Síndrome de Estocolmo (nº2)
Sexo no consentido/dominación. Bianca empieza a aceptar la realidad de su vida y lo que los demás esperan de ella. Se ve en la obligación de adaptarse a la nueva circunstancia para sobrevivir. Cómo una chica joven e inocente empieza a sentir deseo por su captor. (Segunda parte)
Síndrome de Estocolmo (nº2)
«El23 de agostode1973, Jan Erik Olsson intentó asaltar el Banco de Crédito deEstocolmo, enSuecia. Tras verse acorralado tomó de rehenes a cuatro empleados del banco, tres mujeres y un hombre. Entre sus exigencias estaba que le trajeran a Clark Olofsson, un criminal que en ese momento cumplía una condena. A pesar de las amenazas contra su vida, incluso cuando fueron obligados a ponerse de pie con sogas alrededor de sus cuellos, los rehenes terminaron protegiendo al raptor para evitar que fueran atacados por la policía de Estocolmo. Durante su cautiverio, una de las rehenes afirmó: «No me asusta Clark ni su compañero; me asusta la policía». Y tras su liberación, Kristin Enmark, otra de las rehenes, declaró: «Confío plenamente en él, viajaría por todo el mundo con él». ElpsiquiatraNils Bejerot, asesor de la policía sueca durante el asalto acuñó el término de Síndrome de Estocolmo para referirse a la reacción de los rehenes ante su cautiverio».
Terminé de leer el artículo de periódico que me entregó el psicólogo de la policía y lo deposité cuidadosamente sobre la mesa.
—¿Qué pretende decir con eso? –pregunté controlando el tono de voz, no quería reconocer que me estaba exasperando por momentos.
—Nos preocupas Bianca, llevamos varias semanas estudiando tu caso y la información que nos ha ofrecido es... cómo decirlo... muy pobre.
Tragué saliva sin despegar los ojos de él.
—Es cuanto sé –respondí tajante.
—¿Seguro, Bianca? ¿Estás completamente segura de que no nos ocultas nada?
Miré al joven policía, de pie junto a la puerta, mientras el psicólogo me abordaba intentando forjarse un conducto que le condujera directamente al interior de mi mente.
—Sí, lo estoy –confirmé sin más.
—Está bien –contestó en tono displicente–. ¿Por qué no quieres ver a tu familia?
Me revolví nerviosa en la silla.
—No estoy preparada.
—Es curioso. Cualquier chica que hubiese pasado por lo mismo que tú estaría deseando encontrarse con sus seres queridos, a los que hace más de un año que no ve.
Sentí que mi corazón se agitaba nervioso en el interior del pecho. Mi familia debía estar al margen o no podría mantener el temple, me derrumbaría como un castillo de naipes y acabaría confesando más de lo conveniente.
—Lo que pasó allí... –negué con los ojos abnegados en lágrimas– no puedo ver a mi familia, simplemente soy incapaz de pasar página. He cambiado, me he convertido en... en...
—¿En qué? ¿Dos años bastan para olvidar quién eres? ¿Para olvidar a todas las personas que te quieren y han malgastado tiempo y recursos buscándote?
—Se está extralimitando –dije poniéndome en pie–. Usted no es quién para decir cómo debo sentirme.
—¿Y quién manda en sus sentimientos? ¿Quién le dice cómo, cuándo, por qué...? Es obvio que está condicionada, y no la culpo, viviendo ahí debió unirse al más fuerte para sobrevivir, pero ahora la situación ha cambiado y en su mano está poder detener esta locura y que otras mujeres no sufran su misma suerte. ¿Es que ya no recuerda cómo fueron los primeros días de su cautiverio? ¿Qué hubiese pasado si una de esas chicas hubiese podido escapar, y como usted se negara a hablar? No está siendo racional, Bianca, nadie se merece eso, y usted mejor que nadie lo sabe.
—Quiero irme –dije mirando al joven policía–. No me encuentro bien.
Los dos hombres se miraron una décima de segundo antes de aceptar mi petición.
