sentirla dentro. Chillé al recibirla. La notaba entrar llenándome y lloriqueaba de placer. Alguien, no se quien, arrodillado sobre la mesa, colocó su polla en mi mano. Me giré para comérsela. Me encontré con otra más, con otra... Las chupaba y las sacudía chillando como una loca mientras sentía aquella verga entrando y saliendo en mi culito, causándome un calambrazo que tensaba mi pollita cada vez que la clavaba. De pronto, todos me rodeaban. Sentía su leche salpicándome en el pecho y en la cara. Se me corrían en la boca, y otras las suplían. Tenía los ojos velados por las lágrimas, chillaba.

-          ¡Así, preciosa, así!

Me sentí estallar. Noté mi esperma correr como si me atravesara, y salpicarme el pecho y la cara. Una lluvia de leche tibia me cubría, como una tormenta de placer ajeno. Fue como deshacerme, como fundirme.

Desperté junto a él, abrazada a su pecho grande y fuerte, limpia, en una cama antigua con dosel, en un dormitorio grande con una gran chimenea encendida. Dormía profundamente. No pude evitar acariciar su polla. Con mucha delicadeza, apenas rozándola con los dedos, provoqué que se endureciera. Estaba llena de deseo. Humedecí mi culito con saliva, vertí un poco de saliva en su polla y la extendí con los dedos, y me senté sobre él. Me dolía un poco, nada comparado con el placer que me causaba. Comencé a moverme despacio, muy despacio, tratando de posponer su despertar. Mi pollita, completamente rígida, daba un latigazo en el aire cuando rozaba aquel punto donde parecía desencadenarse mi placer.

-          ¿Qué…? ¿Qué… pasa?... ¡Silvia, cielo!

Seguí moviéndome así, durante minutos, como bailando despacio sobre él, dejándole acariciar mi pecho plano con aquellas manos fuertes y oscuras, escuchándole jadear, respirar hondo, esforzándome por contenerme hasta sentir su lechita derramándoseme dentro, llenándome de calor, de aquel dulce deslizarse, y entonces me corrí con él, al unísono. Mi lechita fluía sin salpicar, como derramándose sobre mi polla mansamente en un flujo casi continuo.

A mediodía, me vestí. Mi ropa estaba allí. Encontré a las chicas sentadas en un salón lleno de libros. Max parecía resacoso, y Sandra se movía con dificultad. Parecía dolorida. Helena sonreía levemente con esa cara suya angelical, como si la parte material del mundo le afectara.

-          Mil para ti, mil para ti, mil para ti… dos mil para mí.

Nos repartió nuestro dinero en el coche durante el camino de vuelta con una sonrisa luminosa. Yo me bajé en casa la primera. Llevaba mil euros en el bolsillo y mi jaulita puesta. Me sentía bien, extraña.