Sir Arthur de Gosperhade
Una hechicera dará una lección que no olvidará a Sir Arthur, un gilipollas en toda regla
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Sir Arthur de Gosperhade
Sir Arthur de Gosperhade salió al jardín y arrancó una rama del árbol frutal mientras maldecía. Su esposa, con lágrimas en los ojos, imploraba piedad para su pequeño. El niño, de once años, esperaba el castigo resignado.
- ¡Tienes que ser un hombre! -gritó Sir Arthur, al descargar el primer golpe.
El niño no se quejó.
- ¡Como vuelva a pillarte en el granero haciendo esas cosas con el hijo del herrero te mataré! -se desgañitaba Sir Arthur.
El niño pensó que tendrían que buscarse un sitio que no fuera el granero.
...
Ocurrió a mediados de marzo. Con el buen tiempo la feria itinerante visitó el condado. Sir Arthur fue a dar, una noche, una vuelta por la feria en compañía de su familia, con la esperanza de encontrar un escudo nuevo a buen precio y tomar una cerveza disfrutando de las exóticas danzas de las bailarinas mientras su mujer y la prole se perdían entre los diferentes puestos.
Era tarde, y Sir Arthur llevaba unos cuantos litros de cerveza de más cuando vio que su hijo pequeño volvía a andar con el hijo del herrero. Los vio esconderse detrás de unos barriles. Esperó unos minutos para asegurarse de que los pillaba con las manos en la masa y entonces, con premeditación y alevosía, recorrió los metros que lo separaban de ellos y agarró a ambos por las orejas, con toda la brutalidad de la que fue capaz. El hijo del herrero consiguió escapar pero el hijo de Sir Arthur recibió la mayor paliza de su vida, como siempre sin rechistar, mientras pensaba que la culpa era suya y que tampoco la feria resultaba un buen sitio para ver a su amigo.
Sir Arthur lo hubiera matado a golpes si una mujer, de belleza despampanante, no lo hubiera detenido con una fuerza casi sobrehumana.
¿Qué ha hecho el muchacho? –preguntó la mujer, con voz dulce, pero apretando firmemente el brazo de Sir Arthur.
¡Comportarse como una chica!
La desconocida miró al niño, tirado en el suelo, sangrando pero sin derramar una lágrima. Sondeó su alma a través de sus ojos y se sorprendió al descubrir que aquel niño no le deseaba la muerte a su padre, pese a lo mal que lo trataba.
- Tienes un hijo excepcional. Llegará a ser un gran hombre –dijo la mujer.
Por toda respuesta, Sir Arthur le propinó una patada en el estómago al niño con todas sus fuerzas. La mujer sacó entonces rápidamente algo del bolsillo de su túnica, se llevó la mano a la altura de la boca y sopló sobre la palma abierta. Un polvo azul cayó sobre los ojos de Sir Arthur que quedó de pronto aturdido, como si no supiera donde se encontraba. La misteriosa mujer se agachó y ayudó al niño a incorporarse.
Ve a buscar a tu amigo. Tu padre no volverá a pegarte. - Eso lo dudo.
Créeme, no volverá a hacerlo.
¿Qué piensa hacerle?
Voy a castigarle. Voy a pagarle con la misma moneda.
El niño salió cojeando a toda prisa en busca de su amigo y la desconocida acompañó a un Sir Arthur sumiso al interior de su tienda.
Las paredes estaban decoradas con figuras siniestras y sobre unos baúles había pócimas que despedían humos de diferentes colores y olían azufre, pero Sir Arthur no podía fijarse en tales detalles.
La alquimista lo hizo sentarse encima de una caja y le dio un brebaje, mientras le susurraba unas palabras al oído. Sir Arthur asentía con la cabeza, asimilando la orden.
Llegó a casa sobre las cuatro de la mañana, con el cuerpo lleno de magulladuras, la ropa hecha trizas, sin blanca y sin su escudo nuevo. Cayó en la cama y durmió tres días seguidos.
Cuando despertó, su esposa le estaba poniendo trapos húmedos sobre la frente.
¿Qué ha pasado?
Eso llevo intentando preguntarte desde la noche de la feria –contestó su esposa.
No me acuerdo de nada.
Te peleaste y te lo robaron todo –su mujer parecía perpleja. Sir Arthur era un gran bebedor. La cerveza jamás le hacía perder la cabeza y nunca había regresado a casa en similares circunstancias.
Me duele todo el cuerpo.
El doctor está abajo. Viene todos los días. Pensábamos que ya no despertarías.
Dile que suba.
La mujer desapareció y Sir Arthur intentó tragar saliva. Le dolía la garganta, pero le preocupaba más que le dolían otras partes que no deberían de dolerle en absoluto. Era como si hubiera estado montando a caballo tres días seguidos y antes de conseguir bajarse de él, el caballo lo hubiera arrastrado por el suelo, lastimándole las posaderas. Pero también le dolía dentro, y eso era más difícil de explicar.
El doctor entró en la habitación y tras pedirle a la esposa de Sir Arthur que esperara fuera, le cerró la puerta en las narices.
