Simplemente Biel (XII) - Principios y finales

El sol caribeño incendiaba el ambiente. Fuego en el aire. Fuego en los cuerpos. Torsos desnudos, esplendorosos y rostros con sonrisas perfectas. Alegría, sensualidad y fiesta. Flirteo y pulsión. Principios y finales...

Pasión, fama, orgullo y sentimientos se entremezclan en la historia de Biel de Granados y Marcos Forné. Un chico de dieciocho años con circunstancias únicas y excepcionales. Frente a él,  un joven dios de veinticinco que descubre su verdadero ser. El poder, la riqueza, la familia, las emociones, el sexo y las aspiraciones del corazón en una historia para reflexionar. La lucha contra un mundo de frivolidad y prejuicios y la conquista del derecho a amar y... a ser amado.

XII

El sol caribeño incendiaba el ambiente. Fuego en el aire. Fuego en los cuerpos. Torsos desnudos, esplendorosos y rostros con sonrisas perfectas. Alegría, sensualidad y fiesta. Flirteo y pulsión. Placer y ocio. La arena de la playa de Guayambre se sumergía en un verano eterno. 20 de noviembre y 33 grados centígrados. ¡Sencillamente perfecto!

–Un merengue caribeño, por favor –pedí al camarero en la barra del chiringuito enfundado en mi bañador negro, que me llegaba hasta la rodilla y marcaba mis piernas fuertes.

–Naranja... Piña... Coco... y unas gotas de jarabe de menta... –me casi susurró una varonil voz desde mi espalda, que acarició su mano por mi piel desnuda: yo sólo llevaba el bañador encima.

Un guapísimo chico de menos de veinticinco años, con un rostro de facciones perfectas, un cabello castaño tirando a claro, una barba de unos días perfectamente recortada y una nariz estilizada y casi judía, pero harmoniosamente integrada en su bello rostro... se apoyó en la barra del chiringuito junto a mí, mirándome con acecho a los ojos.

–¿Eres nuevo por aquí...? –me preguntó con voz grave y varonilmente modulada. Algo picarón. Tenía una sonrisa blanca muy simpática y... perfecta.

–Llevo un par de días –respondí yo con desdén, aunque devolviéndole la mirada de repaso a su cuerpo.

–Guayambre es un buen sitio para desconectar –siguió él, dándome conversación.

–Ya no es lo que era. Hace seis años era una apacible isla perdida de pescadores, y ahora... –dije mirando alrededor de la cala llena de gente chevere – en fin...

–Hay gente que puede valer mucho la pena, aquí –me respondió el tipo con unos ojos encantadores y seductores, un castaño perfecto y atrayente–. Como por ejemplo, tú...

Él llevaba una camisa playera medio desabotonada, de un color rojo con estampados blancos y unas bermudas negras. El tío tenía un 10 en todo.

–¿De dónde vienes y... quién eres? –me siguió inquiriendo el morenazo, que intentaba tirarme los tejos.

Me sobresaltó su tremenda, atrevida y desvergonzada curiosidad. En un descuido por su parte, sus ojos habían apuntado a mi paquete, bien marcado en mi bañador negro y mojado. Me giré hacia la izquierda, dándole la espalda, de culo, y esperando impacientemente a que el camarero del chiringuito terminara mi cócktail.

–Venga: no te hagas el estrecho. En esta diminuta isla perdida en el Caribe todos somos ricos y tenemos un nombre. Es nuestro coto de caza particular.

–¡Camarero! ¡Cuánto tarda ese cocktail! –grité sin hacer caso del chulazo que me acompañaba.

–Podríamos pasarlo bien... –intentó susurrarme al oído, desde mi espalda.

Bajé la cabeza e hice caso omiso a sus palabras, aunque me guardé una media sonrisa que no podía disimular la gracia que me hacía aquella situación. Él la percibió:

–Ajá... No puedes evitar mis cantos de sirena –siguió batallando el chico, recortando la distancia que nos separaba en aquella barra–. Te diré quién soy: me llamo Héctor. Y vi como me tendía encima de la barra su fuerte mano, esperando que yo se la estrechara. Lo ignoré.

Silencio. Yo de espaldas a Héctor, erguido, esperando mi merengue caribeño. ¡Incompetente camarero que tardaba siglos! Héctor cerró su mano y la movió unos centímetros, retrocediendo en el gesto ante su fracaso:

–Empezaré de nuevo. Me llamo Héctor y te pido disculpas por comportarme como un auténtico idiota... como un maricón desesperado por encontrar a un tío lo suficientemente interesante como para no largarme de esta isla en... las próximas horas... La verdad es que ahora en noviembre se liga mejor en el frío de Europa que en este paraíso. Discúlpame.

Sonreí amablemente, me giré hacia mi derecha y quedé frente a Héctor. Le tendí mi mano:

–Mi nombre es Biel. Encantado de conocerte... Héctor –pronuncié su nombre pausadamente, mirándolo a los ojos con cierta sensualidad.

Me apretó la mano con fuerza. Su piel suave, la calidez de su palma... una mano tendida a la sinceridad y... ¿por qué no? al flirteo.

–Tu rostro me es familiar, Biel. No sé de qué... –me dijo Héctor inspeccionando mis facciones. Héctor tenía una voz super atrayente, grave y con aquella impostación seductora...

–He venido a pasar unos días de tranquilidad, Héctor, no me los amargues –respondí, intentado evitar que siguiera buscando una respuesta a la pregunta “¿quién era yo?”.

Héctor dejó caer la mirada, algo avergonzado por su torpeza.

–Lo siento. Soy un desastre entrando a los tíos. En especial a los chicos guapos y seguros de sí mismos como... .

Logró arrancarme la sonrisa. Vi de reojo que Héctor sostenía su mano sobre la barra. Alargué la mía hasta posarla encima de la suya y acariciarla sin quitar mis ojos de su mirada. Eso le excitó. Yo sabía contraatacar. Sus ojos castaños me encantaban, especialmente con el chispeo que noté al acariciarle la mano sin quitar mis ojos de sus ojos.

–¿Vamos a otro sitio, Héctor? –le dije con un débil pero firme tono de voz.

Los ojos de ese tiarrón delgado y atlético ahora chispearon fuego. Asintió levemente con la barbilla.

–¿A dónde quieres llevarme... Biel?

–Sígueme si quieres saberlo...

Le tomé la mano y lo guié lejos del chiringuito. Ya no quería aquel merengue caribeño, aquel cocktail que un camarero rezagado tardaba siglos en servirme. Ya no quería una bebida refrescante para apagar mi calor sino, bien al contrario, buscaba carne que encendiera el fuego que llevaba dentro de mi cuerpo.

Tras el chiringuito, lo estampé contra la madera de la pared, mientras empecé a comérmelo a besos:

–Joder, me estás poniendo bien burro... –gemía Héctor, cachondo, mientras yo le comía a besos todo el cuello, volvía a comerle la boca, succionando su lengua y empezaba a lamer su pecho, agarrándolo con todas mis fuerzas por el cuello y sus brazos– Joder, ¡qué bueno estás!

Cerraba los ojos embargado por el placer. Le lamí todo su torso con mi lengua, le mordisqueé su paquete cubierto, para volver a estirarle del brazo y salir de allí corriendo.

Me llevé a aquel –hasta hacía unos minutos– chico anónimo a las fauces de la selva que envolvía la cala de aquella playa paradisíaca. Entramos en la exótica casa que había alquilado para pasar unos días lejos de Europa y me entregué de lleno, durante horas, al desenfreno de la lujuria con... Héctor...


Nos lo montamos por toda la casa. El sol se ponía en el horizonte cuando me desperté, en mi lecho, entre los brazos de ese chico. Estaba refugiado en su pecho tenuemente velludo. Me aparte de él y tomé un calendario en lo alto de la mesilla que tenía al lado de la cama: “Noviembre de 2010”. Tumbado, alcé mi brazo para poner ese calendario frente a mí. Noté como las manos y brazos de Héctor volvían a buscarme y me agarraban con fuerza. Con los ojos aún entrecerrados, Héctor besó mis brazos y mi hombro hasta subir a mis labios. Abrió sus ojazos castaños y me vio con el calendario en la mano.

Mientras me acariciaba el brazo y el pecho, me susurró:

–¿2010 ha sido un mal año para ti? ¿Qué está haciendo un chico como tú en esta isla en pleno mes de noviembre?

Suspiré y me llevé mi mano a mi flequillo:

–¿2010...? Ojalá tuviera motivos para quejarme. No. Ha sido un buen año. Lo peor ya pasó.

Yo, Biel de Granados, a punto de cumplir veinticinco años , era un chico muy diferente al de aquel 2004, verdadero annus horribilis de nuestras vidas (mía y de mi familia), que había golpeado mi inocencia y, con mis dieciocho años de entonces, me había introducido violentamente en la edad adulta.

Héctor, el chico al que había conocido apenas unas horas antes y que ya me había llevado a la cama conmigo, me miraba con interés y afecto.

Me levanté bruscamente de la cama, desnudo, y me fui a buscar mis bóxers blancos largos. Mientras me los enfundaba en un cuerpo nuevo, absolutamente cambiado y fortalecido con el paso de los años a base de gimnasios y escaladas a montañas, dije, de espaldas al chico en mi cama y con un terrible tono de suficiencia por mi parte:

–Te pido que no te encapriches de mí. No soy chico de compromisos.

Héctor, que no me había quitado el ojo de encima desde que había saltado de la cama y que ahora contemplaba detenidamente mi espalda y mi culo, se sintió ofendido, pero contraatacó con inteligencia:

–¿Qué tipo de tío eres, Biel? ¿De qué va esto? ¿Te dedicas a mostrarte por encima del bien y del mal, dejando en la cuneta a cuantos tíos se hayan interesado por ti?

–¿A caso no va de eso la vida? De engaños y decepciones. Ya he tenido bastante.

Me di la vuelta hacia Héctor, tendido en la cama, y lo miré desafiante:

–¿Qué valor –seguí yo– puedo darle a la relación con un tío al que he conocido en una barra de un chiringuito caribeño, me he follado a la media hora de conocerlo y me he despertado con él tras un día de desenfreno zumbando por todas las esquinas de mi choza, antes del anochecer? Se acabó el día, Héctor. Nos lo hemos pasado bien. FIN DE LA HISTORIA...

Héctor, completamente desnudo, se levantó orgulloso del lecho y se encaró a mí:

–¿Eso se lo dices a todos los que caen en tu red? ¿Eres de esos que se dedica a utilizar a los tíos, a follárselos y a darles portazo? Perdona pero... me cuesta de creer.

–¡Así soy! –exclamé haciendo aspavientos con mis brazos, golpeándome la cintura.

–Tú no eres así. ¿Sabes quién creo que eres? –me preguntó, desafiante, Héctor, que con el rabo entre las piernas (literalmente) se encaró aún más, a escasos centímetros de mi cara.

–Ya que eres un abogado de causas de maricones perdidos... va, dímelo.

–Eres el chico tierno al que le rompieron el corazón.

–Ya.

–Eres el tío honesto que ruega a Dios que su chico vuelva para dejar de engañarse a sí mismo.

–Ajá.

–Eres el hombre bueno que creyó morir ahogado de amor cuando lo abandonaron.

–Humm...

–En fin, eres ese chico que si te mueres quieres que sea de amor y si te enamoras otra vez que sea de ÉL...

–Muy buena ésa: tal como dijo el cantante.

–Pues sí: porque sólo los poetas dicen lo que el resto de simples mortales no se atreven a decir –sentenció con solemnidad y gran seguridad Héctor, mirándome con una sonrisa de oreja a oreja.

–Hablas con demasiada profundidad para el porte que llevas –le solté, refiriéndome, claro está, a su cuerpazo y cuidado estilismo (cuando llevaba ropa, como no era el caso en ese momento, desnudo frente a mí).

–Me gusta interpretar los sentimientos de las personas. Y odio que me juzguen sólo por mi físico.

Intenté ignorarlo. Me fui al armario a buscar unos pantalones y una hawaiana para cubrirme el pecho. Héctor, que se cogió la sábana para taparse por la cintura, me siguió:

–Dime, Biel, ¿quién eres?, ¿qué quieres?, ¿y... qué te pasó?

Héctor clavó su mano en la puerta del armario, cruzándola con sus musculados brazos por delante mío, impidiéndome moverme. Me inquiría a como daba lugar.

Tragué saliva y suspiré. Me había refugiado en la última isla del Mar Caribe para proseguir con mis últimos seis años de vida desencantada y, ahí estaba, frente al espejo. Frente al recuerdo de lo imborrable.

–No creo que quieras saber qué tipo de hombre soy.

–Estás equivocado. No soy uno más. O... no quiero serlo. Cuéntame, Biel. Estoy aquí, después de follar contigo sin conocerte de nada. ¿Crees que es sólo sexo? Tú eres un hombre. Yo soy un hombre. Follamos como animales pero tenemos sentimientos. Puedes vivir tu amargura en soledad. O puedes compartirla conmigo.

–Buen intento, amigo. Las novelas déjalas para los que sueñan con su príncipe azul.

–Aquí el único príncipe azul destronado... eres tú –me susurró Héctor a la oreja, casi lamiéndola.

Héctor me acechaba a menos de diez centímetros de mi rostro, fiscalizó mis facciones, pestañeando nervioso y conteniendo la respiración frente a mí. Lo besé. No podía resistirme a esa mirada... esa mirada de ese, sin embargo, desconocido del que sólo conocía su nombre. Héctor...

–No creo que quieras oírlo –le susurré besándole la mejilla tras abandonar sus labios carnosos.

Y, sin embargo... lo conté todo. La semana más dura de mi vida. Desde el funeral de Sandra Smith en el londinense barrio de Chelsea, con un Marcos de hielo incapaz de amarme hasta... el final. El final de todo. Todo cuánto ocurrió.


Hace muchos años el primer chico al que amé me dijo: «Nunca tengas en un antiguo amante el objeto de tu venganza. Ambos saldréis dañados». La sombra de Karl Zimmer era muy alargada. Poco podía imaginar en aquel comienzo del verano de 2004 que, fuera de mi control, discurría el episodio más trágico de mi vida, generado en torno a mí y mis preferencias. Un episodio que cambiaría por completo mi vida.

Yo, Biel de Granados, dieciocho años entonces, corto de estatura pero fuerte de alma. Entonces un chico delgado, algo enclenque, pero –a parecer de algunos– con un enigmático atractivo tenía una mirada firme y serena. Y con todo lo que ocurrió, había perdido toda esperanza de ser feliz.

