Simplemente Biel (I)
Biel de Granados es, aparentemente, un chico normal. Sus circunstancias, no obstante, no lo son. Y casi sin buscarlo descubre la mayor historia de amor y pasión de su vida. Un relato meditativo con las dosis justas de romanticismo y sexo.
–No creo ser capaz de cansarme jamás de reseguir este cuerpo con mis dedos… –díjome cierta mañana, desnudos ambos entre unas sábanas blancas que ya habían secado el sudor de una noche muy larga–… sin embargo tú sí que te cansarás de mis frases de bobalicón.
Me di la vuelta, saliendo de sus confortables y vigorosas manos, que reseguían la línea de mis brazos, de mis piernas, de mis nalgas, de mi cuerpo tumbado de lado y de espalda hacia él, y di con su rostro, su sonrisa blanca y pura, sus ojos verdes. Mostraba un semblante totalmente adicto a mí. Me volvió a acariciar los hombros y los brazos, cuerpo con cuerpo, mientras apreciaba mi figura y alternaba su mirada con un vistazo furtivo e intenso a mis ojos.
–Cuando seamos viejos, y estos dedos y estas manos tan fuertes y jóvenes resigan mi piel y no encuentren más que arruga tras arruga… hablamos –le dije con tono burlón mientras volvía a arrancar, una vez más, esa sonrisa perfecta y a la vez tan humilde.
Reseguí sus dedos con los míos y me los llevé a mis labios, empezándolos a besar suavemente mientras uníamos nuestras miradas. Él me miraba como un niño impaciente que no dejaba de sorprenderse ante lo enigmático.
Besaba las yemas de sus dedos sin parar y él hacía fuerza para penetrar con ellos en mi boca, a lo que yo accedía mientras su mirada se encendía aún si cabe con más impaciencia. Mi lengua resiguió todo su índice con fruición, entrando y saliendo de mis labios. Tras repetir adictivamente el ejercicio, cubrió mi mandíbula con su mano, resiguiéndola suavemente por el cuello hasta recoger mi rostro con sus manos y abalanzarse sobre mí para besarme con fuerza y succionar toda mi boca con su lengua. Venció a mi fuerza con sus brazos y, derrotado, me recostó completamente hacia arriba, mientras me cubría con su cuerpo y dejaba mi boca para perderse en mi cuello, lamiendo y besando mi piel compulsivamente mientras mis manos descendían desde su torso hasta el epicentro de su cintura. Jadeaba como si se le fuera la vida con esos besos y esas lamidas… o más bien por mi estímulo infatigable y creciente sobre su miembro. Furtivamente, abandonó mi cuello para posar sus ojos sobre los míos, viendo yo el fuego en ellos, y para decirme, jadeando:
–Jamás me cansaré de poseerte.
Cuando echo la vista atrás, en el tiempo, y persigo en la oscuridad de mis recuerdos las estelas luminosas de su persona, de su carácter, de su rostro, de su cuerpo, de su habla, de sus palabras… cuando doy con él en medio de esa niebla espesa que es el pasado me embarga una triste desazón y, a la vez, un deseo obsesivo de posesión. ¿Cómo pudo ocurrir? Jamás imaginé vivir en propia carne semejante historia que, hasta mis dieciocho años de entonces, dejaba exclusivamente al anhelo de mis pueriles ensoñaciones, veladoras en la noche. No. En verdad, hasta conocerle (o, más bien, conocerme él a mi), yo sólo era un inexperto postadolescente que, en el amor, construía castillos de cartas en el aire. Cero iniciativa. Nula voluntad de seducción. Infravaloración de mis propias cualidades. Falsa y odiosa autocomplacencia. Y, sin embargo, fui premiado con la recompensa del perseverante que espera sin pasar a la acción. Del que, sin esperar nada, es llevado en volandas por una fuerza (y un ser) superior. Él salió de su estadio, de los focos de la fama y la gloria, de la corte de aduladores (y aduladoras), del ejército de cuerpos dispuestos a sacrificar la propia dignidad por agenciarse la posesión más animal. Después de todo… quizá él no era tan diferente a mí –o yo tan diferente a él–, quizá no existe la fama y la gloria cuando se trata de luchar por la persona adecuada para nuestro corazón.
–Siento que por amor… dejas de vivir tu juventud –me dijo una noche Marina, mi madrastra y, en verdad, toda una madre para mí.
