Sin vergüenza V. 2

Un encuentro yendo al grano con un simpático americano. Versión completa y corregida, 2019

SIN VERGÜENZA

  1. De un chalet a otro

Se fueron mis padres a la ciudad toda la semana y preferí quedarme en la casa de la urbanización, en el campo, estudiando. Como soy un poco miedoso, me sentí más seguro teniendo mi coche en el garaje y no dejándome ver mucho. La urbanización no estaba muy lejos, pero se quedaba casi vacía toda la semana.

Estudié bastante los primeros días. Ni estaba el ambiente para bañarse en la piscina ni me apetecía demasiado ir a dar una vuelta en bicicleta. Salí al jardín y noté que no hacía viento frío y, como no había nubes, la luz del sol daba calor.

Subí corriendo a mi dormitorio, me quité la ropa que tenía de estar por casa y me puse algo más apropiado para irme a la calle, con mis pantalones cortos y una camiseta de deporte —esa ropa que a mi madre no le gustaba nada—. Pensé también que estaría más cómodo con mis zapatillas de deporte. Me miré al espejo y me pareció que no tenía mal aspecto aunque más bien parecía un extranjero que otra cosa.

Me dispuse a dar un paseo por las calles solitarias de la urbanización pensando que no iba a encontrarme con nadie en un lugar como ese —cosa bastante improbable—. Preparé un sándwich, una lata de refresco y alguna cosa más, lo puse todo en mi pequeña mochila y me coloqué los audífonos con mi música preferida para salí de allí dejando la puerta de la casa muy bien cerrada y echando el cerrojo de la cancela.

Miré a un lado y a otro. Echar a andar en uno u otro sentido no iba a cambiar mi paseo porque, en realidad, solo había dos calles principales y algunas que las unían; poco sitio por donde caminar. Anduve despacio hacia la parte más larga de la calle —hacia la izquierda—, oyendo música y observando cómo todas las casas se habían quedado vacías.

Después de andar un rato en línea recta y a un paso regular, empecé a sentir algo de calor y me pegué a la acera donde daba la sombra. Me detuve bajo un frondoso arbusto, me eché en la pared y me comí casi todo lo que llevaba de un bocado, pero me quedé sin bebida en poco tiempo. No pensaba que iba a hacer tanto calor. Fui mirando por cada una de las bocacalles solitarias que cruzaba. Ni siquiera había coches aparcados.

Todo el mundo se había ido a la ciudad a cumplir con sus obligaciones y, si quedaba allí alguien, estaría encerrado en casa y con el coche metido en el garaje; como yo había hecho con el mío. Al asomarme a la segunda bocacalle, me pareció ver a alguien moverse, me llamó la atención y entré por aquel lado para ver quién era y qué hacía. Al acercarme, comprobé que era un chico muy joven con ropas muy llamativas y, cuando ya me acercaba a él, se volvió un momento con curiosidad, me vio caminado a solas y me sonrió. Apagué el reproductor y dejé de oír música.

Aquel chico tan llamativo era el hijo del doctor Barney, un conocido de mis padres que también tenían casa allí y a los que no había visto nunca por casa. Parecía estar intentando echar un cable muy largo por encima de su verja, que era incluso más alta que la fachada de su casa. Me acerqué a él, lo miré por la espalda con curiosidad y volvió a mirarme:

—¡Hi! —me saludó con un gesto y una sonrisa.

—¡Hi! —respondí igualmente—. ¿Necesitas algo de ayuda?

—¡Mejor así! —dijo con su fuerte acento inglés—. Estoy toda la mañana poniendo este cable, pero no se hacer…

—¿Es un cable? —le pregunté extrañado—. Imagino que no lo tendrás conectado a la electricidad…

—Amm… ¡No, no así! —dijo riendo y como cantando—. Es… alambre. Por sujetar un toldo que hay ahí dentro, en el jardín. He quitado ayer y justo no puedo poner ahora otra vez. ¡Aw! Mis padres se enfadarán porque he hecho esto. ¡My God!

—¿Quieres que te ayude? ―le pregunté deshaciéndome de la mochila a su lado.

