Simplemente Biel (IV) - Bailar es la clave...

"Si no luchas por lo que de verdad te importa, estás acabado". Biel de Granados es, aparentemente, un chico normal. Pero sus circunstancias no lo son. Y casi sin buscarlo descubre la mayor historia de amor y pasión de su vida.

Pasión, fama, orgullo y sentimientos se mezclan en la historia de Biel de Granados y Marcos Forné. Un chico de dieciocho años con circunstancias únicas y excepcionales y un joven dios de veinticinco que descubre su verdadero ser. El poder, la familia, las emociones, el sexo y las aspiraciones del corazón en una historia para gozar y reflexionar. La lucha contra un mundo de frivolidad y prejuicios y la conquista del derecho a amar y ser amado.

IV

–Si no luchas por lo que de verdad te importa, estás acabado.

Marina, mi madrastra, sostenía su copa de vino, al borde de un precipicio, toda vestida de negro, con un cielo infernal rugiendo fuego tras sus espaldas.

–Por una vez en tu vida, ¡lucha por tu felicidad! ¡Lucha! ¡Lucha! ¡Lu…!

Me desperté agitado. Con la respiración entrecortada. Turbado en mis pensamientos. Aquello era una pesadilla, pese a la presencia en ella de la dulce Marina. Me moví en las sábanas hasta desplazarme a la mesilla donde el reloj me indicaba que apenas eran las 7 y media de la mañana. Escuché cómo, al otro lado de la ventana, las últimas gotas de la tormenta de la noche repicaban sobre las hojas del nogal que custodiaba mi habitación allá fuera. Pero, como siempre después de la tempestad… venía la calma. Y ahí estaba un cielo limpio y un ambiente fresco y rociado por la lluvia nocturna.

Me revolqué en la cama, me llevé mis manos a mi rostro. Me reseguí mis labios. ¡Ah, Biel! ¡No, no había soñado lo de la anoche! Marcos había entrado en aquella casa en medio de la tormenta. Yo había secado su torso con aquella toalla impoluta, blanca, había reseguido sus brazos, sus axilas, su cuello y su cabello… Ese cabello castaño claro con tonos grisáceos, casual y a la vez perfectamente cortado. Había fiscalizado su rostro de facciones agradables, sus ojos verdes, el suave lunar a un lado de su perfecta nariz. Habíamos tomado café juntos, en la repisa de la ventana, mientras la tormenta, los rayos y los truenos se abalanzaban al otro lado del cristal. Me había mirado, había llevado su mano a mi pecho para sentir mis latidos, se había acercado a mí, sigilosamente y me había besado:

–Perdóname, Biel… Éste no es el mejor de los comienzos…–había respondido a mi susurro de su nombre. Lo cierto es que los dos habíamos sucumbido a un deseo mutuo.

Tumbado en mi cama, mirando al vacío, interrogándome, notaba el nuevo latido intenso de mi corazón. Me ponía nervioso de pensar que aquello había sido real. Y me preguntaba… ¿cómo debía actuar de ahora en adelante?

Me lavé la cara y me cubrí en una bata matinal. Tuve un impulso de correr hacia la habitación de invitados, de ver a Marcos otra vez, de ganarme su sonrisa blanca en aquel rostro de equilibrada perfección, de arrancarle una llamarada en sus ojazos verdes. Me acercaba allí con la expectación del niño que está a punto de abrir la puerta en la mañana de Navidad. El corazón me latía a mil pulsaciones… Llamé a la puerta.

–¿Marcos…? ¿Puedo pas…?

De golpe, la puerta se abrió con fuerza y apareció Marta, el ama de llaves, acompañada de Cíntia, la asistenta.

–¡Ops! Perdonadme, veo que estáis…

–…cambiando la habitación, sí –soltó mecánicamente Marta–. Leí tu nota en mi puerta a primera hora de la mañana, Biel, y vine a traer la muda nueva para el invitado inesperado, pero no encontré a nadie.

¿”Primera hora de la mañana”? ¿Pero es que esa mujer no dormía? ¿A qué hora empezaba su jornada?

–Vamos Cíntia, vamos a cambiar la habitación de Biel…

Las dos salieron con sigilo pasando delante de mi cara de estupefacción. Marcos debía haberse marchado muy temprano, y poniéndose al completo la ropa de la noche anterior. Me sentí decepcionado al no encontrarle. No hubo para mí la ilusión del niño que abre la puerta al encuentro de algo deseado.

Cerré la puerta desde dentro y me quedé un rato allí, inspeccionando el cuarto de invitados, intentando… no sé, aspirar el aire que Marcos hubiera podido llenar con su sola presencia. Me senté en la cama y, de reojo, di con algo debajo de la lámpara de la mesita: era una nota.

“Por favor: no me tengas en cuenta lo de anoche.

Fui un estúpido.

Tuyo,

Marcos.”

Exhalé toda mi fuerza y me llevé ese papel a mi nariz para aspirar su olor. Porque no eran sólo los labios de Forné los que se habían acercado a mi boca la noche anterior. Yo mismo había reseguido su brazo con mis manos para cogerle su cuello y participar de aquel inesperado arrebato.


–Por el amor de Dios, Biel. Dime qué pasa por tu cabeza. No soporto verte tan decaído.

El domingo después del fulminante triunfo del Olympic Galaxy en Roma, con Marcos Forné lesionado y en casa, Marina y mi padre ya estaban en la ciudad. El Galaxy había anotado un 1-2 a su favor como enigmáticamente había predicho la Dra. Howard en su clase de Filosofía económica (a saber si aparecería al día siguiente en clase con la barrada camiseta del equipo… de Darío o Van Hysdel, los dos goleadores). Lluc se había quedado en Roma con confusos propósitos. Y mi padre se quedaría al menos una semana aquí en nuestra ciudad para encerrarse en las oficinas del Galaxy.