—Descanse, pronto iré a verla y necesito que esté despejada porque le llevaré unas fotografías, a ver si reconoce a alguien.
Asentí con la cabeza y salí apresuradamente de la sala de interrogatorios.
Cada día se me hacía más difícil mantenerme firme, tenía la sensación que estaba al borde de un precipicio, a punto de caer, incluso podía ves cómo pequeñas piedras se precipitaban hacia el negro vacío debajo de la punta de los dedos de mis pies, que flotaban en el aire. Solo era cuestión de tiempo, en cualquier momento una leve brizna de aire me desestabilizaría.
Me encerré en mi habitación. Al darme cuenta de que estaba completamente sola, sentí una fuerte presión alrededor de mi cuerpo, parecía que las paredes se me echaran encima, aplastándome cada vez más. Sentí que me ahogaba y di unas enormes bocanadas intentando coger el aire que me faltaba antes de desplomarme sobre la cama y desatar el llanto.
Lloré sin descanso durante horas sin hallar consuelo, la situación me sobrepasaba, pero a medida que iba quedándome sin lágrimas y la cordura regresaba poco a poco a mí, me sorprendí al descubrir que la causa de mi afligimiento no era que el psicólogo hubiera sacado a colación el tema de mis padres; sabía que ellos estaban bien, habían seguido con su vida y seguramente ahora estaban más relajados, sabiendo que estaba viva. Lo que en realidad me preocupaba en este momento y de donde no podía apartar mi mente, mis sentimientos, mis emociones, mi vida entera... Era de Erik: mi amo.
Mi mente se trasladó rápidamente a un suceso en particular, un suceso que ahora recuerdo con cierta nostalgia, pese a que en su momento no fue así.
—Ven conmigo –ordenó el señor en tono autoritario.
Automáticamente salí de la cama y le seguí dos pasos por detrás.
Tendió una mano en mi dirección, se la estreché con cierta reticencia, pero dejé que me acompañara hacia una silla. En cuanto me senté, él se quedó mirándome desde las alturas. Sonrió con picardía y se dirigió hacia la cajonera que había a mi espalda, de donde extrajo un cepillo.
Regresó a mí y empezó a cepillarme el pelo con extrema delicadeza. Cada vez que las púas acariciaban mi larga melena dorada, acompañaba el mechón con la mano, acariciándolo de la raíz a las puntas. Repitió el proceso con cada mechón de mi cabello, varias veces. No sabría decir el tiempo que estuvo entretenido con mi pelo hasta que se atrevió a romper el inquebrantable silencio que reinaba en la habitación.
—Tienes un pelo precioso –constató con su característico acento extranjero.
Dio la vuelta hasta volver a colocarse frente a mí, descendió, y sus penetrantes ojos guises quedaron a la altura de los míos. Pasó la mano por mi cabello, acomodando un mechón detrás de mi oreja. Su ritual de movimientos me hipnotizaba, me hacía sentirme más relajada y cuanto más tiempo pasaba mirándome así, más me convencía de que ese hombre no quería hacerme daño alguno.
Repasó mi pómulo con el pulgar y fue bajando hasta arrastrar con cuidado mi labio inferior. Mi respiración empezó a acelerarse, tal vez fuese el hecho de que el señor estuviera tan cerca, o el miedo que sentía por intuir lo que podía pasar a continuación, fuese cual fuese el motivo, fui incapaz de controlar mis reacciones y él lo notó.
El amo ocultó su sonrisa de mí, estaba haciendo serios esfuerzos por no sonreír en mi presencia. Se puso en pie, obligándome a hacer lo mismo y fue orientando mi cuerpo con sutileza, hasta que la silla quedó tras él y ocupó el lugar que yo tenía antes. Se acomodó cruzando una pierna sobre la otra y apoyó su codo en la bracera de cuero blando.
—Desnúdate.
Mi rostro se contrajo en el acto.
—Ahora –insistió en vistas de mi desconcierto.
