Simplemente Biel (XI) - Simplemente Marcos
Oscuridad. Un cuerpo desnudo intentó erguirse en el entumecimiento de sus miembros. Tenía los brazos alzados y maniatados a una cadena fría y se mantenía precariamente en pie... (Penúltimo capítulo)
Pasión, fama, orgullo y sentimientos se mezclan en la historia de Biel de Granados y Marcos Forné. Un chico de dieciocho años con circunstancias únicas y excepcionales y un joven dios de veinticinco que descubre su verdadero ser. El poder, la familia, las emociones, el sexo y las aspiraciones del corazón en una historia para gozar y reflexionar. La lucha contra un mundo de frivolidad y prejuicios y la conquista del derecho a amar y ser amado.
XI
A veces, los sueños revelan la verdad de nuestras vidas. Y, a través de ellos, podemos comprender qué miedos nos mueven a actuar en la aventura caprichosa del destino.
–Papá... ¿qué haces aquí?
–¿A caso no me has llamado?
–¿Lo he hecho?
Mi padre, envuelto en su traje de trabajo, una impecable camisa blanca con una corbata de rayas grises y una exclusiva americana de Armani a conjunto con un pantalón de pinza, se sentó junto a mí, en el banco de madera del mirador del bosque en nuestra casa de Barcino. Hacía una tarde apacible en que una suave brisa acariciaba el verde prado que teníamos enfrente. El sol caía sobre el horizonte, las semillas del campo volaban suspendidas en el ambiente, la fauna emitía sus serenos gritos de recogimiento verpertino...
–¿Qué te ocurre, Biel?
Yo estaba enfundado en mi camiseta gris y mis negros pantalones cortos, calcetín blanco sólo hasta debajo del tobillo y bambas para correr.
–Tengo miedo, papá. Y estoy cansado.
Mi padre apartó sus preciosos ojos azules de mis ojos y miró al horizonte, apretando el labio y haciendo un gesto de comprensión y de restar importancia a los problemas. A sus 54 años... era un hombre tan atractivo... Sus ojos azules, llenos de inteligencia, contrastaban gentilmente con su pelo canoso. Era un hombre de mundo. Un trabajador nato. Y un apasionado de la vida, discreto y luchador a la vez.
–El miedo produce el cansancio –me respondió–. No te preocupes, Biel: todo te va a ir bien.
Fue tan alentador, tan revitalizante, que bajé el rostro al suelo, abatido por la sabiduría de mi padre. Él me pasó la mano por mi cuello, yo me agarré con fuerza con mis manos a la madera del banco, entre pierna y pierna:
–Hijo: ahora estás caminando solo y no debes preocuparte demasiado por contar cuántos pasos das. Simplemente camina. No cuentes.
–Caminar solo, papá...
–No estás solo. Hace mucho tiempo, cuando yo tenía tus dieciocho años, creía que toda la vida iba a caminar en las tinieblas. Pero apareció tu madre Cristina. Y con ella vinisteis Cris, Lluc y tú. ¿Y sabes una cosa?
Volví a mirarlo a los ojos. Le brillaba la mirada. Me acariciaba con dulzura el cuello. Sus manos eran rudas y fuertes. Eran las manos de un hombre que construye su propio imperio.
–Dímelo.
–Uno no sabe cuán acompañado está, primero, hasta que conoce al amor de su vida. Cuando quedé viudo... –se detuvo un breve instante–, vi que había en vosotros, mis hijos, mucho más de mí que en mí mismo y descubrí que ya era... no sé, inmortal.
Le sonreí lleno de paz.
–Pero la vida, hijo, te da siempre, siempre, siempre... lo que necesitas. Yo no os hubiera podido subir como hijos sin Marina, vuestra madrastra. Cuando tu madre se fue pensé que jamás el amor volvería a tener sentido para mí. Pero... me equivoqué.
Le miré con ojos comprensivos, queriendo imbuirme de toda su ciencia y saber.
–De vuestra madre Cristina a Marina, pasando por vosotros... Mi vida ha sido un... regalo de Dios. Y vosotros, tú Biel, tú hijo mío, sois mi legado.
Me apretó el cuello con fuerza, mirándome fijamente con firmeza, mordiéndose el labio y conteniendo un amago de llanto. El sol de poniente nos daba de cara en la avanzada del crepúsculo.
–¿Sabes otra cosa, Biel?
–Dime, papá –respondí al borde del llanto, yo también.
–Tengo una intuición.
–Pareces un brujo –le dije riendo.
–Marcos es tu compañero de vida. Como lo fue para mí tu madre y Marina.
Devolví mi rostro a la mirada dulcemente acechante de mi padre. Aquellas palabras eran mi pacificación definitiva.
–Papá...
–Hazme caso, hijo. No te lo dejes perder...
–El miedo que tengo es...
–No pienses en el miedo. Piensa en todo lo que tenéis por delante tú y Marcos.
–Sandra Smith ha muerto, papá.
–Yo también estoy muerto, hijo.
Miré con ojos cargados de extrañeza y sorpresa a mi padre y empecé a temblar de frío.
–¿Papá...?
RIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIING. El teléfono de la mesita de noche de mi dormitorio me arrancó del sueño profundo en que había caído tras una madrugada en que no podía conciliarlo. El mal cuerpo se había apoderado de mi estado anímico. Cuando me sobresaltó el teléfono tardé unos segundos en reaccionar y en romper la realidad onírica y ficticia de ver a mi padre hablándome en sueños.
–¿Diga?
–¿Biel?
–Sí...
–¡Buenos días! Soy Cristina Howard, te llamo de la universidad.
–¡...Ah! Doctora Howard, sí, sí... ah... sí, buenos días –respondí algo torpemente, desvelándome del sueño.
Mi profesora de Filosofía de la Economía no se olvidaba de mí y nuestra puntual cita quincenal para seguir las clases particulares ahora que con mi nueva responsabilidad al frente del Olympic Galaxy no disponía de tiempo para seguir los cursos de Economía con normalidad.
–Biel: tengo en la agenda que nos vemos esta mañana a las diez. Perdona que te haya despertado... Creo que lo he hecho, ¿no? –la voz firme e instructiva de la profesora sonaba simpática al otro lado del teléfono. ¡Esa mujer era una máquina!
Mientras me hablaba me giré hacia la otra mesilla, buscando el despertador. Eran las ocho y cuarto de la mañana.
–Eh... sí, no se preocupe, está bien.
–Te he llamado porque no sabía qué querías hacer. Me he enterado de la horrorosa noticia de la chica... ay, ¡Sandra Smith! Perdona, puedo memorizar todos los directores de la Reserva Federal desde Charles Hamlin pero, tonta de mí, retengo poco los nombres que oigo al vuelo –Cristina Howard hablaba aceleradamente y casi pisaba una palabra con la otra–. No sé si tu familia va a volar a Londres o...
–...creo que iremos al funeral, sí –respondí algo inseguro. Yo estaba en estado de shock desde la noche anterior en la ópera–, pero saldremos esta noche.
La doctora Howard guardó silencio al otro lado de la línea:
–No se preocupe, doctora: a las diez nos vemos en el Ateneo.
–Muy bien. Allí te espero, Biel. ¡Hasta luego!
–Adiós... gracias. Sí, gracias.
Colgué algo aturdido y desordenando las palabras. Sentado en la cama, suspiré de tal modo que se me iba toda la fuerza... Me llevé mis dedos a la boca, comenzando a morderme inconscientemente las uñas. Tenía la sensación de vivir un extraño sueño desde la noche anterior. Marcos sufrió un ataque de ansiedad en el entreacto de la ópera, justo unos minutos después de que me dijera lo ocurrido y mientras discutíamos en el pasillo con Marina y Cris cómo debíamos organizarnos. Abandonó el Coliseo en taxi abatido y pálido hasta el extremo, no quiso que le acompañase y Marina, tomando mis manos, me retuvo, actuando desde la prudencia.
