Simplemente Biel (VI) - Dominante y dominado
Dominante y dominado, uno da y otro recibe, uno domina y otro es dominado. ¿Hablamos de Marcos y de Biel? Descúbrelo en el sexto capítulo de la saga.
Pasión, fama, orgullo y sentimientos se mezclan en la historia de Biel de Granados y Marcos Forné. Un chico de dieciocho años con circunstancias únicas y excepcionales y un joven dios de veinticinco que descubre su verdadero ser. El poder, la familia, las emociones, el sexo y las aspiraciones del corazón en una historia para gozar y reflexionar. La lucha contra un mundo de frivolidad y prejuicios y la conquista del derecho a amar y ser amado.
No os perdáis el anterior capítulo:www.todorelatos.com/relato/85264/ .
Y disfrutad de éste:
VI
Cuando era pequeño la comprensión de mi mundo moral se basaba en las frases que cazaba al vuelo de aquellos maestros empecinados en inculcarme su visión del mundo. Frases del estilo: “Una casa será fuerte e indestructible cuando esté sostenida por cuatro columnas: padre valiente, madre prudente, hijo obediente... y hermano complaciente”. Pero también “Debes tener siempre fría la cabeza, caliente el corazón y larga la mano”. Con los años fui descubriendo que la indestructibilidad de una casa no dependía de mí, y menos habitando en ella un hermano todo lo contrario a la generosidad, dispuesto a hacerme daño. A pesar de todo, sí que estaba en mi mano la fortaleza del hogar que yo debía edificar para mí mismo. Debería haberme construido mi propio mundo y mi propio espacio. Un universo para mí y la gente a la que amaba.
Sin embargo, ya estando en el ecuador de mis dieciocho años, en aquel final de febrero de 2004 en que el pilar de mi vida, mi padre, se fue... empezaron a vislumbrarse las grietas de una casa inestable. Ojalá hubiese apostado más fuertemente por construir mi propio hogar en mi corazón...
Un día después de la muerte de mi padre Edmond, y tras el multitudinario funeral en el Olympos, el glorioso estadio del Olympic Galaxy, donde miles de personas rindieron homenaje a su presidente, un día después de todo aquella película de terror vivida en pocas horas, aún no había tenido ocasión de hablar con Marcos tras nuestra primera noche juntos, el día anterior. La noche en que hicimos el amor por primera vez. La noche en que Marcos habitó en mí y yo en él. Lo había visto en el pase de condolencias y en el homenaje del primer equipo a mi padre, donde habló como capitán. Nos habíamos cruzado las miradas. Más no nuestras palabras. Había visto su cuerpo vestido y reseguido su líneas... Él me había hecho el amor, me había hecho suyo y había sido mío, lo había tenido en mí... ese cuerpo de ese hombre único, de ese dios bueno… que jamás volvería a ver igual, pues ahora lo sentía como una extensión de mí. Era... Marcos...
Y Marcos, tras la nula oportunidad de hablar el uno con el otro ante la tragedia que se había instalado en nuestro mundo, me había telefoneado insistentemente a lo largo de esas horas... Yo no respondí a ninguna de sus llamadas. Yo no podía pensar en el amor. Estaba destrozado. No quería hablar con casi nadie.
Pero ese dios y hombre a la vez… no era un ser al que le fuera fácil desistir en sus objetivos. “No me dejes al margen, Biel: te amo”, me había susurrado la mañana anterior. Así que, tras el barullo de las exequias, pensó en presentarse sin más en medio de la noche (dos noches después de nuestra entega) en mi puerta. Como antaño. Su pureza le libraba de convencionalismos. Al fin y al cabo nuestro gran impulso romántico, en nuestra –si así podía llamarse– relación, sucedió el día, semanas atrás, en que él, Marcos, apareció allí, en el portal de mi casa, bajo la tempestad [SUCEDIÓ EN EL TERCER CAPÍTULO: www.todorelatos.com/relato/84162/ ]. Nuestro primer beso fue cazado en esa noche de impulsos y de sinceridad.
Marcos volvía a estar de nuevo allí, sí, dos noches después de nuestra entrega absoluta el uno al otro, feroz y romántica. Dos noches después de que mi padre nos dejara para siempre de un infarto. Marcos se acercó a la puerta y picó discretamente al timbre. Se dio media vuelta mientras esperaba a que abrieran, temiendo no encontrarme allí. Se metió las manos en los bolsillos, alzó su rostro a las estrellas en la oscuridad, por encima del porcho de columnas, y expiró ese aliento invernal, ese vaho de una noche muy fría.
La puerta se abrió y Marcos, ilusionado, se giró con rapidez hacia ella, esperando verme a mí...
–Buenas noches –dijo casi mecánicamente una voz.
Marcos se quedó algo parado.
–Hola, soy Marcos Forn...
–Sé quién eres –respondió la voz, cortante–. Tu cara sale en todas las revistas.
Marcos siguió confundido:
–¿Está Biel?
–Está durmiendo.
–Ah... sí... Vaya. Siento no encontrarlo despierto...
Hubo un silencio incómodo. Ese hombre que le había abierto la puerta, enfundado en el contraste de una chaqueta de chándal con unos vaqueros, parecía un guardián desconfiado. Pero un guardián poco adecuado, poco honesto, para la decorosa finca de los Granados. La mente de Marcos empezó a procesar su talento intuitivo. No conocía de nada al chaval que le había abierto la puerta, pero de alguna manera... sí, le era familiar: su presencia, su apariencia casual, su penumbra en sus ojos intensamente castaños y sombríos, ese fortísimo contraste entre el blanco intenso de sus ojos frente a la oscuridad de sus pupilas, sus labios rojos y carnosos...
–Perdona, ¿nos conocemos? –preguntó finalmente sin dudar el bueno de Marcos.
–Lo dudo. Llegué hace escasos días de Berlín. Soy Karl... amigo de la familia.
Marcos ató todos los cabos y quedó estupefacto:
–¿Amigo? No es eso lo que me han contado –el semblante de Marcos se volvió totalmente serio e inquisidor.
–Las fidelidades cambian, man .
–Ya veo. ¿Y cómo coño has podido poner los pies bajo el mismo techo que Biel de Granados?
–Ajá. Veo que eres un chico bien informado. Y veo que te preocupas mucho por los intereses de Biel y por su bienestar.
–Me preocupo. Cómo no preocuparse... con semejante buitre rondando la pureza de Biel... –le soltó Marcos con una mirada de desprecio.
Karl se puso chulo, adoptó una voz ronca y desafiante, se empujó hacia delante, y sentenció bravo:
–Este buitre –y se agarró con su mano su paquetazo abultado, mordiéndose el labio inferior con desafío–, este buitre le ha dado a Biel esta noche toda la gasolina que necesitaba, ¿lo entiendes? Así funciona nuestra relación. Y así Biel queda satisfecho.
Marcos palideció en su rostro. Estaba confuso. Desconcertado. Mareado. Vaciló sobre sus siguientes movimientos.
–Dile a Biel que he estado aquí.
–No te quepa la menor duda de que lo haré –le respondió Karl, apoyándose en la otra hoja de la puerta, con su brazo alzado, y sujetándose con el otro por la cintura, volviéndose a morder el labio inferior mientras miraba lascivamente a Forné.