Abrí la boca para protestar, pero las palabras no llegaron a salir de mis labios; no me había ordenado hablar.
Me daba vergüenza y sentía una enorme inseguridad por mostrarme frente a él sin ningún tipo de pudor, pero no osé contradecir su deseo y fue desprendiéndome de mi camisón de seda rojo poco a poco, dejándolo resbalar por mi cuerpo hasta que quedó bajo los pies.
—Date la vuelta –dijo haciendo un gesto circular con su mano.
Obedecí. Me infundí de valor y giré lentamente para que me contemplara. En cuanto di la vuelta completa me asusté al comprobar que estaba de pie, y tan cerca, que casi podía percibir su calor.
Llevó una mano a mi clavícula y repasó el hueso produciéndome un leve cosquilleo, pero ahí no acabó su exploración, mi cuerpo reaccionó de una forma inverosímil cuando las yemas de sus dedos acariciaron mis senos con tanto cuidado, que los pezones reaccionaron endureciéndose tras su contacto. Me mordí el labio, la vergüenza hacía hervir la sangre de mis mejillas.
—Me sigue fascinando la simetría de tu cuerpo, es prácticamente perfecto, nunca he visto nada igual. Túmbate de lado en el sofá –ordenó–, voy a dibujarte.
—¿Podría volver a vestirme, por favor? –pregunté sin pensar.
—¿Me ha parecido escucharte? –preguntó girándose en mi dirección.
Empalidecí en el acto y negué frenéticamente con la cabeza, él sonrió.
—Mejor así.
Me tumbé en el sofá desnuda, colocándome de lado, tal y como me había ordenado. El amo se acercó y recolocó mi cabello, dejándolo de lado por encima de un pecho. Acomodó cojines tras mi espalda y me cubrió parte de la pierna izquierda y el pubis con una sábana de seda roja antes de dirigirse hacia el lienzo que tenía preparado en el caballete.
Durante largo tiempo me estudió con deleite, recorriendo cada poro de mi piel con sus inquisitivos ojos grises. No habían secretos para él, estaba segura que incluso llevaba la cuenta de todos y cada uno de mis lunares.
Cuando por fin dio por concluido el retrato, depositó el carboncillo en la mesa y se limpió las manos en un trapo blanco, pero en ningún momento dejó de mirarme.
Se acercó a mí, y entonces abandonó toda la delicadeza que había demostrado hasta el momento. Se sentó decidido a mi lado y sus manos guiaron a mi rostro con rudeza hasta estar lo suficientemente cerca como para ofrecerme un efusivo beso. Era como si se hubiese estado conteniendo hasta ese momento y una vez rebasado los límites de su autocontrol, hubiese desatado la lujuria sin freno sobre mi persona. Sus manos me palparon con desesperación, podía percibir incluso su respiración agitada sobre mí.
Intenté resistirme a la fuerza de sus brazos moviéndome hacia atrás, pero cada centímetro que conseguía apartarme, él lo invadía con creces. Hasta ahora siempre me había dado la impresión de que era un hombre tranquilo, paciente y cuerdo, pero a medida que palpaba cada parte de mi cuerpo desnudo, más me convencía de que mis conjeturas no fueron más que una ilusión; esa era su verdadera cara.
—No te muevas –me ordenó con voz firme sobre mis labios.
El peso de su cuerpo sobre el mío estaba empezando a dejarme sin respiración. Noté como su mano abandonó mis pechos y se dirigió hacia el pubis sin dejar de presionar con sus dedos. En cuanto introdujo uno en el interior de mi vagina, mi cuerpo se convulsionó, intentando con más ahínco separarme de él.
—Es una pena, todo tu cuerpo me encanta, pero no puedo decir lo mismo de tu coño, pues nunca ha sido mío.
—Por favor... –susurré con desesperación, pero él ignoró mis súplicas y continuó su discurso:
—¿Cuándo perdiste la virginidad?
—Por favor, déjeme...
Una de sus manos rodeó mi cuello con fuerza y ese contacto posesivo me infundió pavor.