Le devolví una mirada de incomprensión. Cenábamos, como de costumbre, solos en aquella acogedora encimera de cocina. Mi padre, también como de costumbre, viajaba a esas horas de vuelta a casa, después de su enésima gira.
–¿Por amor? –finalmente rechisté, suspirando las palabras, como si me las sacara con cuentagotas–¿Y qué es el amor?
–Biel: el amor será lo que tú quieras que sea. Esto tuyo no puede ser. Tienes a tu padre de los nervios con tu soledad, sólo te falta ir llorando por las esquinas…
–¿Yo… llorando por las esquinas? –le miré apelando a la injusticia–. ¿¡Llorando!? ¿¡Por las esquinas!? ¡A ver! ¿Qué he hecho ya mal? ¿La cena de la Unicef? ¿No tenía el semblante adecuado? ¿No estuve toda la noche sonriendo a los invitados? ¿No estreché mi mano con suficiente fuerza?
–Me importa un bledo los negocios de tu padre… Pero él, como yo, nos preocupamos por tu bienestar.
Sacudí la cabeza negando con fuerza esa afirmación.
–Perdona pero dudo que papá entienda cómo me siento. Perdón: cómo me sentía. Te aseguro, Marina, que todo aquello es agua pasada.
–No seas injusto con tu padre, Biel.
–Es él quien fue injusto conmigo. Terriblemente injusto.
–¡Biel, deja ya de remover el pasado!
–No hago tal cosa.
–Cuando quites esas fotos de Karl y tuyas de tu despacho te creeré.
A mis dieciocho años acabados de cumplir yo, Biel de Granados, hijo de Edmond de Granados, no era más que el obediente hijo menor del afamado empresario que tan pronto te construía grandes autopistas por Europa como se hacía con el club de futbol de moda del país previo pago de la mitad más uno de su accionariado. Pero el dinero no podía, ni puede, comprarlo todo. Y no pudo comprar mis sentimientos siendo tales que el elogio inacabable hacia mi responsable persona por parte de mi padre acabó por los suelos cuando, a los quince años, Karl entró en mi vida para salir violentamente un año después de conquistar nuestro derecho a estar juntos. Me costó sangre, sudor y lágrimas lograr que mi padre aceptara cómo era. Y a él no más de unos miles de euros: lo que le costó el detective que puso ante mí las fotos reveladoras, las pruebas del delito, la muestra clara que Karl no era nada de fiar y que entendía la relación de pareja de muy diferente manera de cómo yo la entendía. Comenzando por la fidelidad al otro. Y acabando por la propia dignidad.
Sea como fuere, aquello no cambió lo que yo era y, con el tiempo, mi señor padre entendió –más bien aceptó gracias a Marina, incansable defensora de su hijastro pequeño– que nada me haría pasar por lo que yo no era. Y que tenía totalmente claro lo que era… Entendió, supongo, que su brillante hijo, en aquel inolvidable año en que yo me hice mayor de edad, estudiante de primero de Economía con las mejores notas que uno pudiera esperar y con una inserción admirable en el entorno empresarial de la familia, era la única esperanza para el futuro de sus negocios. Al fin y al cabo, eran unos nuevos tiempos, un nuevo siglo, –debió de pensar mi padre– y si mi hermana mayor se quería dedicar al diseño rural y mi hermano a hacer viajar a la velocidad de la luz –metafóricamente– los coches más de infarto del mundo sobre las pistas secundarias de Europa… al fin y al cabo, ¿qué sería un hijo recto y cordial, de buena presencia y mejor palabra, pero con la única mácula de que algún día, por firme convicción sentimental, se casaría… con otro hombre? Por aquel entonces la apariencia lo era todo para mi padre.