—¡Oh!, sí es posible, gracias —dijo tendiéndome la mano—. Am… Mi nombre es Fred. ¿Cuál el tuyo?

—Yo soy Pedro —Lo miré fijamente—. Te conozco de verte alguna vez por aquí.

Se agachó entonces a recoger el cable y observé con disimulo sus pantalones muy cortos vaqueros, ajustados a un precioso culo redondeado, y sus piernas de vello muy rubio. Cuando se levantó, percibí por primera vez su belleza. No era un chico muy alto y estaba bastante fuerte, como si fuera al gimnasio. Tenía rasgos claramente norteamericanos; su rostro era más bien ancho, su piel muy blanca y con pecas, sus ojos claros, expresivos y de pestañas casi pelirrojas; llevaba una camiseta de colores y un collar con cuentas celestes, de donde colgaba un anillo. Bastante llamativo.

—¡Am, miras aquí! —me dijo en un tono simpático—. Yo he querido sacar esto cable por  poner este final en ese final —Señaló una parte bastante alta de la verja y comprendí que no iba a poder hacerlo solo.

—Es un tensor —aclaré gesticulando—. Ese final es un tensor. Habría que tirar bastante del alambre para enganchar uno primero y otro después. Creo que eso se haría mejor desde dentro; desde el jardín. ¿Comprendes?

—¡Aw, sí, sí, Pedro! Eso es así —contestó—. ¡Comprendo bien! Yo he pasado esto cable para fuera, pero creo que mejor adentro otra vez, ¿sí?

Me encantó su acento, cómo decía las cosas y su sonrisa permanente. Hablaba muy bien el español ―no demasiado mal―, aunque algunas de sus consonantes sonaban en inglés y sus frases, muchas veces, parecían estar traducidas literalmente al español.

—Let me help you! —le dije con mis pocos conocimientos de inglés, como excusa para acercarme a él.

—¡Oh, thanks! —exclamó entre risas, muy contento, al oírme hablar en inglés—. ¡Tú hablas un inglés muy bueno! ¡Es verdad! ¡Very good!, pero mejor hablamos español, ¿sí? Am… Necesito practicar ahora mi pronunciación, tú sabes. Pondré el cable… ¿alambre?... por el otro lado y paso al jardín para ponerlo, ¿mejor así?

—¡Claro que sí! —le dije—. Lánzalo por ahí con fuerzas por arriba y lo pasas todo al otro lado. Yo tiro esta punta.

Al levantar su brazo para echar el cable por encima de la verja, se subió su camiseta dejándome ver parte de su torso, más arriba de su cintura. Tenía una piel muy blanca, aparentemente suave y sin nada de vello. Pensé que si seguía viéndole alguna parte más, iba a tener que disimular un bulto que me iba a salir entre mis piernas.

  1. Dentro del chalet

Entramos en el jardín de la casa y vi enseguida que ya había colocado dos mesas de plástico blanco cerca de la verja para intentar hacer lo que le estaba proponiendo, aunque, evidentemente, hubiera necesitado a otra persona.

—¿Estas mesas para qué son? —inquirí inseguro.

—Am… —pensó un poco—. Son por comer aquí, en el jardín. Estas dos yo puse un poco separados, por subir encima. ¡Mira cómo hago, Pedro!

Se subió en una mesa, agarró un extremo del alambre y puso un pie en la de al lado para quedar en medio y, según supuse, pasaría luego a la otra.

—Es preciso tirar y enganchar aquí en medio —dijo—. Luego, paso a esto otra mesa y poniendo esto final en esto otro lado. ¿Tú sabes?

—¡Está bien pensado! —asentí—, pero me parece que estas mesas de plástico son un tanto endebles. ¡Puedes caerte!

—¡Ah, sí! —contestó sonriendo y llevándose la mano a la frente—. Eso es cierto. ¡Seguro! Cuando he puesto un pie aquí y otro allá, estos mesas mueven a los dos lados afuera y puedo caer al suelo.

Bajó de un salto, se puso junto a mí y miramos ambos aquel lugar intentando descubrir alguna posibilidad.