–¡Biel! ¿Vas a comer algo? –era Marina que me interpelaba en medio del almuerzo. Mi padre levantó levemente la vista de su plato y arqueó la ceja.

–Hijo: ojalá todos tuviéramos la intensidad de tus preocupaciones.

–Papá: gracias por minimizar mis dolores de cabeza.

Mi padre sonrió burlonamente.

–Créeme: ojalá todos muriéramos de mal de amores como tú… ¡El mundo sería un lugar mejor! Me vais a disculpar, pero me voy pitando para las oficinas del club.

–Pero… ¡¡Edmond!! –exclamó mi madrastra–. ¡Hoy es domingo! ¿Qué puedes hacer allí en un día como hoy?

–Trabajar para seguir haciendo el mejor club del mundo… y el más rico –dijo acercándose a Marina y robándole un beso de la mejilla, para desaparecer detrás nuestro, rumbo a su destino.

–¡Este hombre no tiene remedio! –soltó Marina llevándose un trozo de pan a la boca, fregando las yemas de sus dedos y volviéndome a acecharme con su mirada–.Y creo que hoy tú tampoco tienes remedio, cariño.

–Lamento no ser una buena compañía esta mañana.

–¿Y si me cuentas qué te ocurre…? No soy Lluc ni tu padre. Sé guardar un secreto… incluso dos. Tres tal vez sean demasiados.

Nunca podía resistirme a la seductora sonrisa de Marina, que siempre –siempre– conseguía lo que buscaba. Me dispuse a ser discreto e incluso metafórico para no delatar nada.

–Hay un chico…

–¡Aha! ¿Es rico, y de buena familia…?

Me quedé mirando asombrado a Marina. ¡Me estaba tomando el pelo! Me dio un leve golpe en el brazo:

–Vamos, ¡cuenta! Aunque sea para hablar de un titiritero.

–Hace unos dos meses conocí a un chico… Es… bueno, es más mayor que yo, ¿sabes?

Buscaba la aprobación en la mirada de Marina. Aunque sabía que la edad era lo de menos en todo aquel asunto.

–¿De cuántos años estamos hablando?

–Veinticuatro… ¡casi veinticinco!

–Bueno… tú ya tienes dieciocho. No me parece nada del otro mundo. ¿Y qué pasa con él?

–Pues… –me dio un escalofrío en todo el cuerpo–, a ver cómo te lo digo… Mira, no quiero darte a conocer quién es porque... Bueno, sería traicionar un secreto. Y… Es que… No hay nada entre nosotros.

–¿Quieres decir que él no sabe que te gusta?

–Ehm… Pues… Es que yo… Lo besé. ¡No! Quiero decir… ¡Él me besó a mí! Y luego… luego… ¡yo lo besé a él! –puse una cara de “¿me entiendes?”, “¿me sigues?” a mi madrastra, que con su mirada parecía que intentaba descifrar un jeroglífico. Con lo expresivo que yo era siempre y sin embargo… ¡qué mañana tan espesa!

–No me sigues… ¿no?

–A ver, Biel… ¡cómo no te expliques un poco más…! Os besasteis. Luego, es evidente que os gustáis.

–¡No!

–¿Cómo que no…?

–Quiero decir… ¡sí, pero…!

–Pero… ¿¡qué!? ¿Te gusta?

Alcé la mirada con una gran determinación, acechando a mi madrastra:

–Sí. Me gusta. La verdad es que… me gusta… mucho.

Marina soltó una sonrisa tierna. La veía contenta. Me cogió de la mano, sobre la mesa.

–¿Y dónde está el problema, Biel…? –susurró.

Ahí es cuando se apagó mi ilusión. Porque más allá del beso todo eran problemas. En realidad, no tenía ninguna historia sólida conmigo. Sólo una noche, una tormenta, una toalla secando un santo varón, un café, unas confidencias y un beso.

–Pues… que aunque he soñado con ese hombre decenas de veces en las últimas semanas… aunque he reseguido toda la anatomía de su cuerpo, poro por poro, en mis fantasías… aunque nunca, jamás, hubiera entrado en mis planes no ya que él me besara, ¡sino que él me dirigiera la palabra!... Aunque todo eso es así, estoy convencido de que de aquí no va a salir ninguna historia… Ninguna. De hecho es como si lo hubiera soñado todo.

–Pero no es así. No todo lo has soñado. ¿De quién estamos hablando? ¿Quién es ese hombre secreto, Biel? Tiene que ser alguien a quién yo conozca porque de lo contrario me hablarías de “Fulanito” o “Menganito”.

Bajé la mirada a mi plato: había metido la pata.

–¿Biel…?

–No voy a hablar más de este tema.

–¡Biel!

–¡Lo siento, Marina! –y me levanté de la mesa como alma que se lleva el diablo, saliendo del comedor, corriendo a buscar a Lord Byron a su caseta, corriendo a rodar por los campos… Huyendo del miedo a lo desconocido.


El amor tiene esa hoja cortante que te hace transformar tus aptitudes y tu juicio. Aquel lunes me ausenté de la clase de Cristina Howard para adelantarme a la hora de la comida y a mi visita a la Ciudad Deportiva. Necesitaba ver a Marcos. Debíamos aclarar lo ocurrido. Él asistía estrictamente a la fisioterapia y luego abandonaba rápidamente el lugar. Seguía ese itinerario desde que se lesionó levemente en la rodilla. Resultaba difícil coincidir allí con él entre semana a menos… a menos que uno se propusiera ir a buscarlo expresamente.