–¿Pero cómo puede un chico de 18 años perder toda esperanza de ser feliz?  –me interrumpió Héctor, cogiéndome del brazo, sentados los dos en la cocina de la choza caribeña, con una taza de café de por medio...

–¿Vas a interrumpirme todo el rato...? –le respondí con una sonrisa. Él se llevó la mano a la barbilla y ladeó la cabeza, castigándose a él mismo, entre burlón y interesado por mí... y mi historia.

–Voy a contarte lo que viví hace ahora seis años justo cuando... justo cuando... más cerca... más cerca estuve de conseguir la felicidad. Y cómo en un suspiro la perdí... para siempre.

–No digas eso: nadie deja de amar... aún cuando toda esperanza se ha perdido.

Pestañeé confuso y miré intensamente a Héctor:

–Hace años dije eso al padre del hombre al que amé. [SUCEDIÓ EN... http://www.todorelatos.com/relato/87260/ ]. Lo dije y... no me reconozco en esas palabras.

–Creo que eres un tío muy diferente al de hace años. Quiero que me lo cuentes todo.

Héctor me tomó la mano, y me acarició las líneas de la palma. El cosquilleo me excitaba. Y me agradaba. Él era mi espejo en aquel día de desenfreno y sinceridad. Y lo expliqué... todo.


Junio de 2004. Seis años atrás. Mi mirada se perdía en el horizonte, mirando a través de la ventana del coche limousine que nos traía de vuelta del aeropuerto a mi madrasta Marina, a mi abuela Mercedes y a mí tras aterrizar desde París. Todo el honor y toda la gloria para el Olympic Galaxy: campeón de Europa de fútbol, coronado la noche anterior en el colosal Stade de France , el templo del fútbol francés. El mejor Olympic Galaxy contra –también– el mejor Inter de Milán. 2 a 1. Golazos de Gonzalvo y Darío. La plateada copa Champions había sido alzada anoche en París por nuestro subcapitán, José “Pepe” Gonzalvo. Toda la afición había echado de menos a un Marcos Forné, primer capitán, completamente ausente. Completamente desaparecido de la vida pública tras la muerte de su exnovia, Sandra Smith. Qué amarga paradoja, celebrar el campeonato de Europa para el club de mi bienamado padre, mientras mi familia se descomponía a marchas forzadas, con mi hermano Lluc desaparecido, y Marcos... Marcos...

Frente a mí, en el coche, mi madrastra Marina y mi abuela Mercedes. No me quitaban el ojo de encima.

–Paco, ¿puedes poner la radio? –ordenó Marina al chófer de la familia. El silencio sepulcral que inundaba aquel vehículo empezaba a mortificarnos a todos. Yo no articulaba palabra.

–Ahora mismo, señora.

Y empezó a radiar:

«Es increíble lo que ha conseguido esta familia, los Granados, y esta plantilla, con su entrenador Berny Scheimmest al frente en esta temporada 2003-2004: es el mejor Olympic Galaxy de la historia, en sus casi cien años de existencia. El mejor club de fútbol para la mejor afición. Los más 100.000 socios del club, en los cinco continentes, estamos muy orgullosos de este Olympic. Pero, desengañémonos, esta afición no ha podido disfrutar de un triunfo completo: esta afición se pregunta dónde está su capitán, su mejor jugador: Marcos Forné. Desde estos estudios de RadioSport enviamos un fuerte abrazo a ese hombre que nos ha hecho soñar con el mejor fútbol de los últimos veinte años. Capitán Forné: esta victoria histórica va por ti».

El tono de voz del locutor de radio taladraba mi mente. Cerré los ojos. Forcé el cese del llanto. El coche, por fin, llegó a casa. Salí de su interior disparado y sin articular palabra. Marina y mi abuela me siguieron con la mirada, impotentes ante mi derrumbamiento.

–Esto no puede seguir así. ¡No puede seguir así! –dijo, rabiosa, Marina, a mi abuela. Se habían quedado las dos solas dentro del coche.

Mi abuela, Mercedes de Granados, con su habitual frialdad, sentenció:

–Parece un auténtico viudo, querida.

–Te digo que Biel no puede seguir así, Mercedes.

Marina, con su mirada oscura, acechó a su suegra:

–¿Por qué me miras así? Yo nunca he estado de acuerdo con este tipo de relaciones, y lo sabes. El amor entre dos hombres está condenado al dramático y final fracaso. Ha sido así durante toda la historia de la Humanidad.

–¡Por el amor de Dios, Mercedes! Estamos en el siglo XXI. No son tus tiempos cavernarios donde los homosexuales se escondían hasta de la luz del sol. Hay que arreglar las cosas entre Marcos y Biel. Y hay que hacerlo antes de que ambos se vean abocados a su autodestrucción.

–Gracias por recordarme mis 81 años de existencia, querida. En cuanto a su autodestrucción, creo que el desarrollo de los acontecimientos ya los ha lanzado lo suficiente al total fracaso de su relación. Ya viste la caja que le envió ese tal Forné con la ropa de Biel y aquella dichosa nota [SUCEDIÓ EN EN CAPÍTULO ANTERIOR: http://www.todorelatos.com/relato/92157/].

–Lo sé. Pero me niego, ME NIEGO, absolutamente, totalmente... a que esos dos no acaben juntos. Tú conoces su historia, Mercedes. Es como... Es como si estuvieran predestinados a estar el uno con el otro...

–Chica: lees demasiadas novelas. Si las parejas normales de hoy en día apenas se aguantan durante varios años, ¿qué vas a esperar de dos hombres jóvenes y guapos que pueden tener a quienes quieran rendidos a sus pies?

–Parejas... ¿ normales ? ¿Qué es una pareja normal? ¿Un  hombre y una mujer? Cuánto más te oigo, más recuerdo porque Edmond, que en paz descanse, tenía suficiente con verte una vez al año.

Aquel comentario de Marina, un verdadero ataque directo, hirió a la anciana Granados, que recordó la memoria de su hijo:

–Me duele que me digas eso, Marina –gimoteó la abuela–. Yo amaba a mi hijo Edmond... más que a nada en este mundo.

–Pues si de verdad es como dices, a pesar de tus muchas y destacadas ausencias en los momentos más importantes de nuestro matrimonio, y de la vida de sus hijos (¡tus nietos!), demuéstralo y ayúdame a salvar a tu nieto Biel de su... de su completa perdición.

Marina abandonó el coche visiblemente afectada, a punto de llorar. Cerró con un golpe la puerta y dejó meditativa a Mercedes.


Marina entró en el salón, agotada después de tanto viaje, siguiendo la estela del Olympic por toda Europa, cuartos de final, semifinales y, finalmente, la apoteósica final en París. Se llevó las manos a su rostro y se recogió el cabello, su selvática caballera negra. Era enigmático el contraste entre la blancura de su tez y el moreno de su cabello.

–Marta  –llamó a nuestra asistenta–. Sube arriba, al dormitorio de Biel, y asegúrate que tiene todo lo que necesita.

–Sí, Marina –respondió Marta, con el semblante preocupado; hizo amago de retirarse, pero interrogó con la mirada a su señora.

–Sí, Marta: dime lo que tengas que decirme –ordenó Marina con amabilidad.

–Marina... –interpeló la asistenta–, esto no puede seguir así. Esta casa no puede seguir así. Lluc por ahí sin aparecer, Biel vagando por las esquinas... lagrimoso a todas horas. Voy a llamar a Cris, con su permiso. Tal vez anime al joven Biel.

–Tienes razón –respondió Marina, posando su mano en el brazo cruzado de la asistenta–. Qué haríamos sin ti, Marta, y lo bien que nos conoces...

–¡Ya son casi veinte años sirviendo en esta casa! Con su permiso...

El rostro de Marina mudó completamente en un instante. Su celular empezó a vibrar. Al ver el nombre de la persona que le llamaba en la pantalla quedó impactada:

–¡¡Es Lluc!! ¡¡Lluc!! –exclamó nerviosa.

Marta, la asistenta, ahogó un grito de sorpresa.

Marina maniobró rápido y cogió la llamada:

–¡Lluc! Dios mío, ¡Lluc! Pensaba que ya no llamarías.

Marina gesticulaba rápidamente, con el teléfono al oído. Marta seguía de cerca la conversación.

–¿Dónde estás? ¿Cuándo vas a volver? Te necesitamos aquí...

Al otro lado del teléfono una cálida brisa preestival acariciaba el rostro fatigado y ojeroso de Lluc de Granados, el mediano de esa familia lanzada al peor año de su vida.

–Querida Marina: oírte es gloria. Os echo de menos –sonrió para él mismo. Tenía los ojos humedecidos.

–Nosotros también. Vuelve pronto, por favor. ¿Qué demonios has estado haciendo? ¿Sabes que ha muerto Sandra Smith? ¿Sabes que Forné ha roto con Biel? ¿¡Dónde coño te has metido!?

La voz de Marina no sonaba nada violenta, aunque sí profundamente mosqueada. Quería que Lluc regresara a Barcino de inmediato.

–Algo bueno habrá ocurrido en mi ausencia –bromeó Lluc.

–Anoche el Olympic Galaxy ganó la Champions, por si te parece poco. Pero estamos todos alborotados. Cesc Garbella me ha dicho que está en contacto contigo, que necesitabas unas semanas de desconexión. Pero esto ya pasa de castaño oscuro. ¡VUELVE!

–Pronto estaré de vuelta. Te lo prometo.

Marina sonrió con cautela.

–Oye, Marina, ¿tienes a Biel por ahí cerca?

–Está arriba en su estudio. No quiere salir de allí.

–Dale un fuerte abrazo de mi parte y...

Silencio.

–Sí... dime... –continuó Marina, arrancándole las palabras a Lluc.

–Marina: eres la mejor madrastra del mundo. Te quiero. Y creo que nunca te lo había dicho.

Marina cerró los ojos y suspiró. Cuánto sufrimiento y, a la vez, cuánta necesidad de mantener a toda la familia unida. Por Edmond de Granados, el mejor padre y esposo.

–Te echamos de menos y sólo queremos verte ya. Cristina va a regresar en las próximas horas de un breve viaje de trabajo y se va a quedar aquí hasta la fiesta de Sant Joanet para la verbena de San Juan. Apenas faltan tres días. Tienes que estar...

–Allí estaré sin falta. Apenas faltan unas horas para la llegada del verano.

–Sí. Vuelve, Lluc.

–Lo haré, no te preocupes. Os quiero.

–Nosotros también. Te esperamos. Adiós...

Marina colgó y un golpe de frío recorrió su espalda. Presentía que algo oscuro estaba apunto de ocurrir.

Al otro lado del teléfono, Lluc colgó el teléfono con un contradictorio sentimiento: venganza y perdón. Pensar en su familia le llevaba a reflexionar sobre la necesidad de redimir las propias faltas. Pensar en el tío desnudo que tenía maniatado dentro del zulo, Karl, le despertaba sus bajos instintos de supervivencia, venganza y destrucción. Cerró los ojos y suspiró. Los volvió a abrir y miró a su entorno. Se encontraba en medio de un polígono industrial abandonado en un lugar aislado de... Ibiza, en cuyo puerto había atracado con el yate donde había capturado a Karl Zimmer desde Barcino.

Miró a su alrededor y vio la placidez del lugar. Paz era lo que él necesitaba. Dentro de la nave industrial que tenía a escasos metros sólo residía la venganza, el odio y la destrucción. Pero tenía que llegar hasta el final... Había enviado a Hassan a recoger en el puerto unos narcóticos para dormir a Karl y lanzarlo a alguna playa abandonada, para que pudiera despertar al cabo de unas horas de una terrible pesadilla y devolverlo, así, a su vida habitual aunque absolutamente mutilado en su sexo y condición...

Lluc caló por última vez los aires de Ibiza y se dirigió nuevamente al interior de aquella nave industrial donde había torturado y sodomizado a Karl Zimmer, el asesino de nuestro padre, Edmond, de la exnovia de Marcos Forné, Sandra Smith. Un sociópata obsesionado con el menor de los Granados: Biel de Granados.

Lluc entró en la antigua fábrica y cerró con sigilo la puerta metálica de la entrada. Se dirigió al zulo de hormigón donde el eco ahogaba los gritos del puto alemán. Tras el eco de sus pasos escuchó un ruido extraño. Las ratas se movían ágiles por aquella antigua nave industrial abandonada, llena de humedad y suciedad. Pero la peor rata la tenía maniatada, toda ella cubierta de sudor y sangre: Karl, 21 años, desde unas horas antes contagiado con el VIH, capado y castrado. Su justa venganza, según Lluc.

Cruzó la puerta del zulo y se extrañó de ver el foco de luz apagado:

–¿Karl? –preguntó retóricamente sacándose la pistola del bolsillo– ¿¡Dónde te has metido, cabrón!?

Sus palabras eran devueltas por el incómodo y tétrico eco del recinto. Las cadenas del zulo estaban en el suelo... Miedo y una gota de sudor fría recorriendo la frente de Lluc. Y, de repente...

PAAAAAAAAAAAAAM

–¡¡Muere cabrón!! –gritó la voz afónica y gastada de Karl.

PAAAAAAAAAAAAAM

Desde atrás y por sorpresa... El golpe de la vida. Simplemente... Oscuridad.


21 de junio. Solsticio de verano. Parecía mentira que hubieran pasado ya seis meses desde que Biel de Granados hubiera vuelto a aterrizar en la ciudad. La vida me había cambiado por completo. Había conocido a Marcos Forné. Había perdido a mi padre. Había soñado con la inalcanzable posibilidad de ser feliz junto a un hombre bueno, que me protegía y me amaba. Él había perdido a la chica que le había acompañado en su vida durante ocho años. Y yo... volvía a la misma soledad terrible que me embargaba a finales del año anterior. Con mayor congoja, con mayor crueldad, con mayor injusticia.

Como si hasta el tiempo quisiera conjurarse con los malos augurios de mi vida, aquel primer día del verano amaneció en Barcino con el cielo tapado y con el chispeo de algunas gotas de agua que, a medida que transcurría la mañana, iban a más.

En el café de Santa Eulalia, en las Ramblas de la ciudad, una mujer que acababa de aterrizar en Barcino esperaba una cita decisiva para cambiar el rumbo de la historia. Empezaba a llover con fuerza. ¡Menuda locura, en 21 de junio! A dos días de la verbena en Sant Joanet donde los Granados, por primera vez sin Edmond, ofrecerían su tradicional fiesta de inicio de verano. Las gotas de lluvia repicaban contra el vidrio de la cafetería más famosa del centro de Barcino. Nadie, a fuera en la calle, llevaba paraguas. Un festín de lluvia. Algo inesperado.

