Simplemente Biel (III) - Sólo un beso...
Biel de Granados es, aparentemente, un chico normal. Pero sus circunstancias no lo son. Y casi sin buscarlo descubre la mayor historia de amor y pasión de su vida. Un relato meditativo con dosis justas de romanticismo y sexo. En este capítulo, un descubrimiento, un beso y una esperanza.
III
–La economía, como el amor, tiene dos caras: la erótica y la romántica.
El auditorio vivía expectante una nueva clase de la Dra. Cristina Howard, una americana llegada hace años a la ciudad para sumarse al elenco de doctas celebridades de la escuela de negocios donde sacaba adelante mi carrera de Economía. Yo asistía con entusiasmo desde las filas superiores de la grada. No se oía ni un alfiler cayendo.
–Veréis, cuando uno hace el amor… –hubo un gran murmullo–, ¡vamos, no seáis niños y os escandalicéis, que ya tenéis una edad! –exclamó la profesora ante el barullo general que suscitó la metáfora–. Cuando uno hace el amor, os decía, uno saca de sí toda la sensualidad de su cuerpo, saca el deseo… que es algo, reconozcámoslo, muy animal. Pero, también, y si tenemos suerte, envolvemos a la otra persona en el afecto, en el cariño… En un interés por su bienestar, durante el acto, antes y después. ¿O no es así?
Asistir a las clases de Filosofía de la Economía era para mí estimulante. ¡Qué grande era esa profesora! Parecía Barbra Streisand en El amor tiene dos caras .
–Cuando uno sale al mercado, a vender o a comprar, debe hacer el amor. Debe ser animal, porque el objetivo es mover el dinero, que circule alegremente… ¡cómo el sexo! Y debe ser muy, muy tierno… Porque debe procurar el interés general. Podéis hablar de ‘obra social’, de ‘beneficios colectivos’ o de lo que os dé la gana. Pero todo lo que no pase por esta praxis estará condenado al fracaso. ¿Lo entendéis?
La Dra. Howard, una expresiva mujer más cerca de los cincuenta años que de los cuarenta pero con cara aniñada, se movía efusivamente, muy efusivamente, por toda el aula mientras daba su lección. Se giraba hacia toda la grada, y subía y bajaba por sus escaleras, empatizando con los alumnos, que la miraban boquiabiertos. Aunque no todos:
–Maldita comunista… Ahora nos hablará de redistribución de la riqueza. ¡Una orgía social! –dijo por lo bajini un chico que compartía fila conmigo, allá arriba en las últimas gradas del auditorio de esa inmensa aula, mientras se mofaba de la Dra. Howard.
–Debe ser una malfollada, por eso habla así –contestó otro siguiéndole la gracia.
–¡Callad de una puñetera vez! Con vosotros no hay quien siga la clase –dijo indignada una chica situada entre sus asientos y el mío. Casi todos estábamos enganchados a esa sesión.
–Bien chicos, la hora se nos ha echado encima… El próximo lunes traed reseñada la Ética de Aristóteles en conexión con las relaciones comerciales. ¡¿Pero qué pasa?! –exclamó la profesora ante el murmullo general que hubo al escuchar ese encargo – ¡Chicos! Yo también veré mañana los cuartos de final del Olympic Galaxy y eso no me impedirá trabajar en mis cosas todo el fin de semana. ¡No quiero oír quejas! Por cierto, apostad por un 1-2 seguro a favor del Galaxy. Y eso que no tendremos al lesionado dios Forné liderando a los delanteros… Hasta el lunes, chicos: preparad la faena y no os perdáis el partido mañana sábado… ¡No me importará si alguno aparece el lunes con la camiseta del Olympic Galaxy en clase! ¡A lo mejor hasta me la pongo yo!
El silencio que acompañaba la clase de Cristina Howard se convirtió en un frenética y ruidosa estampida para salir del aula auditorio. Me encantaban esas clases de Filosofía económica, un enfoque absolutamente diferente a lo que estudiaba. Aunque me dejó tocado la referencia al partido de cuartos de final de la Champions que se disputaba al día siguiente en Roma… y a Marcos Forné, el todopoderoso número 10 del equipo, el gran delantero, lesionado desde hacía dos semanas en la rodilla por una dura entrada del adversario. Marcos Forné se había quedado en la ciudad mientras el equipo al completo volaba a Roma para clasificarse para las semifinales del campeonato europeo. La ciudad, la prensa, la radio y la televisión no hablaban de otra cosa. Y mi padre estaba en las nubes, yendo de un lado a otro como flamante presidente del Olympic Galaxy más exitoso de toda la historia.
Salí algo acongojado de la facultad, cubierto en mis carpetas y mis libros hasta que, en los jardines que se abrían a la avenida que selectamente ocupaba el edificio, di a lo lejos con mi hermano Lluc apoyado en su Ferrari, de brazos cruzados… esperándome.
–He mandado a Paco para casa –me dijo Lluc haciendo referencia al chófer.