Marcos se giró, abatido, y deshizo el camino que había hecho a la ida, cargado de la ilusión de verme tras unos momentos duros. Una ilusión ahora deshecha.
Karl esperó hasta ver lejos a Forné, camino de su coche, para cerrar la puerta. Y dijo para sus adentros:
–Marcos Forné: no vas a volver a montar a Biel...
* TRENTA Y SEIS HORAS ANTES... * * *
–Debes de ser tan fuerte como tu padre hubiera esperado en un momento así –me dijo Marcos cogiéndome bien fuerte la mano mientras me llevaba en su coche desde su casa hasta el hospital general–. Sé que lo que te digo ahora, en este momento de gran confusión para ti, puede sonar, no sé... convencional. Pero, por el amor de Dios, Biel: sé todo lo fuerte que eres.
Habíamos pasado la noche juntos. Había sido la primera vez que hacíamos el amor. Habíamos amanecido juntos. Nos habíamos hecho promesas de enamorados. Nuestros cuerpos habían dormidos pegados el uno al otro. Me había despertado y había visto que en verdad había amanecido junto a ese dios humano.
Tras escuchar el fatídico mensaje de mi hermano Lluc en mi teléfono nos movilizamos para salir pitando hacia el hospital general. Marcos me acechaba con su mirada.
Me hablaba y acariciaba mi mano y apartaba momentáneamente la vista de la carretera para percibir las reacciones de mi rostro que se mostraba inmóvil, abatido e impasible. ¿En qué malvado y caprichoso suspiro del tiempo papá se había ido?
–Biel: mírame, por favor. Dime algo.
Dejé caer mis ojos hacia abajo. Los rayos de sol entraban en el coche en aquella luminosa mañana de invierno. No quería ver ese brillo del sol. Qué sinsentido para mí.
–Biel... mírame.
Alcé la vista y miré a Marcos, que acariciaba mi mano. Miré a ese rostro puro y protector que me acechaba con sus ojos verdes.
–Me tienes a tu lado. Siempre –dijo con un susurro decidido y me miró con cariño.
Asentí con la cabeza y volví a mis pensamientos. No daba crédito a lo ocurrido.
Cuando llegamos al hospital general debían ser las diez de la mañana de ese martes negro. En la tercera planta, en una clara pero aséptica sala de espera, estaba toda mi familia. En el pasillo de acceso, vi apoyada en la pared a mi hermana mayor, Cristina, que al verme aparecer se lanzó a mis brazos. Marcos esperó retirado a un lado.
–¡Oh, Biel! –exclamó en sollozos– ¡Biel...! ¡Qué horrible!
Nos fundimos en un inacabable abrazo, llorando los dos. Hacía semanas que no veía a mi hermana, que se encontraba en su enésimo encargo de diseñadora rural por Europa. Ella no había podido estar con mi padre en el momento final. Yo... tampoco.
–No sé cómo ha podido ocurrir... No sé... –balbuceó–. ¡Oh, Marcos! –exclamó a lo lejos, viendo a Forné mientras me abrazaba–. Qué bueno que estés aquí... Gracias por traer a Biel.
Mi hermana desconocía por completo nuestra situación –nueva y absolutamente por definir–, pero agradeció la presencia de un buen tipo como Marcos.
–¿Dónde está Marina? ¿Y Lluc? –le pregunté
–A Marina la han tenido que sedar con tranquilizantes. Sufrió un ataque de ansiedad y estaba fuera de sí. Pobre Marina... La abuela está en camino, desde Lausana. Y Lluc está adentr...
–Estoy aquí –irrumpió enfadado mi hermano Lluc con una frialdad impasible, metidas sus manos en los bolsillos y con un rostro desencajado por el cansancio y la conmoción, con los ojos rojos–. Qué bien que te dignaste a aparecer, Biel. A buenas horas…
No sé qué cara pude poner yo, que estaba absolutamente desorientado. Aquel comentario fue como pronunciado en el limbo de la confusión, mía y de Lluc.
–Basta, Lluc. No había nada que hacer –le dijo cortante mi hermana Cristina, que me agarró con fuerza por la cintura, no queriendo separarse de mí. Lluc pasó de largo delante de mí, con sus ojos enrojecidos por el llanto, e, ignorando y despreciando mi presencia, se llevó a Marcos agarrado del brazo a otro lugar.
–Tú y yo tenemos que hablar: AHORA –le espetó Lluc mientras se lo llevaba al hall de la tercera planta del hospital general. Marcos, confuso pero sereno, obedeció sin más.
Silencio. Cristina me miró. Y me susurró:
–¿Qué está pasando aquí?
–Es una larga historia –le respondí con tranquilidad.
–Habrá tiempo para ello. Dios mío, Biel. Estoy fuera de toda realidad... Qué horrible...
–¿Dónde está... –tragué saliva–... papá?
–Deben tenerlo abajo, realizándole la autopsia. Han venido los de la funeraria a arreglarlo todo. A mediodía se lo llevarán a preparar el velatorio, en la Ciudad Deportiva del Galaxy... Cesc Garbella está al caer para organizarlo todo... –dijo haciendo referencia al administrador de mi padre–. Oh, Biel... Me siento como una mierda... Me llamaron de madrugada y me fui al aeropuerto a coger el primer avión de regreso ¡No había visto a papá desde hacía semanas...! ¡No lo había visto…! –arrancó a llorar sin consuelo, y la abracé con toda mi fuerza.
–¡Ya está, Cris! No pienses más en ello, por favor –le dije, y asumí sin quererlo el papel de sólido pilar, de consuelo, en aquella hora oscura–. Ahora debemos permanecer unidos.
Esa sería mi frase de cabecera durante mucho tiempo.
A escasos metros de allí, Lluc preparaba una soberana reprimenda para Marcos. El bueno de Forné se preparó para lo peor comprendiendo la agobiante situación, para mi hermano y para todos nosotros. Ese hombre, Lluc, de veintiséis años, el hermano mediano, entre mi hermana Cristina, la mayor, y yo mismo, el menor... ese hombre desubicado. Ese hombre, Lluc, de semblante desencajado podía permitirse –tal vez– desbarrar sobre Marcos en tan desafortunada situación. Pero Marcos no estaba dispuesto a renegar de su amor por mí, el menor de los Granados.
–Debes de tener la vergüenza por debajo de la suela de tus zapatos, pedazo de cabrón, para dignarte a presentarte aquí –fue la primera hacha que lanzó Lluc–. Sí: maldito sinvergüenza.
Marcos no expresó nada, ni con el rostro ni con sus palabras. Esperaba recibir el chaparrón sin más.
–¿No vas a decir nada, eh? –decía Lluc con sus ojos enrojecidos y su rostro fatigado– ¡Te llevas a mi hermano, te lo follas en tu casa a saber con qué extraña artimaña, lo apartas de nuestro padre en las horas críticas y ahora te presentas aquí con él! ¡Eres un sinvergüenza sin escrúpulos!
–Lluc, escúchame: lamento mucho lo de tu padre. Lo siento de verdad. Pero nadie podía saberlo y no irás a culparnos de no haber llegado a tiempo...
