Simplemente Biel (II) - Gemir es la palabra...
Biel de Granados es, aparentemente, un chico normal. Pero sus circunstancias no lo son. Y casi sin buscarlo descubre la mayor historia de amor y pasión de su vida. Un relato meditativo con dosis justas de romanticismo y sexo. En este capítulo, un descubrimiento decepcionante y una mirada al pasado.
(Viene del primer capítulo, aquí: http://www.todorelatos.com/relato/84027/ )
II
Hay momentos, en la vida, en los que uno cree desvanecerse en la resignación y autoindulgencia. Ese era mi caso aquel invierno de 2004. Dos años largos después de mi desafortunada historia con Karl, el chico que me había abierto las puertas del placer y la pasión. O eso creía yo… Hacía dos años, pues, que no alternaba con ningún hombre. No me importaba. Y no me arrepiento de ello: seguía fiel a mis convicciones. Esto significaba no sucumbir a las pasiones hasta no estar plenamente seguro de que la otra persona me convenía de verdad. Y debía ser así porque mi carácter, tan dúctil a las decepciones, no podía soportar la mentira y el egoísmo. ¡Ojalá hubiera sido yo uno de esos jóvenes que pululaban por la universidad! Tan apetecibles como insinuantes. Si hubiera querido un polvo lo hubiera conseguido con un chasquido de dedos. Yo sabía cómo seducir, cómo gustar. Si me lo proponía podía ser el más persuasivo de la clase. Eso decía mi padre: “En la batalla de la persuasión no hay quién te gane, si se te mete un objetivo entre ceja y ceja”. Tenía razón pues, de no haber sido así, no hubiese sido más que un jovenzuelo pisoteado por los deseos de su padre y eternamente encerrado en un armario muy (muy) frío. “Los armarios son para la ropa, no para los hombres”, repitió como consigna durante meses Marina cuando mi escándalo (en realidad la natural realización de mis sentimientos) se manifestó en mi casa a mis quince años. Y yo era un introvertido empedernido, un diamante en bruto incapaz de explotar sus potencialidades. ¡Qué ingenuo era!
Lejos de encerrarme en casa como hubiera sido propio de mi miedo a las relaciones, seguí yendo sin falta a la Ciudad Deportiva. Joana y Fidel, los fisioterapeutas, apenas tenían ya margen para la mejora de un tobillo más compacto que el acero. Eso me permitió prodigarme más tiempo en la sala de máquinas y en la piscina. Confieso que mi deseo más ardiente era encontrarme con Marcos Forné. Desde aquella tarde en que nos conocimos –o en que, más bien, él vino a mi encuentro– nada volvió a ser igual para mí. Los tórridos sueños donde él no dejaba de poseerme y de comerme cada parte de mi cuerpo se repetían constantemente. Recuerdo cómo Marta, la atenta ama de llaves y supervisora de todas las tareas del hogar, empezó a mirarme extrañada cada día después de la tradicional hora de la colada. ¡Mi tasa de poluciones nocturnas había superado el límite! Suerte que esa mujer de mediana edad, al servicio de mi familia desde que vine al mundo, me tenía por el mejor mozo… de lo contrario, hubiese pensado que era un enfermo obsesivo y pajillero. Nada más lejos de la realidad: por la noche, en las profundidades de mi sueño, mi subconsciente sacaba a relucir los ardientes deseos de unirme a ese dios que descendía del Olimpo para tenderme la mano: ¡querido Marcos! También he de decir que esa mitificación soberbia fue dando paso a una admirable humanización.
A pesar de las prolongadas ausencias de mi padre, cada mañana, el personal colocaba en una mesa de su estudio toda la prensa del día (y de la semana) que pudiera hablar de cualquiera de sus negocios, desde el fútbol hasta la bolsa. Esto incluía, claro, toda la prensa deportiva y… ¡las revistas del corazón! Que si Van Hysdel había roto otra vez el corazón a su penúltima novia previo asedio de una nueva prostituta con ganas de recorrerse los platós de televisión, que si Gonzalvo presentaba a su pequeña hija en la portada del ¡Hola! junto a su perfecta y modélica esposa (una actriz de moda, para variar…), que si Darío viajaba a los Andes a fundar nuevas aldeas educadoras con su nombre (¡bien por él… era un grande del Galaxy!) y… oh, Dios mío, ¡ahí estaba Forné muy discretamente! Se me hizo un nudo en la garganta. Leí: “Forné y Sandra: un ejemplo de discreción” . Y, justo debajo del titular, una foto de mi soñado Marcos yendo de compras por Londres con una chica, bien cogiditos de la mano.
Una pesada nube gris me envolvió. ¿Hasta qué punto estaba yo aislado del mundo? Seguí: “La tierna pareja, que se conoció hace ocho años cuando Forné crecía en las categorías inferiores del Manchester, es un ejemplo a seguir para los de su generación: belleza, fidelidad y amor.” Me mareé. No sé si por la cursilería y el azúcar del texto o por el hallazgo que acababa de hacer. “Sandra Smith, una londinense licenciada en pedagogía, se ha acostumbrado en estos dos años al sol del Mediterráneo y a la euforia del Olympic Galaxy, el club de origen de su novio, en el cual él espera colgar las botas de aquí a unos años. Pero a Forné aún le quedan muchos éxitos. Ella y Forné forman la pareja más sólida y envidiada del fútbol.”