—¡Contesta! ¿Cuándo?
—Hace un año –respondí con premura.
—No me gustan las cosas usadas, jamás he tenido nada de segunda mano y confieso que no poder utilizar esta parte de tu cuerpo, me vuelve loco.
—Lo-lo siento... –dije con la esperanza de que disminuyera la presión alrededor de mi cuello.
—Ya puedes sentirlo, ¡maldita sea! –Se separó de mí con brusquedad–, ¡No sé por qué pujé por ti! Detesto sentirme tentado por partes de tu cuerpo que jamás poseeré.
Sus palabras me hirieron profundamente, no sabría decir si fue por la decepción que causaba en él, o porque no dejaba de mencionar que era un objeto usado solo porque ya había sido desvirgada. Para él no era más que eso, un objeto. Como uno de esos carísimos coches que adquieres para fardar, para sentirte superior, para correr dejando al resto de vehículos atrás... Comprendía que se sintiera decepcionado porque el nuevo coche que acababa de adquirir tenía la tapicería amoldada a su primer conductor.
Me quedé quieta, conteniendo el llanto y esperando la reacción subsiguiente. El señor había adoptado una postura reflexiva, inclinado hacia delante y apoyando el mentón sobre el puño cerrado del brazo que yacía clavado en su rodilla. No supe qué hacer, tenía miedo de que mis reacciones acabaran por desatar su furia y planeara una cruel venganza, como aquella noche en la fiesta. No quería enfadarle y mucho menos provocar que se aburriera de mí porque eso significaría mi final. De hecho Eva mencionó algo parecido la primera vez que nos vimos y desde entonces, sus palabras resuenan una y otra vez en mi mente, y más después de todo lo que tuve que ver en esa extraña fiesta, en la que algunos hombres explotaban al máximo a sus sumisas. Mi amo no era así, todavía no había captado del todo sus intenciones, ni conocía sus gustos, pero lo poco que había podido ver hasta la fecha me indicaba que dentro de mi desgracia, había tenido suerte. Era muy duro ser consciente de esa dualidad de sentimientos que constantemente chocaban en mi mente, sentir que quería algo que no me gustaba para no tener una experiencia peor, era como si poco a poco, estuviera buscando una explicación a mi situación y una manera de subsistir en una realidad jamás imaginada.
Se giró repentinamente dedicándome una mirada paralizadora, incluso creo que aguanté la respiración durante los segundos que permaneció centrado en las imperceptibles reacciones de mi rostro.
No tardó mucho en alzarse sobre mí, aferrándose a la sábana de seda roja que yacía arrugada a mis pies, y con decisión, lió la suave tela alrededor de mis muñecas para inmovilizar mis brazos. Intenté contener el llanto, pero mis ojos hacían aguas por momentos, a punto de rebasar los límites de mi resistencia.
Cuando mis muñecas estuvieron fuertemente atadas, volteó mi cuerpo y se inclinó sobre mi espalda para anudar la sábana en una anilla de hierro que había incrustada en la pared más próxima al sofá.
Al estar atada de esta forma, me resultaba imposible relajar los brazos, que estaban estirados al máximo.
—No tienes por qué hacer esto... –dije con un hilo de voz.
—¿Cuándo vas a aprender que no quiero que hables? –Preguntó estirando de mi pelo con fuerza.
Mi cuello se giró hacia atrás, y no pude evitar emitir un alarido de dolor al sentir que si estiraba más, llegaría a partirme el cuello.
Sus manos abandonaron mi cabello y me indicaron, con claros movimientos, que me pusiera de rodillas sobre el sofá, aplastando al mismo tiempo mi pecho contra el cojín para dejar el culo en pompa.
Ladeé el rostro y apreté los ojos, empezaba a intuir lo que iba a hacer a continuación y sentí mucho miedo.
—Supongo que tu ano es la única parte de tu cuerpo que puedo estrenar, así que más vale que te acostumbres, porque yo únicamente te follaré por aquí.