Así que aguardé pacientemente en el pasillo que daba a las cámaras de fisio. La verdad es que todo podría haber sido en balde. Marcos podía no haber ido aquél día (su rodilla ya sólo necesitaba reposo para acabar de soldarse en su doblez), podía haber cogido el coche rumbo a su ciudad de origen, a dos horas de carretera desde la capital, para refugiarse en su familia tras la estampida de Sandra del domicilio de la pareja y su desvarío tempestuoso en mi casa. Podía… ¡bah! ¿Qué hacía yo allí? ¿A caso no me comportaba como un adolescente? ¿Esperando tras una puerta a que se abriera y apareciera justo la persona que buscaba? Esa puerta se abría con frecuencia. Pero nunca salía Marcos. Di media vuelta y deshice mis pasos rumbo a la salida.

–¿Biel…? –escuché que me llamaba una voz al fondo del pasillo, saliendo de fisio. Me di la vuelta algo sonrojado.

Era Marcos. Con una bolsa neceser colgando de su mano, una toalla colgada de su cuello y una sobria camiseta blanca de tirantes sobre su torso. Me sonrió de oreja a oreja y se acercó apresuradamente a mí.

–¡Biel! Me alegro de verte –Marcos iba a estrecharme la mano, pero retrocedió. No sé si pensó que era algo absolutamente insuficiente tras el beso del viernes anterior.

Me había quedado completamente mudo.

–¿Harás el favor de esperarme mientras me ducho? –me dijo afable–. Quiero que hablemos. ¿Me esperarás en la grada sur del Olympos?

Asentí bruscamente con la cabeza, sin dejar de mirar al suelo. Él se alejó de mí dándome un golpecito en la espalda.


Me envió a la Conchinchina. El Olympos, el soberano y solemne estadio del Olympic Galaxy, el anfiteatro del mejor fútbol del momento, quedaba a un cuarto de hora a pie desde los gimnasios de la Ciudad Deportiva, sin salir de su recinto. Pero sólo tenía ganas de andar y esparcirme. Yo con mis tejanos y mi camisa lanosa de cuadros, una bufanda descolorida echada a mi cuello en aquel final de febrero seco, con las manos en los bolsillos, pateando las piedrecitas que encontraba por el camino. Subí a la grada sur. A pesar de todo lo que aquel estadio era para mi familia, el Olympos –como el Olympic Galaxy–  era un completo desconocido para mí. Vi aparecer a Marcos por el acceso inferior y subir desde abajo, acercándose a mi posición, a media gradería. ¡Qué hombre! Había cambiado la camiseta sudada y la toalla al cuello y el pantalón de chándal por una camisa blanca enfundada bajo una americana negra y unos pantalones del mismo color cerrados con un elegante cinturón. Joven y casual. ¡Ese era Marcos Forné!

–Temía que llegara el momento de encontrarnos… y sin embargo has venido a mí –fue lo primero que Marcos me dijo al llegar hasta mí, en el pasillo de la grada. Me ruboricé, y volví a evitar su mirada, que parecía fresca y serena.

Posé mis manos y mis brazos sobre la barandilla y él se acercó a mí imitando el gesto, situándose a mi derecha. Apartó su mirada de mí y la dirigió al horizonte lejano del estadio.

–¿Sabes una cosa, Biel…? Cuando este estadio se llena hasta la bandera por las 100.000 personas que puede acoger y también cuando está vacío como ahora, a la luz del sol, me siento igualmente seguro. Me siento seguro como me siento ahora aquí a tu lado.

Decía esto sin apartar la mirada del monumento al deporte que era ese lugar. Los dos… posados sobre la barandilla, mirando al vacío del Olympos, un estadio, dos personas.

–Es normal que te sientas así. Creciste en el Galaxy. Es tu hogar –respondí.

–Te digo esto porque aunque puedas pensar que soy un loco impulsivo que cambia de la noche a la mañana de sentimientos o inclinaciones… Raramente me siento tan seguro con una persona como sí me pasa con cosas inmateriales… como este estadio. Pero contigo, hace un par de días, o cuando… cuando nos hemos visto otras veces… me siento tan…

–¡No digas nada de lo que luego puedas arrepentirte! –expiré fijando mi mirada a lo lejos, impertérrito.

Marcos suspiró resignado y bajó el rostro por unos segundos, para volver a alzarlo y dirigirlo esta vez a mí. Hubo un silencio incómodo para los dos.

–Está bien. Te obedeceré.

Soltó, cansado, sus manos de la barandilla, que yo había visto de refilón bien fuertes, bien seguras, bien vigorosas, y se alejó de allí, enfadado, con los sonoros pasos de sus zapatos negros y elegantes resonando sobre el suelo cimentado de la grada. Yo apreté mis puños con fuerza y cerré los ojos. “¡Biel, qué estúpido eres!”, pensé. No estaba siendo justo. No estaba obrando bien. Me desprendí de la barandilla y le seguí a lo lejos, corriendo:

–¡Marcos…! ¡Marcos, espera!

Y Marcos, de espaldas a mí, se detuvo en seco, sin girarse, sin mirarme. Yo me acerqué lentamente a él. Estábamos a unos metros el uno del otro.

–No he sido nada justo al impedirte hablar –le dije.

Marcos se giró hacía mi, con rostro preocupado. Me miró con un cariño distante y me habló con decisión:

–Sé que soy un perfecto desconocido para ti. Sé que puedes pensar, por momentos, que esto puede ser una tremenda broma de mal gusto. Tal vez pienses que vengo de un mundo demasiado frívolo y pasional (sexo, fama, dinero) como para saber lo que quiero pero…

–Yo jamás he pensado eso de ti. Tal vez de otros. No de ti –le interrumpí.