- Arthur... Me alegro de que por fin hayas despertado. Estaba muy... -el doctor paró en seco. Sir Arthur lo miraba con una intensidad desconcertante. - Estaba muy preocupado, Arthur.
Se aproximó a la cama, dubitativo. - Arthur. ¿Me reconoces?
Sir Arthur no contestó, pero se sentó en la cama, sin apartar la vista del doctor y sin parpadear. El doctor pensó que parecía en trance.
- Llegaste con unas heridas... extrañas, Arthur. Extrañas para alguien como tú, quiero decir. ¿Recuerdas algo de lo que pasó la otra noche?
No obtuvo respuesta.
Cuando el doctor se convenció de que Sir Arthur no estaba capacitado para contestar a sus preguntas se acercó con el propósito de examinarle las pupilas. De pronto dio un respingo.
Sir Arthur le acababa de acariciar la entrepierna. Convencido de que había sido algo involuntario se inclinó sobre él para examinarlo. Pero
ahí estaba otra vez. Sir Arthur usaba las dos manos y le acariciaba sus partes con sumo cuidado. El doctor retrocedió confundido y Sir Arthur siguió mirando intensamente la zona de sus genitales.
- Arthur. tengo que examinarte. Deja de hacer eso, por favor.
Pero sir Arthur no daba muestras de entender lo que le decía. El doctor, resignado, se puso a hacer su trabajo, dejándose manosear. De todas formas, Arthur estaba siendo cuidadoso y aunque su conducta era extraña no parecía peligrosa.
Cuando terminó de examinarle las pupilas, sin encontrar nada extraño, empezó con la boca. Sir Arthur se dejaba hacer, entretenido palpándole la entrepierna al doctor. Cuando el médico acabó con las encías se dio cuenta de que Arthur le había abierto los pantalones y le estaba acariciando el miembro directamente. Miró desconcertado como Arthur se lo tocaba. Con sumo cuidado las manos de sir Arthur subían y bajaban por su piel, desde la base de los testículos hasta el glande. El doctor observó su movimiento durante, quizá, demasiado tiempo, y cuando se dio cuenta de que las caricias de Arthur lo habían excitado hasta alcanzar todo su tamaño, salió de la habitación como alma que lleva el diablo.
La esposa de Sir Arthur lo interceptó en el pasillo mientras él aún se abrochaba los pantalones.
Un tanto confusa le preguntó qué le pasaba a su marido.
- Eleonor, querida. Tu marido no necesita un médico. Necesita un exorcista.
Sin embargo, cuando Eleonor entró en la habitación, encontró a su marido bastante contento, pese a su mal estado físico.
¿Que le has dicho al doctor? Se ha ido muy asustado. Sir Arthur se encogió de hombros.
No tengo la menor idea de lo que me estás hablando -y sonriendo como un tonto se recostó para seguir durmiendo.
Días más tarde, cuando ya estaba casi recuperado, el herrero se presentó en su casa de muy mal humor.
- ¡Arthur, lo he dejado pasar estos días porque me dijeron que has estado a punto de morir! Pero como me entere de que vuelves a levantarle la mano a mi hijo te mataré con mis propias manos.
El herrero esperaba, no una disculpa, pero al menos sí el motivo por el que Arthur se había atrevido a ponerle la mano encima a un hijo que no era el suyo, pero Arthur no dijo nada. Simplemente lo cogió de la mano y lo llevó hasta el granero. El herrero se dejó llevar, convencido de que Arthur iba a enseñarle lo que había hecho su hijo para que casi le arrancaran la oreja, y en cierta manera no andaba muy desencaminado.
Sir Arthur lo introdujo en el granero, pasó tras él y aseguró la puerta con un travesero. El herrero empezó a ponerse nervioso.
- ¿Qué hacemos aquí, Arthur?
Sin mediar palabra, Arthur lo abrazó. Fue tan inesperado que el herrero lo permitió, indeciso. Sir Arthur enterró la cara en su cuello y permaneció un rato respirando en su piel. El herrero se dijo que quizá la experiencia cercana a la muerte lo había traumatizado y empezó a darle palmaditas muy masculinas en la espalda. Pero Arthur le demostró que estaba verdaderamente trastocado cuando fue resbalando por su cuerpo hasta quedar de rodillas, abrazándole por la cintura y restregando la cara contra su pantalón.
- Arthur -imploró el herrero, asustado. - ¿Que estás haciendo?
Pero Arthur, en lugar de contestar, le bajó los pantalones y los calzones de golpe y le olió los cojones suspirando profundamente.
El herrero se preguntaba si aún estaba a tiempo de apartarle de un empujón cuando Arthur le hizo un traje con los labios a sus bolas. Sentir aquella lengua jugueteando a separarle los huevos lo desarmó. Aún así sacó fuerzas para decir:
- En serio, Arthur. No hace falta que hagas esto. Con una disculpa tengo más que suficiente.