—No... –gemí entre susurros, tenía la sensación de que me haría daño, de que mi cuerpo inexperto no podría soportar ese tipo de intrusión...
—No puedes negarte, ahora eres mía.
Sentenció antes de levantarse para ir a buscar algo, tiempo que aproveché para intentar deshacer el nudo de mis muñecas con los dientes, pero no tuve tiempo, en cuanto mi amo volvió a personarse en la habitación, adopté la misma postura en la que me había dejado por miedo a las represalias.
Se cuadró detrás de mi trasero y entonces lo sentí, algo resbaladizo y húmedo chorreaba entre los cachetes, siguiendo el recorrido hasta los labios vaginales, para a continuación, caer sobre el sofá encharcándolo ligeramente. Me estremecí por la extraña sensación, y temerosa, di una vuelta a la sábana, enrollándola en mi mano para tener algo que apretar.
Uno de sus pulgares empezó a jugar alrededor de mi ano, untando el lubricante como si estuviera pintando con los dedos, circundando muy despacio la obertura y de vez en cuando, extendiéndolo un poquito hacia los lados. Pronto el pulgar se detuvo y entró en juego su dedo índice, frotando mi rajita de arriba abajo, y por extraño que pueda parecer, la suave fricción de su dedo me empezó a excitar.
Casi no tuve tiempo de relajarme, en cuestión de segundos procedió a introducir ese mismo dedo lentamente en mi ano; mi cuerpo se tensó en respuesta.
—No importa cuánto te resistas, Bianca, voy a follarte de todos modos. De ti depende que te duela más o menos.
No acabó de decir esto que introdujo de sopetón dos dedos dentro de mi ano y ahogué un chillido contra el sofá.
—Por suerte para ti, tienes un culo absolutamente perfecto: suave, firme, ligeramente sonrosado y bien apretadito... como a mí me gusta.
Tras decir esto, y sin abandonar los dos dedos dentro de mi ano, se inclinó sobre mi espalda para mordisquearme suavemente el cuello.
—Hueles muy bien... –susurró– me muero de ganas de follarte el culo por primera vez.
Sus dedos incrementaron las acometidas en mi ano, y yo intenté por todos los medios no quejarme por la molesta intrusión. Entonces hizo algo que provocó una reacción extraña, llevó su otra mano hacia mi clítoris y empezó a estimularlo con movimientos rotatorios provocándome escalofríos.
—Voy a hacerte mía, pero ni se te ocurra correrte –me advirtió–, o lo notaré.
Una vez que mi cuerpo se adaptó a la presión de sus dedos en mi ano, podía relajarme y empezar a disfrutar, y eso era peligroso dado el vergonzoso comportamiento de la última vez y las consecuencias que trajo consigo.
Retiró lentamente los dedos de mi interior, pero su otra mano no dejó de estimularme el clítoris una y otra vez, estirándolo, frotándolo y presionando antes de introducir su dedo en mi vagina. Noté como su mano se movía con experiencia dentro de mi cuerpo, sabía perfectamente dónde tocar para hacerme sentir llena, todo era maravilloso, hasta que empecé a sentir la excitación de su miembro cerca de mi trasero.
Contuve la respiración, incluso sentí como los músculos de todo mi cuerpo se tensaron.
Su glande empezó a acariciar despacito la entrada de mi ano, con suavidad, esperando a que me relajara antes de empezar a presionar. No sabría explicar qué fue lo que pasó en ese instante, solo recuerdo que de alguna forma inimaginable mi cuerpo se relajó, abandonándose a las placenteras caricias de ese hombre. Sin darme cuenta empecé a gemir y sin dejar de apretar las sábanas que mantenían unidas firmemente mis muñecas, me relajé lo suficiente para dar paso al rosado glande de mi amo mientras se introducía lentamente en mi interior, adaptándose a las paredes de mi agujerito. Introdujo primero la punta y fue moviéndola de atrás hacia delante rítmicamente, con cada embestida se introducía un poco más profundo.