–Déjame acabar, por favor, Biel.

Asentí con la cabeza. Y clavé mi mirada en el suelo… otra vez.

–Cuando tenía unos doce o trece años yo no era como los otros chicos. Yo era el mejor de mi promoción. Entrenaba aquí, en las categorías juveniles, y alguien, mucha gente, trazaba con rotulador mi exitoso futuro en el fútbol.

»Pero también era diferente en otros sentidos. Recuerdo cómo descubrí la sensualidad y el erotismo de un cuerpo bien formado. De hombre. Recuerdo cómo no podía apartar la mirada de algunos de nuestros entrenadores. Esos jóvenes y atractivos entrenadores de las categorías juveniles. De algún modo los deseaba. No a ellos en particular. A sus cuerpos adultos. Mis compañeros tal vez se daban placer pensando en los pibones de una revista o una película prohibida robada furtivamente. Pero yo no. Recuerdo… quedarme embobado viendo un pantalón abultado de un afectuoso auxiliar que nos daba instrucciones en el campo de entreno… –Marcos se detuvo y sonrío, pícaro y angelical a la vez–. Cosas de crío, Biel. Sólo que mis compañeros espiaban a tías en bolas y yo quería descubrir la desnudez de un tío para saber, para averiguar, qué era yo.

»Y, ¿sabes? Ya entonces sabía que mi deseo sería apagado por la presión del ambiente y las circunstancias. No conocí, no supe, qué era el beso de un hombre, qué era acariciar un cuerpo de un hombre… Algo que yo habría deseado. Lo deseaba mucho, créeme. Porque yo sabía lo que era, a pesar de todo. Y cuando me empaquetaron para Manchester, todo siguió igual. Hasta que en un receso en Londres conocí a una chica que se interesó por mí, una chica que no dudó en robarme mi primer beso, mi primera vez, mi primera sonrisa. ¿Crees que no me sentí enamorado? Te diré que sí. ¡Sí! No como un hombre debería enamorarse de una mujer, sí... pero para mí aquello fue el más grande afecto que yo jamás había recibido sobre mi persona y sobre mi cuerpo. Sandra no tiene la culpa de nada. Pero yo sí la tengo de todo y, sin embargo…

Se detuvo, un espeso silencio lo embargó. Yo levanté mi mirada del suelo y lo interpelé:

–Sin embargo… ¿qué? –le miré intensamente a los ojos y él me correspondió con la mirada.

–Sin embargo ahora sé que es momento de ser valiente y afrontar mis sentimientos. No sé cómo voy a actuar. No sé qué debo hacer. Pero quiero ser fiel a mí mismo, Biel.

–¿Por qué me…?

–¿…te besé? ­–me interrumpió rápidamente–. Porque… me gustas. Me gustas, Biel. Y mucho.

–No será… ¿No será que me besaste por ser el único homosexual al alcance, alguien con quién podías desfogarte? –esa apreciación fue incluso demasiado injusta para mí. ¿En que estaría pensando para decir tal cosa?

Marcos agachó la cabeza, abatido, con el mismo abatimiento de la noche de tempestad.

–Perdóname, Marcos. No sé… No sé lo que digo… –y salió de mí acercarme a él y vencer la distancia de metros que nos separaba en la gradería–. No quería decir lo que he dicho –le repetí con mirada arrepentida y le cogí del brazo, para volver a separarme de él.

–Creo que es un poco tarde… para los dos –dijo Marcos mudando su rostro a la falsa despreocupación, mirando al vacío y irguiendo su cuerpo al tiempo que se sacaba la muñeca para ver la hora en su magnífico Rólex.

Volvió sus ojos a mí, dudó, y se acercó a mí nuevamente:

–Siento, Biel, que pienses eso de mí –me dijo recortando toda la distancia entre él y yo, y me plantó un beso en la mejilla, suave, tierno… dulce.

Pero antes de apartar sus labios de mi rostro los dirigió a mi oreja para susurrarme una vez más:

–Siento que lo pienses porque me gustas de verdad. Más de lo que puedo expresarte con palabras.

Desplazó su mano a mi hombro, me miró resignado y se dio media vuelta para abandonar el lugar, dejándome trastocado en medio del Olympos. Hogar de titanes. Hogar de confusiones.


El invierno siguió con mis ánimos decaídos. Me refugié en la universidad y en mi hogar, y en la compañía de Lord Byron, que en sus ojos caninos parecía percibir mi insatisfacción y trataba de mimarme. Dedicado a los paseos, a trepar por los árboles, a las plantas y al huerto. Y a mis libros... Mi vida asceta. Todo lo que había ocurrido desde el comienzo del año, todo ello referido a Marcos, me dejaba profundamente insatisfecho. Ahora sé que yo no era capaz de afrontar con valentía la seriedad de aquel asunto. Preferí pensar que Marcos no era para mí. ¿Qué por qué, me preguntáis? ¿Por qué?

