Silvia salió del armario
Silvia sufre una dramática transformación interior mientras presencia la infidelidad de su marido.
Son las cuatro y cuarenta y tres del 26 de Febrero. Tiempo oscuro y cargado. El aire, pesado, huele a sudor. Calor. Al norte una balda. Al este una chaqueta de cuero. Al oeste pantalones de pinzas. Al sur elementos no identificados que dificultan el equilibrio. Al frente, puertas compactas con pequeñas aberturas a la altura de los ojos, por las que se cuela una luz tenue.
Conviene permanecer inmóvil y respirar con sumo cuidado, sólo lo suficiente como para mantenerse con vida, pero sin llegar a mover el pecho lo más mínimo. Conviene no pensar demasiado ni en cómo has acabado allí, ni en cómo conseguirás salir sin que nadie lo note.
Algo se te clava en la mejilla: el extremo de una percha, pero no puedes permitirte movimiento alguno. Tienes ganas de mear. El corazón te late desbocado.
A pesar de que escuchas las voces, no puedes entender bien lo que dicen. Hay risas, silencios, de nuevo risas. Ganas de vomitar. Si al menos pudieras sentarte…Tanteas con la mano y la retiras instintivamente. Vuelves a tocar…es el cepillo de una escoba. ¿Qué hace el cepillo de una escoba con su pelusa incluída, en un armario ropero? ¿y ese pelotón de ropa sucia que explica el desagradable olor que empieza a marearte?. Lo tenía planificado. Ahora lo entiendes todo. Sus prisas por dejarte en casa alegando una supuesta conferencia en Segorbe. Su abrazo. Su “estate tranquila, ya todo acabó, ahora sólo quiero volver y que confíes en mí”. Apenas hace un par de horas os revolcabais desnudos sobre las sábanas de esa misma cama que vislumbras a través de la rejilla (qué cerdo ni siquiera se ha molestado en cambiarlas, se ha limitado a estirarlas bien), y él te decía que te amaba mientras se zambullía entre tus piernas, él te decía que tu sexo era el más dulce que nunca hubiera probado, que tus pezones eran dos deliciosa frambuesas, que tu culo le volvía loco, que tus besos eran puro delirio, y que no habían otros ojos más hermosos que los tuyos. Que hundir su lengua entre tus nalgas sólo era comparable con saborear la miel. Que todo había sido un tremendo error, que había perdido la razón durante un par de meses, que liarse con una alumna treinta años más joven que él, ahora le parecía ridículo y fuera de lugar, fíjate Silvia, de qué vamos a hablar, si esto ha sido un calentón, un encoñamiento del que me avergüenzo, esta niña está borrada de mi vida, ni existe, sólo quiero volver a casa contigo y con los niños, Silvia, yo estaba enfermo, estaba loco, ahora sólo quiero recuperarte, Silvia, sólo tú, sólo tu coño, sólo tus besos, sólo tu compañía, solo tu olor. Volvamos a empezar, olvidemos esta locura: hazte cuenta de que ha sido una pesadilla, de que no ha ocurrido. Y tú, Silvia, siempre tan confiada, siempre tan dispuesta, siempre tan tendente a la amnesia, le abriste la puerta de nuevo. No una vez, no, sino varias veces, porque Ramiro era reincidente, tan pronto estaba a tus pies como dentro del coño de Janira.
Intentas buscar apoyo para tu espalda, extiendes la mano hacia el estante de un lado para estabilizarte y tocas algo viscoso y blando. Es el resto de un pastel de crema que sólo hacia unas horas él lamía sobre tus pechos. Lo imaginas citándose apenas unos minutos después de dejarte en casa y metiendo todo en el armario precipitadamente, la escoba, la ropa sucia, el pastel…
Ramiro entra en la habitación, puedes verlo trajinando mientras enciende unas velas, detrás viene la nena (así la llamas, “la nena”, porque apenas tiene unos pocos años más que vuestra hija mayor). Va dando saltitos como una colegiala y él la mira con una complacencia que casi te hace vomitar. “Eres preciosa”, le dice “y hueles tan bien”. Sientes calor, te quema el rostro, no sabrías decir si de pena o de rabia, porque se deslizan las lágrimas por tus mejillas y al tiempo aprietas los puños. Tú, Silvia, tan dulce, la que acunas a los bebés que no se pueden dormir, la confidente de las amigas de tus hijas cuando tienen penas de amor, la que hace revivir entre sus manos a los pajaritos que caen de los nidos en primavera.