Aquella conversación con la buena de Marina ocurría a los pocos meses de aterrizar yo en la ciudad que mi padre había elegido como centro de su nuevo negocio: el fútbol. No era nada baladí para su trayectoria empresarial. Aquello movía millones… y pasiones. El Olympic Galaxy, tras casi un siglo de existencia entre los clubes europeos, había resucitado diez años antes como hogar de titanes, como cuna de nuevos dioses del balón. Mi padre y su capital habían llegado en el momento justo y oportuno para hacerse con el control de una máquina de fama… y dinero. Todos los chavales, de aquí a la China popular, pobres y ricos, querían llevar las camisetas de Darío, Van Hysdel, Maech, Forné o Di Campanio. Todos, excepto yo. Odiaba ese mundo, a mis ojos superficial y frívolo. Me había mantenido dos años lejos de aquella ciudad, que no era la mía y que no me era propia. Tras romper con Karl, continué mi bachillerato económico –hecho con convicción– en el Reino Unido, a buen recaudo de todo, hasta que mi padre me convenció para empezar la carrera en la que, aun a mi pesar, era una de las mejores escuelas de negocios del mundo. Si el Olympic Galaxy estaba en la misma ciudad poco me importaba. Al fin y al cabo continuaría con la vida que había llevado en los últimos dos años: de las aulas, la biblioteca y los libros a mi vida sencilla y hogareña… y viceversa. Nada me apetecía más, fuera del estudio, que salir por esos bosques y jardines dados al disfrute de mi familia (gracias a mi padre) a pasear a mi pastor alemán, a correr sin parar, con o sin lluvia, a rodar por el campo y recogerme en mi refugio interior. Mis salidas de ese círculo bidireccional casa-estudios eran contadas y siempre para cumplir excelentemente mi papel de hijo en las cenas, las recepciones, las inauguraciones y los consejos de administración del club. Marina era absolutamente –y bondadosamente– mordaz conmigo: “Ah, el bueno de Biel, cuando dejará de llevar vida de ermitaño…”. Nada más lejos de la realidad. Me dispensaba todos los placeres que me eran propios, desde una buena siesta hasta una buena comilona con mis hermanos Cristina y Lluc, siempre de paso por aquella nueva y aislada finca a veinte minutos de la ciudad, que ya empezaba a hacerme mía, con sus bosques y páramos. Mi condición de chico deportista pero individualista encontraba en sus largos paseos buenos aliados. Corría tanto por sus lugares como trepaba por los árboles para recoger frutos y contemplar puestas de sol. Tampoco abandonaba mis parsimoniosas y filosóficas lecturas, enfundado en mi jersey de lana y recostado junto a la chimenea del estudio de arriba, en la suntuosa casa que era centro de todo aquello.
Pero mi madrastra, fiel compañera de mi padre desde la muerte de mi madre cuando yo apenas tenía tres años, tenía razón: por amor era incapaz de vivir con plenitud mi juventud porque, precisamente, si de una cosa iba falto, ésa era el amor. Ese era el Biel de Granados que cualquiera de vosotros se hubiera encontrado en aquel inolvidable 2004 en que me trasladé a aquella grandiosa ciudad, Olimpo de dioses del balón.
Ocurrió que por el invierno posterior a mi llegada a mi nueva ciudad y universidad, corriendo algo imprudentemente por una pendiente pronunciada, mi tobillo hizo un mal gesto y acabé rodando por la bajante del prado. ¡Cuánto grité! Aquéllo dolía como mil pinchazos. Por suerte, pude arrastrarme por mi propio pie hasta la robleda que desfilaba abriendo camino ante la casa, para avisar a los jardineros, que acabaron por llevarme hasta dentro. Visto el tobillo por un médico del Olympic Galaxy, no quedó más remedio que vendar. Marina dio instrucciones precisas para iniciar mi rehabilitación en el mejor lugar posible: las instalaciones de fisioterapia del club. ¿Quién no se curaría en semejante asilo físico de dioses?
Así que, cada tarde, tras dejar aparcados los libros, de vuelta de la universidad, en el coche que me llevaba y traía de un lado para otro, hacía un alto en la Ciudad Deportiva del Olympic Galaxy. Aun recuerdo como, traspasando el acceso de seguridad, miraba con desdén a la masa que quedaba atrás, amontonada junto a la verja esperando la salida al volante de sus ídolos, tras un día de intenso entrenamiento. Joana y Fidel, dos jóvenes fisioterapeutas, hicieron de mi tobillo una articulación de hierro. Y sus masajes… ah, esos masajes. Creo que fue entonces cuando descubrí la sensualidad de mi cuerpo, ya primerizamente adulto. Desde entonces empecé a ver el lugar con simpatía y, pasando la estricta recuperación, me iba a las máquinas a liberar mi mente a base de ejercicio puro y duro. Fidel se sorprendió al saber que jamás había pisado un gimnasio: mi cuerpo era bien atlético. “Por algo los árboles y las colinas eran las hacedoras de los cuerpazos prehistóricos”, soltaba yo con sorna.