—¡Bien! —le dije poniéndole la mano en el hombro—. La idea es buena pero necesitas un poco de ayuda. ¡A ver si entre los dos podemos hacerlo…! ¡Súbete tú primero a esta! Luego veremos cómo colocar el otro lado —Puse mi mano en la de la izquierda para señalarla―. ¿Comprendes?

Asintió contento y, casi de un salto, se subió a la primera y se puso en el centro de ella. Se dio la vuelta y me miró interrogante:

—¿Ves ahora cómo qué? —preguntó gesticulando para que advirtiese el problema—. En el centro no pasa nada, pero si voy a eso otro mesa se mueve mucho a los lados. Necesito algo de ayuda en esto, creo. ¿Tú puedes?

—¡De acuerdo! —asentí acercándome a él y mirándolo desde abajo—. Yo te ayudaré. Dime cómo quieres hacerlo.

—El primer fin ya está en su lado —dijo haciendo un movimiento para enganchar el primer tensor—. Es necesario ahora poner el centro y luego el otro fin, ¿sí? ¿Tú puedes tomarme por las piernas, aquí?  —Señaló su entrepierna—. Es para sujetar mi peso hacia abajo. No quiero caer al suelo.

—¿Que te tome por entre las piernas? —pregunté medio en susurros y mirándolo casi temblando.

—¡Vamos, sí! —respondió seguro, quitando importancia a la situación en la que nos íbamos a ver y poniendo su mano sobre su bulto, por debajo y entre las dos piernas—. ¡Cógeme ya por aquí en medio de mis dos piernas, sinvergüenza! Eso a ti no te importa, Pedro. A mí me gusta así.

Me eché a reír por las frases equivocadas que había dicho; no pude evitarlo. Me miró muy extrañado y coligió que había dicho un disparate mirándose el pantalón:

—¡Oh, perdón! —exclamó—. ¡He dicho algo mal! Lo siento que es así…

—Sí y no, Fred —le expliqué mientras se bajaba de la mesa para colocarse a mi lado—. ¡Verás! Has hecho un juego con las palabras. Si dices «¡sujétame, sin vergüenza!», quieres decirme que no tenga vergüenza de tomarte por las piernas, pero si me dices «¡cógeme, sinvergüenza!»... ¡Es difícil de explicar!

Volví a reírme y le expuse el resto con más detalle, porque no quería que pensara que me reía de él. Me entendió bien. Comprendió que no era lo mismo hacer algo sin vergüenza que ser un sinvergüenza. Hicimos buena amistad en poco tiempo.

—Ya sabes algo más, Fred —le dije al terminar—. Recuérdalo. No es lo mismo «hacer algo sin vergüenza» que «ser un sinvergüenza».

—¡Oh, sí! —miró hacia la mesa negando con la cabeza—. Am, lo siento. Creo que no dije correcto.

—¡Vamos, Fred! —le sonreí—. ¡No hay ningún problema! Te he entendido, pero ahora ya lo sabes para otra vez.

—¡Gracias! —Sonrió amablemente—. Ahora ya sí puedo pasar la otra pierna a la otra mesa y tú puedes cogerme, por aquí por no caer. Sin… vergüenza. ¡Yo no tengo vergüenza! ―sentenció y volvió a subirse a la primera mesa de plástico.

Tuve que aguantar otra vez la risa. Lo entendía perfectamente, pero seguía dándome la sensación de que me estaba diciendo otra cosa. Lo miré asintiendo y subí mi mano poco a poco hasta su entrepierna, poniéndola con la palma hacia arriba, como el asiento de una bicicleta, para aguantar su peso con el brazo extendido.

—¡Así es bien, así me gusta mucho! —chapurreó—. ¡Es seguro! ¡Hm, lo estás haciendo muy bien!

No sabía si taparme la boca con la otra mano para que no me viese reír o taparme el bulto que levantaba ya la tela de mis pantalones cortos. Mi mano estaba agarrándolo y empujando hacia arriba justo por su entrepierna con la palma puesta hacia su parte delantera, es decir, cogiéndole toda la polla y con el dedo pulgar en la raja su culo pero, para poner las cosas más interesantes, cuando se movió para enganchar el cable en esa parte de la verja, se le salió la polla entera por un pernil. La verdad es que no podía disimular que él estaba completamente empalmado. No supe entonces si lo estaba haciendo a propósito.