–Pues no deberías haberlo hecho… El hombre se aburre allí.
–Vamos, brother, no quiero oírte rechistando… te llevo a casa –y me abrió la puerta del copiloto de ese precioso Ferrari rojo para que me adentrara en él.
–¿No se supone que estabas ya en Roma con papá para el partido de mañana? –le dije desde la ventanilla
– Marina sale esta noche para allá.
–Apuraré hasta esta noche para partir, tengo algunos recados que hacer aquí.
Puse cara de escéptico. ¿Qué recados podía hacer el ocioso de mi hermano? En el fondo, y a pesar de mi mordaz crítica permanente a su estilo de vida de niño rico, lo quería. Aunque aquel día… ¡ah, qué día…!
Volteó el coche y tomó posesión del volante, arrancando rumbo a casa. Cómo le encantaba a Lluc, lucir su jovial y masculina belleza con su cochazo…
Hubo un largo y espeso silencio al inicio del trayecto. Yo contemplaba la anchura de las avenidas a través de la ventana, apaciguado. Me extrañaba que mi hermano no soltara alguna estupidez para amenizar el trayecto, como era propio de él, pero me gustaba esa tranquilidad momentánea entre nosotros. Hasta que Lluc rompió el silencio:
–He estado hablando con Marcos –me dijo apartando por un segundo la vista de la carretera para inspeccionarme, como esperando alguna reacción por mi parte.
–¿Qué Marcos? –me hice el despistado. Al fin y al cabo ese hombre, dios del fútbol para los seguidores del Olympic Galaxy, no formaba parte de nuestras vidas cotidianas… aunque era un perfecto y amante conocido de mis sueños nocturnos, cosa que, por supuesto, desconocía mi hermano.
–¿Medio año ya en la ciudad y aún no te conoces la plantilla del equipo de papá? Qué escurridizo eres, hermano… –dijo soltando una sonrisa sarcástica.
Me giré entre indignado y risueño:
–¿A qué viene esa acusación? No soy nada escurridizo. Y el Olympic Galaxy no es parte importante de mi vida, como sí lo es en tu caso…
–Me gusta el fútbol, soy el mejor de los aficionados. Si mi padre es el dueño de todo eso, ¿cómo no voy a disfrutarlo? Pero te estaba hablando del bueno de Marcos que, antes que estrella del fútbol, es mi amigo. Tal vez no sepas distinguir una cosa de la otra, tontín.
Suspiré resignado, apartando mi mirada hacia el retrovisor que quedaba a mi derecha. Ya estaba acostumbrado a esas valoraciones injustas de mi hermano Lluc. Que él precisamente me acusara de superficialidad… él que gozaba viviendo bajo los focos de la riqueza y la distinción, pero sin hacer nada de provecho en la vida.
Volvió el silencio. Me sentí extrañado al ver que mi hermano había cortado el hilo de la conversación.
–Me estabas contando que has hablado con Forné –retomé por mi cuenta–, ¿de qué habéis hablado?
Lluc volvió a perder de vista la carretera para mirarme fiscalizador, como preocupado. Yo le respondí con una mirada de expectación.
–Nada…–contestó finalmente mi hermano–. Nada en particular.
El ambiente era misterioso. Superamos los límites de la corona metropolitana, para adentrarnos en la carretera que subía a nuestra aislada finca. Parece que Lluc volvía a tener ganas de hablar.
–Hace tiempo que tú y yo no hablamos…
–¿Cómo vamos a hablar si estás siempre fuera de casa? –le dije algo insidioso.
–¿Alguien en tu corazón? Marina cree que sí.
Ahora volvía a sentirme incómodo. No me gustaban ese tipo de preguntas. La toreé sobriamente:
–Ya sabes que desde que terminé con Karl hace dos años no he salido con nadie.
–¡Menudo cabronazo el tal Karl…! ¡Grandísimo hijo de puta! Suerte que papá se puso por medio…
–¿Cómo? No hizo tal cosa. Fui yo quién decidí poner fin a esa historia… –respondí ofendido.
–Sí, después de ver fotos y vídeos comprometedores de él. Bendito sea el detective de papá. El maricón de Karl tirándose a medio Berlín y tú sin saber nada. ¡Cada vez que lo pienso me entran ganas de vomitar…! ¡Puto maricón, es lo que es! Que tu cuerpo y tu sangre no pillara nada raro es un milagro…
–La verdad, Lluc –le respondí sin quitarle una mirada de desprecio a sus palabras–: no sé qué es lo que te da más asco, si la infidelidad de Karl a mí o que lo que se follara fueran hombres. Porque te recuerdo que ahora mismo llevas en el coche a otro maricón, cómo tú dices.
–No seas injusto conmigo, Biel –me contestó sacudiendo la cabeza, negando la mayor–. No me castigues por pensar, como pienso, que las cosas serían más fáciles sin lo tuyo. ¡Para qué engañarnos!