Se te hacen imperiosas las ganas de mear, mientras Ramiro y Janira se besan jadeando como locos. Te duele que encienda velas aromatizadas, te duele que jadee, porque contigo es asmático; en lugar de prender la mecha o suspirar de excitación, utiliza su inhalador de cortisona.
Hacen una pausa para desvestirse. Por un momento Ramiro queda desnudo con los calcetines puestos e intentas aferrarte a esa imagen ridícula para escapar del dolor. Un cicuentón desnudo con calcetines negros. A ti, que lo ves como el hombre de tu vida, se te antoja ahora grotesco al lado de la nena, de esa explosión de juventud y belleza. Janira lleva un tanga mínimo y se desprende del sujetador para dejar al descubierto dos pechos pequeños y firmes, mientras ríe y echa la cabeza hacia atrás sacudiendo su melena negra azabache. Se sabe joven y guapa, se siente la reina del mundo con un hombre, que podría ser su padre, bebiendo los vientos por ella. Janira ha aplastado con su pie tu cabeza, Silvia.
Se restriega contra el cuerpo de Ramiro como una gatita mimosa y él le muestra su erección “Mira cómo me pones, bonita. Ninguna mujer me pone como tú”. Quieres gritar, salir del armario y correr a la calle, estar en otro lugar, en un país lejano con idioma nuevo y desconocido.
Ella lo mira coquetamente y entonces, ante tu sorpresa, él comienza a darle instrucciones, como si jugara con una muñeca. “Ponte a cuatro patas sobre la cama”, ella obedece, está ahí para complacerle, está ahí para quedarse. Las gotas de sudor te resbalan por la frente, por la espalda. No puedes pensar. Es tal la traición, la mentira, el disimulo, que te sientes bloqueada. Sólo te puede la necesidad de mear, sólo quieres mear. El resto es una película surrealista, un mal guion que presencias desde fuera.
Ramiro se arrodilla sobre la cama por detrás de la nena, le pellizca el culo, restriega su polla contra ese estúpido culo perfecto y la penetra moviéndose con lentitud. Ella gime de manera exagerada (ahora, Silvia, eres una espectadora desapasionada, observas sin sentir nada más que curiosidad, y te asustas de ti misma), se retuerce mientras Ramiro se inclina sobre su espalda y busca sus pezones, los pellizca, los aprieta. Hace unas horas lamía lo tuyos, los retorcía entre sus dedos y tú vibrabas, como ahora lo hace ella.
Te sorprendes sintiéndote excitada, una excitación que te repele y que no puedes evitar. Agradeces tus imperiosas ganas de orinar que no te permiten ser arrastrada por ese deseo perverso que te condena a ser la otra. Porque Silvia, tú eres la otra: la que cocina, la que educa, la que lava, la que come paella los domingos, la que compra las cervezas, la que le pregunta cómo le ha ido el día, la que cambia la ropa cada temporada, la que consuela. Tus amigas tienen hijas de veintipocos años. Janira podría bien ser la hija de cualquiera de ellas, y maldices el instinto maternal que te despierta.
“Ahora chúpamela”. La nena obedientemente mete la polla de Ramiro en su boca. El está tumbado sobre la cama, ella arrodillada, le lame los huevos “Así, Janira, ahora más arriba”.
No eres obediente, Silvia. Siempre opinas, discutes y negocias. Le pones piedras en el camino, le cuestionas. “Deja de plantearme inconvenientes” te dice “dime a todo que sí y deja de dar por culo. Eso es lo que me ha dado ella, nunca me cuestiona nada, todo lo acepta”. Reconócelo, Silvia, no has nacido para dejar que otros piensen por ti. Te comprometes por causas imposibles, no te importa dar tu tiempo y tu esfuerzo sin recibir nada a cambio si el objetivo lo merece. Ramiro nunca lo entendió. Él piensa que todo tiene un precio. Tú lo sabes, sabes el precio que pagó por ella. Te lo dijo él mismo en uno de sus arrepentimientos, cuando volvió a ti diciendo, una vez más, que su relación con Janira había terminado. En su primer mes de extasis medió para que fuera becaria del máter del cual es alumna suya. Ocho mil euros por abrir la puerta del aula al comenzar la clase, y cerrarla al acabar. Una deuda que te tortura, una enorme hipoteca que se saldará a polvos.
Ramiro se incorpora y la hace tumbarse, le muerde los pezones menudos con saña, hunde su lengua en su sexo mientras ella gime con sus asquerosos labios sensuales, con sus malditos ojos verdes, con su jodido vientre plano, con sus vomitivas piernas perfectas, con su puto sexo depilado. “Chúpamela” le ordena. Y Janira separa aún más su piernas, busca el sexo de Ramiro y lo mete en su boca, lo succiona, lo lame, lo mordisquea. Sesenta y nueve era vuestro número preferido. Pero eso fue esta mañana.