—¡Oh, perdón! —exclamó y miró hacia abajo viendo la situación—. Yo espero que tú no importa tocarme ahí.

—¡No, Fred! —prorrumpí mirando su capullo rojo desde abajo como el que ve una aparición—. No te preocupes por esto. No me importa nada tocar tu cuerpo, te lo aseguro. Esa parte menos ―musité mirando al suelo un instante.

—¿Es cierto así? —dijo sin dejar de  trabajar e indiferente—. A mí me gusta que tú tocando mi cuerpo todo el tiempo. No tengo vergüenza.

—¡Ah, entiendo! —le contesté echándole morro al asunto—. Si quieres, puedo tocarlo un poco más. Todo el tiempo que te guste.

—¡Bien! ¡Claro! ¿Cómo no? —exclamó contento—. Me gustas mucho como estás haciendo ahora; es un gusto, pero primero necesito poniendo esto aquí. ¡Cool! ¡It’s all over! Ahora tú sigues cogiendo ahí hasta yo pasado a otra mesa, ¿sí?

—¡Sí, sí, claro! ¡Encantado! —le dije ya sin complejos y continué sujetando—. Te la cogeré hasta que tú quieras. ¿Voy bien así?

—¡Oh, sí! —Rio, porque reía por nada—. Todo esto va tensando hasta el fin.

Pasó a la segunda mesa manteniendo el cable tenso y no le solté la polla; seguía empalmado del todo. Se dio cuenta de la situación y me miró sonriente.

—Me gusta esto cómo haces, ¿sabes? —dijo con una sonrisa maliciosa—. ¿Puedes seguir más hasta yo llevando esto fin a su sitio? ¡Seguro se pondrá tieso!

—¡Claro! —dije encantado—. Todo el tiempo que quieras; hasta que esté tieso.

—Ya está lo más tenso —concluyó—. Ahora empujando con poco de fuerza y así. ¿Es bien? ¡Ya está dentro! ¡Oh, thanks God… and you!

Volvió a bajarse de la mesa y no se metió la polla en los pantalones cortos. Parecía darle igual lo que pasara. Me quedé embobado mirándosela y me sorprendió entonces al darse cuenta. Me echó el brazo por encima y me llevó hacia la casa pero, a mitad del camino, me miró muy de cerca sonriendo y puso su otra mano sobre mi polla apretándola intermitentemente; como palpándola.

—¿Ves ahora? —musitó—. Todo esto tenso. ¡El tuyo también! Estás sin vergüenza como yo, no un sinvergüenza.

Le costaba trabajo decir aquello para que pareciese algo distinto; le contesté con mucho placer:

—¡Pues verás, Fred…! En realidad soy un sinvergüenza sin vergüenza.

Se echó a reír sin entender nada, pero con aquella tontería me estaba magreando, así que si él no tenía vergüenza, ¿por qué la iba a tener yo? Se la acaricié descaradamente con la derecha y lo agarré con la izquierda por la cintura.

—¡Espera, espera! —farfulló mirando alrededor y bajando la voz—. Am… siempre parece que no hay nadie, pero la gente aquí gusta mirar. Tú mejor entra en mi casa. ¡Vamos! Es invitado.

Dentro de su casa había un ambiente fresco muy agradable. Cerró la puerta y tiró de mí apretándome a su cuerpo. Nos besamos durante un buen rato antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando. Tenía un manejo de la lengua poco usual y me acariciaba con mucha delicadeza.

Me soltó sin aviso, tiró de su camiseta hacia arriba para quitársela, se acercó a mí y tiró de la mía. Dejé que me la quitara. Luego, se agachó un poco, comenzó a abrir mis pantalones y los empujó haciendo un gesto para que me los quitara. Le seguí el juego porque no me disgustaba nada.

Cuando los abrí, tiró de ellos hasta los pies para poder sacarlos y, finalmente, pude verlo frente a mí totalmente en pelotas y empalmado con su vello púbico rubio.