Aquello ya era el colmo de la desfachatez. ¿Lo “mío”? ¿Qué era lo “mío”? ¿A caso no era yo un chico normal y corriente? Encima responsable y servicial, atento a los deseos ajenos… Me mordí la lengua, suspirando la rabia en mi respiración. Llegamos a casa y salí disparado del coche. Pero, antes, me volví y puse mis manos en la base de la ventanilla del Ferrari, dirigiendo toda mi indignación a ese hermano, ese inculto joven de veintiséis años sin oficio ni beneficio, ese Lluc que, a pesar de todo era mi hermano…
–El día que tengas un trabajo en condiciones y puedes llevar la carga del futuro familiar sobre tus espaldas, hermano, hablamos de “lo tuyo” y “lo mío”, ¡capullo! –le solté… y me fui apresuradamente hacia el interior de la casa, dejando a mi hermano Lluc al volante del Ferrari con una cara de estúpido bobalicón.
No volvimos a dirigirnos la palabra durante la comida a tres con Marina, que percibió al completo la tirantez entre mi hermano y yo. A las cuatro pedí al chófer que me llevara a la Ciudad Deportiva a ponerme al día con el ejercicio. No hubiera soportado por más tiempo la presencia de mi hermano en aquel día… ¡ah… aquel día…!
Viernes por la noche. Una gran (e inesperada) tormenta se abalanzaba poco a poco sobre la ciudad y sus afueras. Apagué el televisor del estudio. Un sinfín de especiales y repeticiones sobre los preparativos del partido de mañana copaban la programación. Me puse el pijama, un precioso pijama negro rallado de manga larga y pantalón fino. Fui a saludar a Lord Byron, mi cariñoso pastor alemán, dándole un beso de “buenas noches”. Después, cerré el ala de mi madrastra Marina, las habitaciones donde amontonaba las telas de sus recurrentes creaciones artísticas y todo un mundo de fantasía y creación. La echaba en falta siempre que salía de la ciudad. Aquella noche viajaba, como mi hermano Lluc, camino de Roma para unirse a mi padre en el palco de honor del estadio que presenciaría ese duelo futbolístico con Forné lesionado. Sentí un momento de nostalgia familiar, cogí el teléfono y llamé a mi hermana Cris, que estaba decorando una casa de madera no sé dónde… Le expliqué la conversación con Lluc. ¡Qué triste me sentía! No soportaba esa falta de consideración en alguien a quién quería. “Pero será sinvergüenza… –exclamó mi hermana desde el otro lado del teléfono–. Parece una momia de otro siglo con esas ideas absurdas. ¿Alguien le dice a él algo de sus farras de alto voltaje con cuatro fulanas o vete tú a saber con quién? ¿Eh qué no? ¡Porque él sólo sale con zorras! Biel: pasa de él. ¡Pasa de él!”. “Cristina, Cristina… no seas más dura de lo que yo ya lo soy… –le respondí– Este hermano nuestro no tiene remedio. Pero solo espero y deseo que yo pueda encontrar a un príncipe azul perfecto, porque si nos va bien, se lo voy a refregar bien en sus morros de homófobo”. Y nos echamos a reír… Con mi hermana Cris siempre nos traíamos el juego de que un día vendría a mi encuentro un hombre, ¡qué hombre!, un tiarrón de cuerpo y de mente, que me haría vivir la historia más romántica de todos los tiempos. “Biel, ¡Biel! Que tu príncipe está al caer. ¡Al caer! Ya viene a caballo para salvarte de la homofobia del monstruo, jajaja…!” De repente, sentí el timbre de abajo y me asusté. ¿Había oído bien? “Cristina, oye, tengo que dejarte, creo que llaman a la puerta…”. Marta, el ama de llaves, debía estar ya en el séptimo sueño. Bajé algo inquieto. El control de seguridad de la entrada a la finca raramente dejaba pasar a alguien que no estuviera en la agenda de entradas y salidas del lugar. Y encima llovía a mares, en una mezcla de diluvio y tormenta eléctrica. ¡Esos rayos y esos truenos que retumbaban en todas las ventanas…!
Llegué al portón vidriado que daba acceso al hall. Un nuevo rayo iluminó, al otro lado del cristal translúcido del portón, una solemne e imponente figura. Abrí sin más…
–Pero… –me quedé blanco– ¡caramba qué sorpresa!
Marcos Forné, bien remojado en el agua de la lluvia, sin paraguas, estaba plantado frente a mi puerta.
–No tengo remedio… Me presento sin avisar y te encuentro… ¿durmiendo? –el visitante señaló con la vista mi pijama.
–No estaba durmiendo –dije sonriendo–. Pero qué tonto soy, Marcos. Estás empapado. Pasa, por favor...
Y le acompañé en sus pasos de entrada cogiéndolo con afecto del brazo de esa cazadora pasadísima por agua.
–Estás hecho una sopa. ¡Pobre! –dije con rostro preocupado–. Sólo te faltaría, además de la lesión de la rodilla, coger una gripe. Ven conmigo, que vamos a secarte…
–Ya ves: hace semanas tu tobillo, Biel. Ahora mi rodilla. Sí: sólo falta la gripe.