Ahora es el momento, Silvia, ahora que él le come el coño y ella le chupa la polla. Si sales es posible que ni siquiera se den cuenta. Estás a punto de arriesgarte cuando él levanta la cabeza “Es el coño más dulce que nunca haya probado”. De golpe vuelve a ti el dolor, la conciencia de estar presenciando una escena que te mata.
“Cabálgame, bonita”, y la nena sube a horcajadas sobre Ramiro que la penetra. Ahí está ella gimiendo, jadeando, con su brillante melena azabache mostrando todo su brillo. Él le acaricia las tetas y se corre entre estertores que ójala, piensas, fueran de muerte. Se corre, Silvia. Te dijo que estaba bien así, que sólo quería que disfrutases tú, que él no necesitaba eyacular. Se estaba reservando para Janira.
Sigue la nena, dando pequeños gritos, temblándole el cuerpo. Puedes olerla; es un perfume dulzón y caliente. Lo reconoces. Ahora las piezas te encajan: entiendes por qué al llegar a casa después de vuestro encuentro, sentiste ese impulso, como un latigazo, de coger las llaves del apartamento de Ramiro, el que había alquilado en ese tiempo de separación, y pensando que tendrías toda la tarde, fuiste hasta allí buscando señales, pistas que te dijeran por qué ese libro que había sobre el asiento de su coche y que supuestamente le había prestado un compañero de Departamento, olía dulzón y caliente.
Lo que no esperabas, Silvia, era verte sorprendida y tener que ocultarte en el armario, como en una comedia del montón.
Oyes un chasquido, el sonido de un cristal que se quiebra, y te quedas paralizada. Te descubrirán, abrirán las puertas del armario. Casi deseas que sea así, que acabe esta pesadilla. Pero no, falsa alarma, el sonido no ha sido audible porque ha ocurrido en tu pecho, dentro de ti. Primero algo se ha quebrado, luego un sonido de vidrios cayendo. Te has roto por dentro.
Ahora te das cuenta; ella, la nena, nunca desaparecerá; será tu espada de Damocles, tu buitre carroñero, la guadaña presta a segarte al menor descuido. Vivirás en la cuerda floja el resto de tus días. Ella siempre será la rosa fresca, la isla, la madriguera. Nada podrás hacer contra esta maldición.
Lloras amargamente porque Ramiro nunca será tuyo, porque cada vez que salga por la puerta te torturará la idea de que no esté donde dijo que estaría, por el engaño, por tus cuarenta y nueve años frente a los triunfantes veintidós de Janira, por los ocho mil euros de servidumbre, por la nena que obedece. Aprietas tus muslos porque notas que ya no puedes aguantar más sin mear.
Ramiro se levanta y se viste. Le da un beso a Janira en los labios “Quédate aquí, bonita, que le he prometido a mi mujer que pasaría al acabar a conferencia. La saludo y vuelvo en seguida. Descansa que vendré a por más”. Cuántas veces fue a verte, Silvia, sólo para darte un abrazo y volverse a su casa porque estaba cansado o tenía trabajo que hacer, exámenes que corregir, clases que preparar. Era la nena esperando en la cama.
Oyes el portazo y quisieras estrellar a todos los bebés que acunaste, estrangular a todas las adolescentes que te contaron sus penas de amor, retorcer el cuello a todos los pajarillos caídos del nido. Hay un demonio en ti que nunca antes había asomado, que te quema por dentro y te posee. Odio, rencor, rabia, ira. Emociones que creías imposibles, Silvia conciliadora, dulce, maternal, toda ternura.
Con cuidado sales del armario pero antes coges en tu mano lo primero que alcanzas.
Ella duerme rendida, la sábana apenas la cubre, el rostro angelical, sus párpados perfectamente delineados en negro, sus labios llenos y rojos ligeramente abiertos. El pelo azabache se desparrama sobre la almohada y sus pechos breves se mueven suavemente al ritmo de su respiración. Ya no hay duda en tí, ya no te tiembla el pulso. Con un movimiento seco y certero golpeas su cabeza con la plancha de vapor y oyes un chasquido, el mismo que escuchaste en tu interior, y sus pechos dejan de moverse suavemente, y su culo perfecto deja de estar vivo, y ya nunca más será tu espada de Damocles, ni dará saltitos de colegiala, ni se comerá la polla de Ramiro, ni conocerá a tus hijos…
Y ahora sí, porque ya no tienes nada que perder, te meas en el armario.
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