Así que ese hombre de sonrisa impecable, de profundos ojazos verdes, de piernas, muslos, brazos, espaldas y culo perfecto, de manos sanadoras y envolventes y (lo mejor) de dulce y encantadora voz y palabra, era… oh, Biel, ¡era una presa equivocada! ¡Un “ejemplo para los de su generación”! ¡”La pareja más sólida y envidiada del fútbol”! Me llevé las manos a la cabeza, triste y abatido. Pensé que quizá todo aquello simplemente serviría para alejar de mí estúpidos sueños húmedos y volver a la realidad del día a día.
Sentado en aquella mesa de prensa de mi padre, reposé en el silencio del sábado… hasta que se coló Marina.
–Qué raro verte por aquí, Biel. Pensaba que nunca leías los periódicos y las revistas…
Me levanté rápido de la silla, y me llevé la mano al cuello, rascándome disimuladamente y, en realidad, absurdamente en señal de que había sido pillado haciendo algo poco habitual en mí.
–Lo cierto es que cada vez me interesa más… el mundo de papá.
–Al fin y al cabo si tienes que ser un gran empresario como él no puedes vivir en el agujero negro de Calcuta –soltó mi madrastra con sorna, mientras se reclinaba en la librería con los brazos cruzados, inspeccionando mis descoordinadas reacciones.
–Va, cuéntame… ¿a quién has conocido?
Me quedé absorto:
–¿Por qué me preguntas eso?
–Mi querido Biel, llevas unos días muy raro. Tienes a Lord Byron aburrido en la caseta.
Era verdad, porque llevaba días sin sacar al pastor alemán.
–Anda, prepárate para esta noche, tenemos a tu hermana Cristina en casa. ¡Ah! Y ha escrito tu padre desde Shanghai dándome órdenes (para variar…) para su próxima venida el sábado que viene… Adelantamos la fecha del día de la Olympic-Family y debe estar todo listo
–¿La Olympic… qué?
–Ah, olvidaba que el año pasado no te teníamos aquí por estas fechas. Tu padre reúne cada invierno aquí en casa a todo el staff técnico, a los jugadores del primer equipo y a sus familias. Con la gente de dirección y administración, claro. Todo muy familiar.
Estaba doblemente absorto. ¿Y ese invento? ¿Por qué no hacer un cóctel primaveral? ¿Qué floritura era ésa? Ojalá cayera granizo y todo se suspendiera, pensé.
El viernes siguiente mi padre aterrizó en la ciudad y fui a buscarlo con el chófer. Llevaba un mes sin verle y lo echaba en falta. Le puse al día de mis progresos –no tanto de mis digresiones– y no tuvo más palabras que para el elogio. A la mañana siguiente un impresionante esmoquin me esperaba en el vestidor. Yo, que no era especialmente presumido, sabía que aquellos trajes me quedaban genial y me hacían más hombre: notaba como muchos me miraban desde la atracción o la admiración. O ambas cosas. El jardín fue engalanado para la ocasión. ¡Me encantaba! Y ahí volvía a estar, otra vez, junto a Edmond, mi padre, su esposa Marina y mis hermanos Cristina y Lluc, estrechando manos y saludando, encantados de habernos conocido, con una sonrisa perfecta para todo y para todos. Dominando la situación desde el jardín, en un día soleado de enero, y sin atisbos de lluvia o granizo. Qué absurda mi idea. ¿A caso no era el granizo algo propio de la primavera y no del invierno? Me iba bien pensar cosas superfluas mientras desfilaban ante nosotros los invitados. Hasta que el corazón me dio un vuelco al ver a lo lejos a Marcos. Llevaba un elegante traje, una camisa de un azul muy claro, con una corbata oscura y una preciosa chaqueta aterciopelada. Sí señor: eso era un deportista elegante con todo bien puesto. Todo un caballero. Desgraciadamente parece que un caballero sólo puede verse flanqueado por una dama. Y ahí estaba Sandra Smith. Discreta y elegante. Guapa. Humilde y bella. Bien cogida al brazo de su novio. ¡Qué segura se veía junto a él! Porque, ¿quién no se sentiría seguro junto a un hombre como él?
–¡A este tío no lo conozco! ¡A este tío no lo conozco! ¡Ven aquí campeón! –el canalla de mi hermano Lluc, al que hacía meses que no le veíamos el pelo por casa, se abalanzó sobre Marcos. Sí, en verdad que eran buenos amigos como percibí aquella tarde de conversación con Marcos en el gimnasio de la Ciudad Deportiva–. ¡Hombre, Sandra! ¡Cuánto tiempo! ¡Ven aquí guapísima! –dijo plantándole dos besos a la acompañante; presté atención y vi que la chica se defendía perfectamente en nuestro idioma.
Yo era el siguiente en el turno de ese peculiar besamanos . Marcos se acercó hacia mí con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Ah… pero qué tierno era!
–Hombre Biel… ¡me alegro de verte aquí! –me estrechó cálidamente la mano, acompañándola al poco con la otra mano y cubriendo con las dos la mía–. Ésta es Sandra, mi pareja.
Fui absolutamente cordial y le di dos besos al tiempo que ella confesaba el placer que le causaba conocerme. Hay que reconocer que la chica era guapa y sencilla, de muy buena presencia.
No tuvimos tiempo para más, la cola de saludos era larga. Pero me bastó apartar la mirada a mi izquierda para encontrar junto a mi padre a una Marina con mirada enigmática, sin quitarme el ojo. Dudo mucho que sintiera los latidazos de mi corazón en el momento previo y durante el saludo a Forné… ¡pero esa mujer era, en el buen sentido, como una bruja! Como si mi padre la hubiese sacado de los bosques del norte de Europa…
–Te veo en plena forma, Biel –sentí que me decían por la espalda. Era Marcos.