Me comentaba, mientras lo llevaba al baño más cercano, que se sentía muy bien de la rodilla, pero que notaba molestias al doblarla y que era un horror perderse los cuartos de final de la Champions, quedándose fuera de la convocatoria y la expedición del Olympic Galaxy a Roma.
–De hecho, Marcos, supongo que te han recetado confinamiento en casa. Sandra no debe dar de sí como enfermera…
–Sandra… –iba a decirme algo cuando lo metí en un baño auxiliar repleto de armarios con toallas, pero no siguió.
Lo senté en un taburete y le quité la cazadora. Llevaba un jersey blanco de lana y cuello alto igualmente empapado, como una esponja chorreando.
–Vas a tener que quitártelo, Marcos. Esto es una cascada de agua.
Marcos intentó sacarse el jersey. Estaba tan empapado, que se enganchaba a su cuerpo.
–¿Puedes ayudarme? –se giró hacia mí, que estaba tras sus espaldas, con una sonrisa perfecta y dulce, y con un brillo en sus ojazos verdes.
Arrastré el jersey y se lo saqué de la cabeza, soltando él una carcajada de niño travieso. Sólo le quedaba su camiseta interior de tirantes. He de reconocer que el corazón me latía cada vez más rápido. Esa piel blanca y atlética, esos brazos y ese cuello esculpidos laboriosamente con los años, toda ella empapada. Ese pelo húmedo, bien mojado… Ese rostro reseguido por las gotas. Marcos entendió que debía quitarse la camiseta y así lo hizo. Yo ya lo había visto desnudo –y empapado– en las duchas de la Ciudad Deportiva; ahora sólo estaba de torso desnudo pero, tenerlo tan cerca de mí, así… tan cerca, tan empapado… Observé sus pectorales, una masa perfecta y proporcionada a su equilibrado cuerpo. Cogí una toalla blanca, bien grande, y lo rasqué a base de bien, hasta la cabeza y su cabello. ¡Qué cabello! Sentía su respiración muy cerca de mí, con su mirada perdida en el suelo, mientras lo secaba.
–¿Sabes que los seguratas del control de entrada, allá en la carretera, me han pedido un autógrafo? –se dio la vuelta hacia mí, sonriendo, haciendo girar el taburete, mientras yo secaba sus hombros y sus axilas, habiendo calmado los latidos de mi corazón y aplicándome serenamente a la faena.
–Ahora entiendo cómo te han dejado entrar… –le dije devolviéndole la sonrisa, regalándome él una nueva y... el brillo de sus ojos verdes.
Volvió a situarse hacia delante. Yo custodiándole desde la espalda. Empecé a pasar la toalla por sus pectorales, desde el cuello hasta debajo de sus tetillas y él alzó la mirada a mí, largamente, y me agarró de la mano, susurrándome:
–No quiero molestarte… Pero me gustaría que hablásemos.
No sé cómo pude mantener la serenidad en mi cuerpo. Seguí secándolo con calma y respondí:
–No tienes que preguntármelo. Estaré encantado de escucharte.
Cuando acabé de secar su torso miré a sus pantalones, también empapados y alterné su mirada a él como expresando un “¿qué hacemos con eso?” implícito.
–Tranquilo –me dijo desde el taburete recogiéndome la toalla de mis manos y clavando su dulce mirada en mis ojos–: yo termino de secarme.
–Ten cuidado con la rodilla. Voy a bajarte algo de ropa… No sé cuál, pero veré en el armario de Lluc. Te la dejo en la recamarilla de entrada –en ese momento sí que yo hablaba más apresuradamente. Me escapé del baño con nervios, a la velocidad del gato.
Marcos debía sacarse los pantalones y hasta su ropa interior, quedar completamente desnudo, para liberarse del diluvio que lo había envuelto. Arriba, no tenía modo de pensar con tranquilidad en qué ropa de repuesto sacarle, porque lo imaginaba como en mis sueños, agarrándome por atrás y haciéndome suyo. Aparté esos pensamientos con dificultad y finalmente cogí un ancho pijama grande… de mi padre, tras renunciar a la búsqueda en el vestidor de Lluc. Mi hermano era más bien larguirucho, como un palo, aunque bien formado, y Forné era un hombre de fuerte complexión. El pijama ancho de mi padre al menos le haría estar cómodo. Entré en el baño y me salí con rapidez:
–Te lo dejo aquí en la recamarilla, Marcos –dije sin mirar, viendo tenuemente una figura desnuda que se pasaba una toalla blanca por sus partes y su culo–, estaré fuera.