—¡No te acerques, Fred! —le dije.

—¡Oh, perdón! —se tapó la polla con las dos manos pensando haberse equivocado conmigo—. Yo creo que tú querías…

—¡Sí, sí! ¡Claro que quiero! —le dije ilusionado—, pero antes, me gustaría ver tu cuerpo un poco más. ¿Puede ser?

—¡Ah, claro que sí! ¿Qué cosas más? —dijo algo confuso—. Esto aprovecho para ver el tuyo. Es una polla muy morena y muy bonita y sabrosa. Yo sé esos nombres…

—¿Y sabes lo que es una paja? —le pregunté sin más.

—¿Quieres una paja ahora?

—¿Sabes lo que es? ―insistí.

—¡Am… sí, sí! —dijo seguro—. Sé todas palabras sobre sexo. ¿Tú también?

—¡Por supuesto! —contesté acalorado—. No te asustes, Fred, no esperaba empezar una amistad así; tensando un cable. Tengo sed, ¿comprendes? ¿Te importaría darme un vaso de agua?

—¡Oh, yes! Sientas en el sofá si quieres y esperas, querido —dijo yéndose hacia la cocina—. Voy a traer algunos latas de Coke fríos.

Trajo dos refrescos y comenzamos a beber de pie y, mientras tanto, nos tocamos las pollas como si nada y entrelazábamos nuestras piernas. Como si no estuviera pasando nada especial.

—¿Tienes vergüenza del sudor? —preguntó.

—Am… Creo que no se dice así —Le sonreí—. Te he entendido, de todas formas. No, no me importa que estemos sudando.

—Cuando ya no estás sediento —susurró—, yo voy a comerte la polla, ¿sí?

—¡Sí, claro! ―le contesté muy seguro―. Y yo a ti también —Eché mi cara en su hombro—. Deja que beba un poco más; solo un poco más, por favor. Haremos todo lo que tú quieras, y lo que yo… sin vergüenza. Me gusta que no tengas ninguna vergüenza de nada… y, ¿qué más sabes hacer de sexo?

—Am… Me gusta hacer todo —respondió mientras me besaba la frente—, pero yo necesito descansar un poco entre esto cosa y otro cosa luego.

—¡Yo también, es normal, hombre! —aclaré ya actuando a placer y mordisqueándole los labios—. Te decía eso porque me gustaría hacerlo todo contigo. ¿Comprendes? No podía imaginarme que iba a conocer a un chico como tú, tan guapo y tan rico, de esta forma.

—¡Tú quedas en casa a comer y dormir juntos! ¡Podemos follar! —Me miró ilusionado.

—Sí, bueno —asentí—. Necesito ir antes a mi casa a por el teléfono. Si llaman mis padres y no lo contesto, se van a asustar. ¿Comprendes esto?

—¡Comprendo! Dar juntos un paseo a tu casa ya —dijo pensativo—. Comemos allí las pollas y traes… celular.

—Pues de aquí a casa hay tiempo para reponerse —le hablé besándolo otra vez—, así que podemos hacernos ahora una paja, damos el paseo, nos comemos las pollas allí, volvemos... ¡Lo que quieras! ¡Hay tiempo de sobra! ¿Qué te parece? ―asintió seguro.

Soltamos las latas inmediatamente en la mesita y comenzamos a pajearnos con fuerza. Dio unos pasos hacia atrás hasta apoyar su espalda en la pared y me eché sobre él sin dejar de comerle la boca a placer, hasta que nos corrimos los dos a lo bestia pocos segundos después.

Comprendí que lo que estábamos haciendo en ese momento era totalmente anormal; placenteramente anormal. La tensión acumulada desde la escena de las mesas ya se había descargado. Nos abrazamos contentos, acariciándonos, se incorporó, me besó un instante y fue a por una toalla. Me secó todo con cuidado y se secó él. Nos pusimos bien la poca ropa que llevábamos y salimos a la calle.

Dimos un paseo tranquilo a casa mirándonos como dos tontos enamorados, aunque aquello no era más que una aventura sexual más que deliciosa.