Saliendo del Coliseo, Marcos pudo hablar con su madre Joana y su hermana Isabela, que ya se organizaban desde Prunella, el pueblo natal de Marcos, para encontrar, en medio de la noche, el modo de llegar hasta Londres. El funeral de Sandra sería en su barrio natal de Chelsea. La familia de Marcos buscaba la manera de llegar lo antes posible. Al poco rato, Cesc Garbella, gerente del Olympic Galaxy, se puso en contacto con Marcos: «No te preocupes por nada: volaréis esta noche hasta Inglaterra», dijo serenamente el bueno de Cesc. «¡Maldita sea, Cesc! Ya no habrá vuelos a estas horas». Pero Cesc lo arregló todo, poniendo a disposición de Marcos y de su familia un jet privado del club y de la familia Granados.
Dicho y hecho. En un par de horas, cerca de la medianoche, los coches de los Forné entraban en el hangar privado del aeropuerto de Barcino. Era 1 de junio de 2004. Lo recuerdo perfectamente. Todo estaba a punto de cambiar para Marcos y para mí. Pero lo que sabíamos era aún... muy poco.
–Tenéis todo a punto dentro del avión. Yo volaré mañana a Londres con los Granados. Hemos alquilado una casa cerca de Chelsea para ti y tu familia, Marcos.
Cesc, desde el pie del avión, habló cargado de paz al deportista de hierro, Forné, convertido en arena voladiza. Marcos, junto a su hermana, tenía la mirada perdida. Isabela, bien alta y esbelta, con su nítida y vivaracha mirada (tan característica en los Forné) puso su mano sobre el hombro de Garbella:
–Gracias, Cesc. Eres un sol... –dijo Isabela, la hermana de Marcos–. Voy a ayudar a mamá a subir al avión: va cargadísima con las maletas.
Y besó en la mejilla a su hermano, totalmente abstraído y con la mirada perdida. Los padres de Marcos subieron al avión privado. Estaban tristes. Muy tristes. Esa chica, Sandra, había formado parte de su familia durante ocho años y todos llegaron a pensar que, algún día, sería la señora de Marcos Forné. Joana y Roderic Forné no sabían bien las vueltas que había dado la vida para su hijo Marcos desde unos meses atrás. Ignoraban los motivos que habían empujado a su hijo a dejar a su chica de toda la vida...
Cesc quedó firmemente plantado frente a Marcos. Solos junto a la escalinata del avión. Garbella miró comprensivo a un Marcos completamente ido.
–No sabes cuánto lo siento, Marcos.
–Gracias, Cesc –contestó el delantero con voz monótona y fría.
El teléfono de Cesc empezó a sonar en su bolsillo. Lo tomó en sus manos, miró la pantalla e hizo un gesto confuso:
–Es Biel... –le dijo a Marcos, mostrándole la pantalla parpadeante con mi nombre.
Marcos, bruscamente, apartó la mirada por encima del hombro de Cesc Garbella.
–Querrá hablar contigo... –balbuceó Cesc, buscando su complicidad para tomar el teléfono.
Cesc iba a descolgar el celular cuando Marcos lo detuvo quitándole el teléfono de las manos:
–No, Cesc: no hagas eso...
Le devolvió el teléfono al bolsillo, hizo un gesto descoordinado con las manos, miró a la escalinata del jet privado... Cesc quedó estupefacto e inmóvil sin saber qué decir.
–Nos vemos en Londres, Cesc. Gracias por arreglar todo esto en un par de horas.
Y se abrazó levemente al gerente del Olympic, dándole una fría palmada en la espalda.
Hielo. Es el agua convertida en cuerpo sólido... y cristalino. Un cristal que corta. Marcos se dio la vuelta, posó la mano en la barandilla de la escalera que subía al avión y puso rumbo al amargo destino de la muerte de su antigua pareja: su novia de toda la vida hasta hacía escaso medio año. A cada peldaño que subía, una punzada de ese cristal atenazaba su corazón.
Desde el pie del avión, Cesc asistía impávido a la transformación de un hombre bueno.
Oscuridad. Un cuerpo intentó erguirse en el entumecimiento de sus miembros. Elevó su rostro hacia una luz difusa al fondo de la sala que ocupaba. El sudor le caía desde la frente y le goteaba en la nariz. Tenía los brazos alzados y maniatados a una cadena fría y se mantenía precariamente en pie al estar colgado unos metros sobre el suelo desde esa cadena. Unos metros sobre el suelo...
Notó que alguien, enfundado en ropa de chándal oscura y cubierto por una capucha le observaba desde la sombra. La sala era oscura, con paredes remozadas por un cemento gris, sucio y lúgubre. Lleno de humedades. Era algo como... un zulo, circular y vacío, donde el eco de una gota de sudor cayendo al suelo resonaba desde el inalcanzable techo hasta las paredes:
–Buenas noches, Karl.
La voz que habló desde la sombra sonó fría y condenadora, casi del inframundo.
Karl, maniatado por las cadenas que lo elevaban en pie desde el suelo, movió confusamente la cabeza:
–¿Dón... dón... dónde... estoy?
–¡Buena pregunta!
Y esa figura esbelta vestida de matón dio un paso al frente hasta dibujar los contornos de su rostro en la penumbra medio iluminada del foco situado en lo alto de un muro:
–Estás en el infierno, hijo de puta. La muerte no es suficiente condena para ti.
–¡Lluc! ¡Lluc!
Karl sacudió su cuerpo erguido, sin poder moverse más que unos centímetros al ponerse de puntillas sobre sus dedos del pie. Lo último que recordaba es estar tumbado en una cama de un yate en alta mar... junto a Lluc de Granados tras una increíble madrugada follando como conejos.
–¿Dónde estoy, Lluc? ¡Tienes que soltarme! ¡Esto es un error!
Lluc empezó a reír cruelmente:
–Lluc...
Las carcajadas iban a más. Karl se sacudió, nervioso, removiendo las cadenas que lo colgaban por los brazos desde el techo.
–Tío, estás equivocado... Venga, amigo, esto no puede acabar así, ¿qué coño te te he hecho yo?
Lluc se encaró a Karl, inmóvil, y lo miro con odio y desprecio. El alemán hablaba como drogado, le costaba articular bien sus labios.
–¿Que no me has hecho nada, dices...?
–Lluc... amigo...
–¡Calla!
–Llu...
–¡¡¡Que te calles!!!
Entonces, Lluc tomó un arma y con la culata de la pistola le dio un golpe en la mejilla a Karl, que se sacudió levemente.
Lluc empezó a dar vueltas entorno a Karl, maniatado, y colgado desde la cadena. Sus pies desnudos apenas tocaban el suelo:
–Mírate, bastardo. ¿Cuál es tu destino? Acabar desnudo en un zulo de mierda, un zulo para asesinos como tú. ¿Ves esta arma? –y Lluc levantó su brazo con el arma con el que acaba de golpear el rostro de Karl–. Te disparé con ella en el yate, hace muchas horas. ¿Y ves esto? –y con su otra mano Lluc mostró un dardo somnífero, el dardo que había impactado en el cuello de Karl–. Con esto te atrapé. En ese segundo mágico antes del disparo, oh sí... cabrón, pensabas que ibas a morir. Pero no: una cosa ya te puedo decir. No vas a morir. No voy a matarte. Es demasiado consuelo para un asesino para ti. Es casi un perdón.
Karl empezaba a gimotear.
–Lluc, por favor, estás en un grave error...
–¿Error? ¿¡Error, dices!? ¡ESTO es un error! –y Lluc, violento, volvió a golpear el rostro de Karl con la culata de la pistola, un rostro que ya apuntaba una brecha de sangre...
Lluc no dejaba de dar vueltas, furioso, en torno al cuerpo desnudo de Karl.
–No sufras, Karl. Todo va a ser total y absolutamente justo. Mataste a mi padre. Te fuiste a Londres a contratar a un tío que se cargara los frenos del coche de Sandra Smith. Creíste que me habías poseído porque me dejé follar por ti, cabrozano. ¡No...! Yo voy a tener la última palabra en esto. ¿Ves esto ?
Lluc mostró una pequeña agenda de piel cargada de papeles.