No se me ocurrió mejor cosa que irme a la cocina a preparar sendas tazas de café, bien calientes en aquella noche de tempestad y truenos del Olimpo. Mientras maniobraba con la cafetera no se me quitaban de la cabeza las ñoñas palabras de la revista que me delató semanas atrás la naturaleza emparejada de Marcos: “Forné y Sandra: un ejemplo de discreción” , “ La pareja más sólida y envidiada del fútbol”, “Ocho años de relación” . ¡Qué pesadilla! Al tiempo, me invadían mis sueños tórridos con un Forné imaginado, haciendo conmigo un montón de cosas prohibidas. De verdad: ¡me sentía muy mal! Porque todo él era franqueza y cordialidad. ¿Nunca habéis sentido que prostituís a una persona querida metiéndola en vuestros sueños…?
Cuando salí al vestíbulo me encontré a Marcos, vestido con el pijama de un negro azabache como el mío, pero sin rayas, y en su caso con la talla de mi padre, sentado en la noble tarima de madera blanca que reseguía la vidriera del ventanal del porche en forma de U. Algo que allí llamábamos, en la lengua del lugar, festejador . Literalmente, el asiento de cortejo, por su disposición a cada lado de los ventanales y su intimidad. Cuando me vio aparecer con las tazas de café, apartó su mirada distante en la lluvia de la ventana y conseguí arrancarle una sonrisa en una noche, me pareció, algo grisácea en su semblante.
–Me encanta la anchura del pijama –me dijo mirándo su cuerpo enfundado en la tela negra, y nos reímos el uno con el otro.
–¡Vaya, olvidé las zapatillas! –exclamé al ver sus pies desnudos… Hasta esa parte de su anatomía era solemnemente vigorosa. La verdad, estaba guapísimo con eso puesto…
–¡No, no… no te preocupes! Noto la calefacción en el suelo… Se está muy bien –y se abalanzó sobre mí para coger su taza y acompañarme con mi otra mano libre al asiento.
Sorbió el café y me miró. Volvió a sorberlo sin quitarme el ojo. Yo estaba mudo. Dejó la taza en el retiro de la ventana. Volvió a mirarme. ¡¿Cómo podía ser tan guapo y a la vez tan dulce?!
–Pensaras que soy un estúpido por presentarme aquí sin avisar en medio de la tormenta –dijo con una sonrisa humilde.
–¿Por qué debería pensarlo…? –le contesté yo.
–Porque nos conocemos… tan poco –y era verdad.
Él desconocía, claro, que para mí era un absoluto conocido en mis sueños de madrugada. Eso explica que yo lo tratara con tanta familiaridad. Miento. No sólo era eso… Desde que nos conocimos en el gimnasio de la Ciudad Deportiva fue absolutamente cordial, afable y cariñoso conmigo. Eso era motivo más que suficiente para acogerlo sin más. Aunque fuera la noche en que el diablo se lo llevaba todo con la tempestad…
–Tu hermano Lluc dice siempre que eres de rectas conductas y hábitos fijos en casa. Así que espero no haberte molestado.
Suspiré con una leve sonrisa y dirigí mi mirada a la tormenta. Sorbí mi café, y respondí, devolviéndole la mirada:
–Todo lo que pueda explicarte mi hermano cógelo con pinzas. Es muy fantasma… Sobre todo en lo que atañe a mi carácter.
–Aunque supongo… –¡cómo le costaba hablar a Marcos aquella noche, él que era tan sociable! Las palabras iban arrancando lentamente–. Supongo, Biel, que… bueno… respecto a ti y… respecto a tus… sentimientos. Quiero decir… Lo que me contó Lluc de tu vida en Berlín… Qué valiente…
Me bebí el café de un tirón, todo absorto. Dejé la taza en la repisa.
–No especialmente. ¿No crees que las personas deben hacerse valer tal como son?
–¡Claro! No lo pongo en duda…
–De una cosa me arrepiento del Biel adolescente de aquellos años: de no haber sabido ver lo que me convenía para mi felicidad. De mi natural inclinación a amar a los hombres no me arrepiento. Son sentimientos justos y naturales. Y, sobretodo, son mis sentimientos.
Marcos erguió su rostro y su mirada, enfatizado por mis palabras. ¡Lo tenía descolocado! Pero, ¿qué buscaba en mi conversación?
–Esa me parece una actitud valiente. Me admiran tus dieciocho años, caramba. Pero… –Marcos estaba muy confuso esa noche
–
creo que no debería haber sacado este tema… He traicionado la confianza de tu hermano y la tuya… –Marcos dejó caer sus ojos.
–¡Para nada, Marcos! De mi hermano poco puedo esperar en este tema excepto su censura total. Pero te agradezco tu aprobación.