–¿¡A tiempo de qué, cabronazo!? Ya podía tener mi padre mil infartos en una noche, vosotros montándoos vuestra repugnante historia en vuestro nido… ya podía esperar el buen hombre... Has tenido a mi hermano desaparecido toda la noche por tu deseo... ¡Me das asco! ¡Me dais asco los dos!
Marcos empezaba a desencajar su rostro. La conmoción de la situación también dejaba huella en su semblante. Empezaba a tener los ojos vidriosos.
–Basta, Lluc. Puedes pisotear lo que creía que era una amistad entre nosotros dos, o al menos un coleguismo. Pero deja de lado lo que tenemos tu hermano y yo. Que es nuestro. Respétalo.
La rabia de Lluc en su mirada lagrimosa (encendida por el fuego del odio) no tenía palabras que la describieran.
–¿Lo que tenéis? ¿Lo que tenéis Biel y tú? No tienes nada, pedazo de hijo de puta. Y después del luto familiar de estos días voy a acabar contigo. Te lo juro.
Lluc desapareció dejando a Marcos plantado en la confusión de tan severas palabras. Yo lo había escuchado todo desde la esquina del pasillo y, finalmente, aparecí al encuentro de Marcos en el hall.
Lo acaricié dulcemente por su brazo:
–Marcos: es mejor que te vayas. Gracias... por traerme.
–No tienes que agradecerme nada. Pero, por favor, Biel, no te arrepientas de lo de esta noche. No lo hagas... –me dijo clavando con pasión y dulzura sus ojos en mis ojos.
Hubo un larguísimo silencio. Yo me quedé mirando a Marcos desde la incertidumbre, algo inmóvil.
–No me arrepiento, Marcos. Es sólo que...
–No me dejes al margen, Biel, sólo te pido eso... Te amo... Lo de anoche fue auténtico... fue...
Vi aparecer al otro lado del hall a Francesc Garbella, el administrador de mi padre. Marcos vio como desvié mi mirada desde sus ojos verdes hacia la nueva presencia, que traía noticias. Era un momento de niebla.
–Hablamos en otro momento, Marcos, por favor, debes irte...
Marcos, resignado, se despidió con un beso en mi mejilla, noté un intenso suspiro en sus labios. Yo bajé la mirada y le devolví una cortés sonrisa. Se fue. Francesc se acercó a mí, sin darle importancia a la escena que acababa de presenciar. El beso del duelo, debería pensar.
–Mi querido Biel... –me dijo el bueno de Cesc Garbella– No sabes cuanto lo siento... –y me abrazó con afecto.
Francesc (“Cesc”) Garbella era la sombra de mi padre desde hacía dieciséis años cuando, recién licenciado en Derecho y Empresariales, había entrado en el círculo de confianza del exitoso empresario Edmond de Granados. Era, desde aquel lejano 1988 (¡yo apenas tenía tres años!) administrador de los negocios de mi padre y, ahora, claro, del Olympic Galaxy. En aquel momento, a sus treinta y ocho años, era un joven de última etapa, atractivo, alto –¡1,90 de estatura!–, esbelto, elegante, cortés, juvenil y caballeroso a la vez. Pero, sobretodo, era fiel y familiar. Era uno más de la familia. Objeto de deseo profundo de toda la fila de secretarias y trabajadoras del Olympic Galaxy, con ese aire de galán aún joven y muy atractivo. Por encima de todo, era un buen hombre. Y un fiel amigo de nuestra familia.
–Cesc... Esto es una pesadilla... ¿¡Qué demonios ocurrió anoche!? –le dije sollozando, soltándome de sus brazos.
–Poco antes de la 1 de la noche, y preparándose tu madrastra y tu padre para abandonar el club Glinkel, tu padre sufrió una parada cardiaca y quedó tendido en el suelo, inconsciente y aparentemente sin respiración. Hubo un chico... Karl, parece ser que formado en primeros auxilios, que le practicó una reanimación... tu padre recuperó el pulso... y el sentido.
–Ah... ¿Sí...?
–Tu padre pareció recobrar todos sus sentidos. Fue un terrible susto para él. Pero después de la reanimación estaba sereno.
–Perdona, Cesc... –yo estaba aturdido, estaba procesando demasiada información en tan poco (y convulso tiempo)–, perdona... ¿QUIÉN has dicho reanimó a mi padre?
–Karl... Karl Zimmer, según consta en mi informe. Creo que... es un viejo conocido para ti –¡bendita la discreción y manera de decir las cosas de Cesc Garbella!
Me mareé, la cabeza me daba vueltas... Hubiera caído en redondo al suelo de no ser por Francesc, que me llevó hasta los asientos del hall.
–Dios mío, Cesc: dime que todo lo que está ocurriendo es una pesadilla. ¡Despiértame! –exclamé.
–Después de ese susto tu padre fue llevado en ambulancia hasta este hospital donde los médicos de urgencias le prescribieron ingreso en observación. Marina y Lluc se quedaron con él. Aparentemente pudo dormir plácidamente... pero sobre las tres de la madrugada... En fin... –Francesc tragó saliva–, tuvo un segundo paro cardiaco mientras dormía... que lo mató.
Hundí mi rostro entre mis manos, abatido y destrozado.
–Biel, óyeme: tu padre murió sin darse cuenta, mientras dormía... Ha sido terrible, lo sé, pero evitó vivir un momento de ahogo, de horrible apagón de su... de su hilo de vida.
Por favor, ¡que alguien me dijera que todo aquello era una escalada inacabable de bromas! ¡Que alguien me despertara de ese sueño negro!
–Ahora has de ser muy fuerte. Vienen tiempos de gran responsabilidad...
Alcé mi mirada a Cesc. ¿Qué quería decir con eso? ¡Qué ahogo!
El resto de la mañana fueron llegadas, idas y venidas de gente, al hospital general. Llegó mi abuela, la madre de mi padre, Mercedes Granados, viuda de Granados (mi abuelo) desde hacía décadas. Llevaba meses sin ver a mi padre, en su retiro alegre de Lausana. Era una mujer inclasificable, distante pero sentimental. No soportaba a mi madrastra Marina. Tuve un momento, por fin, de confidencia con mi hermana Cristina, que me contó también –algo que a su vez le habían contado a ella– lo de Karl. El chico, al parecer, se había instalado recientemente en la ciudad, cansado de su vida alemana, y –paradojas de la vida– había ahorrado a mi padre el mal trago de un infarto letal al presentarse en el Glinkel aquella noche, sin duda siendo sabedor de que allí estaba reunida la plana mayor del Olympic Galaxy. Lo ocurrido escapaba a mi comprensión. Karl había practicado a mi padre una reanimación en el pecho en el suelo del club, allí mismo, y, aparentemente, había salvado a mi padre… que para desgracia de todos nosotros moriría más tarde en el hospital en una recaída del corazón. Karl, Karl… No creo que fuera capaz de encontrarme con él. No en esos momentos.
Mi hermana y yo hablábamos bajo la atenta supervisión –y la censura en su mirada hacia mí– de nuestro hermano Lluc, situado al otro lado de la sala de espera, de pie y de brazos cruzados. Lluc me miraba con odio. Me asustó: jamás lo había visto así conmigo. Pedí ir a la sala contigua para ver a Marina, a la que encontré con el rostro y el semblante hundido, recostada en un sillón. Nos abrazamos en el abrazo más largo de nuestras vidas.