  1. Novedades no tan nuevas

Paseamos cogidos de la mano y mirándonos así, embelesados; como dos enamorados. No había nadie aparentemente. Sólo en cierto momento oímos acercarse una moto y nos separamos un poco. Cuando pasó, seguimos agarrados hasta casa, pegados por la pared donde había sombra. Incluso en cierto momento me miró los cabellos, se detuvo y me los peinó un poco con su otra mano.

—Am… ―exclamó embobado―. ¡Eres más guapo! No quiero hacer esto con un español cualquiera, pero tú no eres un español cualquiera. Yo conozco españoles y todos son… ¿con vergüenza? ¡No me gusta eso de vergüenza!

―Puede ser. No todo el mundo es tan abierto ni tan directo…

Llegamos a casa y entramos al jardín. Al acercarnos a la puerta, me pareció oír el teléfono y entré rápidamente a contestar. Fred se quedó esperando en la puerta y llegué a tiempo.

—¿Estabas en el jardín, hijo? —preguntó mi madre con curiosidad—. Has tardado mucho en cogerlo.

—Sí, mamá, en el jardín —le contesté disimulando mis ahogos—. Está el día muy bueno y se me ha olvidado el móvil aquí dentro cuando he salido a la calle.

—¿Cuándo saliste? —inquirió extrañada—. ¿A dónde has ido si no hay nadie?

—Salí a dar un paseo, mamá —le expliqué sin mucho detalle—. Esto no está tan solo como pensaba.

—¡Ten cuidado! —me advirtió—. Los chorizos aprovechan estos días para asaltar las casas.

—He cerrado muy bien, mamá. Salí y me he entretenido un rato en casa del doctor Barney. Su hijo Fred también se ha quedado aquí conmigo.

—¿No estará en casa, verdad? —gritó—. ¿Es que no sabes que ese Fred es maricón? ¡Es un sinvergüenza! ¡No te extrañes si se te insinúa! ¡Evítalo! ¡Te va a pervertir!

—¡Cálmate, mamá! —le dije con paciencia—. Estoy en casa y no me va pasar nada. ¿Te enteras? Soy suficientemente listo para saber con quién estoy —Miré de arriba a abajo a Fred y me acerqué a él sin dejar el teléfono.

—¡Pues ten cuidado, hijo! —subrayó—. Casi mejor que no salgas de casa.

—¡Dame un beso, mamá!

—Un beso, hijo. ¡Cuídate! Adiós.

Fred, al oír lo del beso, se volvió, me besó y me comió la boca, de tal forma, que tuve que tirar de él para que entrase en la casa.

Pasamos a la cocina abrazados como dos recién enamorados, aunque mi madre había creado en mí una enorme duda: ¿Sería verdad que Fred era tan peligroso? ¿Por qué sabía mi madre que era maricón?

Lo miré sonriente, encantado de que lo fuera y quise saber algo más:

—¿Conoces a mi madre, Fred?

—Am… ¡Sí, sí conozco! —balbuceó besándome un poco—. Yo prefiero a ti. Tu madre me ofendió un día porque la pisé descuidado. Gritó «maricón» en la calle a mí.

—¿Maricón? —exclamé disimulando—. ¿Te llamó maricón mi madre? ¿Y tú qué le contestaste?

—A ti te quiero mucho, ¿sí?; el más —Me tomó por la cintura—, pero a tu madre no quiero ni ver.

—¿Pero qué le dijiste?

Pensó un poco, me miró sonriente y respondió como avergonzado:

—Pues yo dije… «¡No me ofende usted señora! ¡Yo soy maricón! Y yo creo que no ofendo si la llamo a usted maleducada» ―Le sonreí―. Si ya sabía estas cosas, le dijera «sinvergüenza» a ella.

―No pasa nada, Fred. Mi madre es mi madre y yo soy yo. Ella no sabe…

Me eché a reír por sus ocurrencias y supo que no me importaba lo que pensara de mi madre. Le propuse llevarnos algo de comer y de beber, pero me dijo que en su casa tenía de todo.

Por mucho que lo miraba, por mucho que hablábamos, Fred seguía pareciéndome un encanto. Ni me consideraba un idiota ni me equivoqué. Mi madre tuvo que pasarse y obtuvo la respuesta adecuada. Quizá otro no le hubiese contestado con tanta diplomacia.