–Es tu directorio del terror, hijo de puta. Tu agenda de putos, chaperos y sicarios. He usado tus mismos métodos, cabrón. ¿Sabes aquello que dicen que para derrotar a tu enemigo tienes que usar sus mismas armas...?
Karl, cabizbajo, sudando y sangrando, con los brazos tendidos hacia arriba, maniatado por las cadenas, no tenía ya fuerzas ni para alzar el rostro y mirar a Lluc, tras pasar horas sedado por el dardo que le habían disparado y por la falta de alimento.
–¿Lo sabes? –siguió Lluc–. Oh, sí que lo sabes... Pues yo he hecho lo mismo que tú...
Lluc volvió a recortar toda la distancia entre él y Karl y lo miró al rostro:
–¿Sabes? Ya no me das asco, maricón.
Y le tomó el rostro por la barbilla y lo besó.
Karl correspondió confuso y aturdido, moviendo el rostro. Lluc fue introduciendo la lengua con insistencia:
–¡¡¡AAAAHHHHHHH!!! –Karl empezó a gritar salvajemente. Lluc le estaba mordiendo el labio. Karl, encadenado, sólo podía sacudirse balanceándose, sin capacidad para la maniobra.
Lluc casi le arrancó el labio inferior, apartándose bruscamente de Karl, que ahora tenía el labio ensangrentado.
–¡¡Maldito cabrón!! –gritó Lluc y le escupió a la cara–. Es lo único que te mereces: besos envenenados por la sangre, que te escupan, que te linchen...
Y Lluc de Granados, embarcado en el peor viaje de venganza, se quitó de la vista de Karl para abandonar la sala fría, húmeda y oscura.
–Voy a buscar a Hassan. Él te gustará...
Oscuridad. Un hombre encadenado. ¿Cómo podía haber pasado Karl de la ardiente calidez del lecho de Lluc de Granados a las cadenas...? ¿Qué buscaba Lluc? ¿Saldría vivo? En esos momentos, Karl Zimmer, el hombre que me sedujo con quince años, el hombre que me dio a conocer el fuego del sexo y la lujuria, el hombre que me apartó un tiempo de mi familia, el hombre al que finalmente dejé y que creí que nunca más aparecería en nuestras vidas... ese hombre estaba en el infierno... en vida.
–Bien... Repasemos el planteamiento principal de la Teoría general de Keynes... ¿Biel...?
La doctora Cristina Howard me acechaba con la mirada. Esos gafas de pasta sobre su prominente nariz en ese rostro espigado de ojos bien abiertos y cabello rubio oscuro recortado hasta la altura de sus mejillas me causaban una gran ternura.
–Mmm... Ocupación, interés y beneficio –respondí yo.
–¡No! Ocupación, interés y dinero. ¡Dinero!
Mi rostro cayó abatido en mis manos. Tenía sueño. No teníamos nadie más alrededor, en medio de la sala oval del Ateneo de la universidad. Era una preciosa sala cubierta por tres pisos de librería y un gran hall central con mesas de estudio, cubierta por una cúpula con pinturas de alegorías del saber y la ciencia.
El lugar, en otros momentos inspirador para mí, no me transmitía nada en aquella mañana. Yo tenía la cabeza en otro lugar. Estaban pasando demasiadas cosas. Y escapaban a mi control.
–Biel, me parece que hoy no estás en condiciones de tomar lección.
La profesora empezó a recoger sus cosas. Cristina Howard era una cosa pequeña. No debía medir más de 1,65 de altura. Debía tener cerca de cincuenta años. Y se conservaba tremendamente joven.
–Doctora, lo siento...
–No te preocupes, Biel. Es normal que estés algo aturdido. Hoy no era día para clase.
Hablaba aceleradamente sin mirarme, mientras metía sus libros y apuntes en su maletín.
–Doctora, espere...
La profesora detuvo su agilidad, se quitó sus gafas de pasta y me miró:
–¿Usted... está o ha estado casada?
Bajó el rostro, plegó las patillas de sus gafas y las volvió a abrir, mirando los vidrios de la lente. Hizo un movimiento algo descoordinado, sin mirarme a los ojos:
–No, nunca. Soy completamente soltera.
Yo dejé caer mi mirada:
–Ya...
Silencio.
–Pero he amado mucho en esta vida –esta vez me miró intensamente.
Fue sincera. Me lo dijo mirándome con un semblante lleno de ganas de ser creída. Sus ojos le brillaban.
Yo le sonreí, comprensivo y enternecido:
–Le creo.
La nerviosa profesora dio la vuelta a la mesa y se sentó a mi lado:
–La muerte no une a los amores pasados por siempre como puedas creer ahora mismo.
Me sobresalté. La doctora Howard, que, sentada junto a mí, me había volteado la espalda con su brazo, lo notó. Esa mujer poseía la sabiduría de la vida.
–¿Pero cómo puede usted saber...? –le pregunté con extrañeza.
–Porque sólo hay que mirarte a la cara. Porque llevas un anillo en tu anular izquierdo que no llevabas hace quince días. Porque... no sé. Soy medio bruja.
Me reí con soltura. ¡Cristina Howard! La misma que llenaba el auditorio en sus clases hasta no caber ni un alfiler.
Miré mi mano, repasé el anillo que me puso Marcos. Suspiré. Me lo quité. Elevé mis dedos a la altura de mis ojos, volteando esa pieza elegante y masculina. Temía que de Marcos ya sólo me quedara eso... un anillo. Y el recuerdo. Más no su cuerpo y su aliento.
–Amo a un hombre que puedo estar a punto de perder para siempre, doctora Howard.
Mi profesora me acarició el hombro, totalmente comprensiva:
–Comprendo ese sentimiento de frustración, Biel.
La miré buscando el consuelo. Cristina Howard transmitía la placidez de la intelectual brillante.
–No sé qué puedo hacer para no perderlo.
–¿Por qué crees que lo estás perdiendo?
–Porque... Porque... su novia de toda la vida acaba de morir. Tengo miedo de no poder competir contra una... mujer muerta. ¡Demonios! –me tapé la cara con mis manos, avergonzando–. No me puedo creer lo que estoy diciendo –empecé a sollozar–. Siento mucho, ¡muchísimo!, la muerte de esa chica. Era... era extraordinaria... Pero si ella se ha de ir no quiero que Marcos se vaya con ella. No quiero.
Devolví mis manos sobre la mesa. Cristina Howard puso las suyas sobre las mías:
–Esa chica ya no estaba con tu chico, ¿no?
–Cierto.
–Mmm... Es posible que él crea que ha hecho algo malo respecto a ella pero... no te preocupes, Biel. Todo se pondrá en su sitio. En serio.
–Es que, además, contábamos con la aprobación de ella...
Creo que llevaba ya muchas horas siendo prisionero de mis miedos y sentimientos. Eché a llorar sin poder parar. El llanto inundaba mis mejillas.
–Es que... ¡no puedo! –balbuceaba–. ¡No puedo perderlo...!
Me eché encima de mis brazos cruzados. Estaba más indefenso que nunca.
–¡Vamos, Biel! Tú eres un hombre fuerte. Y vas a luchar por esto...
–Cuando pienso en que no voy a poder sentir nunca más el calor de sus brazos, el latido en su pecho... ¡Maldita sea...!
–¡Biel!
–¿¡Qué!? No puedo vivir sin él... –hablaba acelerado– Estoy colgado de él hasta las trancas –y mientras me limpiaba las lágrimas me reía de mi propio comentario.
–Pues eso os va a salvar. Háblame de... él.
–Marcos.
La profesora sacudió la cabeza, como –por aquella sana discreción del intelectual– no queriendo entrar en detalles.
–Él es... Él es... Todo. Es cariñoso, afectuoso... Es valiente, honrado... Es... guapo...
Casi que me sonrojé al decir esto último.
–Ajá, Biel... ¡No es un detalle menor! –respondió risueña la doctora Howard.
–Porque cuando lo vi por primera vez en la Ciudad Deportiva, aquella mañana de enero en el gimnasio, pensé en lo desafortunado que yo era como hombre, como homosexual, sí... de que hombres como Marcos fueran inalcanzables para mí. Yo tuve un novio, ¿sabe usted?