Arthur no debía opinar lo mismo puesto que, no contento con chuparle los huevos, subió la lengua lentamente por el tronco de su verga para acabar lamiéndole el capullo.
El herrero hizo un par de intentos más para disuadirlo, pero cada vez con menos ímpetu. Lo que le estaba haciendo sir Arthur no se lo hacía nunca su mujer. El herrero opinaba que un hombre no sobrevivía mucho tiempo sin una buena mamada, por eso las buscaba continuamente fuera del matrimonio. Y sir Arthur la mamaba francamente bien.
De hecho, la mamaba tan bien que parecía estar disfrutando más que él. Una vez que comprendió que aquello no era un arrebato repentino y que sir Arthur pensaba acabar el trabajo, el herrero se deshizo de toda su ropa, agarró del pelo a aquel inesperado mamón y le hizo tragar polla más rápidamente y en profundidad. A sir Arthur le gustó el cambio y se dejó follar la boca sin oponer resistencia alguna.
- Joder. Qué boca tienes, cabrón. Eres mucho mejor que una puta.
Sir Arthur empezó a babear con las arremetidas. Los cojones del herrero le golpeaban en la barbilla y él engullía con la mirada extraviada. Cuando el herrero llevaba un rato hincándole la polla hasta la garganta se percató de que Arthur seguía vestido. Ni siquiera se había sacado el miembro. Le resultó extraño que disfrutando tanto como parecía estar haciéndolo no tuviera una erección descomunal ni se estuviera masturbando.
- Sácatela, Arthur.
Arthur hizo como si no lo hubiera oído. Siguió tragando verga como un pelele.
El herrero le sacó el manubrio de la boca y repitió:
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Sácatela.
Pero Arthur parecía no oírlo. Intentó llegar hasta la polla enhiesta del otro para amorrarse de nuevo a ella. El herrero lo mantuvo apartado, aunque tuvo que usar ambas manos.
-Sinotelasacasnohaymás.
Esto lo hizo reaccionar y en un momento ya tenía el vergajo fuera. Cuando el herrero vio aquella cosa venosa y palpitante, aquellos buenos veinte centímetros de polla dura y gorda, la sangre le hirvió, y sin detenerse a pensar lo que tenía ganas de hacer, dijo:
- Túmbate en el suelo, Arthur.
Sir Arthur, pese a tener el vergajo totalmente hinchado, seguía allí plantado, sin tocarse a sí mismo ni demostrar iniciativa propia. Solo tenía ojos para la polla del herrero.
"Por el amor de Dios. Si parece que se ha quedado idiota después de que le dieran esa paliza", pensó el herrero.
- Está bien. Si te tumbas ahora y permaneces un rato tumbado luego te dejaré que me la sigas chupando.
Arthur entendió las condiciones porque se tendió enseguida sobre la paja del suelo del granero. Entonces el herrero, que ya estaba desnudo, se llenó el ojete de saliva y se sentó encima de aquel martillo que tenía Sir Arthur por polla. Forcejeó un poco hasta que consiguió que pasara la cabeza.
- No me lo tengas en cuenta, Arthur. Siempre me he preguntado por qué le gusta tanto a mi mujer, con lo que debe de doler - le dijo, mientras se movía intentando acomodar tanta tranca en su virgen culo.
Arthur, como era de esperar, no contestó tampoco nada a eso.
El herrero se removió hasta que le cupo entera, permaneció unos minutos quieto para hacerse a ella, como si le llevaran dando por culo toda la vida, y luego empezó a subir y a bajar sobre aquel increíble cipotón, taladrándose con el portentoso nabo de un sir Arthur ridículamente servicial.
- Oh, es buenísimooooooo. Que gustooooo -decía el herrero, autofollándose con el pollón de aquel aburrido.
Al cabo de un rato se percató de que sir Arthur seguía igual de poco participativo.
- Deberías follarme tú, Arthur. No está bien que haga yo todo el trabajo.
De repente Arthur habló.
- Claro que te follaré. Solo vivo para dar placer a los hombres.
El herrero se extrañó al escuchar tal declaración pero, ni corto ni perezoso, se deshincó la polla de Arthur para cambiar de posición y cuando estuvo a cuatro patas le pidió:
- Venga, destrózame el culo.
Sir Arthur tomó posiciones y le metió otra vez la polla, esta vez poniendo un poco más de su parte.
- Fóllame -pidió el herrero, que cuanto más recibía, más puta se volvía.
Arthur se lo folló de todas las maneras posibles, metiéndosela hasta los cojones, llenándole entero de carne, hasta que el herrero decidió que también quería que le follaran la boca a él.
Arthur obedeció y le metió la tranca entre los labios. El herrero reconoció que era una sensación placentera tener toda esa carne dura dentro de la boca y cuanto más mamaba más ganas tenía de que sir Arthur se corriera en su boca.
La leche salió inesperadamente y a borbotones y el herrero se atragantó de semen.
- Ahora te toca a ti –dijo Arthur.
Y se amorró por segunda vez al vergajo del herrero, cosa que había estado esperando impaciente durante todo el polvazo.
(Continuará...)
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