  1. La casa del sinvergüenza

Volvimos despacio de la misma forma; mirándonos sonrientes y cogidos de la mano. Cuando entramos en su casa, me abrió la puerta con cortesía y me hizo pasar primero. Fuimos a la cocina besándonos y acariciándonos, como siempre. Me cogió la polla y me miró riéndose:

―Soy un sinvergüenza. ¿Tú también? Esta es tu casa.

No. Fred no era un sinvergüenza. Era un chico sin vergüenza. Sin vergüenza a que le tildasen de maricón; sin vergüenza a que le tocasen cualquier parte de su cuerpo por ser necesario (o no); sin vergüenza a contestarle a una señora la verdad, cuando lo había ofendido. Si vergüenza a lanzarse porque yo le había gustado.

Comimos alguno muy rico que había preparado su madre y descansamos un poco en el sofá, abrazados. Hablamos lo suficiente para que yo me diese cuenta de que no era un tío de esos que se acuesta con el primero que se lo propone, sino que era un chico sin vergüenza, precisamente, que había encontrado a alguien que le ayudó y que le gustaba y… acabó diciéndome que quería estar conmigo. Lo miré casi asustado, pero la verdad es que yo deseaba estar con él todo el tiempo que pudiese.

Echó su cabeza sobre mi regazo y comenzó a acariciarme los muslos, subiendo poco a poco, hasta encontrar mi polla erecta. Me miró como si me pidiera permiso, tiró de la tela hacia abajo, la sacó y comenzó a mamármela. Noté entonces que no era un experto y le agarré la cabeza con cariño:

—¡Espera, Fred! —le dije―. Esto hay que hacerlo con paciencia.

—¿Vas a correr ya?

—¡No, hombre! —Apoyé mi cabeza en la suya—. Solo quiero decirte dos cosas… La primera, es que la vergüenza no la tienen los que dicen que la tienen. Tú eres mi sinvergüenza preferido. Sé que no voy a encontrar a otro como tú. La segunda cosa, es que no quiero que pienses que yo soy como mi madre…

—¡Pedro! —exclamó—. ¡Yo no he dicho eso cosa!

—Lo sé, lo sé… —Acaricié sus cabellos con dulzura—. No me lo tomes a mal, pero me gustaría enseñarte a mamarla para mí.

—¿No te gustó cómo hago? —se entristeció.

—¡Claro que sí! —exclamé besándole la mejilla—. Es que me estás demostrando que no eres un maricón que se va con cualquiera para follar o pasar un rato.

—¡No, no, no dices eso! —grito—. ¡Te quiero a ti!

—¡Eso lo sé! No me invento nada. Me gustas mucho ―Me miró asombrado.

—¿Y por qué tú no quieres que sigo mamando? —preguntó—. ¿Disgusto?

—¡No, hombre! No me molestas —Le acaricié la mejilla—. Voy a enseñarte cómo hacerlo bien y, si es necesario, voy a enseñarte muchas cosas más. Cosas para que seas feliz y para que me hagas feliz. ¿De acuerdo? Sigue, sigue mamando, pero ten cuidado de no hacerlo rápidamente, sino para disfrutarlo tú mismo. Y debes cuidar mucho de no rozar fuerte con los dientes en mi polla. Eso produce una mala sensación. Usa la lengua. ¿Comprendes? Deja que yo te la mame antes, si quieres, y te digo cómo hacerlo.

—¿Me enseñarás? —Se ilusionó enseguida—. ¡Aprenderé por ti!

Cuando hicimos casi de todo, me di cuenta de que no era un experto en mamadas ni en nada y le fui corrigiendo algunas técnicas. Era el sinvergüenza más bonito que me había encontrado en mi vida.

Follamos mucho siempre en aquellos días en que nos quedábamos solos y aprendió mucho. Desgraciadamente, tuvo que irse a terminar sus estudios superiores a su país, así que siempre pienso que es muy posible que le esté enseñando a algún norteamericano cómo la mamamos los españoles. O quizá vuelva a buscarme…