Cristina Howard rió:
–¿Ah, sí...?
–Karl. Un canalla. Él me enseñó todo lo que debía saber, aparentemente, sobre el amor y la pasión entre dos hombres. Yo era un crío. Cuando lo dejé me refugié en mí mismo, desengañado. Después me han ido detrás tíos muy estúpidos, unos buscando el apellido, el dinero, otros lo vulnerable de un adolescente tierno. Y yo siempre cerrado en mí. Hasta él. Marcos fue... tan diferente...
»Me tendió su mano fuerte y vigorosa... Una portentosa figura, lo recuerdo... con su camiseta gris de tirantes y unos cómodos pantalones largos de fibra sintética, unos generosos brazos y espalda y un rostro absolutamente encantador...
Apareció en mi vida. Siete años mayor que yo. Su piel blanca y fuerte. Esos brazos, esas venas marcadas... Esos ojos verdes...
»–¿Biel…? ¿Biel…? ¡Biel!
»–Ah, hola… ¿Marcos? ¿Marcos Forné? ¿Me equivoco…? –él me encontró en la sala de máquinas, haciendo bíceps. ¡Con lo que yo odiaba ese mundo del culto al cuerpo!.
»–Acertaste. Biel de Granados... ¿verdad? –y me estrechó su mano derecha, ¡y qué manaza! –. ¿Tú eres el hermano pequeño de Lluc, no?
»Era tremendamente guapo. No medía más de 1,75. Una altura generosa pero, en ningún caso, puntera dentro del Olympic Galaxy. Apenas medía unos centímetros más que yo, pero él... era todo robustez y compacta complexión. Sus brazos bien musculados, sin exagerar, en su justa medida, como llevando a la máxima excelencia las proporciones humanas bien trabajadas. El pelo, de un castaño grisáceo con tonos claros, bien recortado. Sus ojos, de un verde intenso que yo nunca había visto y que ya eran, desde entonces, el mar en el que me perdía. Yo sentí que debía parecer bien poca cosa a su lado.»
–¿Realmente lo eras? –me inquirió mi profesora, interrumpiendo mi relato.
Entonces recordé una conversación que tuve con Marcos al poco de reconciliarnos después de mi visita a su pueblo y de conocer a sus padres, su hermana, sus sobrinos... [SUCEDIO EN EL SÉPTIMO CAPÍTULO: http://www.todorelatos.com/relato/87260/ ]
»–Biel de Granados: no cambies nunca –me dijo Marcos.
»–¿Qué soy para ti, Marcos? –le pregunté.
»Y me tomó por los hombros, posando sus fuertes manos a un lado y al otro. Me miró seductoramente, como inspeccionándome:
»–Eres... Este cabello castaño que no me canso nunca de acariciar, de oler, de besar... –y pasó su mano por mi flequillo–. Eres estos ojos claros en los que me pierdo de día y de noche. Eres esta piel que no puedo dejar de besar y de aspirar –y me besó en la mejilla quedándose en ella para aspirar todo mi olor, casi adictivamente–. Te deseo como nunca he deseado a nadie, Biel...»
–Vaya... Realmente está coladito por ti –concluyó, apoyada su cara en sus manos, una Cristina Howard embelesada por mi relato.
–Pues no quiero perder eso.
–No lo vas a perder, Biel. Confía en ello.
–¿Cómo llevas eso de ser una máquina de follar, Karl?
Una voz, un irado y sarcástico Lluc de Granados, volvió a inquirir a Karl desde su espalda. No podía verlo. Karl se sentía ya medio cegado por el foco que lo iluminaba desde lo alto del muro que tenía enfrente. Se sentía deshidratado. No podía parar de sudar. Ya no tenía fuerzas para mover la cadena que lo maniataba. No paraba de sudar... Y, al mismo tiempo, sentía escalofríos.
¡ZAAASSSSSS!
Lluc volvió a arrojarle un cubo de agua fría sobre su cuerpo desnudo. Karl tembló como una cría abandonada y caída del nido.
Lluc se le reveló ante sus ojos:
–Voy a presentarte a un buen amigo. Hassan: adelante.
Entró en el zulo un tiarrón de casi dos metros de altura. Super musculado, con una espalda anchísima y unos hombros de igual proporción. Tenía una tez morena e iba con la cabeza rapada al uno. Unas cejas castañas perfectamente depiladas y una prominente nariz. El tío sólo llevaba unas bermudas negras y llevaba, por tanto, el torso desnudo. En su pecho lucía un vello perfecto, oscuro, y un poco rizado.
–Éste es Hassan, querido Karl. Y te aseguro que no hay máquina de follar mejor que él. Creo que tu reinado ha acabado.
Karl, un venado en celo permanente, no pudo evitar, pese al cansancio, inspeccionar al tío que Lluc le presentó. Cruzaron sus miradas. Hassan tenía unos preciosos ojos castaños. Hassan sonrió:
–Eeeehhhhh, ¡le has gustado, maricón! –y Lluc pegó un manotazo sobre el hombro de Karl, que sufrió un espasmo momentáneo por el contacto físico. Ese tío estaba sobresaltado y extenuado.
–Lluc, no sé... no sé... qué... esperas... de mí... pero...
–¡Shiiiiit! Silencio, Karl. Relájate. Este tío te va a hacer un trabajito que te va a dejar nuevo, ¿no es así?
Y Lluc miró a Hassan que, sonriente –con una dentadura blanca y perfecta en formidable contraste con su tez morena–, guiñó el ojo a Karl.
–Sí. Soy el máster del sexo –respondió Hassan–. Esta boquita se ha follado lo mejor de los harenes gays de mi país.
–Ah... sí. Según me constate fuiste el puto de un joven príncipe árabe armariado, ¿no?
–Bueno, yo y otros doce chicos del harén.
–¡Doce tíos! Caramba. ¿Y os follaba a todos uno por uno?
–A veces nos tenían a los doce juntos.
–¡Joder! Si fuera maricón me moriría de la envidia ante semejante harén.
La conversación entre Lluc y Hassan pareció distraer a Karl que no dejaba de mirar al chico árabe, tan alto, tan fuerte, tan musculado, con esa cara perfecta y esos labios gruesos...
–Venga, Hassan: hazle una demostración al amigo Karl.
Y los dos metros de altura de Hassan (con una sonrisa de oreja a oreja) se pusieron de rodillas frente a Karl, que, encadenado, apenas pudo articular movimiento.
Lluc vio como la polla de Karl, sin apenas tocarla, empezaba a crecer. El canalla podría estar abatido y sin fuerzas, pero sus más bajos instintos aún reaccionaban.
Lluc se cruzó de brazos.
–Cómesela, Hassan.
Y Hassan dirigió su nariz y su boca a la tranca de Karl que empezaba a dar saltitos, irguiéndose desde su flacidez hasta sus más de veinte centímetros:
–Joder, qué rica verga... –dijo Hassan sólo con verla.
–¿Verdad? A mí me folló toda la madrugada y me dejó el culo hecho polvo –contestó Lluc, cínico, y contemplando la escena.
Hassan metió su nariz hasta el fondo del vergel velludo encima de la polla y los huevos de Karl y aspiró todo el olor a sudor:
–Ggrrrrrrr –gruñó–, me encanta este olor a macho.
Karl tiró su cabeza hacia atrás, bien estimulado en sus sentidos.
Hassan, de rodillas, alzó su mano izquierda y posó su zarpa en la pierna sudorosa de Karl.
Ahora su nariz puntiaguda, que sin duda hacía presagiar una generosa porción de tranca bajo sus bermudas, reseguía la tranca de Karl, oliéndola toda hasta el capullo. Cuando llegó al glande de Karl, de un color carnoso oscuro, no pudo por más que tomar todo el olor a sudor. Abrió su boca y sacó su lengua, recogiendo algunas gotas de ese sudor. La polla de Karl, ante ese gesto, se sacudió con un espasmo, por la fuerte reacción sensorial tras su decadente estado físico:
–Eh, tío, no vayas a correrte con una sola sorbida. Esto no es nada... –dijo Hassan, simpático y dicharachero.