Por fin, sonó la campanilla de la puerta del café y, al girarse hacia allí, la cita esperada llegaba al encuentro de su interlocutora.

Ella, con su cabello rubio oscuro y su mirada neutra y sincera, recogiéndose instintivamente la melena sobre la oreja derecha, se levantó con seguridad, sosteniendo su pequeño bolso de piel blanca sobre su falda asedada.

–Gracias por venir. No sabes cuánto te lo agradezco.

–El placer es mío. ¿Nos sentamos?

Cristina de Granados, mi hermana Cris, había citado a Isabela Forné, la hermana mayor de Marcos, en el café de Santa Eulalia, dispuesta a poner orden en el caos de toda aquella confusa situación. Ambas tomaron asiento y fueron directamente al grano:

–Lo primero que necesito preguntarte –comenzó Cris– es algo tal vez muy íntimo sobre... la vida de tu hermano Marcos.

–Habla sin tapujos –respondió con serenidad Isabela, una mujer de treinta años esbelta, altísima y muy segura de sí misma.

–Tal vez lo sepas o tal vez no. Pero mi hermano Biel y tu hermano Marcos llevaban unos meses saliendo juntos.

Isabela calló unos instantes y dio un paso en firme:

–Lo sé. Estoy enterada desde el principio de su relación. Marcos acudió a mí poco antes de dejar a Sandra, confesándome su... homosexualidad.

Cris respiró aliviada:

–¡Dios! No sabes el peso que me quitas de encima. Así podemos hablar de tú a tú y sin reservarnos nada. Te necesito, Isabela –y Cris agarró sobre la mesa de café la mano de Isabela.

Isabela, con un semblante triste, asintió.

–Mi hermano Biel sufre. Sufre cruelmente. Y Marcos, también. Esto no puede acabar así.

–No, no puede. Pero temo que nadie pueda luchar contra una mujer muerta.

Cris se echó hacia atrás. Estaba cómodamente sentada en una butaca de café barcinonés.

–Entiendo. La cuestión es qué podemos hacer tú y yo como hermanas suyas para poner remedio –continuó Cris–. Entiendo que no sólo conoces la situación afectiva y emocional de tu hermano Marcos sino que, también, la compartes.

–Reconozco que Marcos me dejó impactada cuando me lo dijo. Cuando me dijo que amaba a un hombre. Pero lo apoyo completamente. La cuestión es...

–Sí, ya lo sé. No vamos a poder luchar contra una mujer muerta. ¡Demonios! Sandra Smith murió. Es un destino triste y fatal. Pero no por ello estos dos chicos van a tirar por la borda todo el futuro que podrían tener juntos.

–Sinceramente, tengo miedo de que Marcos se vuelva a encerrar en él mismo –susurró Isabela sin mirar a Cris, dirigiendo su mirada al suelo, algo perdida–, miedo de que experimente que esto que le ha ocurrido a Sandra es un castigo por sus... pecados. No es una cuestión de fe. Es un tema de moral propia. La vida que te golpea porque tú has actuado mal.

–Marcos no actuó mal, Isabela.

–Lo sé, Cristina. Mira: soy madre de dos críos –Isabela se sacó del bolso su cartera y mostró unas fotos a Cris–. El mayor,  Gerard, de cinco años. La pequeña Joana, de tres –e iba mostrando las fotos a Cris, que sonrió con dulzura–. Gerard se parece un montón a su tío Marcos. Sus facciones. Y, por supuesto, sus inconfundibles ojazos verdes. Como los de su abuelo. ¿No eres madre, verdad?

Cris negó con la cabeza:

–A mis veintiocho años apenas he podido encontrar una relación lo suficientemente estable como para poder pensar en hijos. Es admirable que tú ya saques adelante un matrimonio con dos hijos. Son preciosos.

–Lo que quiero decirte con todo esto, Cris, es que a veces pienso en Marcos como hijo. Al ser mi hermano pequeño, mi único hermano de hecho, supongo que es un poco inevitable. Y he de decirte que acepto su homosexualidad y quiero que sea feliz pero, no sé, todo esto es muy extraño. ¿Sabes? Si me dijeran que alguno de mis dos hijos es homosexual y tengo la oportunidad de cambiar eso, sin duda, sí, lo haría. Lo cambiaría. Firmaría.

Cristina esbozó un rostro de sorpresa e incomprensión.

–Debes pensar que soy estúpida. Sé que nadie puede forzar la orientación sexual de ninguna persona. Pero a veces pienso lo desgraciada que puede llegar a ser la vida de Marcos si sus elecciones no son las acertadas.

–No entiendo lo que me estás explicando, Isabela –exclamó Cris, dejándose caer en los reposabrazos de la butaca, con un gesto de estupefacción.

–No te estoy diciendo que Marcos deba actuar como heterosexual. Lo último que quiero es que se comporte como lo que no es. Que se fuerce a ser lo que no es. Eso tiene que ser terrible. Pero...

–Pero, ¿qué? ¿Estás abriendo la puerta a la posibilidad de que lo vivido por tu hermano y el mío haya sido fruto de una confusión? ¿Fruto de un capricho impulsivo del instinto sexual? ¿Qué?

Isabela, agobiada, ladeó la cabeza, algo molesta por la invectiva desafiante de mi hermana Cris, que no se andaba con chiquitas:

–Nada de eso, por Dios. Yo quiero que mi hermano Marcos sea feliz. Lo que quiero decir es... Mira te voy a ser sincera:

–Sí, por favor. Estamos hablando de la felicidad de nuestros hermanos. De nuestra propia sangre.

–Qué cara crees que pondrán mis padres cuando se enteren que Marcos es gay. Eso primero. Y en segundo lugar, ¿cómo podrán aceptar a Biel si llegan a saber que él fue el chico por el que su hijo Marcos abandonó a su novia de toda la vida? Su novia que ha muerto en un... horrible... terrible accidente de tráfico.

–¡Pero...! ¿Y qué culpa tiene mi hermano Biel? Todo eso ha sido fruto del destino, desgraciado destino. ¿Me estás diciendo que por culpa de ese desgraciado destino la relación de Marcos y Biel está condenada a la extinción?

–Te estoy diciendo que todos, y básicamente ellos dos, van a llevar siempre eso encima. Un peso demasiado grande para su relación, Cristina.

–No lo comprendo. ¡No-lo-com-pren-do! –deletreó Cris, nerviosa.

–Cristina... Ante todo quiero decirte que... que Biel es el chico que más le podría convenir a Marcos. Bueno, justo, honesto. Creo que Biel es más un protector para Marcos de lo que Marcos pueda serlo para Biel. Tu hermano Biel es más maduro que el mío en algunas cosas, pese a que sea siete años menor que Marcos.

–Entonces, Isabela, no puedo aceptar tu argumentación.

–¡Cristina! Biel lleva prácticamente toda su juventud fuera del armario. Siempre ha aceptado lo que es. Mi hermano Marcos apenas acaba de salir de la oscuridad. Y tarde. Piensa en todo el daño que también puede llegar a hacerle a Biel. Piensa en el peso pesado de esa losa. Sandra Smith...

Cristina suspiró y cerró los ojos por unos instantes, buscando detener el inexorable paso del tiempo. Pero la lluvia seguía repicando contra el cristal de aquella modernista, elegante y a la vez suficientemente cosmopolita café de Santa Eulalia.

–Ojalá todo hubiera ido de otro modo –Cristina se abalanzó sobre Isabela y le agarró el brazo–. Sólo te pido que hables con tu hermano y le digas que no deje de amar a Biel. Que arreglen las cosas. Por favor...

Isabela se sintió fuertemente interpelada. Miró a los ojos de Cristina algo arrepentida de algunos pensamientos superficiales sobre la homosexualidad de Marcos, que había dejado ir en aquella conversación. Finalmente asintió con la cabeza.


Volver al despacho de la presidencia del Olympic Galaxy era una cruel condena que me había autoimpuesto aquel primer día de verano. La gerencia del club, la oficina de Garbella, me requería tratar varios asuntos pendientes de Presidencia desde hacía semanas. Cesc Garbella despachó con rapidez y no quiso responderme dónde diablos estaba mi hermano. Después, Lucía, la secretaría, me puso al día de varios documentos pendientes de mi firma. No dejaba de llover. Incesantemente. Insistentemente.

Inspeccioné el despacho entero e imaginé a mi padre merodeando entre sus rincones grises y el marrón oscuros de sus muebles de madera de castaño, aquellos tonos tamizados por la metálica luz fluorescente de los focos del techo. Jamás había estado en un despacho tan gris como aquel día.

–Ya sólo falta esta carta a los socios de la peña y amigos del Olympic de Buenos Aires. Están todos deseosos de leer las palabras de su presidente tras el triunfo en París –me dijo simpáticamente Lucía, la secretaria, mientras me ponía los papeles sobre el escritorio para que yo los firmara al instante.

Sonreí con desgana. Mi rostro pálido señalaba las bolsas bajos mis ojos. Estaba terriblemente agotado.

Cerré la pluma estilográfica y me la puse lentamente en el bolsillo de mi americana. Lucía me miró con preocupación, recogió los papeles en su carpeta y deshizo los pasos hasta la puerta del despacho hasta que...

¡PUM! ¡PUM! ¡PUM!

Alguien estaba aporreando la puerta y, finalmente, abrió. Un chico rubio alborotado, con nariz espigada y ojos de azul cristal se metió dentro de mi despacho en medio de los gritos de una recepcionista de las oficinas del club que intentaba en vano que el chico no entrase:

–¡Señor! ¡Señor! –gritaba al joven escurridizo, de mirada desafiante, enfundado en una cazadora de cuero marrón–. Disculpen –nos dijo la recepcionista a Lucía y a mí, atónitos ante la escena que presenciábamos enfrente nuestro–, le he dicho a este joven que no podía atenderle, señor, pero se me ha escapado. Dice que le conoce.

Inspeccioné al susodicho. Era un chico de no más de diecinueve años, de pelo claro y gélidos ojos azules, delgado pero muy fuerte y curtido en gimnasio:

–¡Soy el novio de Karl Zimmer, cabrón! ¿Dónde coño tienes a mi chico? –exclamó furioso, dirigiendo contra mí toda la ira que podía verse en sus ojos de hielo.

–Perdón, ¿tu nombre es...? –dije yo, incrédulo, por toda respuesta.

–Christian. Y tú eres el canalla de Biel de Granados. El puto de Biel de Granados. ¿No tuviste suficiente con destrozarle cuando lo abandonaste hace años que ahora lo apartas de mi lado o qué...? Dime dónde diablos tienes a Karl o voy a ir a la prensa a contarlo todo, ¿te va a molar la historia de un maricón ricachón jefe de un gran club de fútbol en portada, no?

Mis ojos se abrieron como platos, ¿de qué me estaba hablando? Hice un gesto autoritario a Lucía y a la recepcionista:

–No os preocupéis. Yo me hago cargo. Salid las dos, por favor.

Obedecieron sin más. El chico misterioso, con los brazos tendidos en su cintura, me miró desafiante:

–¿Dónde coño tienes a Karl? ¿Qué has hecho con él? Me dejó en Berlín a finales de mayo. Hablamos por teléfono durante unos días y ya no he vuelto a saber nada más de él. ¿¡Dónde está!?

–¡Eh! ¿Pero de qué coño vas? –le respondí yo, levantándome de la butaca del escritorio en igual actitud desafiante–. Sales con un puto pervertido, un corruptor, un miserable tío que engaña hasta a su propia sombra y me vienes a mí a pedir... ¿explicaciones? No sé qué es de la vida de Karl ni me importa un carajo. Creo que la última vez que lo vi fue en el funeral de mi padre. Y no fue nada grato. Ahora ya puedes dar media vuelta y largarte.

–No te creo. Karl se instaló aquí, en Barcino, buscándote, lo sé. Quería algo... Llevo tres semanas sin saber nada de él. No está en su apartamento. No ha gastado dinero de la tarjeta de crédito. ¡Sus padres no saben de él! ¿Dónde coño está?

Me llevé una mano a la frente, rascándome la cabeza. «Karl se instaló en Barcino buscándote», gravé en mis adentros las palabras del loco novio de Karl.

–¿Qué quieres decir –dije pestañeando de confusión– con eso de que Karl vino a la ciudad buscándome? ¿Qué...? ¿¡Por qué!?

Christian hizo un paso atrás. Parecía haber cometido algún error proclamando aquello. Escurrió el bulto como pudo:

–Tú sabrás lo que te traes con él... –me soltó.

Abandoné mi posición de defensa y autoridad tras el escritorio y fui al encuentro de Christian:

–No, perdóname, yo no tengo que saber NA-DA. Lo único que sé es que ese tío salió de mi vida hace tres años después de reventarme el culo bajo promesas de amor y futuro y, en realidad, se comportó como el mayor hijo de puta que he conocido en este mundo. Hazte un favor... Christian... Si no quieres acabar hundido en su mierda, en la mierda de Karl, vuelve a Berlín, con tu familia, tus amigos... tu gente. Deja de seguir sus pasos por el mundo, estudia, haz algo de provecho, lígate a alguien digno de ti, si es que realmente tienes alguna dignidad... Y, por favor, abandona estas instalaciones ahora mismo o llamaré a seguridad.

Le dije todo eso señalando con el dedo al infinito. Bastantes quebraderos de cabeza tenía con mis propias desgracias como para hacerme cargo de los celos de un niñato que buscaba a su novio putón. Qué poco que sabía yo, entonces, sobre Karl, su implicación en la muerte de mi padre y de la ex de Forné, su relación con mi hermano Lluc...

Christian salió de inmediato del despacho. Me di la vuelta hacia la ventana. No dejaba de llover. «Karl se instaló en Barcino buscándote», volví a repetir la frase de Christian en mi interior, silenciosamente. Un molesto dolor de cabeza empezaba a apresar mi sufrido estado de ánimo. «Karl se instaló en Barcino buscándote...».