–Biel, Biel, Biel... ¡Edmond nos ha dejado! ¿Cómo ha podido dejarnos? ¿Cómo ha podido? ¿Cómo ha podido...?
Marina empezaba el peor momento de su vida, sin Edmond, nuestro padre. Y nosotros, sus hijos, no estábamos muy lejos de ese agujero.
A partir de ese momento todo fue muy rápido. Por la tarde se instaló el féretro de mi padre en la sala de actos del complejo administrativo de la Ciudad Deportiva. La prensa no dejaba de flashearnos con sus objetivos, sus preguntas y su masiva presencia. A la par, una marabunta de gente colapsaba los accesos al edificio. El presidente del Olympic Galaxy había muerto, la ciudad y el país estaban conmocionados. Yo no era consciente del alcance de todo aquello, ni de nada de lo que pudiera venir después. Sólo pensaba en mi padre: “Biel: tú vas a ser todo lo que te propongas en la vida”, “Hijo: si no luchas por tus ambiciones, del corazón o de la razón, no ganas”. Había habido muchos –muchísimos– desencuentros entre mi padre y yo. Pero, en realidad, éramos como dos gotas de agua. Y él sabía que yo jamás traicionaría sus ideales.
A la mañana siguiente fue el funeral en el estadio, el imponente Olympos. Hubo homenajes varios, de la afición y de las autoridades civiles. Y también del primer equipo, el glorioso e invicto equipo de jugadores que en aquel año 2004, gracias a la gloriosa gestión de mi padre, iba camino de semifinales de la Copa de Europa.
Marcos Forné, como primer capitán, tomó la palabra en representación del equipo técnico y deportivo del club. Fue inesperado para mí, aunque supongo que lógico que se desarrollara así. Marcos era el primer capitán del Olympic Galaxy. Pero, además, era tenido como uno de los pocos jugadores con cierto nivel cultural. Era admirado en muchas facetas. Como ya he dicho, desde que recibí la noticia de la muerte de mi padre, vivía en el colapso y no me enteraba de gran parte de lo que ocurría a mi alrededor.
Alcé la vista desde aquel lugar donde nos habían situado a los familiares, en una tribuna montada en el centro del campo. Marina me cogió la mano con fuerza. Con mucha fuerza. Me miró a los ojos. Yo miré a lo lejos a Marcos, situado frente al atril donde iban tomando la palabra los intervinientes en el funeral. Lo miré con intensidad. No hacía más de veinticuatro horas, yo había sido suyo, y él mío. Vi su cuerpo, sentí su voz... reseguí las últimas palabras de su discurso. Marcos hablaba con una voz fuerte, firme, decidida... una voz que resonaba en todo el estadio:
–... Si algo vital nos enseñó Edmond de Granados con su maestrazgo –dijo Marcos– fue que sólo a través de la pasión y la entrega absoluta, renunciando a los miedos y las inseguridades, uno puede conquistar la felicidad de las cosas bien hechas... en el trabajo y... en el corazón.
“En el corazón...” –susurré mudamente con mis labios, repitiéndolo para mí. “Conquistar la felicidad... en el corazón...”
En veinticuatro horas todo había acabado. Era terriblemente cierto. Katia, la hermana de Marina, se hizo cargo de la reentrada de nuestra madrastra en nuestra casa, algo confundida y tambaleante. La abuela decidió tomar su vuelo de regreso...
Encontramos en nuestro hogar una corte larga de personas, rostros conocidos y amistosos, apoyándonos. Dándonos sus últimas condolencias. Tuve la necesidad de retirarme unos instantes de esa casa atiborrada de gente. Lord Byron, mi dulce pastor alemán, me acompañó. Mi fiel perro, siempre a mi lado. Necesitaba pasear por los jardines, por los bosques, por los entornos que me hablaban de mi vida y de mi historia. “Biel: construye tu historia, que eso es lo que te vas a llevar a la otra vida”. Era la voz de mi padre que me susurraba en mis recuerdos.
Regresaba por la robleda que hacía de avenida a la entrada de la casa, cuando una voz familiar me llamó por mi nombre:
–¿Biel...?
Me giré hacia la voz que me llamaba. Un impoluto Karl, de elegante luto, de corbata y traje negro y camisa blanca, con su característica barba perfectamente recortada y su cara de niño malo dulcificada... me miraba. Vi que mantenía el piercing de aro en lo alto de su oreja derecha. Seguía siendo un malote, bajo una apariencia caballerosa en esa jornada de luto.
Guardé silencio y tragué saliva. Lord Byron gruñó al visitante: el perro se estaba conteniendo unos feroces ladridos a Karl. Lo tenía bien adiestrado. Hubiese bastado un gesto de mi mano para echar al perro encima suyo. Ladeé la cabeza y proseguí mi camino. Lord Byron lanzó una mirada de desprecio canino al chico que dejábamos atrás.
–Biel: escúchame –insistió la voz de Karl.
Le hable dándole la espalda:
–Si crees que el efímero servicio que le prestaste a mi padre finalmente muerto va a rehabilitar tu persona en mis pensamientos... estás muy equivocado.
Me giré para volver a ver a Karl, esperando su reacción.
–No busco ninguna rehabilitación. Sabes que siempre he pensado que el pasado, pasado está.
–Yo también lo creo. Y del pasado que compartí contigo no quiero ni acordarme.
–Pero yo conocí a tu padre, aunque acabamos casi a golpes... Pero sé lo importante que era para ti. Te acompaño en el sentimiento, Biel. Te lo digo de corazón.
Me di la vuelta y me volví al interior de la casa. El pasado debía quedar atrás, como la espalda que físicamente le daba a Karl.
Al entrar en la casa, reencontrándome con la gente, que empezaba a marcharse del lugar de duelo, miré fugazmente mi teléfono: tenía media docena de llamadas de Marcos. Y varios mensajes de voz: “Biel: llámame... (silencio) Te quiero. Pienso en ti”. Dicho con su voz dulce y atenta, con su desinteresado interés y pasión por mí. Me crucé con Lluc al pie de la escalera. Me miró con desprecio, y salió al jardín.
Cristina, mi hermana, apareció a mi encuentro y me cogió por el brazo:
–Ten cuidado, hermano –me advirtió–. No me gusta nada algunas de las cosas que estoy viendo.
Y me besó en la mejilla y fue a saludar a más personas.
Que mi hermana pasara media vida lejos del hogar familiar no la hacía ajena a los siempre recurrentes movimientos de placas tectónicas que acechaban terremoto sobre nuestra casa, por decirlo de una manera muy gráfica. Tras su advertencia, me acerqué a la ventana, moví la cortina con los dedos y vi a lo lejos del jardín, bajo los robles, a Lluc y Karl hablando. Intentaba leer sus labios. Vano intento. Karl se metió la mano en el bolsillo y sacó una pitillera de cigarros, se la ofreció a mi hermano, éste tomó un cigarro y Karl se lo encendió con su mechero. No me hizo ninguna gracia ver esa mínima sintonía entre ellos dos, antiguos y acérrimos enemigos.