–Tranquilo, Hassan, que este tío sabe lo que es contener una corrida. Siempre a la espera del momento justo y oportuno para lanzar su leche. Aunque sea dentro de un culo ajeno –dijo Lluc, con cierto tono de asco.
–Me encanta esta pija –siguió Hassan, fascinado, llevando su mano derecha al tronco de la verga y masturbándola. Karl no podía evitar los jadeos, a medio camino del cansancio letal y el placer emegente.
–Voy a tragármela toda.
Y Hassan abrió su prodigiosa boca, grande y juguetona, con su lengua rosada y sus labios oscuros y carnosos.
–Mmmmmmmm... Qué rica... –balbuceó en un sonido gutural.
Ese tío, Hassan, debía tener una garganta y unas amígdalas brutales, porque se zampó la gran polla de Karl en un segundo. Cerró los ojos y succionó todo el sabor y sudor del trozo de carne, emitiendo un gemido ahogado de placer.
Karl, con los ojos cerrados, su rostro sudoroso, gemía igualmente casi sin fuerzas para gritar.
–Muy bien, Karl. Fóllate bien esta boca. ¡Vamos Hassan!
Y Hassan arrodillado metía y sacaba el trozo de carne de sus labios.
–Joder, qué bueno estás –dijo Hassan en medio segundo que liberó su boca, mirando desde abajo el cuerpo desnudo de Karl.
–Claro que sí, Hassan –respondió Lluc ante un Karl dolido de placer e indefenso–. Este tío ha sido el rey de los clubes gays durante años...
Hassan volvió a la tarea, pero poco le duró. Karl estaba tan horriblemente molido que, casi sin darse cuenta, empezó a eyacular.
–¡Joder, Karl! ¿¡Desde cuándo sufres eyaculación precoz!? –gritó Lluc, mientras veía como Hassan abría bien su boca y sacaba su lengua para beberse toda la leche–. Ay, Karl, que ya no eres la leyenda viva del sexo, ¿eh? –siguió Lluc, burlándose de Karl, y pegándole un bofetón en la cara que el otro recibió muy adolorido.
Lluc volvió a golpearle y el otro gimió.
–Ve a buscar la mesa como habíamos acordado, Hassan –ordenó Lluc, ahora muy serio, al chico árabe.
Éste obedeció y salió del zulo unos segundos. Volvió con una mesa metálica de cuatro patas que pusieron frente a Karl.
–Ahora, Karl –retomó Lluc–, vamos a ir un pasito adelante.
Lluc se subió en una pequeña escalera móvil para hacer bajar unos centímetros la cadena metálica que maniataba con los brazos en alto a Karl. Karl se sintió aliviado. Hassan, desde la espalda de Karl, empujó al alemán hacia la mesa, recostándolo por el pecho, encima de la superficie metálica de la propia mesa.
–¿Qué vais a hacerme? –preguntó Karl, con un hilo de voz.
–¿No es obvio? –inquirió Lluc, sarcástico–. Hassan tiene ganas de follarte.
Karl quedó con el pecho sobre la mesa y con las cadenas sujetándole sus brazos. Estaba abierto de piernas y Hassan ató cada una de las dos piernas a una pata de la mesa metálica. Completada la operación, Hassan se situó a unos metros al lado y se acarició el bulto de sus bermudas negras. Ahí habitaba una generosa polla casi tan larga o incluso más que la de Karl. Que ya era decir:
–Dicen que los árabes tienen pollón –retomó Lluc–. Veamos a ver...
Hassan, sonriente, con esa cara de diablo con pelo rapado, no cesaba de mirar a Karl. Se bajó las bermudas y dejó al aire una dura verga erecta hasta su punto máximo. Desde luego que le iban los tíos a ese árabe de harén gay...
Hassan se sacudió un par de veces su polla para mantenerla bien alta e intensificó su mirada seductora a Karl.
Éste permanecía atado a la mesa, respirando de forma entrecortada y, como desde hacía horas, completamente desnudo.
–Venga, Karl, que esto lo vas a disfrutar muchísimo. Los árabes no tienen sólo pollones sino que, además, follan como bestias del desierto. Adelante, Hassan...
–Encantado...
Y Hassan se situó tras el culo de Karl, reclinado en la mesa, y masturbó levemente su polla. Metió un dedo con saliva en el ano de Karl y se salivó el capullo oscuro de su polla morena.
Lluc dio la vuelta a la mesa y cogió a Karl por el pelo, ese pelo oscuro que tanto odiaba:
–¿No te parece una recompensa demasiada buena como castigo, Karl...? –le espetó sin soltarle del pelo.
Karl susurró algo imperceptible. Estaba agotadísimo.
–¿Pero no sabes tú, maricón, que los regalos siempre llevan sorpresa dentro? Esta te va a encantar. Hassan...
–Sí... –respondió el árabe, que seguía zumbándose su polla mientras con dos dedos ya estimulaba el ojete de Karl.
–¿Cuántos años pasaste en el harén de ese príncipe saudí?
–Cuatro años –contestó Hassan, que jadeaba levemente por la excitación de la paja y el estímulo del culo de Karl– desde los dieciséis a los veinte.
–Follábais a pelo, supongo –siguió Lluc.
–Por supuesto. Siempre –sonrió Hassan, sobreexcitado, sin dejar de sonreír.
–¿Y era seguro, aquello? –preguntó cínicamente Lluc.
–¿Seguro? Lo único seguro era el placer ardiente, el torrente de fuego de follar con los tíos árabes más cañones de la península, y de follarnos al príncipe, que no tenía nunca suficiente. Cuando descubrí que era portador de varias enfermedades poco me importó. Tengo un cuerpo diez, soy un gigante de músculos y polla. Y me llevé buen dinero...
–¡Enfermedades! –dijo Lluc, falsamente sorprendido–, ¿como... cuáles?
Hassan rió, a punto de empezar a meter su tremendísima tranca en el culo de Karl.
–El Sida es lo más gordo que corre por mis venas. Pero aquí me ves, follándome los culos más apetitosos de Europa...
Karl, horrorizado, empezó a agitarse... en vano, se movía compulsivamente sobre la mesa de hierro, atado por cadenas y sin poder moverse.
Lluc rió lleno de ira. El fuego de la venganza ardía en sus ojos.
–Caramba. ¿No te parece buen regalo, Karl? Tú que siempre has tenido tanta fobia a la enfermedad... Tú que siempre has creído en la eterna juventud.
–¡Por favor, Lluc! ¡Por favoooooor! –Karl sacaba voz de donde no podía.
–ADELANTE HASSAN.
–Será un placer.
Y Hassan, sin borrar la sonrisa de su cara, con un Karl hecho un terremoto sobre la mesa, intentado contraer el agujero de su culo, empezó a penetrarlo.
–NOOOOOOOOOOOO.
El grito inundó por completo el zulo sin que nada detuviera la fuerza del golpe de cadera y de polla de Hassan.
Nada hacia presagiar en aquel cementerio del londinense barrio de Chelsea, poblado de frondosos abedules, que el verano estaba a punto de llegar. El sol vivía escondido. Ambiente nublado. Una fina llovizna caía sobre nuestros cuerpos. Un aliento de frío recorría mi espalda... Hubiese deseado estar en cualquier lugar del mundo... excepto allí.
Los padres de Sandra Smith estaban destrozados. Sandra era su única hija. La habían perdido. A su derecha se situó Marcos, mientras el pastor anglicano hacía las últimas admoniciones y bendecía por última vez el féretro, de un castaño oscuro desalentador, que descendía a las profundidades de la tierra. Marcos vestía un traje y camisa negros, con una corbata del mismo color. Lo vi en la distancia. Cansado. Abatido. Su semblante natural y habitualmente blanquecino contrastaba ahora duramente con unas ojeras que empalidecían aún más su rostro.