Me senté en la silla que antes había ocupado mi padre como presidente del Olympic Galaxy, tomé un vaso de agua, cerré los ojos y... no pude evitar recordar la mañana siguiente a la muerte de mi padre, Edmond de Granados, en el hospital:

Recordé mi primera conversación con el bueno de Cesc Garbella:

»–Poco antes de la 1 de la noche, y preparándose tu madrastra y tu padre para abandonar el club Glinkel, tu padre sufrió una parada cardiaca y quedó tendido en el suelo, inconsciente y aparentemente sin respiración. Hubo un chico... Karl, parece ser que formado en primeros auxilios, que le practicó una reanimación... tu padre recuperó el pulso... y el sentido.

»–Ah... ¿Sí...?

»–Tu padre pareció recobrar todos sus sentidos. Fue un terrible susto para él. Pero después de la reanimación estaba sereno.

»–Perdona, Cesc... –yo estaba aturdido, estaba procesando demasiada información en tan poco (y convulso tiempo)–, perdona... ¿QUIÉN has dicho que reanimó a mi padre?

»–Karl... Karl Zimmer, según consta en mi informe. Creo que... es un viejo conocido para ti –¡bendita la discreción y manera de decir las cosas de Cesc Garbella!

»Recuerdo cómo me mareé, cómo la cabeza me daba vueltas... Hubiera caído en redondo al suelo de no ser por Cesc, que me llevó hasta los asientos del hall de aquella planta del hospital donde yacía el cadáver de mi padre.

»–Dios mío, Cesc: dime que todo lo que está ocurriendo es una pesadilla. ¡Despiértame! –exclamé.

»–Después de ese susto tu padre –siguió Cesc– fue llevado en ambulancia hasta este hospital donde los médicos de urgencias le prescribieron ingreso en observación. Marina y Lluc se quedaron con él. Aparentemente pudo dormir plácidamente... pero sobre las tres de la madrugada... En fin... –Cesc tragó saliva–, tuvo un segundo paro cardiaco mientras dormía... que lo mató.»

Ya no sentía una punzada en el corazón al recordar todo eso, sino una inquietante sensación de descontrol de todo cuánto estaba ocurriendo a mi alrededor. «Karl se instaló aquí, en Barcino, buscándote, lo sé. Quería algo...», había dicho Christian hacía escasos minutos.

–Karl quería algo... –susurré para mí mismo–. Karl quería algo... ¿Karl quería...? Dios mío... –me alcé rápidamente del asiento y cogí el teléfono del escritorio–. Lucía, sí, soy yo: ponme ahora mismo con la oficina de Francesc Garbella.

Miedo y terror en la soledad de aquel despacho presidencial, sumergido en la marea gris de aquel día lluvioso. Cuando la verdad está a punto de ser destapada, ambas sensaciones pervierten tus sentidos.


En medio de la tormenta que inauguraba aquel caprichoso verano de 2004, desde la artificialidad del gimnasio de la Ciudad Deportiva del Olympic, alguien levantaba en las pesas algo más que el peso de unas piezas de acero. Toda la oscuridad de una sombría existencia y la decepción de una vida que nos arrebata aquello que habíamos amado y apreciado caía sobre los brazos del deportista. Marcos Forné, tras su regreso de Inglaterra, tras enterrar a Sandra, se había entregado a una loca perseverancia en el gimnasio del club, sin tratar con nadie más excepto consigo mismo, forzando día tras día a su cuerpo, envuelto en un permanente sudor y rehuyendo todo contacto con la realidad. Machacándose. No se había unido al resto de la plantilla del Olympic en los entrenamientos. Sólo quería estar solo y machacar su cuerpo en el gimnasio.

Aquella mañana, enfundado en una camiseta sintética gris con mangas de tirantes, dejando relucir sus hombros y sus fornidos bíceps, y con un fino pantalón corto, continuaba como de costumbre con sus ejercicios en la tabla de pesas, levantando y bajando, levantando y bajando... Sus músculos tensionados, su mandíbula apretada, sus venas a punto de estallar de su cuerpo... Toda su rabia la concentraba en aquel esfuerzo físico.

Hasta que fue interrumpido por una voz desconocida:

–¡Joven!, ¡¡joven!!, ¡¡¡joven!!!

Una voz anciana le apartó de sus pensamientos. Dirigió la mirada a un lado y vio, ¡caramba!, a Mercedes de Granados –doña Mercedes de Granados– junto a la tabla de pesas. Una imagen absolutamente insólita en la historia de aquel equipamiento deportivo.

Marcos dejó sus ejercicios, pasó por debajo de la barra de pesas y se alzó sudoroso frente a la frágil pero sobria dama de hierro:

–Señora: ¿qué hace usted aquí? –Marcos miró a su alrededor, señalando con la mirada un entorno deportivo de élite de cuerpos esculturales trabajando sus músculos. Un entorno poco indicado para aquella señora de ochenta y pocos años más dada a salones y vacuos encuentros de la alta e ilustrada sociedad.

–Creo que mi familia es dueña de todo esto. ¿Algún problema con mi presencia aquí?

Marcos, con las manos ancladas en su cintura, en actitud relajada, suspiró y rió amablemente ante la respuesta de mi abuela:

–No se ofenda, doña Mercedes. Me refería a QUÉ hace aquí, en un lugar tan poco habitual para alguien como... En fin, olvide lo que he dicho: últimamente soy un absoluto patoso en las relaciones sociales. Soy Marcos Forné –y Marcos tendió la mano derecha a mi abuela. Ella la miró con una poco discreta mueca de desagrado. Marcos tenía la mano sudorosa, como todo su cuerpo, como toda su piel.

Mercedes hizo de tripas corazón y estrechó la mano a Forné:

–Sé quién es. Dúchese y en diez minutos le espero en el hall. Hablemos.

Ese «Hablemos», frío y seco, no dejaba lugar a la respuesta. Aquella frase sonó totalmente imperativa. Mi abuela era de aquellas viejas mujeres poco acostumbradas a recibir un “no” por respuesta. Se dio media vuelta y dio por hecho que, en diez minutos, Forné iba a comparecer.

El dios del balón se rascó la cabeza y quedó inmóvil en medio de la sala de máquinas de aquel gimnasio de élite. Se dio media vuelta y obedeció sin más, yéndose directamente a las duchas.

Al cabo de diez minutos exactos Marcos cruzó la puerta de la sala de máquinas con una toalla blanca sobre sus hombros desnudos, con la camiseta y los pantalones cambiados y el pelo mojado:

–He venido aquí a escuchar lo que tenga que decirme por pura cortesía, señora –fue lo primero que dijo Marcos con un tono de voz frío y distante, sin ni siquiera sentarse.

–Por favor, joven, siéntese aquí, a mi lado –mi abuela puso su mano sobre el lado derecho de aquel banco de abedul que ocupaba todo el ancho del pasillo en aquel rincón de la monumental Ciudad Deportiva del Olympic. El ir y venir de trabajadores del centro de alto rendimiento y del gimnasio no parecía afectar a aquellas dos almas dispuestas a enfrentarse:

–Dígame lo que tenga que decirme, señora, y me iré.

–¡SIÉNTESE! –Mercedes prácticamente aulló al ordenar esa acción. Fue tremendamente hostil y correctiva. Una fiera.

Marcos obedeció y se sentó en la banqueta, al lado de mi abuela. Reclinó su espalda y la cabeza sobre la pared, juntó las palmas de sus manos, miró al vacío distante y esperó la reprobación de doña Mercedes de Granados, hecha toda una loba:

–¿Cuántos años tiene, joven?

–Veinticinco años, señora.

–Prácticamente siete más que mi nieto Biel. Dígame, ¿cómo lo sedujo? ¿Cómo pudo engañar a alguien tan puro como él? ¡Si sólo es un niño!

Marcos empalideció el rostro. ¿De verdad eso le estaba ocurriendo a él?

–Seduje a su nieto. Pero nunca lo engañé. Lo seduje porque me gustaba. Porque lo amaba. Me gustaba tremendamente.

Lo dijo mecánicamente, fríamente.

–Pues debería usted hacerse cargo de las consecuencias de esas acciones. Porque ha roto el corazón de Biel. En mil añicos.

–Yo no he hecho tal cosa –respondió Forné, con la mirada perdida, apoyado en la pared.

–¿Puede negarlo? ¿Puede a caso mostrarse ofendido y dolido? ¡Qué egoísta es usted!

–¡Yo no estoy ofendido con Biel! Mis circunstancias son, por completo, diferentes a las que usted cree saber.

–Sé mucho más de lo que esa loca de Marina decide contarme, créame. La cuestión es que si usted tenía algún tipo de compromiso con mi nieto, debe cumplirlo. No hay muerte que frene eso. Excepto la suya propia. O la de Biel. Dios no lo quiera.

Marcos no pudo evitar esbozar una sonrisa de incredulidad divertida en su rostro. ¿En serio sus oídos habían escuchado lo que acababa de oír?

–Debe usted pedir perdón –sentenció la anciana–. Ahora.

–Señora, no sabe usted nada de mi vida ni de mi relación con su nieto Biel. Le pido que acabe esta conversación. No voy a seguir escuchando...

Marcos se alzó bruscamente de la banqueta, dispuesto a largarse y dejar con la palabra en la boca a mi abuela. Qué poco que la conocía...

–Le digo que se siente. Esta conversación sólo acaba de comenzar –exclamó, desafiante, con voz muy grave.

Mercedes tomó con fuerza el brazo de Marcos y le obligó a sentarse otra vez a su lado. Era auténticamente paradójico el contraste entre la fuerza física de Marcos, en su cuerpo, en sus brazos, y la fuerza casi imperial de mi abuela, que con un simple gesto y un tono de voz, ejecutaba sus caprichosas órdenes pese a la debilidad y fragilidad de su ancianidad.

–Va a hacer lo que ahora mismo voy a decirle –mi abuela se giró en la banqueta y se encaró a Marcos; hasta el momento la conversación había transcurrido sin dirigirse mutuamente la mirada–. Primero, va a rezar y pedir perdón a esa pobre y difunta muchacha por utilizarla como barrera entre usted y sus miedos. Segundo, va a visitar la tumba de Sandra Smith y va a buscar su indulgencia con usted mismo. Sólo podrá amar cuando libere su corazón del odio que siente contra usted mismo por no haber obrado correctamente en su momento. Tercero, va a pensar si realmente está dispuesto a pasar el resto de su vida con Biel de Granados. Y, en fin, si su corazón se siente inclinado a salir de este asqueroso mundo de hipocresía donde muchos amamos según nuestro egoísmo y miedo a la soledad, va a decidir cuál será el siguiente y decisivo paso en su vida.

Mi abuela hizo una pausa bien buscada para encontrar una reacción en Marcos. El chico tenía el semblante abatido, sus defensas por los suelos.

–Finalmente, como he de suponer que hará, va a ir a ver a mi nieto y va a pedirle que le perdone por su absoluta insensatez. Le va a pedir la oportunidad de su vida pidiéndole que se una a usted, embarcándose los dos en el viaje de vuestras vidas. Porque, me va a permitir que le diga una cosa pero que bien clarita –mi abuela, desafiante, casi perdiendo las formas de una señora bien , una dama de categoría, recortó toda la distancia entre su rostro y el de Marcos–: podrá buscar el consuelo que quiera en brazos y camas ajenas. Pero al final entenderá que nadie, nadie, nadie... le amará tanto en este mundo como ese chico tonto de dieciocho años al que le ha cambiado la vida. Él será suyo para siempre. Pase lo que pase.

Mercedes volvió a su sobria y seca postura inicial, alejándose en la banqueta de Marcos y cruzando sus manos. Ya había pontificado:

–Me pone usted las cosas difíciles, doña Mercedes –balbuceó con un tono de voz muy débil el bueno de Marcos.

–Al contrario, le revelo la absoluta verdad de este asunto. La decisión es simple. Mas no sencilla.

Dijo esto sin mirar a la cara de Marcos. La dama se alzó y, con la dificultad de sus años, empezó a alejarse de la banqueta. Pero antes de abandonar el hall, soltó su última verdad, de espaldas a Marcos:

–Me está pidiendo, prácticamente, que me case con él –dijo Marcos con mirada atónita.

–No: yo no entiendo de estas cosas, soy vieja y anticuada. Pero si de verdad dos hombres pueden amarse como para parar este loco mundo, le pido a usted que cumpla con la palabra dada y que no vaya contra sus propios sentimientos. Amar no es un juego de vanidades. Ni para hombres ni para mujeres. No es una batalla contra el propio orgullo. No haga crecer el odio que ahora le está cegando y quemando por dentro.

–Amo a Biel. Lo amo... Mas no es suficiente.

–Haga lo que haga, sólo quiero que sepa que no sólo está en juego su vida y felicidad. También la de mi nieto. No lo toleraré. E iré a buscarlo donde haga falta para que cumpla. Usted y yo no hemos tenido esta conversación.

Y la caprichosa anciana se largó elegantemente del recinto, sembrando –sin embargo–  la impactante y auténtica verdad del asunto en el atenazado corazón de Marcos Forné.


Recuerdo cuando era un niño y mi padre me decía que todo el ímpetu que llevaba en mi interior algún día desbordaría al mundo. Sin embargo, llegada mi insufrible mayoría de edad, era el mundo el que me estaba desbordando.

Cerré la carpeta y, por aquel día, todo estaba hecho. Avisé a Lucía que avisara a Paco, mi chófer, para llevarme de vuelta a la Casa Granados. Mientras metía algunos papeles en la maleta que seguramente no volvería a revisar en casa, como quién hace un acto mecánico lleno de tedio y repugnante abulia, cayó sobre el escritorio una foto mía y de Marcos. La foto que me había devuelto días atrás con toda mi ropa, en cuyo dorso escribió: “No puedo mirar al pasado sin arrepentirme de todo cuanto he hecho. Siento que he sido letal para Sandra y para ti, Biel. Perdóname. Te he dañado. Lo he dañado todo. Olvídame. Hasta siempre”.

«Pero... ¿cómo quieres que te olvide?», pensé para mis adentros. ¿Cómo olvidar a Marcos Forné? Y me di la vuelta hacia la vidriera inacabable de mi despacho desde cuya tercera planta veía el conjunto de instalaciones del Olympic Galaxy. La Ciudad Deportiva al fondo, con su campo de fútbol para entrenamientos, sus edificios contiguos, con los servicios de alto rendimiento y fisioterapia. Y tras de sí, monumental, el Olympus Stadium, el templo del mejor fútbol. Segundo día de verano. 22 de junio. Y llovía a cántaros. El tiempo estaba loco. Un cambio climático tan alocado como los dramáticos giros de nuestras vidas. Miré a lo lejos, a través del cristal, a través de la lluvia, a esa Ciudad Deportiva. Las oficinas del club y el recinto deportivo apenas estaban separadas por cuatrocientos metros. Pensé en Marcos, que estaría allí encerrado. Y pensé en la noche de lluvia, dos meses atrás, que nos sumergió en el estallido de fuego, ardor y lujuria más explosivo de mi vida, el que me había movido totalmente por dentro, el que me había convertido en el hombre que siempre ama... y siempre espera.