Se hizo un largo silencio. Marcos seguía con la mirada perdida en el suelo. Yo no dejaba de mirarle. Noté que necesitaba un empuje para aclarar el motivo de su visita:
–¿Cómo está Sandra? He de confesar que me admira esa chica: es tan aplicada, tan trabajad…
Marcos me cortó en seco, bruscamente, algo nervioso:
–Sandra y yo… –al fin se atrevió– lo hemos dejado –y alzó rápidamente la mirada a mí: le temblaban las manos y tenía la voz algo quebrada… Esa voz llena de hombría y humildad–. Sandra y yo… Es decir…
Parecía taquicárdico… Lo calmé echando mis manos sobre las suyas. Estaban calientes, pero temblorosas:
–Marcos, tranquilo…
–Si fuera capaz de contarlo todo… ¡Biel! ¡Qué cobarde he sido! ¡Qué hijo de puta! –exclamaba dirigiendo sus ojos a la tormenta y tragando saliva, al borde de llorar.
–¡Basta, por favor! No me gusta verte así –y le dije eso porque me era imposible encontrar, en su figura, la vitalidad que siempre se hacía presente en su semblante, en su sonrisa, en su gesto valiente y decidido, en su corporeidad segura de sí mismo. Esa noche Marcos era una criatura (un criaturón de carne y huesos) abatida. O un dios del Olimpo al que le habían robado su magia sobrenatural.
–No soy como los demás, Biel. Y no merezco a nadie. Ocho años… Ocho años… de engaño. Qué decir de Sandra… ¿Pero cómo he podido ser tan cabrón? –exclamó bajando la cabeza, dejándola caer llorosa en sus manos.
–El fin de una relación puede ser cosa de dos –dije con soltura para calmar los ánimos.
–No cuando uno no es fiel.
Me quedé de piedra. ¿Marcos infiel? ¿Infiel a su querida y perfecta Sandra? Por fin levantó la mirada, unos ojos rojos y humedecidos.
–No en el sentido de siempre… Infiel en mi naturaleza. O en la naturaleza debida a una mujer. Porque… –y decía esto algo nervioso, volviendo el temblor a sus manos, acogidas en las mías– porque yo no he sido fiel de mente y de corazón. Porque la he querido como un hombre puede querer a una hermana o una amiga, más no a la chica con que te vas a la cama o con la que quieres compartir tu vida. Soy incapaz de amar a Sandra… A Sandra y a cualquier mujer.
Se hizo un silencio terrible para él, en medio del sollozo. Bajé mi mirada y suspiré:
–Luego… sólo puedes amar a los hombres.
Ahí es cuando levantó bien su rostro y me miró dejando de llorar, con un nudo en la garganta:
–¿Cómo voy a afrontarlo a mis casi veinticinco años y con mi recorrido?
–¿¡Cómo se supone que deberías afrontarlo!? ¿No lo estás haciendo ya? Yo tengo dieciocho y no dejo de afrontarlo desde siempre. Mira, Marcos: me sabe mal, muy mal, vuestra historia, de Sandra y tuya. ¿Pero no crees que, aunque tarde, has actuado bien? ¿Dónde está ella ahora?
–No lo sé. Ha cogido sus cosas y creo que está en casa de una compañera de la escuela donde trabaja. Me ha dicho que se va a ir a su casa con sus padres en cuanto pueda. Que ya no tiene sentido vivir en este país… ¡Maldita sea! ¡Qué injusto he sido!
He de confesar que no encontraba argumentos para rebatir tal declaración de injusticia. El hecho de que yo hubiera hecho frente a mi condición desde tan tierna edad me hacía juzgar, a veces severamente, las conductas ajenas de encubrimiento y de falsedad de la propia naturaleza. No salía de mí decirle “No, Marcos… No has sido injusto… La vida es así…”. No, no. Ellos dos habían compartido una relación de ocho años. Volvía a mi mente la revista: “Forné y Sandra: un ejemplo de discreción” , “ La pareja más sólida y envidiada del fútbol” .
–Bueno… ¿y ahora qué vas a hacer? –le dije llevándome una de mis manos a mi barbilla, pensativo, intentado comprender su situación, interesándome por él.
–Pues… nada en particular. ¿No me ha crecido un enano en la cara por esto, no? –exclamó riendo. Rió con sus lágrimas. Fue… ¡ah, qué tierno! Ese era Marcos Forné –. Pero qué tonto soy –exclamó negando con la cabeza.
Tuve el impulso de llevar mi mano y mis dedos a su mejilla y secarle las lágrimas, en medio de esa sonrisa imprevista suya. Me miró con una ternura fuera de toda duda.
–En realidad te estaba preguntando por cosas más simples y cotidianas… –le contesté yo, risueño.
Entonces, él me explicó que no se veía capaz de volver al domicilio de la pareja, que iba a agenciarse un apartamento más cercano a las instalaciones del Olympic Galaxy. Surgió la duda, por mi parte, de qué haría hasta encontrar un sitio adecuado y no dudé en ofrecerle nuestro techo hasta que lo tuviera todo dispuesto. No me dijo ni que sí ni que no. Pero esa noche dormiría en casa.
–Me gustaría, Biel… Me gustaría que me explicases tu historia con Karl, si no te resulta molesto o demasiado cotilla por mi parte –me lo dijo con tal cara de niño bueno que me hubiera sido imposible negarme a ceder a sus demandas.