Se acabó la ceremonia. La gente se saludó la una a la otra. Marcos se abrazó largamente al padre y la madre de Sandra. Hablaron. Volvieron a abrazarse. Y se separaron. Se marcharon abatidos y perdidos. Yo, que permanecía a un lado junto a Marina, Cris y Cesc Garbella, me giré hacia mi familia como buscando su aprobación para acercarme a Marcos, ahora que había quedado solo frente a la tumba de Sandra. Marina asintió como dándome su bendición:
–Ve con Marcos. Cristina y yo te esperaremos en el coche, mi amor –me susurró mi madrastra al oído–. Y... Cesc, por favor, de camino quiero que avises al servicio de seguridad. Necesitamos localizar a Lluc de una vez. Esto ya pasa de castaño oscuro –Cesc tragó saliva, en una mueca de preocupación. No podía desvelar toda la terrible verdad que se escondía tras la aparente desaparición de nuestro hermano: “Hace tiempo que siento la necesidad de hacer un largo viaje.” Es lo único que nos había dicho antes de volver a partir.
Marina y Cris tomaron la salida del cementerio. Cesc se quedó bajo los abedules susurrantes por la caída de la lluvia, contemplando la escena.
Me acerqué a Marcos que, solitario, tenía sus ojos clavados en la tumba. El epitafio rezaba: «Sandra Smith. Tus padres estarán siempre contigo. 1980-2004». Sólo tenía 24 años...
–Marcos... –recorté toda la distancia que me separaba de él con mis manos tendidas sobre mi vientre, tomada la una en la otra, en un gesto de recogimiento inseguro por mi parte–. Marcos...
Marcos no apartó la mirada del epitafio de Sandra. La lluvia nos golpeaba cada vez con más insistencia y la luz del día nublado penetraba en el ambiente de forma atenuada. Las ramas y las hojas de los árboles cada vez se movían más inquietamente por el viento.
–Lo siento mucho, Marcos. Lo siento... tanto...
–Gracias.
Respondió con sequedad y sin dirigirme la mirada. Sus ojos verdes, tornados prácticamente grisáceos a la luz del día gris, dirigían sus pupilas a lo único que quedaba ya de Sandra Smith.
–Quiero que sepas, Marcos, que estoy contigo... Que me tienes aquí para lo que necesites. Ahora y siempre. Que no te voy a dejar sol...
–Gracias –volvió a decir pero con mayor sequedad, cortando mi discurso.
Yo no sabía qué más decir, bajé la mirada al epitafio. Me acerqué un poco más a Marcos, con mis manos entrecruzadas y sin ánimo para hacer ningún gesto afectuoso: una mano en el hombro, en el brazo... Nada. Me situé a su izquierda, junto a él, frente a la tumba.
–Quieres... quieres... que recemos...? –pregunté inocentemente y preso casi por el llanto que, sin embargo, mantenía prisionero en mis adentros haciendo el corazón fuerte.
–Quiero estar solo, Biel.
Eso fue una punzada de dolor.
–Marcos... No me apartes... No me dejes al margen. Esto no es culpa nuestra...
–¿Que no es culpa nuestra...?
Ahora sí que Marcos me miró a la cara. Pero sus ojos verdes se habían diluido en una mirada de rabia y dureza grisácea.
–No, puede que no lo sea, Biel. Pero de un modo u otro... Yo no puedo echar a andar y no volver la vista atrás sin pensar que esta mujer vivió con el corazón roto... ¡¡por los dos!! –gritó.
–¡Marcos, no!
–¡Silencio!
–Marcos...
–¡¡Silencio!!
–No, Marcos, yo...
–¡Basta, Biel!
Yo empezaba a desahogar mis lágrimas: no podía más.
–Ahora mismo soy incapaz de profesarte ningún sentimiento, Biel. Sabes... sabes... –se mordía las palabras–, sabes lo que siento por ti. Pero esto se escapa a mi comprensión. ¿Por qué ha muerto, Biel? ¿No te das cuenta? Nuestro amor... –hizo una mueca de desprecio–, nuestro amor está maldito...
Para mí se me cayó el mundo encima. No podía creer lo que oía.
–Sandra quería que estuviéramos juntos el uno con el otro. Tú y yo juntos. Pero al llevársela, el destino sólo puede hacernos ver que, desde luego, obramos mal, Biel. Obramos muy mal... Sé feliz, Biel. Pero no me busques. Haz el favor de no buscarme.
–Marcos...
–¡Basta! ¿¡Que no lo ves!? Nunca podríamos ser felices tú y yo juntos con esto a nuestras espaldas... ¿Sabes? Ella llegó a pensar que lo que tuvimos ella y yo durante ocho años fue una mentira. Una completa y absoluta mentira.
–Eso fue hace tiempo, Marcos. Ella llegó a reconciliarse contigo...
–No en su corazón... Ella me dijo: “tú, Marcos, eras el motivo de esa felicidad y tras pasar ocho años juntos me cuesta imaginar mi vida sin ti”. ¡Qué horrible para Sandra! ¡Qué terrible! Y... –tragó saliva– era un ser tan excepcionalmente bueno, tan puro... que luego no dudó en estar de nuestro lado. Y ahora... ha... muerto...
Yo no podía articular palabra alguna. Me estaba vaciando de vida por dentro.
–Esto es el final, Biel... Es el final.
Me temblaban las piernas. Sentí un calor cercano tras de mí. Cesc Garbella había venido a buscarme con un paraguas negro para resguardarme de la lluvia y llevarme de vuelta al coche.
–Claro que es el final. La muerte... ¡Pero no puede ser nuestro final! –balbuceé nervioso y lloroso. Marcos ni me miró.
–Es hora de marcharnos, Biel –me dijo con serenidad Cesc, pasando su mano por mi espalda.
–Marcos... por favor... Mírame...
Silencio cruel y punzante indiferencia.
–Biel: es hora de partir –repitió Cesc Garbella junto a mí, que miraba de reojo a un Marcos Forné ido.
–Sí: desde luego que es hora –respondí yo, finalmente y, afligido por el dolor, me agarré con fuerza del cálido brazo de Cesc, los dos bajo el paraguas, tomando juntos el sendero que nos alejaba de aquel lúgubre lugar.
–Esto es el final... –susurró entre dientes Marcos, mojado por la lluvia y sin apartar la mirada de la tumba de Sandra Smith, solitario en medio del cementerio.
Karl se sobresaltó como un loco, trastornado por el dolor y el cansancio, colgado de las cadenas. Lluc le lanzó un cubo de agua muy fría que se mezcló con el sudor que descendía por todo su cuerpo. Aquello era una mezcla de infierno y gelidez sobre su piel desnuda:
–¡Despierta, maricón! –ordenó fríamente Lluc.
Karl apenas podía sostener su cabeza erguida. Miró a Lluc lleno de rabia y, a la vez, buscando clemencia y compasión:
–Lluc: tienes que perdonarme. ¡Por favor! ¡Lluc!
Lluc, que se había cambiado de ropa y ahora lucía un chándal gris al más puro estilo killer, empezó un nuevo rodeo, dando vueltas en torno al cuerpo desnudo de Karl:
–¿Perdonarte? ¿¡Ahora pides perdón!? ¿Perdón...?
Lluc se detuvo frente a Karl y se sacó un cigarrillo de una pequeña pitillera. Tomó un segundo cigarro y lo puso en los labios de Karl, que apenas podía sostenerlo. Sacó un mechero del bolsillo y se encendió su cigarrillo, primero, y después el de Karl:
–Nunca dejas de sorprenderme, Karl Zimmer... Ahora ya confiesas tu culpa. Doble asesinato con tentativa de homicidio: Edmond de Granados. 54 años. Padre de familia. Rico y afamado empresario. Mi padre. Sandra Smith. 24 años. Maestra y pedagoga. Conocida en la prensa rosa como la durante muchos años novia de Marcos Forné. Dios del fútbol. Caramba, Karl... ibas muy fuerte. MUY FUERTE en tus objetivos. ¿Qué tipo de hijo de la gente guapa alemana eres? Un pobre niño rico... maricón y sociópata. Eso eres, Karl.
Lluc hizo una calada y echó el humo en la cara de Karl que, abatido, estaba tragando el humo de su cigarro hasta que tosió y lo tiró al suelo.