–Parece que has podido escapar de las garras de mi hermano –y señalé a un corrillo de futbolistas donde mi hermano Lluc era el centro de atención–. No se lo reprocho: es tan absorbente…
–¿Y qué hay de ti? ¿Eres absorbente? –contestó él; yo me quedé prendado de su mirada, directa y cordial, limpia y llena de hombría, a la vez que escondía una sonrisa en sus labios.
–Me tengo por un chico sencillo. Aunque nunca se sabe –sonreí yo alzando hacia él una copa de cava.
Me contó que lamentaba no haberme encontrado más por el gimnasio de la Ciudad Deportiva, a lo que respondí extrañado porque yo iba cada tarde de lunes a viernes. Al parecer él no era asiduo de allí, fuera de las rehabilitaciones o la fisioterapia. Tras los entrenos oficiales de la mañana, tras la comida, Forné frecuentaba el elitista gimnasio de Can Roca, la rica urbanización donde él vivía con Sandra desde hacía dos años, tras su fichaje de repesca en su querido Olympic Galaxy.
–Qué extraño: no pareces de esos tipos que se dejan caer por spas selectos y centros de belleza de la jet set –le dije risueño–. Aunque sé que no puedo hablar de ello viniendo de donde vengo…
Me respondió con una sonrisa y se llevó su copa a los labios. Me encantaba ese gesto, esos sorbos al cava de su copa mientras no me quitaba el ojo de encima.
–En realidad es pura comodidad. Y también… ganas de desconectar del lugar de trabajo. Me gustaría que mi vida fuese algo más que el fútbol.
Me dejó sorprendido con tales afirmaciones. Mi cara lo expresaba. Y él cedió a mi requerimiento no verbal explayándose.
–Sé que suena raro… El fútbol me lo ha dado todo. No hablo sólo de dinero, que también, sino de la satisfacción de poder vivir a todas con algo que me gusta. Pero yo creo en la vida fuera de los focos, fuera del número 10 del dorsal de mi camiseta, y fuera de la inacabable cascada de fotos y revistas.
Bajé la mirada, como interiorizando sus palabras. Eran muy profundas y me gustaban.
–Brindo por ello, Marcos. Porque eso es lo que te hace diferente… y especial –y brindamos sin apartar nuestras miradas y nuestras sonrisas.
–No estamos solos… gente como tú y como yo, ¿verdad, Biel?
No entendí muy bien lo que quería decir y así lo expresé con mi rostro de incomprensión. Súbitamente apareció Sandra, agarrando por el brazo a su novio, y me quedé sin explicación. Y le susurró algo al oído de Marcos. Había una gran complicidad entre ambos.
–Me vas a disculpar, Biel, pero el míster me reclama –dijo sonriéndonos a los dos… no sin antes robar un beso en la mejilla a su chica.
–¡Ten cuidado! ¡Berny es el entrenador más cruel del mundo! –le solté en la lejanía, a carcajada limpia.
Nos quedamos Sandra y yo juntos en medio de aquel océano de celebridades. Noté que era una chica algo tímida, pero su discurso decidido me hizo ver que no tenía problemas de ningún tipo para relacionarse.
Sandra rompió el hielo:
–Tengo entendido que aunque eres nativo del país, has pasado toda tu vida fuera…
–Así es: con mi padre no existen las nacionalidades. He ido de un sitio a otro. Y, al final, aquí estamos otra vez...
–… al frente del Olympic Galaxy! Debes de estar orgulloso de Edmond, tu padre, ¡todo joven querría tener un club de fútbol, entrenarlo o, casi mejor, jugar en él!
–Bueno… yo no soy muy futbolero… Y aquí, en esta finca, vivo muy aislado de todo. Y además, de niño, nunca me sentí de ningún equipo… ya sabes, siempre en una nueva ciudad…
–Vaya… ¡no sabes cómo te entiendo! –la chica dejó caer su ojos, algo nostálgicos.
–¿Echas de menos Inglaterra?
–Más bien a mi familia, mi gente… Esta ciudad es maravillosa. Ahora trabajo en una escuela especial con niños que tienen problemas de concentración… Allí estaba todo el día en casa. Marcos me respeta mucho. Y él aquí sí que está en su tierra, con su gente…
–…pero vosotros os conocisteis allí. Debes estar orgullosa de Marcos. Se le ve… ¡tan íntegro!
–Es… muy dulce. Me siento muy afortunada de tenerle. Cuando me explicó que tu padre quería ficharlo para el Galaxy me dijo que bastaba con que yo dijese que quería quedarme allí en casa para no aceptar, aún a riesgo de perder su cláusula. Los millones no le importan, ¿sabes? Es… sí, tienes razón, ¡íntegro! –Sandra decía esto mientras, sosteniendo su copa, miraba a lo lejos, buscando a su chico. Yo me sentía incómodo. Terriblemente incómodo. Me avergonzaba de mis sueños, que venían a mi mente como flashes en aquel preciso instante.
Marcos volvió, cogiendo a Sandra por la cintura. Me miró fugazmente y rompió el hechizo que unía a ambos, carraspeando un poco y soltando a Sandra.
–Mi amor –dijo Sandra a su chico–: hablando con Biel me doy cuenta… –y decía esto agarrando esta vez ella a su novio por la cintura– me doy cuenta… de la suerte de dar con gente buena –Sandra me miró con aprobación… era muy dulce–. Toda tu familia es un encanto, Biel. Y Marina… ¡qué mujer! ¡Qué elegante, qué moderna… y qué divertida!