–Bufff… Es algo tan… ¡complicado…! No sé qué te habrá contado mi hermano Lluc. En todos los sentidos Karl era la única persona… sí, la única persona que por aquél entonces, siendo yo un niño, podía arrancar de mí mi verdadera identidad. Pero, al mismo tiempo, era la persona que menos me podía convenir.
Se me hizo un nudo en la garganta. Pero pude seguir:
–Karl era el típico tío cañón de diecisiete años con ese aire absolutamente casual. Su flequillo castaño. Sus profundos ojos oscuros. Su dentadura perfecta siendo reseguida por esa lengua y esos labios tan jugosos… Su torso con el vello mínimo y necesario. Su complexión fuerte y musculada… Su culo y sus piernas… Su habla cachonda y sus ganas de vivir el máximo.
»
Sí, Karl era el tío cañón, más joven que la noche, el bruto sensual, que dominaba su imagen como un maestro, que cazaba a la presa fácil: el chaval de quince años. Yo mismo. Él decía de mí que era el tío más guapo del instituto donde estudiábamos y que para él era la conquista de su vida. Y se quedaba tan ancho…
Marcos me interrumpió. Se encontraba mucho más sereno y afable:
–Perdona Biel –me dijo rozando mis muslos con sus manos–, pero debo hacer justicia a eso y decir que no estaba nada equivocado. Eres muy guapo.
No tuve tiempo para sonrojarme, así que continué:
–Fuese yo un tío digno de agenciarse, o no, yo era una presa fácil. Porque era joven e inexperto.
–Pero… ¿qué tipo de relación era la vuestra? –preguntó lleno de curiosidad: la veía en sus ojos.
–La relación del dominante sobre el dominado, si te soy franco. No te hablo sólo de sexo, que también, sino de… ¡todo! Desde la discusión del dominador sobre el dominado para elegir la cena en un restaurante hasta… todo.
»
Porque Karl era el hombre que, además, nunca me daba descanso… “Te voy a follar aquí mismo, joder… Te voy a follar aquí mismo, cabronazo… Pero qué bueno que estás, hijo de puta…”. Todo eso no deja de resonar en mi cabeza. Entonces, estuviéramos donde estuviéramos, él se lanzaba rugiendo a mis labios para comerme la boca y la lengua y a morderme el cuello, a lamerlo con saña y a repetir cómo me iba a follar y lo mucho que lo iba a disfrutar…
»
Descendía mi mano hasta sus pantalones, me hacía palpar su paquetazo siempre a punto para trabajar, reseguía su contorno y su textura, desbotonaba sus pantalones y empezaba a masajear y a masturbarlo. “Te vas a comer mi polla, ¿eh, cabrón?”, me decía mientras me mordía el lóbulo de la oreja y resoplaba de placer, “Menéala bien, que te la vas a tragar enterita…”. Y ahí tenía entre mis manos esos veinte centímetros de placer absoluto. “Venga, cabrón, desciende hasta el paraíso y deja que mi polla se folle a tu boca, joooder…”. Y yo, obediente, descendía a ese paraíso, no lo niego, no me arrepiento, y me la llevaba toda adentro, succionando con gran habilidad y comiéndome su polla y lamiendo sus pelotas… Daba igual que aquello fuera en el cambiador de una tienda de ropa o en el lavabo del instituto. Porque Karl era incombustible y casi no había día que no quisiese dominarme…
»
Y esas noches, esas noches inacabables donde él era, en verdad, una auténtica máquina de follar, como a él le gustaba llamarse, y desde la puesta hasta la salida del sol en su loft nos frotábamos el uno con el otro, nos lamíamos todo el cuerpo, gemíamos y gritábamos de placer animal. Y él me penetraba, y él me dominaba… Y no había sudor suficiente para esas noches interminables… “Cómo te voy a follar, cabrón…”
»
Paré en seco. Me estaba excediendo en mi narración. Aparté la mirada de la tormenta y miré a Marcos: tenía la cara encendida de color… ¡Ay, Biel! Lo habías puesto cachondo casi sin querer…
–Ésa es la relación que teníamos Karl y yo –concluí cortante–. Y puedo decir con la voz bien alta que estoy muy contento de hablar en pasado de esa historia. Pero más contento de haber aprendido la lección. Nunca duermas con egoístas. Y eso ese es el mejor desprecio que puede decirse de él…
Reseguí el cuerpazo de Forné con la mirada, el del dios del balón convertido en víctima de su inseguridad. ¡Pero qué bien le quedaba el pijama ancho, con su piel excitada! Sonreí al pensar en ello.
–¿De qué te ríes…? –me dijo él con gran dulzura sacando a relucir su dentadura blanca en esos labios encendidos por el leve pero incipiente voltaje de mi relato.
–Es que… ¡te queda muy bien el pijama! –y estallamos a reír los dos.
Volvió el silencio de la noche tempestuosa.
–¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué se supone que debo hacer, Biel?