Sé que pensaréis que menudo miedoso estaba hecho. ¿Rechazar a un hombre de sonrisa y cuerpo perfecto? De voz plena, esa voz llena de hombría y cálida seducción. Rechazar a un hombre bueno. Recuerdo cuando me metía en mi ordenador y buscaba referencias suyas en prensa y blogs. Los vídeos de Forné preparando una sesión de modelaje para una famosa marca de ropa. Qué tierno, qué sensual, ¡qué hombre! También su labor más humana y su implicación con los niños más desfavorecidos. Ignoraba que tenía una fundación destinada a construir centros escolares en Asia. Vi esa sonrisa de Marcos rodeada de niños en el desierto de Gobi. Tan pura, tan varonil a la vez... ¿Y sabéis que pensaba? Que lo que había ocurrido entre él y yo no era real. Que en verdad ese hombre no podía haber pasado por mi vida. Que todo era una fantasía. Volví a los vídeos de la sesión fotográfica con la marca de ropa. Había un momento que se sacaba la camiseta para ponerse otra. Vi su tez perfecta, sus abdominales y sus pectorales perfectos, su piel... Su piel... Sus ojos verdes y sinceros... Ese hombretón de 1,75 pero de cuerpo diez, ese hombretón que había sacado de sí el máximo, humano, tan proporcionado como perfecto. Tan bueno como... imposible para mí. Imposible era la palabra que me rondaba. ¿Fantasía imposible?

No lo era.

–¿Puedo entrar? –era mi hermano Lluc desde el otro lado de la puerta de mi estudio, picando muy levemente sobre ella.

–¿Tengo otra alternativa? –le dije yo desde mi escritorio, sosteniendo un libro en mis manos con los pies puestos en alto sobre la mesa.

–Qué cambiado está ésto... –dijo mi hermano inspeccionando el ancho estudio–. Y, caramba, veo que ya sacaste las fotos tuyas y de Karl –frunció el ceño.

Yo bajé los pies de la mesa y cerré el libro.

–Todo se acaba superando.

–Mejor así –me dijo casi con mirada inquisitiva.

Y así era, porque hacía semanas que había cogido una bolsa y había sacado uno por unos todos aquellos retazos del pasado berlinés con aquel tío cañón de voz cachonda y dominante que todo lo quería para él.

–¿Te estarás unos días por aquí? –le pregunté.

–Sólo hasta el jueves. Nos vamos de festival a California.

Solté una sonrisa sarcástica:

–¡Pero qué bien vivís algunos!

–Hablando de vivir bien... –me interrumpió– ¿Tienes las llaves del Mas Granados? Marina dice que las guardas tú...

Me desconcerté un poco. El Mas Granados era la masía, una casa de campo, originaria de la familia de mi padre, y hacía años que no poníamos todos juntos, la familia, un pie en ella. Estaba a menos de una hora de la capital, en medio de un páramo absolutamente salvaje y natural, pero perfecto. A mi llegada a la ciudad hacía escasos meses tras mi bachiller me agencié con la llave para perderme algún que otro día, aconsejar al guardabosques sobre el cuidado de la finca y esparcirme un poco. En el Mas Granados yo sentía ser parte de mis orígenes y de mi propia tranquilidad.

–Sí, la tengo. Pero, ¿para qué la quieres? –le respondí, finalmente.

–Es un secreto, hermanito.

–No hay llave sin secreto. Amo a esa casa como para dejarla a tu cuidado... para hacer vete a saber qué.

–¿Me la das o qué?

–¡Que no, te digo! Que no voy a permitir farras de las tuyas allí, ¡pesado!

–¡No es para una fiesta, Biel!

–Pues para armar un putiferio. Me da igual. Te digo que no.

–¡Capullo: que es para un regalo!

–¿Qué regalo, Lluc? Cuéntamelo y te dejo la llave.

–Pues, verás... –me dijo tomando asiento frente a mí, al otro lado del escritorio. Me divertían las historias locas de mi hermano–, mañana celebramos en el Glinkel una fiesta a Van Hysdel y Forné por su nominación al Balón de Oro de este año –mi rostro aparcó el semblante divertido, ay, ay, ay...–. Forné lleva una etapa... en fin, de bajón, desde que se dejaron con Sandra y vive solo en un apartamento. No sale nunca. Está muermo total. ¡Un muermazo!

–No todos vivimos como tú, hermano –le solté volviendo a abrir mi libro.

–¡Déjame terminar...! Queremos liar a Forné con Lidia, una de las azafatas del club. Madre mía, es una diosa, está cañón, tiene unas tet... –interrumpió su gesto, llevándose las manos a su pecho intentando imitar las proporciones delanteras de la tal Lidia–. Bueno, a ti poco te puedo contar que te interese...

–¿No podéis dejar al pobre Marcos en paz? Otras cosas tendrá que hacer...

–Vamos a llevarlos al Mas Granados, a que se... diviertan, lejos de todo y de todos. Forné necesita acción. Lidia... joder, ¿quién puede resistirse a una tía así?

–¡Basta, hermano! Me aburren tus historias. ¿No tienes suficiente trabajo –le dije medio burlón, por supuesto que no tenía suficiente– que ahora te dedicas a hacer de Celestina? Mira, si quieres liar a Marcos con la tipa esa tú y los que habéis pensado tan patético plan alquiláis una habitación de hotel, ¡plasta!

–¿Patético? ¡Tú sí que eres pa-té-ti-co! –me soltó imitando un tono de voz de marisabidillo–. No te voy a pedir nada nunca, jamás...

–Yo también te quiero, hermano...

Lluc salió mosqueado del estudio, y a mí me dejó abatido. Ahora los compañeros de vestuario de Marcos y el juerguista número uno (mi hermano Lluc) le tendían una trampa con aquello de que el santo de Marcos Forné, el más deseado de todo el equipo, con ocho años de fidelidad a una chica (algo incomprensible para la inmensa mayoría de esos simios), tenía que romper su aburrida rutina y follarse todo lo que se le plantara (o le plantaran) delante. Fue en ese instante cuando supe, una vez más, que en verdad todo lo que había ocurrido entre Marcos Forné y yo era real. Y sentí el miedo de dejarlo a su suerte, de abandonarlo, perdido en ese mundo de vanidades y desfase, al alcance de una gente que, tal vez, jamás lo aceptaría como era de saberse toda la genial –y, a mi entender, maravillosa– verdad.