Fue mucho tiempo después que supe cómo empezó a cocerse la terrible historia de traición de mi hermano, alimentada por su ego, su vanidad y sus horribles prejuicios. Su homofobia. Su egoísmo. Ah, su egoísmo...
Bajo la robleda de los jardines, con sus hojas caídas en aquella época del año, mientras la gente se despedía de nosotros en el interior de la casa, Lluc hablaba con Karl en una insólita conversación entre dos hombres que se habían odiado tras los terribles hechos que, más de dos años antes, había acabado con la historia que yo mantenía con ese apuesto y canalla tiarrón moreno alemán de 1,80 de esbelta estatura.
–Dime, Lluc, ¿por qué me has hecho venir aquí? Hace dos noches casi me golpeas en vuestra fiesta y ahora me recibes aquí.
–Nadie te recibe. Pero nadie puede negar tu acción heroica –respondió mi hermano–. Qué paradojas tiene la vida, Karl. Hace tres años casi matas a mi padre del susto que le provocó descubrir que te tirabas a mi hermano… y hace dos noches le devuelves a la vida.
–Pobre hombre: no hubo una segunda oportunidad para él horas más tarde.
–Qué cínico que eres... –dijo mi hermano con una sonrisa sarcástica.
–Cómo te dije en el club, Lluc: tú y yo no somos muy diferentes.
Karl se sacó una elegante pitillera del bolsillo, con unos carísimos cigarros de tabaco. Su mirada picante y seductora acechó a mi hermano Lluc:
–¿Quieres fumarte uno? –le preguntó ofreciéndole la caja de cigarros a Lluc– Te ofrecería que me fumaras otra cosa –le espetó señalando con sus ojos a su paquete, a su abultada verga en la entrepierna–, ya sabes que siempre me pareciste un tío diez para ser follado, más guapo y más experimentado que tu hermano Biel. Pero me consuelo con que aceptes mi tabaco.
Lluc miró desafiante a Karl, entre el desprecio y el interés súbito, alzó sus dedos sobre la pitillera y le cogió un cigarro. Se lo llevó a sus labios. Karl se sacó un mechero y acercó su llama a mi hermano para prenderlo y repitió la escena con su cigarro, sin dejar de mirar con ganas de persuasión a los ojos de Lluc.
Respiró el humo de esa primera calada y lo dejó expirar, resiguiendo su lengua por sus humedecidos labios y mirando a Lluc con enigmático placer.
–Dime, Lluc: qué quieres de mí.
–No quiero nada de ti.
–Venga, chaval. No eres la madre Teresa de Calcuta –espetó Karl, sarcástico–. Sé de qué pasta estás hecho, Lluc. Déjame que te explique lo que estás pensando en estos momentos.
Lluc miró con enigmático interés a Karl. Echó el humo de una intensa calada y sonrió al canalla de mi exnovio:
–Ilústrame.
–Para empezar, déjame que te diga que tu hermano Biel escapa ahora mismo a mi interés. Christian, el chico que conociste en el club, me da todo lo que necesito, en estos momentos...
–Y si no te lo da estoy seguro de lo buscas en otras camas… –sonrió mi hermano.
–¿Te sorprende? Yo no soy persona... sin una orgía mensual. Como mínimo. Y no me arrepiento de haberme tirado a centenares de hombres en tan pocos años –Karl abrió la boca y dejó ver su juguetona lengua resiguiendo su entorno, para dejar escapar el humo del cigarro–. Aún así, te confieso que lamento haber terminado mal con Biel. Aunque te cueste creerlo, yo lo amaba... a mi manera. Tal vez lo siga amando.
–Si tú lo dices...
–Ya que estás en plan cínico, déjame que te diga que la única vida esperable para un maricón como tu hermano o como yo... es la vida que YO llevo. Somos… sí, tal como decían antes, “almas atormentadas”. Los maricones somos así. Nuestro destino es ser máquinas de follar... sí, follar como perros, unos con otros, y todos con todos. Esa es mi filosofía. Mira: las mariconadas esas de parejitas y fidelidades de por vida y “cariño, cuánto te quiero” son pura fachada. Todo humo. Todo porquería que no dura. Humo como el que expiramos de nuestras bocas ahora mismo al fumar este tabaco. Sé que piensas cómo yo, Lluc. Sé tu opinión en esto.
–No tengo opinión sobre la homosexualidad. Sólo sé que mi hermano es un bastardo por lo que hace. Y hace daño a nuestra familia. Sólo hay que ver la manera en que ha muerto mi padre.
–Sin embargo, Lluc, en pocos días tu hermano Biel va a ser entronizado presidente del Olympic Galaxy, y del resto de negocios de tu familia.
Un terrible escalofrío recorrió a mi hermano. El mundo se detuvo para él. El tiempo se paró en seco.
–Biel sólo tiene dieciocho años… –dijo mi hermano Lluc, confuso.
–Y un intelecto y una preparación de cuarenta… Además del apoyo de vuestra hermana mayor, vuestra madrastra, vuestros accionistas… En fin… está claro.
–Pero…
–Vamos, hombre... ¿No me digas que lo ignorabas? Yo creo que no, Lluc. Yo creo que sabes que tu padre lo prefería a él como heredero de sus ideas, de sus proyectos... Sus sueños de empresario... Él era su ojito derecho, de sus tres hijos. Que Biel fuera maricón era la única pega, el único inconveniente. ¿Pero qué es eso al lado de tus inservibles e inútiles veintiséis años y tu vida de coches, mujeres, juergas e irresponsabilidad? Créeme: Biel se va a llevar todos los honores. Y tú te contentarás con tus millones, tus viajes... tus fulanas. Tú recibirás el dinero. Biel, el honor de encabezar la familia.
Karl, haciendo gala de su peor cara, la de manipulador, la de sociópata, la de corruptor, intentaba alejar a mi hermano de mí.
Lluc presentaba un rostro gris y confundido.
–Y no te pienses que todo eso es gratuito por parte de Biel. Es muy listo el chiquitín de tu hermano. Joder, sí... Aún recuerdo, ah… sí... Era una tremenda máquina de follar que también se aprovechó de mí. Yo fui su maestro, le entregué todo mi manual de acciones. Y me comió, me devoró cuando le convino. Todos vosotros creéis que fue víctima mía porque yo era un vividor que jamás creyó en serle fiel y esas chorradas. Pero no conocéis al Biel que yo conocí…
El bruto de Karl empezó su propio relato. Lluc le escuchó con gran interés:
»–Vosotros no conocéis al Biel que, en medio de una cena de gala de mil comensales, en medio un gran evento, pasaba sus rápidas manos por debajo del mantel de la mesa y empezaba a magrear mi paquete, a sobarlo con fuerza y maestría con esas manos atrevidas, palpando mi verga aprisionada. A mirarme desde su silla con excitación, a morderse el labio de antojo sexual sin quitarme el ojo de encima.
»–Biel: ¡van a pillarnos! –le susurraba.