Intenté mantenerme relajada, ignorar la molestia y el dolor que me estaba haciendo. Mi amo intentó desviar mi atención, cuando presentía que su intrusión me lastimaba, acariciaba con más esmero mi clítoris, proporcionándome un placer inimaginable. Animada por la fricción de sus caricias, empecé a moverme, a acompañar sus movimientos hasta que su miembro hizo tope en mi ano, alcanzando su longitud máxima.
Chillé al sentirme llena, apresada por sus manos que me apretaban con fuerza mientras jadeaba.
—Me encanta lo apretada que estás...
Intenté contener mis gemidos, reprimir las sensaciones que me producía con el sutil roce de sus dedos mientras me la clavaba una y otra vez, sin descanso. A medida que su placer se expandía, sus movimientos fueron haciéndose más fuertes e insistentes. Había abandonado toda la delicadeza que demostró hasta el momento para retener mis caderas y acompañar mi cuerpo con movimientos cortos y fuertes.
—No... –susurré al sentir como su cuerpo se amoldaba al mío– por favor...
Jadeé y entonces él incrementó el ritmo, clavándome las uñas en la cadera. Fue justo en ese momento, cuando en contra de su voluntad, mi cuerpo empezó a sentir placer de verdad y se abandonó a la pericia de su experiencia. Sentí el vértigo previo al orgasmo y cómo este corría por mi cuerpo de forma incontrolada.
Mi amo también alcanzó el clímax en mi interior, se corrió ahogando descontrolados jadeos contra mi pelo.
—Te has corrido –constató con la respiración acelerada, palpando mi sexo con los dedos y sintiendo esa viscosa lubricación adicional que me dejaba en evidencia.
—No..., yo no...
Deshizo el nudo de mis muñecas y me volteó con rudeza.
—Te dije que no lo hicieras.
Mis ojos se llenaron vergonzosamente de lágrimas.
—Me has desobedecido, otra vez.
—Lo-lo siento –tartamudeé.
—No es suficiente. Quiero que te corras cuando y como yo diga, ¿es mucho pedir? –rugió enervado.
No supe qué hacer, me quedé en blanco.
Él suspiró y se vistió con premura, a continuación me cogió del pelo y tiró de mí sin ningún tipo de consideración.
—¿Qué vas a hacer? –pregunté asustada.
—Enseñarte –contestó con la voz firme y ecuánime.
Me llevó prácticamente a rastras por los pasillos de esa cárcel. No sabía qué iba a hacer conmigo, por lo que mi corazón no pudo dejar de latir embravecido.
Llamó dos veces a una puerta de acero y esperó paciente a que la abrieran.
—Buenas noches señor, ¿ha venido a ver o a participar?
—Aún no lo he decidido, Joseph.
—Está bien, pues pase y sírvase usted mismo, Mario acaba de empezar.
Ese nombre... me ponía los pelos de punta solo con que alguien lo mencionara.
Entramos en la habitación, estaba bastante oscura, pero no lo suficiente para que me impidiera ver que habían muchas personas sentadas, creando medio círculo para ver el espectáculo.
En el medio de la sala había una chica semiacostada en una camilla, estaba atada y amordazada, y su verdugo, ese tal Mario, daba vueltas a su alrededor.
Los hombres que observaban el espectáculo se habían desabrochado sus pantalones y empezaban a acariciarse, algunos traían consigo una de sus sumisas para que les practicaran una felación mientras miraban lo que estaba a punto de suceder con esa chica.
Miraba a Erik sin comprender lo que iba a hacer, o lo que quería que hiciese, pero él no se dignó a darme instrucción alguna. Me ignoró. Permaneció en silencio sin despegar los ojos de su compañero.
Entonces me giré. La chica estaba empezando a llorar y sus sollozos se hicieron cada vez más fuertes.