Sabía a lo que se refería. Salir del armario siendo un jugador de élite le estaba vedado. Contratos millonarios con marcas publicitarias, su propio papel protagonista en la promoción internacional del Olympic Galaxy y, claro, el escándalo de una ruptura con la dulce Sandra… todo eso era un culebrón. No era un mindundi de las ligas inferiores. ¡Demonios… era Marcos Forné! Los chavales desde el Sáhara hasta la Patagonia tenían su camiseta con el número 10 de su dorsal y… ¡Demonios! ¿A caso no era, al mismo tiempo, absolutamente lícito lo que él era? ¿Por qué todo aquel miedo? No pude más, y dije así:
–Voy a decir algo que tal vez no deba pero… Siendo totalmente fiel a ti mismo, y no queriendo decir con ello que debas exhibirte, ni hacer bandera de nada, debes ser, insisto, tú mismo. Tú y tus sentimientos.
Otra vez una pausa pensativa.
–¿Sabes que no he estado jamás con un hombre? –me dijo Marcos adentrándose en mis ojos, a medio camino de la dulzura y el miedo.
Sólo pude asentir con la cabeza y esa miradita mía… de cordero, de presa. O tal vez la presa era Marcos. Posó sus manos sobre las mías, muy cariñosamente.
–Todo te va ir bien –expiré devolviéndole la mirada.
–No sabes cómo te agradezco lo de esta noche.
–No tienes que agradecerme nada.
–¿Por qué?
Me embargó el profundo deseo hacia su persona. ¡Ojalá no hubiera alimentado mi ilusión onírica a lo largo de las semanas! Claro que de eso sólo mi subconsciente tenía la culpa. Pero cuando insinuaba en sus miembros, sus brazos, sus piernas –y su entrepierna…– todo lo que él era, mi mente añadía la imaginación de todo lo soñado.
–Pues porque no tienes que agradecerme nada, Marcos. Es más, soy yo quién te agradece la confianza.
–Eres… Creo que no podría sincerarme con nadie más. Con nadie.
El corazón empezaba a latirme con fuerza. De algún modo él lo notaba. Y cada vez nos acercábamos más el uno al otro. Fue así que posó su mano sobre mi pecho y me miró sonriente y lleno de inocencia seductora.
–Estás nervioso… como yo. Tus latidos… Biel… –introdujo su mano en mi pecho, a través de algunos botones desabrochados de la camisa de mi pijama, bajo el cuello–. Biel…
Entonces, con la otra mano, Marcos acarició mi mentón y extendió sus dedos a mi mejilla y se acercó suavemente… Sus labios con mis labios… Mi mano sólo pudo acoger a su mano en mi pecho, rozándola, rozándose la una con la otra, y la otra llevármela a su cuello, que cogí con afecto. Nos besamos intensamente. Sentía su respiración nerviosa… ¡Cómo me besaba con timidez pero con decisión…! Debía ser algo completamente nuevo para él. Y para mí. Jamás me habían besado con esa dulzura.
–Mar… Mar… cos –dije finalmente entre beso y beso. Al final, hice fuerza para desprenderme de sus labios–. Esto no está bien…
Él poso su rostro sobre el mío, ojos cerrados, frente con frente, nariz con nariz, labio con labio, suspirando…
–Lo sé… –finalmente, sacó fuerzas para apartarse de mí, sosteniendo aún mi mentón y mirándome intensamente a los ojos–. Perdóname Biel… No es el mejor de los comienzos…
Creí que debía imponerse la sensatez. Él estaba saliendo de la oscuridad… Yo no dejaba de ser una presa fácil, en esta ocasión, de mi deseo... Ambos éramos presas fáciles. No podía dejarme llevar sin más. No con alguien que vete a saber si al día siguiente aparecía diciendo que había cambiado de idea, que estaba confuso, que él amaba a su chica, que… en fin, que esa realidad acabada de vivir, que ya no era un sueño, que esos labios que yo había sentido carnosos y húmedos, por primera vez, no en mis sueños… esa realidad… debía quedar enterrada en el sueño del tiempo pasado. Debía obrar bien.
–Es tarde –dije–. Deberíamos irnos a dormir. Tienes preparada la habitación de invitados, y mañana por la mañana tendrás una muda adecuada en el vestidor.
Vi a Marcos entre nervioso y abatido, mirando al suelo. Me dijo un “Sí, es tarde” imperceptible. Yo ya me iba para la escalera, rumbo a mi habitación. Pero salió de mí volver y darle un beso en la mejilla:
–Buenas noches, Marcos. Todo te va a ir bien.
Marcos estaba abatido.
Quiero agradecer a todos los que leéis, comentáis y puntuáis vuestro interés por la historia de Biel y... ¡Marcos!
Habiendo llegado al tercer capítulo, que cierra el círculo introductorio, con los personajes definidos así como sus situaciones, en adelante periodificaré las entregas (tan pronto como pueda). Como ya dije, espero mantener viva la llama de esta historia lo más intesamente posible. ¡Un abrazo!