»Sí, yo, yo mismo... el bruto cachondo de Karl, reconozco que siempre he sido un jinete del amor y el placer. Pero lo último que me hubiera pasado por la cabeza es montárnoslo en medio de un evento social como aquél, y como tantos otros, con tu padre y tu madrastra en una mesa cercana.
»–¿A caso no quieres poner a prueba la maestría de mis manitas sobre tu arma? –me soltaba tu hermano Biel, insistiendo– ¿No eres capaz de gozar una paja mía sin estallar en gemidos y placer, en medio de toda esta gente? –me susurraba cachondo.
»Créeme, Lluc, tu hermano era un putón. Y debe seguir siéndolo. No lo acuso. Yo no soy mucho mejor que él, pero al menos no me doy los aires de superioridad moral que él se da. Los mismos aires que van a acabar por convertirte a ti en el hermano mediano inútil y pelele que ya eres, Lluc.
»Entonces, Biel seguía sobándome el paquete. Mi polla estaba toda erecta, acorralada por mis slips y mis pantalones. Biel me miraba inmóvil e impasible. Qué frialdad ardiente para excitarme, la suya.... Qué ojos envueltos en unas llamas de fuego que sólo YO veía. De cintura para arriba, sentado en esa mesa de gala, Biel era un chico discreto y educado. Bajo la mesa, bajo el mantel, un funambulista con unas manos que me ponían a mil por hora. Se acercó a mi oreja y me susurró:
»–Vamos, Karl, tu puedes gozar de esto, aquí sentado e inmóvil, sin salir ni un gemido de tu boca, un gemido que te delate. Sin que nadie se entere. Y tienes suerte de que no puedo meterme debajo de la mesa, bajo el mantel, sin que se den cuenta, que si no... te iba a comer toda tu tranca en medio del festín, me la iba a comer como loco...
»¡Joder! Biel, mordiéndose el labio y resiguiéndolo con su lengua, me estaba volviendo loco con sus magreo bajo la mesa y con sus palabras sucias por encima de ella. Mi respiración empezaba a ser adictivamente entrecortada. Pero tenía que contenerme. Debía permanecer inmóvil. Estábamos rodeados de comensales. Gente respetable. Yo estaba ahí, sentado, plantado como un palo, aguantándome los suspiros del placer que me causaba esa situación y esa trabajosa acción por parte de Biel. Y él me atacaba hablando:
»–Oh, sí, Karl... Veo tus ojos ardiendo. Veo como aprietas tus labios. Ahhh, sí... Cabrón… Te tengo a mil. Así, así…disimula el volcán que estoy prendiendo aquí debajo... ¿Lo notas, eh? –la mano de Biel desabrochó, bajo el mantel, mi cinturón, y empezó a bajarme la cremallera del pantalón– Sí que lo notas, Karl, voy a empalarte a base de bien, voy a empalar tu rabo.
»–Basta, Biel. Que voy a estallar. ¿Quieres que nos pillen? –le dije con voz baja y nerviosa a tu hermano Biel, echando un vistazo a un lado y otro de la mesa. Los otros comensales eran ajenos a toda aquella maniobra– ¿Quieres que nos pillen, Biel?
»–Quiero que te corras en mi mano, cabrón –me soltó con lascivia, pero inmóvil desde su silla, a mi lado. Él pasaba completamente inadvertido. Era un gran actor… Yo no sabía como contener mi respiración.
Sus manos abrieron mi pantalón. Ahora Biel empezaba a magrear mi verga y mis pelotas sobre mi slip blanco.
»–Qué grande y gorda es, qué rica de tocar, Karl... voy a liberarla...
»–Basta, Biel.
»–¿Estás asustado, Karl? ¿No es acaso lo que tú me has enseñado? –Biel me miraba mordiéndose el labio inferior. Desde fuera éramos dos comensales perfectamente trajeados, sentados el uno al lado del otro, dos comensales que nos mirábamos sin aparente explicación, susurrándonos cosas imperceptibles. Bajo el mantel, había un incendio prendiéndolo todo.
»–Biel, por favor, ¡basta!...
»–Ahora voy a liberar tu pollón de su prisión... Nótalo...
»–Biel, ¡para!...
»Pero tu hermano hacía oídos sordos. Tiró de la cinta de mis slips y colocó el suspensorio bajo mis cojones. Su mano agarró mi polla y empezó a masturbarme desde la base hasta el capullo. Mis veinte centímetros de herramienta en su esplendor, bajo la mesa, siendo masturbados. El cabrón de tu hermano mantenía un semblante férreo, inmóvil e inexpresivo. Sólo me miraba. Pero yo no podía aguantarme. Era un hombre clavado a una silla y cubierto por un mantel que respiraba sincrónicamente con una fuerte exhalación, porque todo yo me estaba quemando por dentro y tenía que aguantarme el jadeo del placer, en medio de toda aquella gente. Y no podía abrir la boca para repetirle que se detuviera porque mi voz se quebraba de la excitación que su tremenda paja me causaba.
»–Vamos, Karl... Ahora dime quién es el mejor pajeador... Dímelo…
»Yo me mordía los labios, presionándolos con fuerza para contener mis convulsiones interiores y de mi respiración.
»–Joder, que tranca más buena que tienes... Esta polla es un tesoro. Y esta noche, en la soledad de tu loft, ¿me vas a follar con ella, verdad, Karl? Me vas a follar con esta tranca… Me vas a coger del todo...
»Yo empezaba a cerrar los ojos para huir de esa situación comprometedora de la que no podía escapar. Llegó un momento en que creí que iba a gritar de placer sin poder contenerme. Y no podía levantarme y huir a rehacerme de la calentura consumada porque tu hermano Biel me había dejado con mis partes íntimas al aire. Y estaba empezando a sudar terriblemente. Las gotas de sudor empezaban a descender por mi frente. Pero Biel, nada… impasible, un maestro de las maniobras, frío y calculador, sin dejar de mirarme... y de pajearme por debajo.
»–Sí, Karl. Esta noche... Primero me follarás la boca. En una mamada, por mi parte, que te llevará al Olimpo. Y luego me comerás el culo. Ese culo que tanto te gusta lamer, ¿eh? Y luego, ¿qué me harás, Karl? ¿Eh? ¿Qué vas a hacerme?
»Biel acompañaba todas esas palabras susurradas cerca de mí con su frenética paja sobre mi polla, bajo el mantel. ¡Qué cabrón, tu hermano Biel! Cada vez me pajeaba con más y más fuerza. Estaba forzando que me corriera:
»–Córrete, cabrón. Mójame la mano. Llénamela. Vamos, Karl, tú puedes...
»No es que quisiera seguir sus deseos. Es que el placer que obligadamente me estaba dando me llevó a explotar. Vino mi leche y él me cubrió el glande con su mano para recibirla toda en su palma.
»–Ahí está mi Karl. Obediente... Te estás corriendo en mi mano. Yo recojo tu leche… Ah, sí...
»El guarro de tu hermano no tuvo bastante con eso que, al dejarme extasiado, sudoroso de la corrida, sin poder abrir la boca en la mesa, rodeados de los invitados del gran acto, retiró su mano y la sacó de debajo del mantel para pasarla por su plato disimuladamente y después llevarse sus dedos a los labios, chupándolos uno por uno:
»–Ohm, está deliciosa esta crema que nos han servido –soltó el muy cabrón mientras se chupaba los dedos con mi leche y se dirigía a una señora mayor que tenía al otro lado con su sonrisa angelical, ignorándome, dejándome en la silla plantado en mi sudorosa reacción. Fue una noche terrible.»