»Recuerdo aquella jornada donde el tiempo [SUCEDIÓ EN EL NOVENO CAPÍTULO: http://www.todorelatos.com/relato/89107/] se detuvo para nosotros dos, allí arriba en Santseny, en la casa de campo, la casa natal de mi familia. Nos refugiamos en nuestros cuerpos, lejos de los ojos del mundo, tras volver de la semifinal de Múnich. Recuerdo como volví al dormitorio y escuché ya desde el pasillo el fuego de la chimenea crepitando con fuerza. Crucé el umbral de la puerta y me dio un vuelco el corazón, que aceleró sus latidos hasta el infinito.

–Ven aquí –dijo Marcos con una voz varonil pero a la vez suave, aterciopelada.

Marcos estaba completamente desnudo frente al fuego. Completamente desnudo. La lumbre contorneaba con luces y sombras su portentoso y atractivo cuerpo

–Ven, no tengas miedo –y me tendía la mano, desde la chimenea. Yo estaba muy nervioso.

Había echado su ropa sobre una butaca cercana. Estaba completamente desnudo frente al fuego. Más guapo que nunca. Me iba el corazón a mil. La situación me excitaba sobremanera y a la vez me infundía miedo. ¡No había estado con Marcos, no de ese modo, desde nuestra primera vez en su apartamento, aún en el calor ahogado del invierno! Muchas noches de insomnio, muchas poluciones nocturnas a cuenta de soñar con él, despertar y ver que nuestra cópula no había sido real... Porque tanto mi subconsciente como mi propia inteligencia emocional ambicionaba a ese hombre y sólo quería fundirse con él.

Correspondí a su invitación, no dejando por más tiempo su mano tendida a mí y me acerqué a su cuerpo. Sus pectorales brillaban como nunca frente al fuego, su tableta de abdominales se dibujaba perfectamente con los parpadeos de las llamas, sus gruesas piernas de corredor de fondo se antojaban más apetecibles que nunca, su culo, en la penumbra del contrafuego, era espigado y perfectamente contorneado. Su espalda, igualmente en la penumbra, más fuerte que nunca. Sus ojazos verdes chispeaban como el fuego.

Le cogí la mano y se volteó hacia mí. No dejaba de mirarme, completamente enganchado a mi mirada. Adicto a mí.

Vi, de reojo, su verga creciendo en volumen y longitud. Estaba tembloroso, aunque el contraste luminoso del fuego con la oscuridad de la habitación tamizaban por completo sus temblores. Ante mí era un hombre fuerte y de decisiones firmes.

–Quítate la ropa –me ordenó con sutileza, sin quitarme los ojos de encima.

Se retiró medio metro atrás, sin dejar de mirarme y yo obedecí. Él no hizo nada: sólo me miraba, apartado, esperando que cumpliera sus órdenes.

Me quité la chaqueta y luego mi camisa rayada que llevaba desde que salí de Múnich para el aeropuerto. Debajo llevaba una camiseta de ropa interior blanca y de tirantes. Me quité el cinturón y lo dejé caer con fuerza a un lado de la chimenea. Hice fuerza con la punta del zapato para quitarme el otro y luego, con un leve equilibrio, me levanté la pierna para deshacerme del otro. Y luego los calcetines. Me deshice de mis pantalones negros. Ya sólo quedaba el conjunto de mis bóxers con la camiseta interior atirantada. Primero me desprendí de la camiseta y, finalmente, de los calzoncillos. Como siempre he sido de excitación (y erección...) rápida, mal dado al disimulo y la contención de los instintos, mi polla ya estaba a medio crecer. Nervioso, miré fijamente a Marcos y tragué saliva. Vi su mirada encendida como el fuego ardiente de la hoguera encendida que teníamos al lado. Estábamos muy calientes, por la situación generada y por el fuego que nos acechaba. Creo que nuestro fuego interior era más ardiente incluso que el físico que crepitaba cada vez con más fuerza.

Miré fijamente a Marcos, que me fiscalizaba intensamente con sus ojazos verdes. Estaba excitado como yo. Nuestros cuerpos, desnudos el uno frente al otro, sólo separados por dos pasos de distancia... Junto al crepitar del fuego sólo se podía escuchar nuestra respiración acelerada, y una tormenta cerrada sobre la masía ahí afuera. Marcos dio el paso. Literalmente. Venció toda distancia y se situó frente a frente. Nuestras pollas entraron en contacto sin querer. Marcos abrió bien sus ojos, frente a mis ojos, y me miró lleno de deseo. Aspiró mi olor, junto a mi rostro, mirándome adictamente. Contorneó mi rostro con su mano, resiguiendo mis facciones, acariciándome, retirándome el pelo del flequillo, humedeciendo instintivamente sus labios con su lengua.

–Quiero que me poseas, que me cojas, Biel... Esta noche.»

¡RIIIIIIIIIING! El alarmante timbre de Lucía, desde la recepción anexa, me interrumpió en mis pensamientos: «Biel: tienes el coche abajo», me dijo mecánicamente la secretaria. Cerré mi maletín de un golpe y huí del despacho de un presidente del Olympic Galaxy al que ya ni siquiera reconocía. Pues no me reconocía a mí mismo. El vello de mi piel se erizaba al pensar en Marcos, mas no tenía capacidad de salir de esa mera evocación e ir a su encuentro. A buscarlo. Todo se había acabado. No más horas en aquella oficina. Cesc Garbella había desaparecido desde que le inquirí por la presencia del novio de Karl el día anterior en mi despacho. Estaba ya cansado de tanta historia truculenta. No quería saber nada más, ciego a una realidad apabullante.

Fui a buscar el ascensor cabizbajo, triste y deprimido. Salí por la planta baja, algunos empleados me saludaron efusivamente sin que yo pudiera devolverles el grácil gesto. Y sin tomar el paraguas que el vigilante de la puerta me ofrecía, salí sin más por la puerta giratoria, enfrentándome a la tempestad.

El Audi negro del chófer estaba palplantado en la puerta. Abrí la puerta de atrás casi robóticamente y me metí con el ceño fruncido dentro.

–Llévame a casa, Paco.

Y el coche arrancó con decisión. Recliné mi cabeza en el cristal de la ventanilla, mirando ese día gris y disperso, esa carretera deprimente que me señalaba una pista sin fin. Seguí pensando en la noche tormentosa con Marcos en el Mas Granados.

Porque aquel día, Marcos y yo intercambiamos nuestros papeles de dominante y dominado. Pura cuestión sexual para algunos. Para mí, verdadero símbolo de nuestra versátil compenetración en nuestros corazones y en nuestros cuerpos desnudos. Aquel día en la casa de campo, Marcos podía sentir mi corazón latir a doscientos por mil. Entrecerré los ojos, asintiendo a su súplica: «Hoy vas a cogerme, Biel». Marcos rodeó mi cuello y empezó a lamerlo y a besarlo, y luego se fue acercando a mis labios. Yo, al principio tímidamente, después con más fuerza, envolví su espalda y su cuello con mis brazos y le correspondí. Así como atacaba mi cuello yo le mordisqueaba su oreja, del contorno al lóbulo. Eso lo volvía loco. Llevaba sus manazas a mi cintura, a mi torso, y lo acariciaba con mucha ternura. Nuestras vergas estaban a tope, chocando la una con la otra. Luego sus manos envolvían mis nalgas, y jugaban con ellas. Yo hice lo mismo con su portentoso culazo de futbolista, e intenté adentrar los dedos hacia su agujero. Sentí como se excitaba.

En un momento exacto, Marcos decidió emprender la ruta hacia mi vergel, ante la crecida de mi ansia y expectación... Fue mordisqueando mi torso, recreándose en mis pezones y estimulando todo el abdomen, besándome y lamiéndome alrededor del ombligo. A veces sentía que sólo con dejarme llevar por completo al goce de sus estímulos me hubiera bastado para correrme. Marcos ya rodeaba el entorno de mi pija, totalmente empalada. La tomó con su mano y empezó a recorrerla desde la base hasta el capullo, estimulándola aún más, en un masaje maestro... para tan formidable principiante.

Yo miré su acción con una mirada rotunda, totalmente quieto, como un niño sorprendido por un juego terriblemente excitante.

Marcos se había arrodillado por completo frente a mí. Yo no daba crédito. Su cabeza a la altura de mi vergajo, sus manos masturbándome. Se detuvo, llevó su mano a la base de mi polla y recortó toda la distancia de su rostro con ella. Pegó su nariz a mi tronco y aspiró fuertemente el olor de mi polla, cada vez con más fuerza. Marcos podía sentir la intensidad del pulso de mi circulación sanguínea en mi polla, el latido de mi verga junto a él. Aspiró toda ella y bajó a mis pelotas, donde repitió la inspección, poniendo mi polla sobre su mejilla, luego sobre su barbilla, haciendo ademán de zampársela. Volvía al vergel de mis cojones y mi polla chocaba contra su oreja. ¡Caramba, aquello me llevaba al paraíso!

Marcos hizo el camino de vuelta, esta vez no con su nariz husmeante sino con sus labios entrecerrados, siguiendo el contorno de mi verga, hasta la punta donde abrió más los labios húmedos. Sacó su lengua tímidamente para que le empezara a follar la boca. Sentí como el precum se escapaba de mis adentros y él lo recogía en su lengua. No dejó que aquello se escapara más y fue abriendo más y más la boca para empezar a tragarse mi pija. Y lo hizo lento pero decididamente hasta quedar mis pelotas sobre su barbilla.

Yo dejé escapar un leve gemido, ahogado en mi excitación... Buffff, aquel principio de mamada iba a matarme.

Entonces, Marcos empezó a mamarla con adicción. Intenté acompañar su ritmo, su mete-saca, con el balanceo de mi culo y de mi cuerpo. Era brutal cuando nos sincronizábamos. Sentir mi polla en su boca se me hacía mortalmente ardiente. Ya no era sólo el fuego de la chimenea que crepitaba. Éramos nosotros que ardíamos.

Se sacaba la polla y se la metía con un arte propio de experto avanzado, cosa que no era... pero sin duda se esforzaba... y aprobaba con matrícula. Había clavado sus zarpas en mis piernas, para acompañar bien mis movimientos, cuando no tenía que volver a echarlas sobre la polla para recolocarla bien en su boca. Fue una zumbada brutal.

En un momento concreto, se la sacó de su boca y volvió a poner su nariz bajo mi polla. Me la agarró por la base del mástil y me la golpeó sobre su nariz y sus labios, al tiempo que aspiraba el capullo y respiraba el olor a polla. Mi tranca ya estaba más dura que al acero. Él se había hecho ayudar de su otra mano para masturbar su potente pija de veintidós centímetros, que ya estaba en sus límites de grosor.

No pude mantenerme por más tiempo fuera de su boca y reconducí mi miembro hacia el fondo de su garganta. Marcos volvió a tragársela toda y dirigió muy bruto su mirada hacia arriba, buscando mi complicidad. Y dio con un chico de dieciocho años, fuera de sí, tumbando su cabeza hacia atrás, muerto de placer. A Marcos le encendía verme tan fuera de mí, tan bruto y tan animal. Cerró los ojos y se zampó la polla con más fuerza aún.

Interrumpió bruscamente el ejercicio, se levantó súbitamente, y sus fuertes manos tomaron mi rostro para comerme la boca con su lengua cazadora. Jamás nos habíamos comido la boca de manera tan impaciente, como si se nos fuera la vida con ello. Nuestras lenguas jugaban, entraban y salían. Nos excitaba sentir el propio ruido de nuestros fluidos y lenguas de boca en boca.

Marcos me empujó con fuerza, mientras su mano tomaba mi cuello y mi cabeza por atrás, yo tiré marcha atrás, solapado él a mí, polla con polla, él tirándome hacia adelante, yo hacia yendo hacia atrás. Me dirigía hacia la cama que teníamos detrás. Choqué con ella y mi espalda cayó sobre la colcha. Me subí a la cama sin quitarme a Marcos de encima, él me acompañó. Me comía la boca y bajaba su mano libre a mi verga, masturbándola. Me dejó tendido en la cama y se centró otra vez en mi polla, mamándola sin dejar yo ya de poder gemir y retozarme de placer. Como vio que tanta mamada iba a precipitar mi corrida, cesó en su empeño y se echó de rodillas encima de mi cuerpo, sentándose sobre mi torso y ofreciéndome su tremenda polla para que me la comiera enterita. Nada deseaba más que eso. Se cogió la verga y me la resiguió por mi rostro. Pude aspirar con mi nariz su sudor, su olor a macho, su olor a animal encendido por la pasión. Su olor a sudor me volvía completamente loco. Sujetó su polla por la base y la golpeó sobre mis labios. Abrí la boca para empezar a tragar. Él la condució por completo. Yo estaba inmóvil, atrapado entre sus piernas, sobre mi pecho. No me dio muchas bazas, Marcos tenía otras intenciones.

Se levantó levemente de mi pecho y se puso de cluquillas encima de mi cara, ofreciéndome su culo. Esa noche íbamos a cambiar los papeles de la primera vez. Marcos quería que le comiese el culo para después follármelo. Obedecí gustoso, aunque terriblemente impaciente.

Acompañando mi lengua de alguna nalgada furtiva, reseguí su esfínter con mi lengua jugosa. Me enganché al agujero y no dejé de darle lengua, de succionarlo y besarlo con toda la fuerza que me era posible en aquella postura. Encima mío, Marcos masturbaba su verga. Podía escuchar sus gemidos. Jamás le habían comido el culo. El fuego ardía como nunca. Metí el dedo pulgar en su culo, para estimularlo más y hacer posible la entrada de mi herramienta. Ahí, Marcos gritó libremente del placer...

–Aaaaaahhhhhh, Biel. ¡Quiero que me folles, AHORA!

Marcos gritó y yo obedecí. Me liberó de mi prisión, se dio la vuelta y se recostó, medio sentado, sobre la almohada de la cama. Yo me di la vuelta y me arrodillé, para después echarme encima de él. Necesitaba comerle la boca. Necesitaba besarlo. Sólo quería poseerlo en todas las formas posibles.