Marcos me fiscalizaba con la mirada. Sentí un leve espasmo en la columna, de aquellos que te sobrevienen sin avisar… ¡Qué raro me sentía!
–Oh, yo la adoro… Marina ha sido como una madre para mí. Es una madre. Y es tan auténtica… A ella le debo mucho de cómo soy: “Biel –me decía hace años y ahora– nunca te dejes amedrentar. Defiende lo que eres y cómo eres. Sé un hombre.”
¡Un hombre! ¿Qué era un hombre para mí? ¿Qué era un hombre para el mundo? ¿Un hombre pegado a una guapa mujer, como Marcos? ¿Un hombre solitario esperando un retrato indefinido de hombre perfecto, como yo? Seguí con mi discurso. No sé si el cava me animaba a mostrarme cada vez más franco:
–Vivimos en un mundo muy frívolo, donde nos dejamos atrapar por las apariencias. Mi lucha es la del respeto a la diferencia. ¿Sabéis? Mucha gente cree que el prototipo de hombre es aquél o el de más allá, el del futbolista consagrado que luce un Jaguar descapotable de última gama, se oculta tras unas gafas de sol de diseño y se lleva en el coche a las tías más guapas del lugar –sí, estaba claro que el cava se me subía a la cabeza–. Pero… amigos, cuando veo a Marcos, o te veo a ti, Sandra, me digo… ¡aún existe gente sencilla en este mundo que se ha ganado el derecho a llegar a lo más alto! Y pienso que si a mí me da la gana hacer lo mismo pero saliendo en el Jaguar con mi chico o tú… ¡Sandra!, con tus niños de la escuela, para enseñarles a vivir bajo rectos principios, ¡creo que eso es lo auténtico de la vida! –acompañé mi discurso con gestos efusivos.
Sandra asentía entusiasmada y encantada. Y ahí estaba Marcos Forné, agarrado a su chica, mirándome con sorpresa, misterio y –creo– algo de admiración.
Al despedirme de ellos al final del evento, sentí que mis sueños se quedarían en la oscuridad de la noche. Quizá debía ser así.
–De todos los momentos importantes en la vida de un hombre no existe ninguno… ninguno… como esa primera vez.
Era la noche de una larguísima jornada en casa. ¡Tremenda jornada del Olympic-Family Day en casa! ¡Menudo invento! A esas horas, mi padre se había encerrado en su despacho y mis hermanos habían tomado sendos aviones a sus destinos una vez más. Marina, con una copa de vino en la mano, se recostaba en el sofá grande del salón contiguo a mi estudio, mientras apoyaba su cabeza en su mano y, simultáneamente, removía la copa de vino con la otra. Me había atrapado en un momento de gran bajón, cuando se iba el sol y se habían ido todos los invitados, y mis ojos iban más allá de las colinas que cerraban mi limitado mundo en aquella finca espectacular.
–De todos los momentos importantes en la vida de un hombre no existe ninguno… ninguno… como esa primera vez –repetí.
–¿Qué ocurrió, Biel? ¿Por qué hablas con esa infelicidad? No puede ser solo por un corazón roto…
Yo estaba al otro lado, sentado en mi butacón, abrazado a un cojín grande y mullido. Marina seguía removiendo la copa de vino, apoyando su cabeza en su mano, recostada en el sofá.
– Tengo sólo dieciocho años pero me acompaña una sensación de haber querido ser, anteriormente, más adulto de lo que soy o era entonces. Existen pocas cosas como esa sensación de caer en las garras de alguien y, a la vez, sentirse tan intensamente atraído hacia ellas.
–Hablamos de… ¿Karl...?
–…no sólo de él… pero, de algún modo…
»De algún modo… su mano resiguiendo mi espalda, arañándome y guareciéndome a la vez han dejado una impronta en mí. ¡Ah! Cuando tenía quince años… no hacía ni tres años… Por aquel entonces no era propio de mí escaparme un sábado por la noche, en aquel Berlín frío y nocturno donde vivía como enésimo destino familiar. Pero yo, y mis amigos de clase, acabamos en el pub frecuentado por los mayores del instituto superior. Todos bien pijitos y con buenas carteras. No diferentes a mí. Pero, el grupo de diecisiete años, frente a los quince nuestros, eran como la guardería frente al correccional. Era consciente, no obstante, que mis quince eran como sus diecisiete. No me identifico mucho con el Biel de Berlín… Era responsable, pero con tendencia a dejarme arrastrar. Mi actitud era madura, mi cuerpo era el de un pequeño hombre fornido, mi mirada era adulta… Y recuerdo como Karl me miró con lascivia, mordiéndose el labio, al otro lado del local, desde la otra barra, escoltado por los de su cale, y bajando sus manos lentamente –muy lentamente– hasta su paquete… empezó a acariciarlo, a acariciarlo lentamente, suavemente, mientras no cesaba de morderse el labio y mirarme. Me miraba y parecía que me desnudaba con la mirada. Yo estaba allí, apalancado en la barra de enfrente, entre mis compañeros, ellos perdidamente etílicos, yo absolutamente sobrio y consciente, con mi refresco sin alcohol.
»Había visto a ese chico de último curso, de diecisiete años, muchas veces antes, por los pasillos del centro donde estudiábamos. Siempre se me quedaba mirando. Siempre. Una vez me paró por las escaleras y me preguntó si era repetidor, porque parecía de su edad. Me sentí algo ofendido. ¡Yo llevaba mis cursos al día!