–¿Vas a salir esta noche?

La buena de Marina y su mirada de ojos negros acechaba mi cuarto vestidor desde la puerta, situado yo frente a los espejos y abotonándome las mangas de una elegante camisa negra.

–Sí, creo que me irá bien airearme –le sonreí.

–¿Vas a ponerte la corbata negra? Déjame que te ayude.

Marina se acercó, recogió la delgada corbata y me la empezó a anudar. Alzó su vista a mí, me inspeccionó, y sonrió.

–Estás nervioso, Biel.

–No... –le suspiré con una sonrisa.

–Sí, sí lo estás...

–No, Marina...

–Ya. Me gusta que salgas. ¿A dónde vas, si puede saberse...?

–Al Glinkel –le respondí citando el selecto bar de copas del centro de la ciudad, hogar de música, baile y flirteos frecuentado por los chicos del Olympic Galaxy muy a menudo.

–¿El Glinkel? Oh, my God... ¿Tú... en el Glinkel?

Solté una sonrisa tímida y bajé la mirada. Mi madrastra era la bruja número y todo parecía saberlo.

–¿Está allí tu chico...?

Me quedé con los ojos como platos y Marina sintió en el tacto de sus manos el latido violento de mi corazón, fruto de los nervios, al acabar de colocarme la corbata sobre mi pecho.

–¿Qué...? –dije por toda respuesta.

–Hace semanas me hablabas de un beso prohibido. De un chico que te gustaba. Casi un amante secreto. ¡No! ¡No te rías! Y ahora te vas al Glinkel. Tú nunca sales, Biel...

–Vamos a ver, Marina. Esta noche celebramos...

–...los nominados del Galaxy al Balón de Oro. Ya lo sé. Tu padre se pasará en algún momento de la noche. Pero estoy sorprendida, Biel. Muy sorprendida –me dijo burlonamente mientras adecentaba la corbata y la camisa, me cogía con sus brazos e inspeccionaba el resultado final.

Volvió a mirarme inquisitorialmente y yo tragué saliva. ¡Estaba bien delatado!

–Hagas lo que hagas, bien hecho estará –me sentenció Marina antes de desaparecer del vestidor.

Mientras recorría en el coche la distancia de mi casa hasta el Glinkel pensé en las palabras de Marina y mis verdaderas intenciones. Lo que Lluc me había contado de la tal Lidia había encendido mis luces de alarma. Yo no quería atrapar a Marcos –supongo...–, no para mí, pero no quería que lo torturasen con propuestas que no venían a cuento, ahora que el chico empezaba a aclarar sus ideas... No sé si me movía un afán de salvador o deseos más personales por mi parte... Pero allá iba.

Bajé del coche y le dije a Paco, el chófer, que le diera mi rastreador al equipo de seguridad de papá, ya que no me haría falta rodeado de tanta gente conocida. La verdad es que mi padre era un obsesivo de las medidas de seguridad, los secuestros de hijos y otras patochadas.

Entré en el local, con mi traje juvenil de camisa y corbata negra, pero bien dispuesto y elegante y afeitadísimo con un rostro reluciente. Aquello estaba lleno hasta la bandera. Música a tope y color. Al poco di con algunos rostros conocidos del club, del cuerpo técnico y algún jugador. Felicité a Van Hysdel y a su nueva novia por la nominación al Balón de Oro (menuda fulana se había vuelto a agenciar, pensé) y, llegando al centro del local, alrededor de una gran mesa redonda plagada de copas y custodiada por varias personas tomando de pie el tentempié vi a Marcos (guapísimo con su americana aterciopelada, su camisa clara y desmañada y unos tejanos negros) junto a mi hermano Lluc, a Darío, Gonzalvo y a otros jugadores del primer equipo. Y, entre mi hermano y Marcos, una chica, no más mayor que yo y mis dieciocho años, hablando tontamente (lo vi en sus gestos) a Forné, bien cerca de su oído. Mi hermano apareció rápidamente tras de mí y me cogió del brazo, hablándome a la oreja ante el barullo general del local:

–Esa es la chica de la que te hablé. Se la hemos traído hace un rato y mírales...

–Yo sólo veo a una tía comiéndole la oreja al bueno de Marcos Forné y a él queriendo ser rescatado.

–¡Pero qué poco entiendes de esto, brother! En media hora se lo están montando. ¿Tú no sabes que el buen macho se hace de rogar...? A la salida de aquí les espera un taxi... ¡Ya lo verás, hermanito! Marcos moja esta noche...

¡Pero cómo me asqueaba la ordinariez de mi hermano en esos ambientes! Lo dejé por banda y me acerqué a la mesa, cogiendo un vaso de vodka con alguna bebida refrescante. Marcos me vio y flechó su mirada en mí, mientras la tal Lidia, con un escotazo que casi le caía del cuerpo, no dejaba de hablarle y de echar su mano sobre su hombro y su cuello.

–¡Buenas noches a todos! –dije alegremente a la concurrencia.

Todos me saludaron efusivamente. Pese a mi vida bastante al margen del día a día del club, parecía ser alguien a quien le tenían afecto y respeto.

–¡Ya veis que por fin mi hermano Biel se ha dejado caer por nuestras farras! –exclamó mi hermano, pasando su brazo por mi espalda.

–Si eres el futuro empresarial de este club, Biel, tienes que dejarte ver más, amigo... –me brindó el genial Darío, el mejor jugador argentino de las ligas europeas, de sonrisa noble y maneras afables.