–Te amo, quiero que seas mío... –le dije entre lametón y lametón.

–Pues fóllame... –dijo Marcos, retorciéndose de placer.

Le forcé a recostarse más al fondo de la cama, y yo volví a bajar a su culo, para darle los lametones finales al esfínter y adecentar la entrada con mi dedo. Ensalivé mi polla. Pensé en el condón...

–Mierda... –dije para mí. Marcos me miró y me preguntó sin palabras qué ocurría. Captó el mensaje. No teníamos condones.

–Con la vida de monje que llevamos... ¡lo único que podemos contagiarnos es el fuego! –dijo Marcos, susurroso– Somos el uno del otro exclusivamente y no aguantaré que no me folles YA.

Me eché hacia adelante, le situé las piernas, esas piernacas atléticas curtidas en años de profesión, sobre mis hombros. Seguí salivando mi polla y metiendo dedo en el agujero de Marcos. La verdad es que, aunque lo había deseado en mis breves años de relación con Karl, jamás había hecho de activo. Estaba nervioso. Pero tenía polla y ganas para hacerlo. Y Marcos sólo deseaba que lo poseyera como él me había poseído a mí dos meses atrás. Empecé a meter el capullo y luego el resto de la polla. Marcos gritó de placer y dolor mezclado. Echaba chorros de sudor... La situación era de alto voltaje. El calor y el ardor de esa habitación era el fuego del inframundo convertido en paraíso.

–FÓLLAME.»

BRRRUUUUPPP. Un salpullido removió mis bajos fondos, allí, bajo la cremallera de mi pantalón. Volví a despertarme en el coche, camino de casa, en aquel primer día de verano de 2004, lluvioso y antipático. ¿Camino de casa...? Miré extrañado por la ventana. Las gotas de lluvia repicaban con fuerza en el cristal.

–Paco, te has equivocado. No has cogido la salida 97 de la autopista.

Paco me hizo caso omiso.

–¡Paco! ¿A dónde me llevas? Vuelve atrás que la salida 97 ha quedado lejos, ya. Quiero llegar a casa.

De golpe, el coche cogió una salida de emergencia y se adentró en una zona de descanso arbolada. El frenazo del Audi negro fue antológico. Bajé apresuradamente la mampara translúcida que me separaba de la zona del piloto y, ¡Dios!

–¡¡¡Marcos!!! –¡estaba al volante, sin yo haberme percatado de ello!

El coche se paró en seco. Marcos hizo gala de su buen manejo de coches deportivos, cosa que aquel vehículo no era. Echó su brazo detrás del asiento de copiloto, con una camiseta gris ajustada a su cuerpo bien mojada:

–Necesito que me des cinco minutos, Biel –me dijo con los ojos casi llorosos, con el verde de sus ojos empañado, desde delante, acechándome directamente a los míos.

–Esto... –dudé, fruto de la sorpresa– ... Claro... –asentí con la cabeza y tragué saliva, muy nervioso. Me avergoncé del salpullido bajo mis slips.

Marcos se bajó del asiento de piloto, bajo la lluvia incesante, y abrió la puerta contigua en el asiento donde estaba yo, detrás. Entró, se sentó y cerró sin atreverse nuevamente a mirarme. Le temblaba el pulso, como pude comprobar al fijarme en sus portentosas manos, suaves y vigorosas, como podía seguir intuyendo a escaso medio metro de su piel:

–Han pasado cosas... –empezó a decir–, muchas cosas...

Se reseguía compulsivamente las líneas de la palma de su mano izquierda con sus dedos de la mano derecha, nervioso y tembloroso, como digo.

–Demasiadas cosas –asentí.

–Yo no soy un hombre perfecto. Nunca lo he sido. Ni lo seré.

Seguía sin mirar a ninguna parte, sólo dirigiendo sus ojos al ejercicio absurdo que hacía con sus manos.

–Yo tampoco lo soy. Nadie lo es. Y el amor que sentimos por los otros, aunque pueda ser puro, nunca es perfecto.

–¿Nunca has albergado duda alguna sobre la verdadera posibilidad de que merezcamos ser felices?

–Nunca. No creo en los destinos fatales –respondí yo. Él me había hecho la pregunta anterior con un hilo de voz tímida, como un niño pequeño descubriendo la grandeza del mundo.

–El destino acaba siendo fatal para algunas personas –rompió su actitud vergonzosa y me miró desafiante a los ojos. Hablaba, naturalmente, de Sandra Smith.

Fui yo quien, con serenidad, bajé el rostro, resignado:

–No puedo explicar eso. No podemos explicar todo en esta vida, Marcos.

–Ya basta de nadar a contracorriente, Biel –me dijo, con una dulce sonrisa, sin renunciar en el fondo de sus ojos a un atisbo de miedo y expectativas que llegan.

–¿Qué quieres decir, Marcos?

–Este mundo no es para nosotros.

Ya no pude responder con palabras, sino con un atisbo de misterio en mi rostro:

–HUYAMOS, Biel. Vayámonos a vivir lejos de esta ciudad, de este país. Vivamos lo que sentimos el uno por el otro sin miedo a expresar lo que sentimos, sin miedo a que descubran cuánto nos... amamos .

Y al decirme esto, le brillaban los ojos. Estaba tan fatigado... lo veía en sus ojeras. Y, sin embargo, seguía siendo el ser increíblemente superior que me había conquistado desde el primer momento en que lo vi.

–¿Marcharnos... a dónde? –dije yo, emocionado, lleno de sorpresa.

–Da igual. Donde más quieras. Pero huyamos de este mediocre mundo. Ya te dije una vez que no me importa ni la fama ni el dinero, ni mi carrera, ni nada... excepto... tú.

–Pero... –sacudí la cabeza, confundido–, Marcos... ¿a qué se debe este cambio tan repentino? En el cementerio de Chelsea...

–Olvida el cementerio, olvídalo todo. ¿No lo ves? El pasado nos persigue, mires donde mires. Sólo quiero, sólo quiero...

Y levantó su fuerte brazo para dirigir sus dedos a mis labios enrojecidos:

–Sólo quiero... besarte... Eres mi único alimento.

Cerré los ojos mientras con su dedo pulgar acariciaba mi labio inferior, no podía evita la eclosión de mis sentidos ante el contacto con la yema de sus dedos... Deseé ser suyo para siempre.

–Mañana es la verbena de San Juan en Sant Joanet. Tu madrastra hará de anfitrinona...

–No sé si vamos a hacer esa celebración –le interrumpí–, estamos todos muy alterados con la ausencia de Lluc...

–Da igual: yo mañana iré a Sant Joanet. Espérame allí y respóndeme.

Y Marcos, emocionado y con un principio de repentina alegría, se sacó del bolsillo de su pantalón tejano unos boletos:

–Son unos pasajes a Guayambre, dos pasajes para ser más exactos –me susurró Marcos, ilusionado.

–Marcos...

–No respondas ahora.

–Ni siquiera sé donde está Guayambre...

–Una isla perdida en el Caribe. En una campaña de Unicef conocí allí a una familia de pescadores que nos acogerá un tiempo. Vayamos allí. Tú y yo juntos. Sin problemas. Sin limitaciones. Solo nos limitaremos a vivir nuestras vidas. ¡Tú y yo juntos...! ¡Juntos, Biel!

No pude evitar sonreír. ¿De verdad todo estaba a punto de cambiar?

–Espérame mañana en Sant Joanet –volvió a insistir Marcos, sacando a relucir su sonrisa. Oh, sí... pese al cansancio de su rostro, seguía siendo el tío con más presencia del mundo–. Ah, y dale esto a tu abuela Mercedes –y Marcos me dio una pulsera de perlas grisáceas–, se le cayó ayer en...

–¡¡Perdona...!! ¿Has hablado con MI abuela? –la incredulidad inundaba mis palabras.

Marcos intentó esconder la sonrisa, en vano, entre burlón y amoroso.

–No la critiques, Biel. Esa anciana se ha ganado el cielo conmigo –respondió Marcos, me agarró por el hombro derecho, pasando su brazo tras mi cuello y espalda (a lo que yo me estremecí) y me besó en el cabello. Sentí su suspiro cerca de mi oreja... Me asfixiaba dulcemente... – Hasta mañana, hasta mañana mi querido Biel –me susurró antes de separarse de mí, con la ilusión comenzando a prender en sus pupilas.

Y, dejándome absolutamente plantado en mi sorpresa y fascinación, salió del coche... dejándome media hora de soledad ensimismado en mí mismo... hasta que, no sé ni cómo ni de qué manera, Paco se reincorporó a su asiento de chófer.


–Cuando hace quince años participé por primera vez en esta verbena de Sant Joanet, jamás pude imaginar que llegaría el día en que tendría que tomar el micrófono sin la persona a la que le debo los momentos más felices de mi vida.

Marina, desde lo alto del escenario de la inmensa carpa que acogía cada año la verbena de San Juan en nuestra cala de Sant Joanet, con todos aquellos amigos, familiares y conocidos que año tras año nos acompañaban en una fiesta de fuego y brisa marítima, había empezado el discurso. El primero sin mi padre, Edmond.

–Noche y fuego. Son los dos elementos que se funden en esta verbena de San Juan, cada 23 de junio. La noche más corta del año. Hogueras, fuegos artificiales... Celebrando, saludando, el comienzo del verano. El primer baño nocturno en la playa. Cuando mis hijos –Marina siempre hacía referencia a nosotros, en público, como “hijos” – y yo pensamos en la oportunidad o no de celebrar esta cita anual con todos ustedes, nos embargó la duda de la... ausencia de Edmond de Granados.

Había unas doscientas personas en la carpa instalada sobre la arena, mirando atentamente y siguiendo todos los gestos de Marina, subida a lo alto del escenario con un espectacular vestido morado, brillante, de una seda que reflejaba toda la fuerza de esa mujer.

–Hemos llorado. Mucho. Este es un curso que cerramos con sentimientos encontrados. Hace escasos días –Marina comenzó a andar sobre el escenario, se resolvía muy bien hablando en público–, el Olympic Galaxy, el club de fútbol que nuestro amado Edmond soñó con llevar a la cima del fútbol, se coronó campeón de Europa. Este club, fundado en 1905 (en unos meses hará justo cien años) por ilustres ciudadanos de nuestra capital, Barcino, encontró en Edmond de Granados el mejor líder y sucesor para darnos los triunfos, los éxitos que ya nos está dando. Gracias a él. Gracias a ese fantástico equipo.

Marina tomó una copa de champán y la alzó a todos los asistentes:

–Edmond: hace cuatro meses que nos dejaste y ya me parece una eternidad. Brindamos por ti, brindamos por tu legado. Todos juntos: ¡Por Edmond!

«¡Por Edmond!», exclamamos todos con nuestra copa. Yo estaba de pie, entre la muchedumbre, junto a mi hermana Cris. De repente, alguien me agarró por el hombro. Me di la vuelta y allí estaba él, Marcos Forné.

Vestía una blusa blanca, que trasparentaba el fuego de su piel, de su torso firme y vigoroso. Los botones a medio cerrar dejaban ver parte de su pecho, esa piel fuerte, ese blanco rosáceo del que pensé que jamás me volvería a desprender. Me sonrió. Su hermana Isabela, que le sacaba casi veinte centímetros de estatura, iba con él, cogida a su brazo. Me sonrió con una gran familiaridad. Mi hermana Cris se acercó a Isabela y le dio dos besos, susurrándole un «Gracias» al oído. Cosas de hermanas. Ambas se acercaron a mí. Isabela me abrazó, me dio dos besos y no bastaron más palabras que el diálogo mudo de nuestras miradas entrecruzadas:

–Tenéis que hablar, Biel. Salid de aquí –me dijo Cris, acariciando mi hombro.

Me acerqué a Marcos, torpemente. Clavó sus brillantes ojos en mi cara asustadiza. Tenía las manos metidas en los bolsillos, entre despistado y atrayente. No tenía modo de no caer en su hechizo:

–Vayamos ahí fuera, a la playa. Estaremos más tranquilos.

Instintivamente, me cogí de su brazo... Parecíamos aquellos matrimonios dulzones que van siempre cogidos el uno del otro. Nadie nos hizo caso. Nos hicimos paso entre el gentío que hablaba y bailaba a ritmo de canción veraniega. Salimos a la oscuridad de la noche. No había luna. Pero sí un mar de estrellas que desafiaba la rompida de las olas bajo su horizonte. Es curioso como, en medio de la oscuridad, puedes ver las formas, las figuras... las personas. Marcos se me aparecía como el hombre completo que era... ante mí.

Caminamos en medio de la arena, que se me metía dentro de los zapatos.

–¿Has pensado en lo que te dije en el coche? –me preguntó con un rostro relajado y descansado. Sus ojazos verdes volvían a brillar con la fuerza de siempre. La luz cenicienta del horizonte se concentraba, por completo, en sus pupilas. Me estremecí al oír su voz en la oscuridad de aquella noche de verano.

–A todas horas –respondí yo, dulcemente resignado–. No me he quitado esa idea de la cabeza en todo momento... Irnos...

–¿Y qué me respondes...?

–Marcos... No sé... no sé qué... qué decir...

–Di y, sobretodo, haz, lo que te mande el corazón –y acercó su mano a mi pecho, notando el fuerte latido de mi corazón.

De manera inevitable, nos juntamos y él posó su rostro, su nariz sobre mi frente, buscando mi olor, buscándome a mí...

–Biel: me muero sin ti...

–Marcos...

–Vente conmigo... Huye conmigo... Lejos de todo esto...

Me acariciaba el rostro con sus fuertes manos. Me retiró el cabello de mi flequillo, me miró como si fuera la última vez que podría mirarme. Como si nunca más nos volviéramos a ver. Y, finalmente, acercó sus labios a los míos. E, inevitablemente, nos besamos. Nos besamos como la primera vez. Yo pasé mis brazos por detrás de su cuello. Me agarré a él como si toda mi existencia dependiera de él, de su aliento y de su fuerza.

–Chicos... –una voz, desde las tinieblas nocturnas de la playa, nos interrumpió– Chicos...

Dejamos de besarnos. Marcos siguió tomándome por el cuello y la mejilla y miró al fondo, a la voz que nos había interrumpido.

Era Marina, con los ojos humedecidos y con el timbre de voz tembloroso.

–Es tu hermano, Biel... Lluc... Lluc... Tenemos que ir... al hospital...

Por un momento dejé de escuchar a las olas rompiendo su ímpetu contra la costa. Y las estrellas del firmamento dejaron de girar entorno a nosotros.