»Y ahí estaba él, magreándose el paquete cada vez con más intensidad, apoyado en la otra barra sin esfuerzo, sin dejar de mirarme y de morderse el labio. Flipaba al ver que nadie a nuestro alrededor era consciente de todo aquello. Lo confieso: me embargaba una terrible excitación, sentía mi vello de punta, y mi bulto creciendo… y creciendo. Hubiese querido apartar la mirada de él. Aquello me parecía impropio de mí. Que tuviera clarísimo, casi desde que era un niño, mi atracción hacia los hombres no quería decir que debiera aceptar esa exhibición. Ah… pero aquello era la eclosión de los sentidos, de los instintos más animales. Yo era un chaval a medio camino de los quince y los dieciséis años. Mis hormonas pedían acción. Mi cuerpo iba camino de ser el de un hombre. Mi juicio no podría derrotar todo eso.
»Karl se empujó hacia adelante, con vaguedad, y caminó lleno de hombría hacia la barra donde yo me encontraba. Se hizo un hueco entre la gente, arrimándose a mí, y me susurró al oído, muy cadenciosamente:
–¿Sabes que me has puesto a mil desde que has entrado en el local? Te follaría aquí en medio, pero se morirían de la envídia… Porque todos te envidian –dejó ir un resoplo de excitación en mi oreja.
»Karl era alto y esbelto, casi 1,80. Tenía un cuerpo atlético. Era el típico chaval que desde los catorce años pasaba por el gimnasio, algo incomprensible para mí. Llevaba una chaqueta tejana muy ajustada a su cuerpo, que le marcaban unos brazos muy fornidos. Su rostro era bellísimo. Uno de los más bellos que he visto jamás. Unos profundos ojos castaños. Una piel cuidada al milímetro. Una sonrisa pícara y seductora. ¡Menudo gañán! Su pelo, marrón claro, perfectamente engominado, pero con aquel estilo casual y travieso. Sus patillas seductoramente recortadas. Toda su ropa cubría un cuerpo musculado. Y esos tejanos negros…
–¿Por qué no nos vamos de aquí y me arreglas el problemita que tengo ahí abajo…? –me dijo señalando con sus ojos a su paquetazo–. Aunque estoy seguro que si me lo magreas aquí mismo ni se darán cuenta. Míralos… van todos borrachos.
»Sin embargo, él no parecía estarlo. Más bien gastaba una suficiencia las veinticuatro horas del día, ahora sencillamente alegrada con una pizca de alcohol. Dio un repaso con la mirada a nuestro alrededor, mirando altivamente algunos de los rostros que allí se mezclaban.
–Oh, sí… Te tienen envidia. Porque eres joven, y más guapo, más listo y más rico que todos ellos –y bajaba la voz hasta un susurro adictivamente seductor, rozando mi oído con los labios– Pero, ¿sabes? Yo no veo en ti ni dinero ni inexperiencia. Veo un potencial increíble, veo un cuerpo que es el objeto de deseo de todos. Te follaría aquí mismo, joder…
»Me sentía muy asustado, la verdad. Pero… tan terriblemente excitado... Quería huir y, a la vez, dejarme hacer de todo por ese tío. Era la franca contradicción del jovenzuelo que quería explorar y ser sensato a la vez. Así es como yo era tres años antes.
Así que, de golpe, y sin avisar, me envolvió en sus brazos y me besó con deseo, unió su lengua con la mía, desplazó su manaza a mi cuello, mientras me acariciaba con fuerza mi pelo. Estuvimos así como cinco minutos, era realmente adictivo. Me comía la boca casi sin respirar. No pude percatarme de la reacción (o no) que pudo haber en mi entorno. Cuando separó sus labios de los míos lo hizo arrancando una sonrisa entre traviesa y sucia, entrecerrando los ojos con satisfacción, como el que siente que ha atrapado a la presa.
–¿Sabes que me has plantado el primer beso de mi vida? –di por toda respuesta, ¡pero qué bobo era!
–Pues no dejes que sea el último…
»
Y se volvió a abalanzar sobre mí, me lamió la barbilla y la mejilla con la lengua y me succionó por completo la boca, luego se desplazó hasta mi cuello, pegándole unos pequeños mordiscos que me volvieron loco.
–¿Qué te parece? ¿Quieres que vayamos a otra parte?
Lo miré con ojos de corderito a punto de ser degollado… y asentí. Me cogió rápidamente de la mano, sus manos eran suaves y fuertes, y me sacó del local. En verdad que el resto de la pandilla debía estar realmente en su mundo, porque nadie nos dijo nada.
Salimos a una callejuela estrecha llena de vapores. Hacía un frío horroroso. Íbamos cogidos de la mano. De repente, se giró, y me dijo
–¿Te espera alguien en casa? ¿Alguien que se preocupe por ti?
Dudé sobre qué responderle:
–Se supone que estoy en casa de un amigo. Esas cosas no me importan… –mentí, con el tiempo me ha importado, y mucho, la verdad y la familia que sí que se ha preocupado y se preocupa siempre por mí.
–Conmigo estás seguro –me plantó un beso con lengua, entre romántico y lascivo, y me agarró de la mano. Con el tiempo me di cuenta de que era ese afán de abrazarme todo él con su presencia y carácter lo que me atrapó de él… y fue lo mismo que me impidió darme cuenta de su gran contradicción.