En la sala de máquinas topaba con alguno de esos dioses, mezclados con buenos aspirantes de las categorías inferiores, que se entremezclaban en las instalaciones. Una de esas tardes, cuando superaba con creces aquel punto de concentración sin retorno a la realidad, bufando y rebufando mientras abría y cerraba mis brazos en la máquina de bíceps, una figura ajena se acercó y susurró algo parecido a mi nombre, aunque me sentía tan abstraído que escuchaba como una brisa susurrando a lo lejos mi nombre, hasta que ésta se hizo más insistente.
–¿Biel…? ¿Biel…? ¡Biel!
Corté en seco con mi actividad y me repuse, cayéndome sudor por todas partes.
–Ah… Eh… ¡¡Buf!! Sí, perdona… –entrecerraba los ojos al mirar a mi interlocutor, que tras mi visión borrosa se acabó por definir como una portentosa figura con su camiseta gris de tirantes y unos cómodos pantalones largos de fibra sintética, unos generosos brazos y espalda y un rostro absolutamente encantador– . Ah, hola… ¿Marcos? ¿Marcos Forné? ¿Me equivoco…?
–Acertaste. Biel de Granados... ¿verdad? –y me estrechó su mano derecha, ¡y qué manaza! –. ¿Tú eres el hermano pequeño de Lluc, no?
Por una vez en la vida, me sentí alagado de no ser identificado como el hijo menor de Edmond de Granados, gran empresario y bla, bla, bla… y sí como uno más de mi familia.
–Perdona el atrevimiento, pero he oído hablar tanto de ti… en boca de tu hermano, claro. Y te he visto fugazmente en algún acto del club, pero nunca hemos coincidido personalmente.
Debí parecer un poco bobo porque aunque tengo por costumbre radical no apartar la mirada de los ojos de quien me habla, no pude evitar un repaso general… No fui nada furtivo, especialmente porque me deleité completamente en sus rasgos faciales… ¿sabes… cómo cuándo te quedas mirando intensamente los labios de alguien? Hay esa distancia de centímetros, de mirada a mirada, que hace que el otro se percate inesperadamente de tu ensimismamiento.
–¿Eres buen amigo de mi hermano, verdad? Si no recuerdo mal, me ha hablado de ti. Se prodiga poco por la ciudad, últimamente.
–Lo sé… últimamente y siempre. Pero en la plantilla del primer equipo es todo un ídolo… –y soltó una carcajada muy grande… y muy sincera, sin atisbo de mofa–. De ser uno de los nuestros, sería el rey del vestuario. Es una pena que no se interese por la obra empresarial de tu padre aunque, seguramente, de ser alguien aplicado a la administración dudo que fuera tan cachondo como es…
Yo lo miraba con un semblante risueño y condescendiente, aunque su rostro cambió tras semejante afirmación:
–Discúlpame, en ningún caso quiero decir que responsabilidad y simpatía vayan por separado.
Y se quedó largamente callado, como si lo que hubiera dicho no fuera propio de él y no supiera por donde continuar. Fue muy tierno. Me levanté de la máquina, colocándome una toalla sobre los hombros, y me di cuenta de la solidez de Marcos. No medía más de 1,75, una altura generosa pero no puntera en el equipo: tenía unos centímetros más que yo, que no era especialmente alto, pero todo él era robustez y compacta complexión. Sus brazos bien musculados, sin exagerar, en su justa medida, como llevando a la máxima excelencia las proporciones humanas bien trabajadas. El pelo, de un castaño grisáceo con tonos claros, bien recortado. Sus ojos, de un verde intenso que yo nunca había visto. Sentí que debía parecer bien poca cosa a su lado.
–Todos amamos a Lluc tal como es –le respondí bien ameno–: me alegro de que haya hecho buenos amigos en el Olympic Galaxy. Creo que ahora lo tenemos corriendo por Hungría... ¡aunque con él nunca se sabe!
–Tu hermano me ha hablado de tu inteligencia. Eres una esperanza para la familia… Oh, perdona que te haya molestado, ¿ya te vas? –supongo que lo dijo al ver como hacía señas de recoger.
–Oh, no… No hay nada que disculpar. Es que me parece que ya es un poco tarde y voy a ir tirando… –y rebusqué mi reloj en la muñeca, pero no estaba. Me giré hacia la máquina, buscando en los contornos. Hice un mal gesto al intentar agacharme. Caí. Pero Marcos me socorrió muy rápidamente con sus brazos. ¡Me sentía tontamente abrumado!
–¡Ep! ¿Qué tienes ahí abajo? ¿Tobillo?