Sí: la vida (nuestras vidas) estaba... estaban a punto de cambiar.

Me separé de Marcos, mi mano fue reticente a abandonar la suya. Lo miré con miedo, mientras intentaba alejarme de él:

–Te esperaré aquí.

–Te quiero –le respondí con la mano en el corazón. Y me solté de su mano. Corrí para agarrarme a Marina, que me llevó corriendo hacia el coche que nos esperaba. 23 de junio de 2004. El verano que empezaba para finiquitar nuestras vidas. Aquella noche, la más corta del año, no hubo castillo de fuegos artificiales en la playa de Sant Joanet.


Salimos disparados del ascensor, rumbo a la habitación 397. Marina, Cristina y yo, cogidos de la mano, corriendo hasta el fondo del pasillo de aquella tercera planta del hospital. Entramos en la habitación y dimos con Lluc, todo cubierto de vendajes y un tubo de respiración asistida. La enfermera se abalanzó sobre nosotros:

–¡No pueden estar aquí! ¡No hasta que venga el médico! –dijo con voz mecánica la mujer.

–¡¡Es mi hijo!! ¡¡¡Es mi hijo!!! –gritó, histérica, Marina... sin ser realmente su madre.

–El joven está fuera de peligro. Esperen al médico en la sala de al lado. Está a punto de entrar el equipo de curas –siguió la enfermera, mientras Marina se agitaba entre los brazos de Cris y míos–. Está fuera de peligro señora. Esperen. El doctor no tardará...

Estábamos conmocionados. La imagen de Lluc con los ojos cerrados tendido en una extraña cama de hospital con algunas máquinas a un lado, su frente y su cuerpo cubierto de un vendaje blanco, aséptico y perturbador... No entendíamos nada.

Salimos para la sala de espera anexa a la habitación y entró Cesc, ahogado de respiración tras tanto correr y sudoroso. Su flequillo rubio estaba todo empapado:

–¡Por fin os encuentro!

Yo estaba a punto de llorar, sometido a tanta presión y sin poder consolar a mi familia. Me eché encima de Cesc Garbella, de su figura inabarcable de más de 1,90 de estatura, y lo abracé con todas mis fuerzas. El posó sus fuertes y cálidas manos sobre mi espalda.

–Ya está, Biel... Ya está... Lluc está aquí. Está a salvo.

No podía parar de llorar, rezagado sobre su pecho.

–¿¡Pero qué demonios ha pasado!?

–Es largo de explicar –respondió con tono amargo y sobrepreocupado el bueno de Cesc, mientras acariciaba mi cabello. Ante la convulsión, no fui consciente del gesto afectuoso del hombre.

Pasó media hora hasta que apareció el doctor, un señor canoso de unos cuarenta y cinco años con una mirada acechante.

–Deben prepararse para lo peor –comenzó a decirnos, Cris y yo sosteníamos a Marina entre nuestros brazos mientras escuchábamos el diagnóstico del médico.

–¿Lo peor...? –balbuceó mi hermana Cris, angustiada.

–Ha recibido varios golpes en la espalda, por lo que hemos podido ver en la lesión de la piel, varios golpes con un objeto metálico bastante grueso. Le han...

Nos miró abandonando su mirada acechante, apiadándose de nuestro absoluto trastorno:

–Le han reventado la columna... por decirlo limpio y claro.

–¿¡Quién!? –grité yo fuera de mí– ¿¡Quién!?

Cesc intervino y me cogió por los hombros:

–Biel...

–¿Cómo ha podido pasar eso? ¡Quiero respuestas! –exclamé yo, sollozando, al límite de la desesperación. Marina, a mi lado, tenía la mirada agitada y perdida en el suelo.

–No me corresponde a mí responder a esa pregunta. Soy médico. La policía ya está en camino para intentar esclarecer los hechos. Le tomarán declaración al paciente así como despierte. Creemos que será en un par de horas. Ahora está bajo los efectos de la anestesia general que le hemos administrado.

No podía creer lo que estaba oyendo.

–Doctor... –dijo con firmeza pero mano tenida Cesc, situándose frente al médico–. No llamen a la policía, se lo ruego –el médico arqueó las cejas–. Por favor, ¿podemos hablar en privado? –susurró lleno de amabilidad Cesc, que se llevó al médico fuera de la sala.

Cris, Marina y yo teníamos los ojos enrojecidos. Yo miraba a la puerta, a Cesc yéndose con el médico. No daba crédito a lo que estaba pasando. ¿¡Qué diablos estaba ocurriendo!?

–La espalda rota, ahora duerme, ahora se despierta, la policía tomando declaración... ¡No más! ¡No más desgracias... Dios mío! –ladraba Marina, prácticamente, totalmente colerizada, una mujer que en otro tiempo había tenido la mayor serenidad del mundo.

Intentamos tranquilizarnos. Cris fue a buscar una tila y un tranquilizante para Marina. Se sentaron en la sala. Yo andaba mecánicamente de un lado a otro de la habitación, de brazos cruzados y totalmente perturbado por la sinrazón que estaba viviendo. Volvió Cesc:

–¿Quién coño ha dejado inválido a mi hermano? ¿¡Quién!? –pregunté con ojos inquisitoriales a Cesc, que se quedó en blanco ante mí.

–No me hagas responder a eso ahora. Confía en mí –y posó sus manos en mis brazos, mirándome eléctricamente. Yo asentí, tembloroso, y me senté junto a mi madrastra y mi hermana.

Pudimos entrar a ver a un Lluc en estado lamentable, apenas con los ojos abiertos y un hilo de voz... al cabo de tres horas. Lo primero que nos dijo es que no sentía nada, ni sus brazos ni sus piernas.

–Cariño: todo está bien. Ahora tienes que descansar. Nosotros estaremos aquí, contigo.

Marina, acariciando la mano de Lluc tendido (una mano conectada a unos extraños sensores) dijo todo esto con una firmeza inquebrantable, amagando toda ira y conmoción, aunque sus ojos hinchados delataban la agitación de su interior, como del nuestro.

–Biel... –susurró de manera casi imperceptible Lluc–. Biel... quiero... hablar... con... tigo.

Marina y Cris me miraron con el llanto apunto de desbordar sus párpados. Me acerqué a Lluc y le tomé la mano. Su estado era... en fin, lamentable.

Me acerqué a sus labios, agarrándole la mano con más fuerza e hice lo imposible para no estallar a llorar.

–Acércate... –dijo con su hilo de voz mi hermano.

Me acerqué todo lo que pude:

–No voy a poder... caminar... Biel. Sé... lo que me ha... pasado. Es mi castigo... Mi... castigo... –yo le agarraba la mano con fuerza, pegando mi oído a sus labios temblorosos, como su voz–...por el mal que... he causado... Pero... he vengado a papá... a ti y... a... Marcos. Y a esa... esa... chica...

–El paciente tiene que descansar: les tengo que pedir que salgan –volvió la enfermera del principio, estúpida como ella sola con su tono glacial.

Me separé de Lluc con el corazón palpitando a mil. No entendía nada en absoluto. Mi hermano se quedó angustiado por no poder revelar todo lo que llevaba dentro, intentando alzar su mano hacia mí. Nos separaron el uno del otro.

Frío. Es lo que se siente cuando la vida te desmonta el hogar que te había cobijado hasta el momento de la destrucción... una destrucción que sólo la venganza sabe maestramente crear.


24 de junio. San Juan. Eran las siete de la mañana. El sol empezaba a salir en el horizonte de levante. La costa de Barcino, y a escasos kilómetros al norte, la de la playa de Sant Joanet, se bañaban en el color dorado del sol que volvía a iluminar al mundo.

Puse mis pies desnudos, con mis zapatos cogidos por mi mano derecha, en la fina, blanca y estimulante arena de aquella cala privada que pertenecía a nuestra familia desde varias generaciones atrás. Caminé por la arena, moviéndome en zigzgags como pude. Cansado, abatido y destrozado. Con la ropa del día anterior, oliendo a sudor. Había tomado mi coche, el coche que nunca conducía, rumbo a lo desconocido. Salí del hospital, de madrugada, trastocado por la noticia de la invalidez de mi hermano Lluc. Entré en la Casa Granados buscando respuestas a tanta desidia. Tomé el coche del garaje y me fui por páramos peligrosos, curva tras curva, tal vez buscando estrellar el coche, estrellarme a mí, contra algo. En vano. Volví a la playa de Sant Joanet, a la casa de madera que mi familia tenía. A nuestra playa. La fiesta de la víspera había acabado por completo. Todo el mundo se había ido así como Marina, Cris y yo fuimos corriendo para el hospital. Nos miraron como a aquellos pobres diablos a los que la riqueza ha ahogado en su grito y en su éxito. “Pobres niños ricos...”, podía leer en las caras de esas gentes tan cercanas a nuestra desgraciada familia mientras salíamos de allí rumbo al hospital.

Un nuevo amanecer. Cielo claro. El sol saliendo desde el mar. La playa bañándose de las olas y del dorado del amanecer. Puse mis pies descalzos y desnudos en la arena de la playa. Fina y estimulante. Blanca. Fría tras una larga noche sin el calor del sol. Y vi, a lo lejos, a un Marcos Forné pensativo, sentado en la arena, con sus brazos sobre sus rodillas y una mano alzada a su cabeza pensativa. Mirando al fondo, al horizonte. Las gaviotas de la playa chillaban con cierta dulzura. Qué contrastes tan amargos...

Me acerqué a él, con los zapatos en una mano, haciando zigzags confusos. Él me vio venir a lo lejos y se levantó de la arena de inmediato. La noche anterior me había dicho: “Te espero aquí”. El viento agitaba su blusa blanca y sus pantalones cortos, de un tergal fino y medio transparente, también puramente blancos. Todo él era pureza. Y... ¿yo?

–Te dije que te esperaría aquí –me saludó. Había pasado la noche en la playa de Sant Joanet. Pero el cansancio de una noche a la intemperie no parecía hacer mella en él.

–Marcos...

–No digas nada... ¡Ven!

Vino a cogerme la mano y a abrazarme en mi tristeza. Dejé caer mis zapatos a la arena. Me abrazó, me besó. Y me llevó corriendo hasta el agua, mojándome hasta los tobillos.

–¡Mira cómo sale el sol! ¡Míralo!

Y, cansado, dirigí la mirada al horizonte. Era, en efecto, una vista preciosa.

–Marcos, yo... –quería decir algo que no era agradable.

–No digas nada. Sólo mira el sol. ¿Te das cuenta que esta vida solo la vivimos una vez mientras el sol sale cada día al alba desde hace millones de años? No podemos desperdiciar la oportunidad de vivirlo juntos.

–Lluc está...

–Sé lo que he pasado. Lo sé. Y lo siento.

–Entonces comprenderás que...

–¿En qué cambia eso nuestra elección?

–¡Marcos!

–No te estoy pidiendo que renuncies a tu familia. Te estoy diciendo que vengas conmigo a vivir la vida que merecemos. La vida que tú mereces. Ellos estarán bien. Tú estarás bien. Conmigo.

–¿¡Cómo puedes decir eso!? ¿¡Es que no han pasado ya suficientes cosas malas!? ¡No puedo, Marcos...!

–Rompe con el pasado, Biel. Construye un futuro conmigo. Es posible que por primera y única vez en la vida tengamos la oportunidad de salvarnos de este mundo de miseria, envidia y desgracias.

Ladeé mi cabeza, mirando al agua. Las olas chocaban contra nuestras piernas.

–Biel: tienes que saber que yo, Marcos Forné, te prometo, te juro... que moriría POR TI.

Interrumpí mi anonadamiento y lo miré desafiante, ofendido:

«Moriría por ti». ¡Demasiada gente había muerto ya! ¡Demasiados habían sufrido ya!

–No digas eso. No lo vuelvas a decir nunca más, Marcos.

Marcos me respondió con una mirada cargada de extrañeza.

–¿Por qué no? Es lo que siento. Ven... vámonos –y me tendió la mano, sobre el mar, sobre la arena, a mi destino y mi futuro. Su mano tendida...

–Dame la mano, Biel. Ven conmigo. Vente conmigo...

Yo me situaba a un metro y medio de él. Las olas rompían contra nuestros pies con más fuerza, si cabe.

–Biel... –Marcos seguía tendiéndome la mano, firme y sin un resquicio de temblor–, confía en mi. Esta es la elección de nuestra vida.

Ese silencio roto por las olas, las gaviotas y el sol dorado que en su amanecer nos iluminaba se tornaba cada vez más... amargo.

–No puedo elegir. No puedo... –susurré, tembloroso. Tenía frío... y eso que el sol empezaba a calentar–. Adiós, Marcos. Hasta siempre.

Y, trastornado, me alejé de él, sin poder dejar de mirarlo... sin poder dejar de ver su rostro... su mirada que mudaba de la esperanza y la ilusión a la frustración y la congoja... Le rompí el corazón. En mil pedazos. Finalmente me di la vuelta, y me fui corriendo de la playa. Ya no podía mirar atrás. No podía verlo, solo... en el agua... Ya no podía volver atrás. Ya no podía recuperar lo destruido.


La noche siguiente a la verbena de San Juan en la cala privada de Sant Joanet todo silencio había embaucado al barullo de la noche anterior. Desde el salón de nuestra casa de madera sólo sentía las olas rompiendo contra la arena de la playa. Tras volver durante el día a visitar a Lluc en el hospital, me había vuelto a Sant Joanet a encerrarme en mi soledad. Hasta que fui interrumpido por un leve golpe de nudillos en la puerta. Era Cesc Garbella. Francesc (“Cesc”) Garbella, la sombra de mi padre desde hacía dieciséis años. Gran parte de su vida junto a mi familia, con sus treinta y ocho años, ahora convertido en un esxperimentado joven de ultimíssima etapa, atractivo, alto –¡1,90 de estatura!–, esbelto, elegante, cortés, juvenil y (¡siempre!) caballeroso. Pero, sobretodo, fiel y familiar. Uno más de la familia. Objeto de deseo profundo de toda la fila de secretarias y trabajadoras del Olympic Galaxy, con ese aire de galán aún joven y muy atractivo. Su altura, su porte, su fuerza, sus ojos color oliva, su cabello rubio.

–No te esperaba, Cesc –le dije sin quitar del todo la cadena de la puerta; la acabé quitando–. Pasa.