Acabado el callejón dimos con su moto, sacó un casco para mí y nos subimos, yo bien agarrado detrás él, cogiéndome a su cintura. La verdad es que el frío de Berlín nos había enfriado un poco la suprema calentura que llevábamos encima, pero en breve caeríamos en el fuego más ardiente. Recuerdo como cruzamos la ciudad… y como mi cabeza estaba hecha un lío. Recuerdo el silencio de las detenciones ante los semáforos en rojo. Karl no abría la boca, pero lo notaba cachondo a pesar del frío que a mí me helaba los huesos. Ese silencio parados ante el semáforo en rojo. Nosotros solos en la calle, juntos en la moto. Y en silencio… esperando que explotara nuestro volcán. Llegamos, tras una media hora sin tráfico en las calles pero con muchos semáforos, a una zona ajardinada de elegantes apartamentos.
–Mis padres viven en las afueras, pero me han comprado un apartamento para mi disfrute –yo sabía que su padre era un banquero importante, pero desconocía lo espabilado que era ese chaval, como para vivir sólo… –. No te preocupes, la asistenta me hace toda la faena cada mañana –dijo con esa sonrisa traviesa y seductora.
»
Entramos en un loft de grandes dimensiones, todo muy funcional y espacioso. Desde que cruzamos la puerta Karl no me había quitado el ojo de encima, se movía escurridizamente de un lado a otro, dejando su cazadora y las llaves… sin dejar de repasarme y volviendo a morderse los labios.
–¿Quieres tomar algo? –me preguntó mientras me acariciaba el cuello con sus manos.
Negué con la cabeza.
–Mejor, así probarás nuevas bebidas… –se volvió a morder el labio, me dio la vuelta y me quitó mi abrigo abotonado, que lanzó hacia la entrada, resopló con fuerza–, te voy a dar lo que nadie te ha dado y desde hoy –volvió a plantarme cara a cara– tú… tú vas a ser mío.
Me llevó hasta uno de los sofás negros y minimalistas que presidían el centro de ese piso y me tiró a él con fuerza. Se quitó con rapidez el fino jersey que lo cubría y luego una lisa camisa, botón por botón, mientras me miraba adicto a mí. Mi respiración era entrecortada. Se quedó en pantalones, descalzo y se lanzó encima de mí, primero besándome, comiéndome la boca con fuerza, y volviendo a lamer mi cuello, acariciando con mucha fuerza mi cabello. Luego, sus manazas intervinieron para quitarme mi gruesa camisa invernal, y la camiseta de tirantes que cubría mi torso. Descendió hasta mis pezones y los lamió y mordisqueó con saña. Yo estaba que me quemaba, y creo que nunca jadeé tanto como en aquel primer contacto físico. Así como él se perdía en mi torso yo le cogía la cabeza con mis manos, resiguiendo con placer su pelo y guiándolo por mi anatomía. Empezó a descender, con su lengua, toda una lengua maestra, desde el ombligo hasta mi sexo… ¡Ahhh! Aquello me mataba. Y pensar que sólo era el comienzo…
Karl respiraba de forma entrecortada, no se apartaba de mi piel, su lengua era incombustible. Hasta que, librado de todo rubor –rubor que nunca tuvo– me dijo:
–Si nunca antes te habían besado es que nunca te has comido una polla, ¿no? No te preocupes… yo te enseñaré –dijo, resoplando con voz ronca y excitada, con esos labios muy húmedos y esa sonrisa blanca sin fin, al tiempo que se reseguía la boca con la mano para secar todo el líquido que secretaba– tu polla se va a follar mi boca a base de bien, ya lo verás…
Masajeó mi abdomen y bajó hasta el botón de mis pantalones. Se entretuvo con su textura, con su contorno. Me acariciaba el paquete. A mí aquello me hacía retozar de placer. Todo aquello era nuevo para mí. Reseguía y reseguía con sus dedos maestros mi bulto, mientras movía la cabeza impulsivamente con el labio mordido y alzaba furtivamente la vista para verme retozar de placer… ¡Ahhh, qué jodidamente bien lo hacía!
Me arrancó los zapatos, los calcetines. Todo. Desabrochó el cinturón y los botones del pantalón y me los extrajo de mis piernas sin más. Me quedé en bóxers.
–Sí… era lo que me imaginaba… Chavalín –me decía con esa mirada sucia que magreaba el grueso cubierto de mi polla–, eres todo un hombre, de cuerpo… y de polla.
Mi miembro ocupaba todo el bóxer y estaba a punto de estallar en su prisión. Karl aún se recreó unos instantes, hasta que sacó con maña el calzoncillo y empezó a masajear mis pelotas y a masturbar mi mástil.
–Tu polla se va a follar mi boca, ¿eh? Aprende…
Cuando se la llevó a la boca… ¡ahhh! ¡¡Me quería morir…!!
Sus labios gruesos se veían expertos. Tremendamente expertos. Se lo metió todo del tirón. Empezó un movimiento mecánico, de la punta a la base, succionando y chupando. Me retozaba en el placer absoluto, arqueando mi cuerpo en el sofá, sobre mis brazos y espalda:
–Oooohhhh, ahhhhhh, sí… jodeeeeeer. Ahhhhhh –mis manos acompañaban a su cabeza despeinada, ¡era tremendo!
En algún momento de control pude abrir los ojos y mirar esa increíble acción, ahí abajo en mis partes, y, madre mía, cuando vi que me miraba a los ojos con deseo ardiente mientras me chupaba la polla y, más tarde, cuando concentrado en su maniobra entrecerraba los párpados pero veía sus ojos totalmente blancos, como poseído por aquella mamada sin fin… Succionaba y apretaba mis testículos. No dejaba mi ser sin descanso. Eso aceleró mis ganas de correrme, por eso tuve el impulso de cogerle levemente por los pelos y apartar su cabeza de mí. Ese chup que sonó tras quitarle la golosa piruleta de su boca me sonó a gloria.
