Sissy 01: bautismo

Un cuentecillo de mariconcitas sumisas y dulces. Contiene sexo homosexual.

Nunca me había atrevido a hablar con Sandra, pese a haber pasado cuatro años en el instituto fascinado por ella. Habíamos coincidido en varias asignaturas y, pese a ello, nunca me había atrevido a dirigir la palabra a aquella muchacha excéntrica, menuda, pálida y de aspecto lánguido, cabello corto muy negro y de punta, que se pintaba muchísimo los ojos grandes de mirada honda, y los labios de un burdeos oscuro que le confería, junto con el resto, el aire de una bruja guapa.

Tenía pocos amigos. Que se supiera, Helena, una rubia alta y flaca de pelo también corto y rasgos nórdicos, a quien sus grandes ojos azules dotaban de un aspecto inocente que, según se rumoreaba, distaba mucho de su vida real; y Max, un muchachito de apariencia delicada, un poco afeminado, que recibía una excesiva atención por parte de los matones del instituto, que se burlaban de él con la excusa de su ambigua condición.

Me tope con ellos por sorpresa al entrar en los aseos. Sandra, con un palo que no sé de dónde sacaría, como el mango de un pico, sólido y grueso, acababa de golpear a Tano en las pelotas y, tras caer al suelo, comenzaba un pertinaz machaqueo en sus costillas que le tenía lloriqueando, muy lejos del su aspecto de matón habitual.

-          Tú quietecito ahí.

Fue Helena quien se interpuso entre la puerta y yo impidiéndome salir corriendo, me imagino que por que no fuera a chivarme a algún profesor. Tuve que quedarme mirando la soberana paliza que le propinaba al tiempo que le advertía que como volviera a pasarse con Max le iba a hacer comerse sus pelotas. Observé la escena fascinado por la abrumadora exhibición de violencia que aquella muchacha pequeña era capaz de desplegar. Cuando se dio por satisfecha, el macarra lloriqueaba en el suelo. Parecía tener dificultades para respirar.

-          ¡Te has empalmado!

Me quedé paralizado por el susto y la vergüenza al oírla dirigirse a mí. Riéndose, se acercó y manipuló deprisa mi bragueta para sacarme la polla. Ni siquiera me planteé la posibilidad de resistirme.

-          ¿Has visto, Max? La tiene pequeñita, como tú.

Comenzó a meneármela muy rápido. Nunca me había tocado nadie. Tardé sólo un instante en correrme avergonzado ante la atenta mirada de todos. Dirigió mi polla hacia el matón tendido y le salpicó con mi leche, culminando así su humillación y la mía, y dejando bien sentado que no se paraba ante nada.

-          Bueno ¿Qué? ¿Te vienes o te vas a quedar ahí pasmado con la llorona?

Los seguí sin saber muy bien por qué. Nos escapamos del insti y caminamos por las calles en silencio apenas cuatro manzanas, hasta llegar a la que me dijo que era su casa, una buhardilla diáfana, amplia, de techos bajos en buena parte de su superficie y que recibía la luz a través de cuatro amplios tragaluces causando una impresión extraña, como de agobio en un mundo sin paisaje.

Sin cruzar palabra, en cuanto se cerró la puerta, Helena y Max se desnudaron. No pude ocultar mi sorpresa al ver que Max tenía su polla encerrada en un pequeño casquillo metálico, como una jaula, y Helena, la rubia alta y delgada de rostro angelical, exhibía una polla mayor que la mía, mucho mayor, que apuntaba al frente en una erección magnífica.

-          ¿Y tú, cielo? ¿Esperas a alguien más?

Me desnudé en silencio notando subírseme el rubor a las mejillas. Sandra se había dejado caer en un viejo sillón como siempre. Vestía, como siempre, un extraño conjunto, aquel día de colegiala, con una blusa blanca con lazada al cuello, falda escocesa corta y tableada que, al separar las piernas, dejaba ver unas braguitas de algodón floreadas, y botas militares con medias blancas hasta justo por encima de las rodillas. No pude contener una erección que se me antojó ridícula comparada con la de Helena que, con todo y con eso, seguía estando preciosa: estilizada, elegante, sutilmente andrógina con sus pequeñas tetillas picudas de pezones esponjosos y aquella manera de moverse casi felina, elegantísima.