No lo hice entrar con gran entusiasmo, me di la vuelta y me dirigí hacia el fondo del salón, resiguiendo los retazos fotográficos de mi familia que decoraban lo alto de la repisa de la apagada y seca chimenea de la estancia. Cesc se situó tras de mí a unos cuantos metros:

–Marina me ha dicho que te habías vuelto a Sant Joanet. ¿Estás bien?

Me di la vuelta bruscamente y lo desafié con la mirada:

–¿Que si estoy bien? ¡Mi hermano Lluc se ha quedado paralítico! ¡¡De por vida!! Y nadie puede darme una mínima explicación de qué demonios ha pasado...

–Tal vez fue una pel...

–¡Nada de peleas! Ya me han dicho eso. Mi hermano no se largó hace semanas a irse de garito en garito emborrachándose y pegándose con toda alma andante. ¡Basta! ¡Si de verdad estás de mi lado dime ALGO que me ayude a comprender todo este sinsentido! –grité señalando al suelo, furioso– ¿Qué hablaste anoche con el médico? ¿Por qué iba a venir la policía? ¿De qué parte estás?

Cesc dejó caer la mirada, abatido y triste:

–Estoy de tu lado; es solo que...

–¡¡Habla, por Dios!! –sollocé y ahogué mi llanto, más conmovido por la ira que por la frustración.

–Será mejor que te sientes, Biel.

Obedecí con decepción. Cesc empezó a hablar de pie, para acompañarme en unos segundos en el sofá.

Parecía que Cesc no sabía por dónde empezar:

–El otro día en las oficinas, cuando apareció Christian, el novio de Karl y luego viniste a verme con mil preguntas... no quise hablar del tema porque...

–...porque querías ocultar algo...

–Porque quería ocultar mi propia culpa.

Crucé mis manos y miré a Garbella con extrañeza:

–¿Tu culpa...?

Cesc buscó en los bolsillos de su chaqueta un sobre que puso encima de la mesa frente al sofá:

–He venido a despedirme, Biel. Todo esto es culpa mía.

–¿Qué está pasando, Cesc? Habla claro, por favor.

–Biel, la muerte de tu padre no fue accidental. Edmond no murió de un infarto. Murió de un infarto provocado por unas toxinas... tu... Ah...  ¡Demonios! Karl envenenó a tu padre.

El mundo se cayó a mis pies y sentí que casi me desvanecía del mareo:

–Karl engañó a tu hermano Lluc para aliarse con él contra tu historia con Marcos. Lluc no aceptaba ni tus sentimientos ni tu condición.

–Eso ya lo sé. Los vi el día del funeral hablando con demasiada confianza con Lluc, frente a nuestra casa. Pero, ¿matar a mi padre? –no daba crédito. No era real lo que estaba viviendo.

–Tras el momento de la muerte de tu padre investigué por mi cuenta, contratando a forenses y detectives, quería encontrar la verdadera causa de su fulminante infarto. No me entraba en la cabeza que un hombre tan saludable... –movió la cabeza–. Aquí –y puso su mano sobre el sobre que se había sacado del bolsillo de la chaqueta– están todas las pruebas que inculpan a Karl Zimmer de ese crimen.

»Lluc (engañado) y Karl, por su parte, seguían con sus planes para desestabilizar tu relación con Marcos. Lo intentaron todo. Hasta que supe todo esto y decidí ponerle fin informando a tu hermano Lluc de las verdaderas causas de la muerte de Edmond.

»Cuando Lluc lo descubrió todo... Que había estado trabajando para el ENEMIGO... Nada detuvo a Lluc en su locura y decidió tomarse la justicia por su mano...

–Oh, Cesc... No... ¿Me estás diciendo que...?

–Lluc siguió manteniendo su farsa con Karl y lo engañó para... en fin... secuestrarlo. Se lo llevó a Ibiza. En una cochambrosa fábrica abandonada... lo torturó. Lo torturó hasta... hasta... Le hizo... de todo.

–No puede ser, ¡no puede ser...! –me llevé las manos a la cabeza.

–Pero, por desgracia, Karl no estaba únicamente pagando su culpa en la muerte de vuestro padre.

Cesc abrió sus ojos con firmeza, yo le había devuelto la mirada con sorpresa y terror:

–No... No vas a decirme eso...

–La muerte de Sandra Smith fue orquestada por Karl, que contrató a un sicario para cargarse los frenos de su coche. Si lo hubiera delatado... Si yo hubiese puesto fin desde el principio... Pero pensé que había que seguir de cerca a Karl para encontrar el más mínimo fallo que lo inculpara, y poder así detenerlo y llegar hasta el final del caso... Pero entre tanta espera... Karl organizó la muerte de Sandra. La mató, Biel. No pude impedirlo.

–Dios mío, Cesc. ¿Cómo...? ¿Cómo...? ¡Oh, Marcos! ¡Si lo supiera...!

–Nunca debe saberlo o perderás toda oportunidad de volver con él.

–¡Se trata de la verdad, joder! Marcos y yo ya no estamos juntos. Y dudo que volvamos a estar juntos. Jamás. ¿Por qué deberíamos ocultárselo?

–La decisión está en tus manos, pero bastante dolor se ha sembrado ya como para hacer más grande la herida.

Miré a Cesc Garbella. Había apartado su mirada de mí y ahora miraba a un infinito distante e inabarcable.

Puse mis manos en su hombro:

–No te mortifiques, Cesc. Hiciste lo que pudiste –lo dije sin creérmelo demasiado. Ya toda verdad me superaba. Estaba enfadado con todo el mundo. Y empezaba a ser inmune a agitaciones. Me estaba endureciendo, fatalmente...

–No: no pude parar a tu hermano Lluc en su viaje de venganza. Ahora estará en silla de ruedas de por vida... por mi culpa. Me avergüenzo de mi conducta.

–¡Cesc...!

–Y, además, no te he contado toda la verdad.

Me aparté impulsivamente de Cesc, alarmado:

–¿Qué quieres decir?

Cesc volvió a introducir su mano en el otro bolsillo interior de su chaqueta, a la altura del pecho, y sacó otro sobre, que depositó encima de la mesa:

–Aquí, dentro de este sobre, hay varios cheques con todo el dinero que he ganado en mis dieciséis años de colaboración con las empresas de tu padre. Toda una vida al servicio de Edmond de Granados.

–Cesc, por favor, tú no tienes...

–¡Déjame terminar! No he sido honesto contigo, Biel.

–Explícate –dije molesto, sin mirarle a la cara.

–He intentado por todos los medios atrapar a Karl. Pero... pero... has de saber que ha habido... muchos momentos en que... he deseado, he querido... que lo tuyo con Marcos Forné no funcione de ningún modo.

Yo no le miraba a la cara, pero pude ver de reojo como giró su rostro hacia mí y me acechaba con arrepentimiento.

–Cuando volviste hace más de medio año de Inglaterra, llevaba sin verte tanto tiempo... Ya no eras ese chaval adolescente siempre con la mochila a hombros. Eras un hombre completo. Caí por completo en... Estaba (¡estoy!) tan enamorado de ti, Biel, tan absorbido por ti, que, sin quererlo, heriste mi vanidoso y horrible orgullo. Me dije: “tanto tiempo me ha tenido ante sus ojos, yo, tan puro, tan bueno... ¿por qué Marcos sí y yo no?”. Desde mi conciencia, he actuado con despecho, Biel. Con cobardía... He sido deshonesto. Tu padre se avergonzaría de mí. Aquí te entrego todo lo que me ha dado esta familia. Todo. No lo merezco.

–¿Por qué no me lo dijiste...? –le pregunté, con un tono confuso.

–Tú tienes 18 años. Yo... 38. Te he visto como un niño. Ahora te veo como un hombre. Tu padre...

–¿Actuaste –le interrumpí bruscamente– en defensa de la familia así como viste que habíamos sido atacados? –le inquirí refiriéndome a cómo indagó tras la muerte de mi padre hasta ir a parar a la pista de Karl–. ¿Lo hiciste?

–...Sí... pero...

–Es suficiente, Cesc Garbella –le dije, ladeando la cabeza, sin mirarlo, y diciendo fríamente su nombre completo–. Es suficiente... Recoge ese sobre y llévatelo. Como... heredero de mi padre, te renuevo la confianza en tus responsabilidades –no sé por qué, dije todo esto mirando al vacío.

Cesc cogió uno de los dos sobres, dejándome encima de la mesa las pruebas inculpatorias de Karl, y se alejó del sofá, para salir de la casa sin decirme nada más.

Finalmente, yo dirigí la vista a él, viendo como se alejaba hacia la puerta, viendo las firmes, altas y musculosas espaldas de ese hombre ahora cabizbajo y abatido, corroído por la vergüenza:

–Cesc –dije con un tono asustadizo, sentado desde el sofá.

Cesc se dio la vuelta y me miró con sus ojos de aquel gris verdáceo encantador pero, entonces, asustadizo:

–¿Sí...?

–No quiero dormir solo esta noche. No me dejes solo –le dije con tono suave, cruzándome de brazos, y clavando mis temerosos ojos en sus ojos oliva.

Cesc parpadeó, sin dar crédito a mis palabras. Se dio media vuelta. Cerró la puerta que había medio abierto para irse y volvió conmigo... a mis brazos.

Karl Zimmer, el primer chico al que amé en mi vida, me dijo una vez: «Tú y yo algún día no estaremos juntos. Pero ese día sentirás el recuerdo imborrable de mi presencia». El amor puede obrar lo mejor de un hombre. Pero, también, puede sacar la parte más oscura para condenarte a la infelicidad perpetua.

Sin embargo, hay una gran verdad en esta vida: somos nosotros, con nuestras elecciones, nuestras decisiones, los que aceptamos la carta que nos da a jugar el destino... o la rechazamos.

¿Estaba en mi mano en aquel momento ser feliz? ¿Con la persona adecuada? Seguramente... sí. Como ya insinué en su momento, esta no es una historia fácil... ni de vivir, ni de contar. Yo, Biel de Granados, entonces un chaval de dieciocho años, no era consciente de la batalla que había empezado en mi vida. Fue una historia difícil de vivir y lo es ahora de contar. Fueron tiempos para agarrarme a esos proverbios morales que me inculcaron de niño: “Ten siempre fría la cabeza, caliente el corazón y larga la mano”. En el amor. En la vida. En la lucha. En el combate final y permanente por ser un hombre. Pero mi lucha por ser un hombre, por ser simplemente Biel , no había hecho más que empezar.

*FIN (POR AHORA...)***

RELACIÓN DE PERSONAJES PRINCIPALES DE LA PRIMERA PARTE (BARCINO, 2004):

(Situación al inicio del relato)

Marina Rodhenski (46 años)

Nacida en 1958 en Tallin y criada en Finlandia, hija de un magnate del petróleo del Báltico.  Casada (1989) con Edmond de Granados, viudo de Cristina Abelló (1954-1988). Madrastra, por lo tanto, de Cristina, Lluc y Biel. Tiene una hermana mayor,  Katia. Es muy aficionada al arte y las causas benéficas.

Biel de Granados (18 años > camino de 19)

Nacido en 1985. Hijo menor de Edmond y Cristina. Ha pasado toda su vida fuera del país que le vio nacer, siempre a remolque de los negocios de su padre. Entre los 11 y los 16 años vivió en Berlín, donde estuvo (entre los 15 y los 16) saliendo con Karl. Cuando rompieron, empezó su Bachillerato económico en Londres. En 2003, cumpliendo los dieciocho, se instala en las afueras de Barcino para empezar la carrera de Economía y Empresariales.

Marcos Forné (24 > ha cumplido 25 años durante los capítulos)

Futbolista. Nacido en 1979 en Santseny, una localidad a dos horas de Barcino. Hijo menor de Roderic Forné y  Joana. Tiene una hermana mayor, Isabela (nacida en 1974), casada con Gerard y madre de los pequeños Joana y Gerard, sobrinos de Marcos, de tres y cinco años. Ingresa en las categorías juveniles del Olympic Galaxy en 1990 (a los 11 años).  En 1995 (a los 16) es pescado por el Manchester United y marcha a Inglaterra. Allí, conoce a Sandra Smith (nacida en 1980), con quien comparte noviazgo durante ocho  años hasta 2004.  En 2002 es recuperado por el Olympic Galaxy. Bota de Oro (2003) y Balón de Oro (2004). Dorsal número 10.

Cristina de Granados (28 años)

Nacida en 1976 en Barcino. Hija mayor de Edmond de Granados y Cristina Abelló. Interiorista y diseñadora rural. Adora a su hermano pequeño, Biel.

Lluc de Granados (26 años)

Nacido en 1978 en Barcino. Hijo mediano de Edmond de Granados y Cristina Abelló. Diplomado en Empresariales por obligación, prefiere no trabajar. Chulesco y rabiosamente atractivo, es amante de los coches rápidos y las mujeres.

Karl Zimmer (21 años)

Nacido en 1983 en Düsseldorf (Alemania). Hijo menor de una dinastía de banqueros alemanes. Dos años mayor que Biel, lo conoció en el instituto de enseñanza superior de Berlín donde estudiaban. Salieron en 2001 y rompieron al descubrir el padre de Biel las mentiras y vida oculta de Karl. Ahora sale con Christian (19 años).

Edmond de Granados (54 años)

Nacido en 1950 en Barcino e hijo de unos  poderosa familia burguesa, Edmond está al frente de una gran corporación de empresas multinacionales. En 2001 compra el Olympic Galaxy Futbol Club, el más importante club del sur de  Europa. // En 1975 se casó con Cristina Abelló  (nacida en 1954 en Prunella), matrimonio del que  nacieron Cristina (1976), Lluc (1978) y Biel (1985).  En 1988 su esposa falleció en un accidente de  tráfico. En 1989 conoció y contrajo matrimonio con Marina. Su madre Mercedes de Granados (81 años), vive en Lausana, con la que mantiene una fría relación.

Ha fallecido durante estos capítulos.

Francesc Garbella (38 años)

El atractivo y soltero administrador de Edmond de Granados nació en 1966 cerca de Barcino. Abogado y empresario. En 1988 empezó a trabajar para el gabinete administrador de los Granados y desde entonces es el hombre de confianza de Edmond en todos sus negocios.

Escena:

OLYMPIC GALAXY Club fundado en 1905 en Barcino. Estadio: Olympus Stadium (100.000 espectadores).

5 veces campeón de Europa (1989, 1994, 1996, 1998 y 2004).

21 veces campeón de Liga Nacional

Este relato va dedicado a tod@s aquell@s que no dejan de soñar con la normalización completa del amor entre hombres...