–Ahora estás preparado para comérmela –me dijo el bruto de Karl, al tiempo que volvía a mí para comerme la boca–. Esta noche vas a ver la máquina de follar que soy, hijo de puta.
»
La verdad… las formas en que se dirigió a mi desde el principio de la noche, en el pub, jamás se las hubiera consentido a nadie. Pero confieso que en aquel momento yo era totalmente partícipe de aquel desfase animal y absolutamente excitante. Si alguien me hubiera dicho en aquel momento que moriría al amanecer, sólo me hubiera lanzado más a la faena, sin parar, sin parar, sin parar… ¡folla que te folla!
Se puso de pie, junto al sofá, y me hizo arrodillarme junto a sus piernas. Acercó mi cabeza a su abdomen, donde reseguí con mis labios el vello, suave y sudoso. Él me tenía cogida la cabeza, rozando todo mi pelo. Me guiaba.
Magreé su paquete. Tremendo. Enorme. Excitado, por lo menos, desde hacía casi hora y media en el pub.
–Es grande, ¿eh? –me dijo suciamente– No hubiera podido pasar una noche más sin trabajar. Te hubiera follado en medio del pub, de hacer falta –¡lo que aquello me ponía, lo decía con una voz grave y ronca, suspirante…–. Venga, abre y descúbrelo sin miedo.
Deje de besar su piel, bajo el ombligo, y me lancé a quitarle el cinturón y a abrir los botones del pantalón. Estaba tan deseoso de tragarme su verga que fui rápido. Lo mismo con sus slips:
–Así, así… sin preámbulos. Obediente. Para que te folle la boca… ah, así…
Le bajé el slip, que se él mismo sacudió de las piernas con brusquedad por la prisa que tenía de que me zampara su pollón. Joder… Tenía una polla de unos veinte centímetros, unas pelotas perfectas. Unas piernas con un poco de bello, gruesas y musculadas. Me lo hubiese comido todo.
–Te la vas a comer toda… ¡Toda! Sí, sí… Esta noche vas a ver la máquina de follar que soy –y entró en mi boca. Primero, me atraganté, haciendo un ademán de vomitar, pero después el apoyó bien su mano en mi hombro y después guió con la otra mi cabeza, agarrándome con fuerza, casi arañándome, por el cuello–. Así, ahhhh, sí… Entra bien, ohhh, sí, te voy a follar toda la boca… Ahhh, ahhhh, ohhhh, qué hijo de puta…
Yo estaba fuera de mí, empezando un movimiento mecánico desde la base de su polla hasta el capullo, que reseguía sibilinamente con mi lengua… Noté que no se me daba mal.
–Oooohh, ohh sí, cabrón, mira cómo sabes, esto te gusta… ¿verdad?
Yo emitía un sonido gutural afirmativo. Estaba viviendo… en fin, lo que nunca había vivido. Abría bien mis ojos y dirigía mi mirada a lo alto, para ver su cara de placer, jadeante, animal… Tenía los ojos cerrados y alzaba el mentón y volvía a bajar para morderse el labio con los ojos bien cerrados de placer:
–Qué cabrón… Ahhhhhh, joder, ¡cómo la mamas! ¡Trágatela toda, cabrón! Ahhhhh, sí, ahhhh–resoplaba retozándose de placer. Alzaba mi miraba a él. Como disfrutaba el cerdo…
Estuvimos así tanto rato que no alcancé a saber cuánto tiempo aguantó sin dar muestras de querer correrse… Hasta que sacó su polla de mi boca, golpeándola levemente en mi labio de forma repetida... y excitante. Yo jadeaba de cansancio pero también de terrible excitación. Se meneó la polla y resiguió con sus manos mis mejillas mientras me miraba a mí y yo le miraba a él.
–Voy a cogerte… –expiró.
–¿Con qué? –afirmé entrando en su juego bruto.
–Con esto –dijo señalando a golpe de cabeza el pollón que se meneaba– te voy a coger a base de bien.
Me levantó del suelo donde me arrodillaba ante él y me cogió en brazos, situando mi culo sobre su polla y comiéndonos la boca con adicción… Me llevó hasta el centro del loft , así, yo subido a él, hasta donde tenía una ancha alfombra de piel de oso blanco. Me tiró allí, boca arriba y se echó encima de mí, rozando nuestras pollas con adicción y comiéndome la boca y el cuello mientras me estiraba del pelo.
–Esta noche vas a ser un hombre, ¿me oyes?
Y yo asentía gustoso. Me dio la vuelta violentamente, posándose sobre mi espalda, que resiguió a través de la columna con su lengua con lascivia. Me lamió todo.
–Este culo me lo peto yo sin pensármelo –y se sentó sobre mis piernas para masajear mis nalgas al compás que se volvía a estirar encima de mí y refregaba su polla entre mis nalgas. No sé cuánto rato estuvimos fregándonos el uno con el otro, retozándonos en nuestros cuerpos en esa alfombra, mientras él me pillaba de los pelos y me mordía el cuello, y volvía a sacar su lengua y me lamía: la oreja, la cara, el cuello, la espalda:
–Eres un tremendo bombón, cabronazo… Ahhh, cómo te voy a coger… Te voy a follar toda la noche… Ahhh…
El placer que le causaba esa fricción, de polla, de cuerpo… de todo… le llevaba a gemir de placer. Y a mí… también.