Max, arrodillándose frente a mí, tras mirar a los ojos de Sandra, se inclinó ligeramente hasta meterse mi polla en la boca haciéndome soltar un gritito de sorpresa. Sandra se incorporó indolentemente y se acercó a nosotros.

-          ¿Te gusta?

-          Sí…

-          Es una mariconcita buena, y muy obediente. Helena también lo es ¿Te gusta?

-          Sí…

Tomó mi mano para llevarla a su polla y la agarré con cierta aprensión. Era grande y estaba dura. Noté cómo el pellejito se deslizaba suavemente sobre el tronco rugoso.

-          ¿Quieres correrte en su boca?

-          Sí…

-          Mmmmmm… Pero pasa una cosa…

-          ¿…?

Si nunca nadie había tocado mi pollita, que alguien la mamara no había pasado de una fantasía útil para masturbarme. Aquella caricia cálida y suave era como un sueño. Me hacía jadear y experimentar un temblor de piernas delicioso.

-          Aquí solo nos corremos mis putitas y yo.

-          …

-          ¿Entiendes?

-          ¿Qu… é?

-          ¿Vas a ser mi mariconcita?

-          …

-          Si pasas, no pasa nada. Te vistes y te marchas, sin mal rollo. Si quieres, te la puedes pelar antes de salir. Pero si te corres en su boca… Si te corres en su boca serás mía.

Me costaba trabajo asimilar lo que escuchaba. Notaba la succión en mi pollita, la excitación que percibía en Helena al recibir mi caricia que, inconscientemente, de había convertido en una paja. Pelaba su polla dura haciéndola gemir, y ella me comía la boca jadeando.

-          ¿Entonces?

-          …

-          ¿Vas a ser mi putita?

-          Síiiiii… Sí… Síiiiiiiiiii…

¿Cómo podría haberme negado? Ni siquiera podía pensar más que en aquella cálida caricia, en el modo en que la polla de Helena parecía palpitar en mi mano, en la presencia magnífica de aquella muchacha menuda que me hablaba sin apasionamiento, casi con inocencia, proponiéndome pertenecerla. Me llamaba mariconcita, y putita… Me hacía sentirme así.

-          Muy bien, zorrita, dale tu lechita, haz que se la trague toda.

Me corrí como no recordaba haberme corrido. La sentía manar como si me atravesara entero antes de verterse en su garganta, como si saliera de mi nuca. Max se la bebía con ansia sin dejar de mamármela de una manera obsesiva causándome un estremecimiento, un temblor de piernas violento que me ponía en la contradicción de seguir sintiéndolo así o apartarlo y poner fin a aquella explosión de placer casi angustiosa, como un calambre intenso e intermitente. La suya, constreñida en aquella jaula extraña, goteaba sobre el suelo formando un charquito transparente en el parqué.

-          Bueno, para el primer día ya está bien. Anda, vete a casa con mamá, putita, y mañana nos vemos en el insti.

Mientras me vestía, con la pollita tiesa todavía, pude ver a Sandra recostada en su sillón. Max, a cuatro patas, metía su cabeza bajo la falda y Helena, arrodillada a su espalda, se la clavaba en el culo. Al despedirme, Me hizo un gesto llamándome con la mano. Al acercarme a ella, me hizo inclinarme para besarme los labios mientras me ofrecía sus braguitas. Jadeaba.

-          Pontelas… mañana… ¡Ahhh…!

-          Sí… Hasta… mañana…

Volví la vista atrás antes de cerrar la puerta a mi espalda. Sandra sujetaba con fuerza la cabeza de Max entre sus muslos. Tenía los ojos en blanco. Helena le follaba fuerte, y su pollita enjaulada chorreaba lechita tibia. Chillaba como una niña.

Por la noche, en casa, me masturbé hasta el agotamiento recordando aquella tarde extraña. En mi fantasía, Helena me follaba, y me corría lamiendo el chochito velludo de Sandra, que me llamaba mariconcita y me sujetaba con fuerza entre sus muslos agarrándome del pelo.