Karl acabó su discurso a mi hermano Lluc, que se tragó toda la historia, creyéndola de principio a final, flipando y a la vez sonrojado con una situación eróticamente caliente, más allá de sus preferencias sexuales. Me había dejado a mí, a Biel de Granados, como un puto de principio a fin.
–No sigas hablando, por favor, ya he tenido bastante.
–No me cabe la menor duda, Lluc. Pero, ¿sabes? Yo puedo domar a tu hermano y puedo darte lo que te mereces. Lo que mereces frente al maricón de tu hermano. Tu hermano sólo se merece una vida de puto maricón y follador. No la gloria que le va a ser dada. Puedo ayudarte, créeme.
Lluc se cruzó de brazos y miró con interés a Karl:
–Te escucho.
Karl iba a empezar a explicar algo turbio, pero alguien llamó a mi hermano desde la columnata del porcho de entrada a la casa. Era la buena de Marta, nuestra fiel ama de llaves, que llevaba dos días colapsada entre el dolor de la pérdida de su jefe y el overbooking de faena en la casa, con tanta gente.
Lluc obedeció y se distanció unos metros de Karl, sin dejar de acecharle.
–Quédate esta noche en casa, Karl. Hablaremos largo y tendido. Ahora tengo que atender a la gente.
–Por supuesto. Hablamos luego… por la noche –respondió Karl con una sonrisa cachonda y malévola, se volvió a sacar la pitillera y se encendió un nuevo cigarro. “Dominante y dominado... cuántas acepciones pueden tener estas palabras...”, pensó al echar una nueva calada al cigarro, excitado ante los nuevos horizontes de venganza.
Desde media tarde yo me retiré a la planta de arriba. Ya quedaba muy poca gente en casa. Ignoré por completo la presencia de Karl. No quería saber nada de ese tipo. Aparentemente, nadie más recabo en él. Quería estar solo.
Francesc Garbella, el administrador de mi padre, volvió a hacer acto de presencia y vino a buscarme arriba.
–Biel, ¿puedes abrirme? –dijo suavemente desde el pasillo.
–Pasa, Cesc: está abierto.
Y tras la puerta apareció Francesc Garbella, con su imponente 1,90 de estatura, su cabello rubio oscuro, su elegante chaleco negro y su jovialidad madura (pero joven) de treinta y ocho años. Se adentró en mi estudio. Me levanté del sofá para recibirlo.
–Acabo de hablar con tu madrastra, Biel. Marina ha dado órdenes de convocar al notario en los próximos días. Como sabrás, no sólo he sido el administrador de los asuntos de tu padre, también soy su albaceas testamentario.
–Querido Cesc: qué haría esta familia sin tu incondicional fidelidad.
Francesc me sonrió dulcemente. Yo ya sabía que en ausencia de mi padre él iba a ser una pieza importante para seguir adelante con todos sus sueños y proyectos.
–Espero serviros durante muchos años, Biel. Y espero servirte...
–Claro... Siempre –le susurré agradecido, pero muy cansado–. ¿Hay algo más?
–Sólo... –Cesc centelleó su mirada fugazmente a mí, indeciso, me miró admirado y asustado, a la vez–. Estate preparado, Biel. Todo está a punto de cambiar.
Francesc se acercó a mí y me palpó el brazo, como animándome. Se dio la vuelta y salió de la estancia.
Yo volví a sentarme en el sillón y a cubrirme en la manta. Al poco, pedí a Marta que no me preparara la cena, no quería comer, y me retiré al dormitorio para descansar. Necesitaba dormir. O, al menos, intentarlo. Mi hermana mayor, Cristina, despidió a los últimos invitados de esa tarde de condolencias tras la apoteósica pero triste mañana de funeral en el estadio del Olympic Galaxy.
Me metí en la cama e intenté dormir, ajeno a todo lo que se estaba cociendo a mi alrededor, tanto en asuntos del corazón... como en los de la razón. Tuve un pensamiento para Marcos, que me había llamado ya una decena de veces. Pensé en su mensaje de voz: “Biel: llámame... Te quiero. Pienso en ti”
Pero Marcos Forné no era un hombre al que le fuera fácil desistir en sus objetivos. Después de mucho reflexionar e insistir repetidamente en sus llamadas, pensó en presentarse sin más en medio de la noche, en mi puerta. En mi casa. Para verme. Para hablar conmigo. Para seguir nuestro camino. Su pureza le libraba de convencionalismos. Al fin y al cabo nuestro gran impulso amoroso, en nuestra –si así podía llamarse– relación, aconteció el día, ya hacía semanas, en que él apareció allí, bajo la tempestad, cuando nuestro primer beso fue cazado en una noche de impulsos y de sinceridad. Él, bajo la lluvia. Yo, abriendo la puerta. A la espera de un hombre bueno...
Marcos probó suerte esa noche, tan diferente, tan triste, dos largas noches después de nuestra primera vez. Desde la mañana anterior en el hospital no había podido hablar privadamente conmigo. Y allí estaba, frente a mi casa. Se acercó a la puerta y picó discretamente al timbre. Se dio media vuelta mientras esperaba a que abrieran, se metió las manos en los bolsillos, alzó su rostro a las estrellas en la oscuridad y expiró ese vaho invernal de una noche muy fría, en esos últimos días de febrero.
La puerta se abrió y Marcos, ilusionado, se giró con rapidez hacia ella, esperando verme...
–Buenas noches –dijo casi mecánicamente una voz.
Marcos se quedó algo parado, pero habló decidido para preguntar por mí:
–Hola, soy Marcos For...
–Sé quién eres –respondió la voz, cortante–. Tu cara sale en todas las revistas.
–¿Está Biel?
–Está durmiendo.
–Ah... sí... Vaya. Siento no encontrarlo despierto...
Hubo un silencio incómodo. Ese hombre enfundado en una chaqueta de chándal y unos vaqueros que había abierto a Forné parecía un guardián desconfiado… y del que desconfiar. Un guardián poco adecuado para la decorosa finca de los Granados. Era un chico sombrío. La mente de Marcos empezó a procesar su talento intuitivo. No conocía de nada al chaval de la puerta, pero de alguna manera le era familiar: su presencia, su apariencia casual, su penumbra en sus ojos intensamente castaños y sombríos, sus labios rojos y carnosos...
–Perdona, ¿nos conocemos? –preguntó sin dudar el bueno de Marcos.
–Lo dudo. Llegué hace escasos días de Berlín. Soy Karl... amigo de la familia.
Marcos ató todos los cabos y quedó estupefacto:
–¿Amigo? No es eso lo que me han contado –el semblante de Marcos se volvió totalmente serio e inquisidor.
–Las fidelidades cambian, man .
–Ya veo. ¿Y cómo coño has podido poner los pies bajo el mismo techo que Biel de Granados?
–Ajá. Veo que eres un chico bien informado. Y veo que te preocupas mucho por los intereses de Biel y por su bienestar.