Mario aplicó una generosa dosis de lubricante en la vagina de la mujer y empezó a acariciarla muy despacio. Mis ojos eran un reflejo de los de esa chica, ya que las dos permanecíamos aterrorizadas. Entonces lo vi, me quedé alucinada sin poder pestañear mientras ese hombre introducía sus largos y rechonchos dedos en su vagina e iba moviendo estratégicamente la muñeca mientras presionaba más y más en su interior. Miré escandalizada a mi amo cuando ese desalmado llegó a la altura de los nudillos y siguió empujando mientras la chica chillaba e intentaba inútilmente revolverse.
—¿Qué hace? ¿Por qué...? –susurré al límite de mis fuerzas.
En ese momento mi amo me miró por primera vez desde que entramos en la habitación, y en voz baja dijo:
—Fisting.
No sabía qué era aquello, así me volví para seguir mirando. Mis pupilas se dilataron y sentí verdadero dolor cuando el hombre introdujo el puño entero en la vagina de la joven, moviéndolo hacia los lados, trazando círculos mientras la chica se revolvía y sollozaba sin parar. El aliento se me quedó atascado en el pecho, la imagen era surrealista y no podía entender cómo aquellos hombres disfrutaban del dolor ajeno. Algunos se corrieron como fuentes delante de sus esclavas, que se afanaron a limpiar sus vergas, otros seguían pendientes del espectáculo, acariciándose despacio, y mi amo, ni siquiera se inmutó.
Cuando Mario dio por concluido el espectáculo, sacó el puño del interior de la joven y dejó su vagina completamente abierta, chorreante de fluidos y lubricante. Mi cabeza intentó buscar alguna lógica a lo ocurrido, pero no fue capaz.
—Espero que lo hayáis disfrutado amigos –Dijo Mario limpiándose el puño con un pañuelo de papel.
—A decir verdad, te traía a mi sumisa para que experimentaras un poco, ya sabes...
¡¿Qué?! ¡No!
—Por favor.. –dije con los ojos desorbitados sin dejar de mirarle.
Pero no hubo nada qué hacer. Mi amo se deshizo de mi mano y dejó que ese hombre me acostara en la camilla donde segundos antes había estado esa chica. Separó mis piernas y las ató con fuerza, inmovilizándome.
—¡No! —grité mirando a mi amo, esperando una señal de su rostro, algo que interrumpiera esa locura, pero él permaneció impasible sin apartar sus ojos de mí.
Mario cogió el bote de lubricante y se aplicó una gran cantidad en la mano, la substancia transparente resbaló entre sus dedos, que movió despacio delante de mí.
Tenía la sensación de que en cualquier momento iba a desfallecer, no sería capaz de soportarlo, y entonces, las lágrimas empezaron a invadir mis mejillas mientras suplicaba una y otra vez.
—Por favor, por favor, no lo volveré a hacer, lo prometo...
Justo en el momento en que Mario iba a tocarme con sus grandes y asquerosas manos, mi amo se puso en pie y le detuvo.
—Déjalo ya, solo quería que viera.
—¡Oh, vamos hombre! ¿Vas a dejarnos así?
—Creo que por hoy ya habéis tenido suficiente, tal vez la próxima vez.
Mi amo ayudó a Mario a desabrochar las correas y cuando volví a sentirme libre él me cogió y me sacó de la habitación en brazos. No pude dejar de llorar mientras le agarraba con fuerza, como si fuera un salvavidas en mitad del océano, impidiéndole que me soltara.
En ese momento comprendí la grandeza de su poder sobre mi persona; jamás volvería a desobedecerle.
Tras esa noche, mi amo decidió seguir castigándome, claro que esta vez no me mostró todo lo que podía pasarme si no estaba bajo su protección, o si decidía entregarme a uno de sus amigos... Su forma de torturarme fue su completo y total rechazo. Yacía con las otras chicas de la casa y quería que yo estuviera presente en sus tríos, pero únicamente como espectadora. No se dignó a tocarme, ni a mirarme una sola vez mientras realizaba todas y cada una de sus fantasías con el resto de mis compañeras, hasta que un día, cansada de su contante desprecio, cometí una estupidez.
Continuará...