Volvió a mis nalgas, empezó a reseguir su frontera con los dedos y fue resiguiéndola hasta topar con el ojete, cerradísimo. Echó una carcajada sucia y excitante “Voy a petarte el culo”, repitió. “Pero, antes, te lo voy a comer”. Yo estaba tan excitado, que sólo con esas palabras me hubiera corrido. Pero aguantaba.
Abrió mis nalgas y acercó su cabeza, lanzando un escupitajo al ojete. Y ahí llegó su lengua. ¡Ohhhh, Biel! ¡En vaya unas te veías! Aquello era… ¡buff!
-Ahhhhhh, jodeeeer –grité. Jamás pensé que aquella parte del cuerpo fuera tan erógena.
Karl me penetraba con su lengua. Era algo absolutamente animal. Sentía sus gemidos y sus suspiros, su respiración fuerte y ronca y me ponía a mil. Luego, se acercó a la mesilla que custodiaba a la izquierda la ancha alfombra para abrir un cajón –yo pensaba que iba a sacar un preservativo–y sacó un bote de algo que intuí que era lubricante. Se puso en los dedos y se cogió un poco para mi culo. Masajeó todo el contorno de mi ano y siguió penetrándome con el dedo:
–Voy a follarte cabrón… ¿me oyes? Tu culo se va a tragar enterita mi polla.
Noté que mi ano estaba bien estimulado. Y entonces sentí que ya empezaba a hacer fuerza con su glande cuando me volteé para verle. Estaba asustado:
–Pero… ¿y el condón? –le dije como pude.
–No es para esta ocasión –y se lanzó a comerme la boca. Después, volví a insistir…
–Pero…
–Pero, ¡¿qué?! Mira chaval, siempre lo uso con desconocidos. Pero a ti… a ti… te voy a follar a pelo como te mereces.
–No… pero…
»
Entonces ya no pude reaccionar, sus manazas y sus brazacos se abalanzaron sobre mi espalda y empezó a meter su miembro sin que yo pudiera hacer nada. Recuerdo que grité, no me sentía cómodo, y aquello era de un dolor terrible. Pero él me venció, tendido en esa alfombra de pelo blanco…
Al poco de dominar el interior de mi culo, empezó a bombear con una rabia animal:
–Aaaaaah, ¡¡cabronazo!! Mira como lo gozas… Ahhhhh, jooooder, síiiiii –sus gemidos debían oírse por toda el edificio–, estabas deseando que te follara así… Ahhhh, jooooder, qué hijo de puta…
El ruido de su escroto y su abdomen chocando contra mi culo, la terrible excitación que eso me provocaba, apagó un miedo que, en el fondo, no me abandonaría en el año largo en que Karl sería mi novio. Pues la relación se basó, en gran parte, en la dominación pura y dura de los sentidos… y del cuerpo.
–¿Ves la máquina de follar que soy? Cabrón… Ahhhhh, joooder qué culo más bueno… Ahhh… –decía sin soltarme el pelo y el cuello mientras me montaba galopante. Ambos gemíamos de placer.
Fue un polvazo que no se acababa. A mí se me hacía largo y excitante. El piso estaba lleno de nuestros gritos y jadeos. Y nuestros cuerpos envueltos de sudor.
Al final, noté que se iba a correr, y moví mis brazos para que se saliera de mí. Caso omiso por su parte.
–Voy a echártela toda dentro, va a ser tu gasolina, cabrón… Ya viene… Ahhh, sí… joooder, ya viene… Aaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhh Hijo de puuuuuuuuutaaaaaa. Aaaaaah, cabrón, ahhh, ahhh…
Sus gritos menguaban, su sudor me caía a gotas, su leche habitaba en mi interior, ¿cómo pude permitírselo? Tras su grito final se echó sobre mis espaldas sudorosas y me acariciaba los brazos… Yo hacía rato que me había corrido inconscientemente en la alfombra que atenazaba mi miembro. Volvió a cogerme del cuello y volvió a comerme la boca…
–Tú vas a ser mío, Biel, mío para siempre…
»
Explicando esto me contuve. Con Marina pasé los detalles, digamos escabrosos , de largo… Pero le hablé de la dominación violenta de Karl sobre mí. Estaba sin palabras. Había sostenido la copa de vino como una estatua griega.
–A ver, Biel, o sea… ¿cómo le permitiste…?
Me hice el mandroso, triste:
–Marina… ¿y yo qué sabía? Siento como si su fuerza me agarrara en mi mente. No fue una relación sana, toda ella de principio a fin.
–No, desde luego –volvió a sorber la copa, la mujer se había quedado blanca de estupefacción–. Biel: por el amor de Dios, no vuelvas a hacer jamás algo así ni permitas que te lo hagan sin tu consentimiento.
–¡Era un estúpido chaval de quince años! Te aseguro que ahora soy un hombre, y no precisamente por Karl…
–Mira, sé que llevas años, desde que rompiste con Karl, haciendo vida estoica, a pan y agua. Pero, cariño, hagas lo que hagas con tu intimidad, ahora te mereces hacerle justicia a tu ideal. Amor a por todas.
–Tranquila, no voy a dejar que me vuelvan a dominar los instintos.
–Como madrastra –dijo con una media sonrisa– sólo te diré esto: no fijes tus esperanzas en hombres que jamás te concederán su corazón. Y que, al contrario, bajo su apariencia de cordero… ¡pueden hacerte mucho daño!
Mi mirada quedó atrapada en el vistazo dulcemente inquisidor que Marina me lanzaba… mientras bebía el último sorbo de su copa de vino. Esa mujer era, en verdad, una adorable bruja en la sombra. Como si todo lo supiera… Y no sabía bien lo que estaba por llegar. ¡Pobre de mí!