Marcos no me quitaba el ojo y se le veía incómodo junto a la chica. La zorrona de Lidia –lamento llamarla así, pero es lo que parecía esa tipa con esa ropa exhibicionista y sin separarse de Marcos– seguía enganchada a él.

Todos me preguntaron sobre la carrera y mis historias... Marcos pareció descubrir mi gran capacidad de desenvolverme entre esos gigantes. Mi timidez jamás acorraló mi firme voluntad de ser alguien bien integrado en cualquier ambiente. Era mi mejor arma.

–Míralos, míralos –me susurraba el pesado de mi hermano Lluc al oído en medio del alboroto de la sala–, ¿qué te apuestas que caen en nada? ¡Quién la montara!

No soportaba a mi hermano en esos momentos.

–¡Chicos! ¿Quién baila conmigo? –oímos de una voz, tras nuestro.

–¡¡Marina!! –exclamaron todos los de la mesa. Mi madrastra era incombustible y se presentó por sorpresa enfundada en un cortísimo traje negro de lentejuelas. ¡Era tremenda!

–Acabo de llegar con vuestro padre –nos dijo a Lluc y a mí señalando al fondo a mi padre Edmond, que despachaba con el entrenador del primer equipo y otros miembros del cuerpo técnico. Menuda fiesta habían montado.

–¿Pero qué haces aquí? –le espeté confuso, agarrándola del brazo mientras ella cazaba otra copa de lo que yo tomaba.

–¿Es que no tengo derecho a mover el esqueleto? –me gritó a la oreja sacudiendo su cintura con esa profunda mirada y esa juventud perenne de su rostro de cuarenta y seis años–, ¡venga, Biel! No he venido a espiarte... Más bien a ayudarte: fíjate y aprende de tu madrastra –dijo misteriosamente.

Entonces, se dirigió al corrillo de aquella mesa y gritó a pleno pulmón:

–¡Chicos!  ¡Chicos: escuchad todos! ¡Quiero bailar! ¡A ver! No puedo irme de aquí sin agitarme un poco con el flamante nominado al Balón de Oro, ¿eh...? –exclamó divertida, dirigiéndose a Marcos Forné. Todos se echaron a reír y miraron a Marcos. “¡Que bailen! ¡Que bailen!”, gritaban. Lidia, que se soltó del tiarrón, hizo una mueca incómoda.

Marcos vio una oportunidad única para liberarse de la pesada de Lidia. Mi hermano frunció el ceño algo enfadado.

–Será un honor, Marina –le dijo a mi madrastra, y al voltear la mesa redonda para llevársela a la pista me miró a mí con una sonrisa afable.

Yo me quedé, satisfecho, junto a los demás. Al poco apareció mi padre para saludar. Se extrañó de verme allí, pero lo aprobó con entusiasmo: “Ojalá salieras más, hijo...”, me dijo. Todos se pusieron algo serios ante la presencia del presi , me encantaba el respeto que generaba mi padre...

Al cabo de un rato sentí como a lo lejos gritaban mi nombre:

–¡¡¡Bieeeeel!!! –me giraba a todos lados pero no veía a nadie entre la muchedumbre– ¡¡¡Aquí!!! –era Marina dejándose la voz desde la pista y haciéndome un gesto con la mano para que fuera. Marcos estaba junto a ella algo cohibido.

Me desplacé a la velocidad del viento. Todo el viento que puede moverse en medio de tanta gente de aquí para allá bajo tanto decibelios. Llegué a Marina y a Marcos, que bailaban una pieza pachanguera-disco.

–Biel: ve a buscarme a la barra un Santiago, ¡adoro ése cóctel!

Le puse cara de desgana. ¿No podía ir ella? Obedecí y pasé en medio de ellos dos. Sentí la respiración de Marcos muy cerca de mí y cómo mi madrastra le exclamaba “Benditos tus pies, ¡¡qué bien bailas, Marcos!!”. Me sonreí para mí mismo mientras trataba de llegar a la barra.

–¡Un Santiago, por favor! Con dos aceitunas y un limón... –pedí a la camarera.

Esperé sentado en la barra, atentamente, sin quitar la mirada de esa brillante y luminosa muestra de bebidas, bajo las luces de neón. Al poco sentí tras de mí una presencia, que me cogía por mis brazos y mi espalda para hacerse sitio a mi lado.

–Tu madrastra se las sabe todas, Biel –me susurraron al oído.

¡¡Era Marcos!! Reposó su brazo sobre la barra, se sentó junto a mí, bien enganchado a mí, posando su mano izquierda y su brazo sobre mi muslo, mirándome a escasos centímetros de mi rostro.

–Es la maestra de la intriga, el suspense y la seducción –estallé a reír–. Nos seduce a todos para que hagamos lo que ella quiere.

Marcos suspiró y entrecerró los ojos dulcemente, noté cómo crecía la fuerza de sus manos en mi pierna. Le veía animado, con su sonrisa blanca y perfecta acechándome con entusiasmo.

–Estás muy guapo, hoy –me dijo, y acarició mi americana de un azul profundo con sus dedos.

–No tanto como tú.

–No nos veíamos desde el día del... del estadio.

Aparté la mirada de él y recliné mi cabeza en mi puño cerrado:

–Sí. Y siento lo que te dije. Lo de...

–Lo sé, no hace falta que me expliques más, Biel.

–Es que quería dejarte claro que tengo miedo que ahora que todo es nuevo para ti puedas encasillarte conmigo sólo porque fui yo a quién te confesaste en tu... –miré a un lado y otro de la barra, era un lugar poco discreto–... bueno, ya sabes, en tu condición. Y es habitual acabar enganchado de esa persona, a ese confidente. Pero eso no funciona, Marcos. Sólo quiero que estés seguro de ti mismo y que seas feliz.