Lluc se agachó y lo recogió para, a continuación, apagarlo en el abdomen de Karl que, llorando al sentir que le quemaban la piel, gritó levemente, cansado incluso de gritar:
–Por... favor... Llu...c –lloraba como un niño pequeño–. Yo no... Yo no... Yo no quería...
–¿No querías? ¿¡No querías qué!? –Lluc tomó esta vez su cigarro y lo apagó contra el brazo de Karl, que ya acumulaba algunas quemaduras en su esbelto torso. Quién lo hubiera podido imaginar... un cuerpo tan perfecto... pasto ahora de la venganza–. No querías... ¡¡¡Maldito bastardo!!! ¡¡¡El infierno es lo único que te espera!!! –vociferó Lluc con toda su furia a escasos centímetros de la oreja de Karl que, cabizbajo, lloraba e, involuntariamente, orinaba sin poder controlar sus flujos...– Maldito bastardo... Si hasta te meas encima. ¡Me das asco!
Lluc empezó a dar un nuevo rodeo al zulo con sus manos recogidas bajo su espalda, como meditando:
–Hay algo que nos diferencia a ti y a mí, Karl... Yo soy un hombre de 26 años que ha cometido muchos errores en la vida. He engañado a muchas tías que creyeron ser amadas por mí. He engañado a mi familia. Durante años no acepté la homosexualidad de mi hermano Biel y aprovechaba cualquier mínima oportunidad para echársela en cara. Me avergonzaba de él. Cuando Biel apenas tenía quince años tú entraste en su vida y pensé... joder... pensé que lo habías corrompido. Me entraban ganas de vomitar de pensar en lo que le hacías: como lo sodomizabas, como lo poseías a tu gusto y disposición. ¡Me repugnaba! Sólo en estas últimas semanas he podido comprender que mi hermano Biel fue el más inteligente de todos cuando te dejó. Tirado como una colilla. Tú te habías tirado a media ciudad, le habías sido infiel y él fue un cornudo, sí. Pero cuando te dejó... ¿qué sentiste, Karl? ¡Dímelo! ¿Qué sentiste?
Karl lloraba desconsoladamente y temblaba. Se había mojado toda su pierna izquierda con su propia orina. Su cuerpo empezaba a transmitir graves espasmos de frío y cansancio:
–Lluc, por favor...
–No es hora de suplicar. Te diré lo que sentiste cuando mi hermano Biel te dejó hace años. Te sentiste SO-LO. ¡SOLO! Terrible y horriblemente solo porque el chico más extraordinario, bueno, inteligente y valiente, Biel de Granados, MI HERMANO, te dejó y perdiste la oportunidad de cambiar para siempre –Lluc tenía los ojos húmedos al decir esto, evocando la figura de su hermano (yo mismo)... el más pequeño y, a la vez, el más mayor de todos–. Ahora sé quién es mi hermano Biel y también, y por desgracia, sé qué cosa eres tú, Karl Zimmer.
Un espeso silencio sólo era roto por las gotas cayendo desde el cuerpo de Karl al suelo húmedo y cementoso.
–No voy a matarte, Karl.
Karl cesó en el llanto y, con relativa dificultad, alzó su rostro a la luz del foco del zulo, esperanzado.
–La muerte es un consuelo para gente de tu calaña. Pero, como comprenderás, no puedo dejarte por ahí... libre... siendo portador del VIH.
Lluc se acercó a un pequeño mueble forjado en hierro, lleno de aristas metálicas, y revolvió en los cajones haciendo un sonoro ruido.
–No, Karl... eres tan sumamente cabrón e hijo de puta, tan mezquino, tan monstruosamente abominable, tan repugnantemente vomitivo... eres tan... en fin, horriblemente asqueroso, que volverías a ser ese espigado y fortachón macho de 21 años petando el culo de cualquier imberbe y montando tus orgías, luciendo tu palmito ricachón y musculado por las playas del Mediterráneo, tu flequillo castaño y tu barba perfectamente recortada escondiendo tu asombrosa, blanca y perfecta sonrisa... y, muy secretamente, y follándote a quién se te pusiera entre ceja y ceja, serías una terrible y juvenil (nada sospechosa) máquina de transmitir el Sida, además de una máquina de follar, por descontado...
Karl no sabía qué pensar de esas palabras. Lluc tomó entre sus manos una jeringa y un recipiente de vidrio con un contenido líquido entre verdoso y grisáceo:
–No, Karl, dejándote con vida yo no puedo ser responsable de que siembres por ahí el terror de la enfermedad que ahora portas... Tú que eres tan aficionado a coger tíos sin condón. No... no puedo dejarte ir sin más...
Karl empezaba a temblar más espasmódicamente:
–Así que... sí, por supuesto, puedes respirar tranquilo, Karl, que voy a dejarte vivir. No morirás en este zulo hoy. ¿Qué te crees? ¿Que soy un maldito asesino como tú? No. Y tampoco quiero ser responsable de la enfermedad de otras personas. Así que...
Lluc rellenó completamente la jeringa de ese líquido extraño y gritó el nombre de Hassan para que entrara de nuevo en el zulo tras su follada envenenada a Karl. El árabe obedeció en el acto y cerró la puerta de hierro con fuerza.
–... voy a hacer –siguió Lluc– lo que tus padres debieron hacerte cuando descubrieron no que su hijo era un puto maricón: no... eso no es nada malo. Ya lo he comprendido. No... Voy a hacer lo que tus padres debieron hacer cuando supieron que su hijo era un peligro social, un puto sociópata y un maldito asesino.
Hassan agarró a Karl por la cintura y sus piernas temblorosas, para que no pudiera sacudirse. Ese hombre de casi dos metros de estatura, Hassan, era tan fuerte que nada se le escapaba a sus impresionantes y salvajes manos.
–Por favor, Lluc, ¿qué vas a hacerme...? –preguntó Karl, horrorizado.
Lluc se situó frente al cuerpo desnudo de Karl, a escasísimos centímetros, y le sonrió:
–Voy a darte tu mejor condena.
Karl contuvo el aliento, temblando nuevamente como una cría de pájaro fuera del nido.
–Voy a caparte. No volverás a follarte a nadie en tu puta vida, miserable cabrón. Ni siquiera tendrás deseo sexual. Jamás volverás a desear follar...
–¡¡Lluc!! ¡¡No...!!
Y, casi en un suspiro, Lluc clavó la jeringuilla en los huevos de Karl, que aulló brutalmente como el animal al que están desollando. Un grito horrible que sentenciaba su destino. El dolor más grave y fuerte de su vida. Tan fuerte que quedó desmayado e inconsciente.
–¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!
Lluc había cumplido su promesa de poner fin a la venganza de Karl tal como merecía. Y sin mancharse las manos de sangre. Sólo quedaba... Oscuridad.
Cuando llegamos a casa sólo tenía ganas de encerrarme en mi habitación a llorar. Durante el viaje en avión de Londres a Barcino, Cesc Garbella no había dejado de mirarme, como buscando un gesto, una palabra... que abriera un poco mi corazón a lo que estaba sintiendo en ese momento. Marina me miró muy preocupada. Y mi hermana Cristina no hacía más que acariciarme el brazo. Pero permanecimos en silencio. Un doloroso silencio. Todos en ese avión sabían que, con la muerte de Sandra, mi historia con Marcos había llegado a su fin.
Crucé la puerta de mi dormitorio y cerré con pestillo, apoyándome en la madera de la puerta en un gesto liberador y doloroso. Me di la vuelta y me dejé caer sobre el suelo, resbalando a través de la puerta, sin dejar de llorar, ahogando mi grito: «¡No! ¡No! ¡No!». Ese no podía ser el final de mi historia con Marcos. No podía perder a mi compañero así.
A la mañana siguiente, alguien empezó a aporrear con fuerza la puerta. Era Marina.
–¡Biel de Granados! Haz el favor de abrirme la puerta. ¡Biel!
¡PAM! ¡PAM! ¡PAM!
Me desperecé vagamente en la cama. Sin darme cuenta me había quedado dormido... con el traje del funeral y sin cambiarme. Eché un vistazo a toda la habitación. La persiana bajada, las cortinas entreabiertas... Unos fortísimos rayos de sol se colaban dentro e iluminaban la madera blanca de los muebles y el brillante parqué del suelo. Qué desazón. Sol y calma tras la tempestad tormentosa del funeral en Londres.