–Sí… ¡Ostras! Estoy aquí por rehabilitación –contesté mientras me recogía y me volvía a alzar, al tiempo que sus grandes manos atrapaban sin más mi escondido reloj, que había quedado debajo de un taburete cercano.
–Pues es una pena que no te veamos más por aquí…–justo cuando lo afirmó con media sonrisa me encontraba agarrado a él. Le miré con ojos de discreta sorpresa. Me sonrojé y aparté la mirada. La verdad es que me sentía estúpido por sobredimensionar unas palabras de cortesía–. Vamos -siguió-, creo que toca ir a la ducha…
Reincorporándome, pero sin soltarme de él en los primeros metros hasta recuperar mi propia seguridad en mi cuerpo y en mi paso, nos dirigimos hacia los vestuarios. Allí, me sentó en la banqueta y, agachándose, me quitó las bambas y el calcetín y palpó mi tobillo:
–Una simple molestia, ¿verdad? –me decía mientras, al tiempo que masajeaba mi pie, desde la planta con una mano hasta la vuelta del tobillo con la otra no dejaba de mirarme, como buscando una complicidad a su sondeo–. Ten cuidado con los gestos –me dijo al alzarse y golpearme levemente el muslo–. Espérame a la salida… te acompañaré –y se alejó lentamente de mí hacia la ducha mientras me señalaba con un dedo cómplice y me guiñaba el ojo muy amicalmente.
Siempre me he tenido por chico discreto, pero en aquel cuarto de hora de vestuario no pude apartar la mirada, ni que fuera discreta y fugaz, de aquel hombre. Vi como se quitaba la ropa. Primero esa camiseta de tirantes sudada, dejando a relucir un torso equilibrado y musculado, con tan sólo un camino de vello, perfecto, del ombligo a su sexo. Se dio media vuelta, de espaldas: pantalones y slips fuera. Pasó furtivamente sus manos por las nalgas, bien formadas y relucientes después de la jornada de entreno, primero, y gimnasio, después, y se sumergió en el chorro de agua. A mis movimientos de lenta reacción, finalmente, se añadió cierta vidilla y me desvestí en un santiamén para meterme en uno de los surtidores de enfrente. Me atemorizaba ponerme en su fila. En aquel instante otras gentes entraban y salían del vestuario, pero dudé del control de mi cuerpo, especialmente en algo tan inconsciente como el deseo sexual. Cerré los ojos y aparté los impulsos de mí, evitando una indecorosa erección. El agua me inundaba, y entonces pensé en Karl, mi primera y única pareja, un chico tan solícito a mí como escurridizo en sus sentimientos. Recordé aquella etapa alemana, el enésimo destino de mi corta vida, siempre a remolque de los intereses de mi padre y la familia. Y Karl… Karl… Al abrir los ojos me vi vuelto hacia Marcos, todo él, su cuerpo, su piel, su ser inundado de agua. También él se volvió con los ojos cerrados mientras reseguía una pastilla de jabón por su torso, sus brazos y su cuello. Su cuello… Soberbio… No pude evitar mirar a sus más íntimas partes, tan proporcionadas a su grandeza como bien puestas. Reseguí su vello hasta el ombligo, y continué por sus abdominales y sus pectorales. Todo él era un equilibrio perfecto entre humano y divino. Aunque mediterráneo, su piel tenía una apariencia sólidamente blanca. Era talmente como una estatua griega del clasicismo, con partes nobles más generosas y un hieratismo corporal digno de ser esculpido. Y ese rostro con esos ojazos cerrados, sus labios, su mentón, reseguidos ahora por chorros de agua mientras alzaba la cabeza como esperando el néctar fluvial del agua. De repente, abrió los ojos y me miró muy noblemente con una media sonrisa, a la que correspondí mientras me volvía a girar obedientemente hacia mi lado.
Sentía una fuerte contradicción. Yo, tan estoico de sentimientos tras una atribulada adolescencia, aún inconclusa, no coordinaba bien emociones. ¿Qué me gustaba de aquél tío? ¿Me atraía su físico inacabable, esculpido en la mejor escuela, el futbol de élite? ¿Toda la áurea que le rodeaba? ¿O ese carácter afable y comprensivo que veía en su semblante y su voz? ¿O, simplemente, se aunaba el físico del joven dios del Olimpo con esa humanidad de cuerpo y de espíritu?
Salimos juntos del vestuario, enfundado yo en un cómodo y limpio chándal -bendita mi sencillez- y él, por el contrario, en una impoluta camisa blanca con unos vaqueros apretados, a la que se ciñó una bolsa a la espalda.