–No te sonrojes, Biel, pero de lo único que estoy seguro...–y volvió a acercarse a mí, sus labios cerca de mi oreja, para que lo oyera bien en medio del barullo– de lo único... es de que te besaría aquí mismo.

Le sonreía con ternura, pues me estaba enterneciendo:

–Marcos Forné: sea sensato, ¡no arme escándalo!

Rió conmigo.

–Cómo usted quiera, Biel de Granados: lo dejaremos por hoy –dijo riéndose y buscando mi mano tras abandonar mi muslo. Nos cogimos de la mano con discreción.

Suspiró, no podía dejar de mirarme. Me sirvieron el cóctel de Marina.

–Ten: llévaselo a mi señora madrastra –le ordené–. ¡Es tremenda! Y... Marcos –le dije cogiéndole de la mano, deteniéndole en su marcha hacia Marina–, tus compañeros, capitaneados por el bobo de mi hermano te han tendido una trampa-sorpresa para esta noche...

–¿Cómo...? ¿Qué trampa? –me encantaba esa cara de inocentón que ponía a menudo, con sus ojos encendidos.

–Son dos buenas razones enfundadas en un hortero traje de charol blanco, con un taxi esperándote en la puerta rumbo a un hotel.

–¿¡Qué!? ¿Lidia? ¿Un taxi para un hotel? –Marcos sonrió forzadamente

–La apuesta de mi hermano es que, ejem... te la vas a “follar” en media hora.

Marcos se puso nervioso. Otra vez entrar al redil... Otra vez ser lo que no era. Sentí su pulso tembloroso. Me preocupé.

–¿Estas bien...? Marcos: es sólo una canallada de tus colegas. Nadie te va a obligar a nada... ¡Marcos!

Lo vi algo sofocado, muy pensativo, con la mirada perdida. ¡Qué mal lo estaría pasando!

Entonces, le quité el cóctel de su mano:

–Yo se lo llevo a Marina. Espérame aquí en la barra y no te muevas.

Actué con decisión y me fui hasta el centro de la pista, donde mi madrastra sacudía sus lentejuelas negras, su traje corto y ajustado entre la gente, a golpe de cadera. Se abrazó a mí al verme llegar:

–Cariño: no dejes a Marcos entre esa fauna. Lo van a devorar –me susurró al oído, me miró y me guiñó el ojo.

–Pero... ¿cómo...?

–No soy ninguna bruja, mi amor, pero tú sí un poco torpe para delatarte ante una maestra del espionaje familiar como yo –me dijo muy alegre, burlándose de mi rostro anonadado–. Ahora ve a Marcos y haz lo que debas. Pero, ¡por favor!, ¡sálvalo de la oscuridad! Esa chica se lo va a comer...

Entonces, me acerqué más a Marina, que al tiempo que hablaba meneaba levemente la cintura, sin dejar de seguir el compás.

–Pero... yo... no estoy seguro de... En fin. ¿Qué hago?

–Biel: no te voy a decir lo que debes hacer. Pero no hagas pasar el mal trago al chico de quedarse con esa... en fin... ¿por qué visten así algunas chicas? –dijo firmemente lanzando una mirada a Lidia y el corrillo a lo lejos, fuera de la piesta– Parece que la van a desnudar en medio del local en cualquier momento... –e hizo una mueca de asco.

Me divertía mucho ese carácter de contrastes de Marina, a medio camino de la diversión y la crítica subversiva.

–No hagas nada que no quieras, Biel, pero, anda, llévatelo de aquí –me dijo, esta vez muy seria, besándome la frente y dándome un golpecillo en la espalda... haciendo de “mami”.

Obedecí y desaparecí. Me pareció que Marina abandonaba tras de mí la pista para reunirse nuevamente con mi padre. Sin duda todo aquel despliegue del baile había sido una artimaña suya para reunirnos a Marcos y a mí.

Volví a la barra. Marcos me capturó con sus ojazos verdes a la que me vio:

–Bien, vamos a hacer lo siguiente –le dije muy cerca de su rostro, siguiéndome él con los ojos bien abiertos–: Vamos a salir sin que nadie nos vea. La seguridad de mi padre habrá apostado guardaespaldas en la puerta trasera del almacén, así que saldremos sin problemas. Con ellos, la puerta es nuestra... –le sonreí–. ¿Nos vamos?

–Te sigo a ciegas, Biel –me susurró al oído, cogiéndome discretamente de la mano y llevándome dirección al almacén.

Salimos sin ser vistos, pero yo no pude evitar una mirada furtiva a lo lejos, allá donde debían estar mi hermano, mi padre y Marina, junto a Darío, Gonzalvo, la zorrona de Lidia y otros astros del balón que pronto se echarían a la caza de la moza insinuante, la tal Lidia, tras ver que el macho alfa del grupo –el pobre de Marcos, asustado e indefenso– se había retirado sin más.

Entramos en el almacén. Volvíamos al silencio tras cerrar con la puerta el barullo total de la sala del Glinkel. Entonces me percaté de la respiración nerviosa de Forné.

Nos detuvimos en medio de unas cajas a medio camino puerta de salida. Él se volvió hacia mí y me miró con sus ojos brillantes para hablarme:

–¿Te das cuenta...?

Apreté su mano con fuerza:

–Dímelo –le suspiré.

–Más allá de tu miedo a mi encasillamiento contigo...

–Sí...

–Te quiero... Te quiero, Biel... y no puedo evitarlo.


Hasta aquí el cuarto episodio. Volvemos en quince días con nuestros protagonistas. ¡Gracias a todos!