Marina volvió a golpear la puerta:
–¡Te digo que abras!
–¡Ya va...! –dije finalmente, molesto.
Abrí con sigilo, como no queriendo que viera mi rostro cansado y deprimido.
– ¡Qué está pasando aquí! –gritó una voz grave, bien conocida para mí, junto a Marina.
–¡¡Abuela!!
Los ojos se me abrieron como platos. La abuela Mercedes, la madre de mi padre, había regresado fugazmente de su retiro de Lausana.
–Marina: ¿harás el favor de dejarme a solas con mi nieto?
–No tengo intención de entrometerme en tu fecunda relación con Biel –dijo en tono amargo y burlón mi madrastra: no soportaba su suegra y, especialmente, mi abuela no soportaba a la que siempre llamó la “nueva mujer de mi hijo Edmond”, aunque ya llevaban quince años juntos.
–Gracias, Marina. Las madrastras poco pintan aquí –sentenció mordazmente mi abuela.
Marina, sin despeinarse, desapareció por el pasillo y mi abuela, una mujer de 81 años elegantemente vestida y con una decorosa melena de canas de un tono gris oscuro perfectamente recogida hacia atrás entró con fiereza en mi dormitorio para cerrar con fuerza la puerta:
–Abuela... –balbuceé yo, confuso–. No te esperábamos por aquí...
–Ahórrate la alegría de verme. He venido para organizarme para la final de la Copa de Europa. Sólo faltan tres días. Y el Olympic Galaxy puede ganar. Sin embargo...
«¡Demonios!», pensé. Con toda la desgracia de la muerte de Sandra y mi propia y amarga desgracia con Marcos había olvidado por completo mis obligaciones al frente del Olympic Galaxy. «Suerte de tener a Cesc Garbella», pensé. Lo único que había sabido al respecto es que Marcos había pedido una excedencia técnica de un mes. El equipo perdía a su capitán para su partido más importante. Final de Champions en París frente al Inter de Milán. Qué lejos me quedaba todo...
–Sin embargo... –siguió mi abuela–, recibiéndome anoche esa terrible mujer que se hace llamar vuestra madrastra ...
–Marina –interrumpí yo algo molesto.
–Sí... La misma. Me contó cosas horribles sobre un famoso jugador de fútbol que dejó a su novia de toda la vida por un chico de dieciocho años. Una chica que ha muerto...
–No me digas... –dije cansado y abatido, y le di la espalda para ir al vestidor a buscar algo de ropa con que cambiarme tras una necesaria ducha.
–¡Mírame, jovencito! ¡Soy tu abuela!
Interrumpí en seco mi actividad, salí de la entrada del vestidor y vi a esa anciana con todo el rostro de mi padre: sus ojos azules, su tez clara, su nariz marcada... Una Granados con todas las letras.
–Pues para ser mi abuela no has estado muy presente en mi vida, ¿no crees? ¿Y ahora vienes a sermonearme?
–¡Perdona si me quedo de piedra al descubrir que a mi nieto pequeño le van los hombres! –exclamó mi abuela con tono de indignación, ofendida– ¡Perdona por quedarme asombrada al saber que Marcos Forné era tu novio! ¿Qué clase de broma es ésta? ¿¡A dónde demonios se dirige esta familia!?
Aquello era una auténtica pesadilla. No podía ser real. Acababa de perder a Marcos y aparecía mi abuela en casa... ¿condenándome?
–Lo siento, abuela, pero no tengo tiempo para estas tonterías de vieja dama trasnochada...
–¿Pero qué clase de respeto...?
–¡¡Basta abuela!! Una mujer joven y buena acaba de morir. El hombre al que amo no sólo acaba de dejarme sino que, además, está destrozado y sin ganas de vivir. Mi padre ha muerto justo cuando más lo necesito. Mi hermano aparece y desaparece y yo...
Eché a llorar lleno de rabia. El rostro de mi abuela cambió por completo, pareció arrepentirse de lo que acababa de decir. Su mirada era muy clara. Tenía esos ojos que resaltan sobre todo el rostro, vivaces y manifestadores por completo de los propios sentimientos. Dejó caer la mirada al suelo, avergonzada. Era una señorona, una gran dama, acostumbrada a la buena vida y la buena sociedad. Pero poco sabía lo que habían cambiado los tiempos... donde los armarios ya no eran refugios de hombres avergonzados de su condición.
Marina reapareció en la puerta y echó una mirada de enfado a la abuela Mercedes:
–Biel, ha llegado un paquete para ti –dijo con voz dulce y tierna.
Me sequé las lágrimas. Tenía los ojos enrojecidos. Salí disparado de la habitación, dejando tras de mí a la abuela, algo aturdida, pero sin abandonar su pose de dama ofendida.
Bajé corriendo por la escalera al vestíbulo de entrada a la casa. Sobre la cómoda del recibidor había una enorme caja aplanada. Nervioso y tembloroso la abrí arrancando la cinta aislante que la cerraba. Noté como Marina y mi abuela bajaban por la escalera juntas, a mi encuentro, y se quedaban unos pasos tras de mí, sin quitarme el ojo de encima, preocupadas y tristes.
Quité las tapas de cartón que cubrían el contenido y encontré un sobre junto a un montón de ropa.
Marina se acercó y me pasó su brazo por mi hombro:
–Es la ropa que tenía en el apartamento de Marcos para cuando me quedaba a dormir con él –dije yo... abatido y con un hilo de voz.
–Oh, Biel... –exclamó Marina, con ganas de llorar, agarrando mi hombro.
–Hay una nota en el sobre... –seguí yo, como esperando una mínima esperanza
Nervioso y descoordinado arranqué la solapa del sobre.
–Dios mío... –se me hizo un horrible nudo en la garganta–. No...
–¿Qué es? –preguntó, inquieta, Marina.
–No...
Marina tomó una foto que había dentro del sobre. Éramos Marcos y yo. Él llevaba una camisa de un azul muy claro y una americana aterciopelada con una corbata oscura. Yo iba impecablemente vestido de esmoquin. Era... la fiesta del Día de la Olympic Family hacía ya seis meses. Nuestra primera foto juntos. Marcos había acudido a la fiesta, en el jardín de la Casa Granados, con su novia. [SUCEDIÓ EN EL SEGUNDO CAPÍTULO: http://www.todorelatos.com/relato/84067/ ]. El fotógrafo del evento nos había tomado la foto bien sonrientes, con Marcos tomándome con su mano por el hombro y yo agarrado a su cintura. Nuestra primera foto juntos... Toda una vida por delante. Apenas unos días más tarde, Marcos rompería con Sandra y nos besaríamos en la repisa de la ventana, en mi casa, en aquella noche tempestuosa...
–Hay algo en el dorso –susurró Marina, que, impaciente, le dio la vuelta a la foto.
“Sábado 24 de enero. Marcos Forné y Biel de Granados en el Olympic-Family Day.”
Era la nota del fotógrafo. Abajo, sin embargo, había unas líneas manuscritas... de Marcos. Marina y yo, vigilados por la atenta mirada de mi abuela Mercedes, las leímos sobrecogidos:
“No puedo mirar al pasado sin arrepentirme de todo cuanto he hecho. Siento que he sido letal para Sandra y para ti, Biel. Perdóname. Te he dañado. Lo he dañado todo. Olvídame. Hasta siempre”.
Soledad. Es la sensación, junto a una horrible dosis de miedo, que te invade cuando sientes que has perdido por completo el sentido de tu vida y la persona que iluminaba un horizonte común.
Caos. Es una tormenta que inunda y ahoga las esperanzas de felicidad cuando la venganza ha sido puesta en circulación. Jamás como en aquel verano anticipado llegué a desear volver al armario. En su oscuridad, pese al ahogo de la mentira y las apariencias, al menos uno quedaba a resguardo de la crueldad y miseria de los hombres.
PRÓXIMO CAPÍTULO: FINAL.