–¿Vas bien? –me preguntó apoyando su brazo sobre mi espalda y mirándome con interés–. Te acompaño al coche –y me recogió mi bolsa de mano.
Asentí mudamente. Llevaba un buen rato ensimismado en mí mismo. Reaccioné simplemente para mensajear al chófer para que pasara a recogerme.
–Eres, en verdad, una rara avis , Biel. Otro tío de tu edad y posición, comenzando por los futbolistas, no dudarían en hacerse con el mejor coche deportivo para salir de aquí fardando…
–No me gusta conducir –dije muy inocentemente, a lo que Marcos sonrió condescendiente con una mirada dulce mientras volvía a pasar su brazo sobre mi hombro.
–Eres auténtico.
Yo pensé lo mismo de un futbolista que sabía utilizar latinismos… ¡Una rara avis !
Nos despedimos con gran cordialidad y me metí en el coche rumbo a casa. ¿Quién era Marcos Forné? Era, en efecto, un jugador subido desde la más tierna cantera del Olympic Galaxy. Un jugador de élite… de la casa, pero que a los dieciséis años fue empaquetado y enviado a la Premier League donde pasó largos años hasta que, bajo la estrenada presidencia de mi padre, fue repescado. Pasaba ya los veinticuatro años y estaba en el apogeo de su carrera: joven, fuerte, robusto, rápido, ágil y brillante. Me desconcertaba que siendo casi siete años mayor que yo -¡pero joven como yo!– pareciera todo un gigante a mi lado… tan lleno de experiencia, tan fuerte, tan reposado y seguro de sí mismo. Y esos años en Inglaterra, no cabe duda, habían modelado sus formas y su genuina apariencia. Era muy de aquí… pero muy británico en las formas. Era... una rara avis . Una rara avis de treinta millones y una Bota de Oro. Fama y dinero no le faltaban. Tampoco humildad. Eso me gustaba.
–No creo ser capaz de dejar de besar este cuerpo –me dijo, y pasó sus dedos por la línea que unía mi cuello con mi hombro mientras, agarrándome desde atrás por la espalda, besaba cada centímetro que había reseguido con sus yemas.
Se había deshecho de mis finos pantalones de bañador y con la otra mano masajeaba frenéticamente mis nalgas, magreándolas con fuerza y pellizcándolas, y alternando con una masturbación de mi miembro. Mano delante, mano detrás. Yo me retozaba en su cuerpo mientras con mi brazo alzado hacia atrás buscaba su cuello, agarrándolo bien hacia mí, que lamía con lascivia mi piel, en el cuello, en los brazos… Mi otro brazo descendía a su vergel, y surcaba un mástil largo y grueso que no podía esperar más a la intemperie.
–Quiero follarte… Quiero que seas mío…–me jadeaba con nervios e impaciencia. Y decía esto resiguiendo mis testículos, jugando con ellos, alzando mi sexo y volviendo a las nalgas, para adentrarse en ellas con su dedo, y empezando a penetrarlo en mi culo mientras mi otro brazo acariciaba su polla– Voy a follarte… Necesito follarte…–y me volvía loco mientras me mordía en el cuello, en la oreja, jadeando, retozándose de placer y buscando mi boca para comérmela... y cómo me la comía– Voy a cogerte... ¡¡Buff…!!
Y al tiempo que me penetraba todo mi ser se sacudió. Me desperté jadeante. Incómodo y excitado a la vez. Alcé la sábana y ahí estaba, mojado de cintura para abajo… Lo odiaba. Odiaba esa sensación de fail ensoñado total. Ese despertar brusco tras la fantasía. Encendí la lámpara de la mesita. Las 3 y pico de la madrugada. Sólo un mochuelo intempestivo se oía al otro lado de la ventana, sacudida por un furioso viento de enero. Ese día había conocido a Marcos ( Forné para el resto del mundo, un mundo de frivoliad que casi no conocía) y ese sueño me sumía en una profunda insatisfacción conmigo mismo. Me recriminé jugar –ni que fuera en sueños y, por lo tanto, de manera inconsciente, incontrolada por mí– con gente como él, atenta, amistosa... buena gente. Me censuraba la fantasía. Pero, me gustase o no el dictado de mi subconsciente, aquellos pensamientos habían entrado en mi para quedarse. Y una profunda insatisfacción volvía a invadirme. Porque estaba harto de soñar.