–Me preocupo. Cómo no preocuparse... con semejante buitre rondando la pureza de Biel... –le soltó Marcos con una mirada de desprecio.
Karl se puso chulo, adoptó una voz ronca y desafiante, se empujó hacia delante, y se puso bravo:
–Este buitre –y se agarró con su mano su paquetazo abultado, mordiéndose el labio inferior con desafío–, este buitre le ha dado a Biel esta noche toda la gasolina que necesitaba, ¿lo entiendes? Así funciona nuestra relación. Y así queda satisfecho. ¿Sabes que el arte de follar es muy recurrente en las noches de luto? La gente necesita follar en las noches en que pierde a seres queridos... Y todos tenemos una función, ¿no crees? –sentenció Karl, cachondo.
Marcos palideció en su rostro. Estaba confuso. Desconcertado. Vaciló sobre sus siguientes movimientos.
–Dile a Biel que he estado aquí.
–No te quepa la menor duda de que lo haré –le respondió Karl, apoyándose, desafiante y desvergonzado, en la otra hoja de la puerta, con su brazo alzado, y agarrándose con el otro por la cintura, volviéndose a morder el labio inferior mientras miraba lascivamente a Forné.
Marcos se giró, abatido, y deshizo el camino que había hecho a la ida lleno de la ilusión de verme tras unos momentos duros. Una ilusión ahora deshecha.
Karl esperó hasta ver lejos a Forné, camino de su coche, para cerrar la puerta. Antes de hacerlo, con su cruel sonrisa, mirando a lo lejos, mirando a la figura de Marcos alejándose, dijo para sí:
–Marcos Forné: no vas a volver a montar a Biel...
Sonrió satisfecho, expiró el vaho de la fría noche, y añadió con un malévolo susurro:
–Si Biel no quiere estar conmigo, por mis huevos que no se va a follar a nadie más.
Era medianoche cuando me volví a despertar en mi dormitorio. No sé cómo conseguí dormir por un rato. Seguramente el horroroso cansancio del sufrimiento me había vencido. Abrí mis ojos y, en la penumbra de la habitación, vi sentada en frente mío, en la butaca que custodiaba mi cama, a mi madrastra Marina. Me miró, y me sonrió:
–Marina... Marina... –susurré su nombre.
Marina se acercó a la cama y me abrazó. Se sentó a un lado y empezamos a conversar.
–¿Cómo te sientes, mi pobre Biel? –me preguntó mientras pasaba su suave mano por mi flequillo.
–Triste, cansado... Abatido. ¿Y tú?
–No estoy segura de saber llevar todo esto... Katia ha regresado a su hotel y mañana vuelve a Helsinki –dijo haciendo referencia a su hermana, que la había acompañado en esas horas de despedida del cuñado, mi padre, frente a la fría distancia de mi abuela.
–Eres de esta familia. Vamos a salir adelante, Marina. Todos juntos.
Marina asintió, me miró algo distante, me fiscalizó el semblante, y me habló:
–Querido Biel: escucha bien lo que te voy a decir. Y tómalo como si tu padre y yo te estuviéramos diciendo esto: SÉ FELIZ. No te encierres en el luto. Van a venir tiempos duros para ti y tus hermanos. Hay mucho trabajo por hacer. Y tal vez la vida te ha regalado un valioso y valiente compañero para afrontar a tu lado todos los sinsabores que vendrán. Un compañero de vida.
Tuve un escalofrío que me recorrió toda la espina dorsal. Marina me hablaba de Forné. De Marcos y de mí.
Tragué saliva y hablé tartamudeando:
–Pe... Pero...
–¿Te sientes triste y abatido por no haber estado con tu padre en la hora final? Biel: yo he perdido al amor de mi vida, tu padre, y créeme que preferiría saber que sigue vivo en este mundo aunque no lo viera nunca más, nunca... que asumir que ya no está y que jamás lo volveré a ver.
Una lágrima descendió por mi mejilla.
–Marina... –sollocé.
–Así que, por favor, si crees que por fin tienes ante ti a tu compañero, tu más fiel compañero de vida, por el amor de tu padre, lucha y llega hasta el final. La vida es solamente una, y tienes que vivirla. Llega hasta el final con esto.
–Tengo dudas, Marina.
–Deberás resolverlas. Pero lucha. Aunque tu padre se había resignado al hecho de que jamás le darías nietos –sonrió Marina, sacando simpatía de su oscuridad–, te aseguro que ya se había acomodado a la idea de que, con tu carácter firme, serio e incorruptible podrías (¡¡y puedes!!) encontrar a un hombre digno de ti. Él lo habría aprobado.
–No se trata de que sea digno de mí, sino también de que yo sea digno de él.
–Biel de Granados: ¿amas a Marcos Forné?
Hubo un silencio muy intenso:
–Sé que apenas nos conocemos pero… SÍ. Lo amo. Lo amo con todas mis fuerzas –dije al final con una voz firme y decidida, guardándome mi llanto.
Marina, emocionada, se volteó y cazó el teléfono móvil de mi mesita de noche. Me lo entregó en mi mano y ordenó:
–Llámalo.
Se levantó de la cama y me besó en la frente. Salió sigilosamente de mi habitación. Pobre Marina. Qué suerte habíamos tenido todos nosotros, mi padre, mis hermanos y yo, de tenerla con nosotros.
Obedecí a mi madrastra, sonreí en mi interior, y me puse el auricular del teléfono en la oreja. Escuché el enésimo mensaje de Marcos en mi buzón de voz: “Biel: llámame cuando oigas este mensaje... Te quiero. Pienso en ti...... Llámame”.
Busqué su número en mi agenda y lo telefoneé, esperando sin dudar su respuesta, oír su cálida y varonil voz, sus palabras de sosiego y confianza. Su habla de enamorado... enamorado de mí.
Al otro lado del teléfono, en la oscuridad de su ático, Marcos Forné, sentado en su salón, en la negra noche, sostenía su teléfono entre sus manos, que sonaba con insistencia: “BIEL... LLAMANDO”. “BIEL... LLAMANDO”. “BIEL... LLAMANDO”, pudo leer en la pantalla, parpadeante. Marcos cerró su celular, lo dejó caer en el sillón. Destrozado. Abatido y decepcionado… Marcos dejó caer su rostro entre sus manos. ¿Cuánto más habría de sufrir por conquistar su derecho a la felicidad?
En la oscuridad de mi dormitorio, me envolvió la tristeza de no hallar a Marcos al otro lado del teléfono. Saltó el contestador. Con mi voz cansada y quebrada, sólo pude decir:
–Marcos: llámame… Te quiero.
Como ya insinué en su momento, esta no es una historia fácil... ni de vivir, ni de contar. Yo, Biel de Granados, no era consciente entonces de la batalla que empezaba en mi vida. No: esta no es una historia de caminos perfumados, de un descalzo caminar sobre un camino de rosas. No. Es una historia difícil de vivir y de contar. Fueron tiempos para agarrarme a esos proverbios morales que me inculcaron de niño: “Ten siempre fría la cabeza, caliente el corazón y larga la mano”. En el amor. En la vida. En la lucha. En el combate final y permanente. Mi lucha no había hecho más que empezar.