Silvia la sádica (09)

Panem et circenses

Los esclavos y esclavas de Silvia fueron conducidos desde el pretorio a las mazmorras de la arena al día siguiente de dictarse la sentencia. Silvia Ulpia dispuso para ello un horrendo y humillante cortejo que recorrió las calles de Roma en pleno día. Durante el largo recorrido desde el pretorio hasta la arena sus quince esclavos deberían transportar en público el patíbulum, es decir, el brazo horizontal de la cruz, sobre sus hombros y un collar del que colgaban cuatro clavos símbolo del tremendo suplicio que iban a tener que afrontar.

Todos los esclavos y las esclavas deberían ir completamente desnudos sin siquiera un taparrabos que preservara su sexo de las miradas de la gente y sobre la piel del torso y la espalda escribieron su crimen con un carboncillo a modo de titulus. Con calculada crueldad, Silvia hizo fabricar réplicas en bronce de los cuatro dragones para que las siete esclavas sintieran en todo el trayecto el doloroso mordisco en sus pezones, clítoris y lengua cada vez que los verdugos tiraran de ellas y les obligaran a caminar.

Para los hombres, la sádica matrona preparó un aditamento similar pero en este caso las cabezas no eran de dragones sino de mujeres monstruosas, se diría que retratos de la propia Silvia. Una de las cabezas era mucho más grande que los demás y de dientes largos como alfileres. El destino de esta última era por supuesto “morder” el prepucio de esos desdichados a los que parecía estar mamándosela cuando en realidad les producía una horrorosa tortura. Podemos imaginar el tremendo dolor que tuvieron que soportar tanto ellas como ellos en el largo y doloroso camino hasta el anfiteatro. Por supuesto fueron escoltados por una nutrida guardia y por los verdugos que no ahorraron latigazos ni pinchazos con punzones similares a los usados para hacer andar al ganado.

Además antes de llegar al Coliseo, Silvia sugirió al César que sería conveniente someter a los condenados y condenadas  a un castigo y humillación pública en el foro, es decir en el mismo centro público de la ciudad. Esa exhibición serviría como ejemplo para otros esclavos que osasen atentar contra la vida de sus dueños. Para este castigo, unos operarios prepararon una tarima en la que había una larga barandilla de madera situada a unos ochenta centímetros de altura.

Según iban llegando los esclavos agotados por el peso del madero de la cruz y con el cuerpo marcado por los latigazos, los verdugos les hacían ponerse contra la barra y doblar su cuerpo hacia adelante. Después tiraban a tope de la cadena que sostenía las pinzas y la ataban fuertemente a una anilla del suelo. Con los quince esclavos y esclavas así alineados en tan grotesca y dolorosa postura, un heraldo leyó en alto los crímenes  que habían cometido e invitaba a todos los presentes a flagelarles o a penetrar tanto a hombres como mujeres, pero eso sí, sólo por el ano.

En las cuatro largas horas que los pobres esclavos y esclavas de Silvia pasaron en el Foro en esa postura, cientos de hombres aceptaron la lúbrica invitación y aunque, lógicamente fueron ellas las que más penes tuvieron que aceptar por su trasero, los esclavos también fueron desvirgados repetidamente.

Por supuesto, Silvia lo vio todo desde un coche cerrado y no paró de masturbarse mientras gozaba del espectáculo.

Tras aquello se desató a todos aquellos desgraciados y con las fuerzas que les quedaban fueron capaces de llegar al Coliseo.  A los esclavos se les llevó a una mazmorra y a las esclavas a otra. Una vez encerrados en las mazmorras subterráneas situadas bajo la arena ya no se les torturó más, pero las muchachas siguieron recibiendo todos los días las visitas de sus guardianes en busca de sus favores sexuales. Éstos les permitieron vestir unos harapos pues si no, hubieran enfermado o muerto por el frío y la humedad de ese lóbrego lugar. De hecho, solamente se los hacían quitar cuando aparecían por la mazmorra para violarlas. Así pasaron cinco días más.

La noche anterior al fatídico día de su ejecución, ninguna de las siete esclavas pudo dormir. De lejos se oían los rugidos de los leones que estaban en sus jaulas. Los animales debían estar nerviosos y hambrientos pues, como les dijeron los guardianes, llevaban varios días sin darles de comer. Lógicamente las pobres esclavas se encontraban temblando de miedo pues nunca habían oído el rugido de esas bestias y eso les ponía los pelos de punta. Encadenadas en la celda todas permanecían en silencio sin dejar de pensar un momento en lo que les esperaba al día siguiente y veían desesperadas cómo pasaban las horas inexorablemente.

Finalmente la tenue luz del amanecer se coló por un ventanuco alto que daba a su mazmorra, pero los guardianes no fueron a buscarlas inmediatamente. Aunque los romanos eran madrugadores, y más si se trataba de divertirse, el espectáculo no empezó hasta varias horas después, pues para que empezaran los juegos en honor a su hijo lógicamente era necesario que el César estuviera presente. No obstante, cada vez se oía más ruido de la gente que iba llegando.

El Emperador llegó por fin a eso de las once de la mañana y fue recibido por una impresionante ovación lanzada al unísono por 50.000 gargantas.

Las mujeres se miraron unas a otras temblando y más de una se dio entonces cuenta de que iban a ser crucificadas delante de una enorme multitud.  Inmediatamente oyeron pasos fuera de la celda  y Filé se echó a llorar desesperada pensando que ya venían a buscarlas.

En realidad los guardias pasaron de largo, pues antes que a ellas iban a crucificar a los hombres. Los ocho esclavos de Silvia fueron sacados de su celda entre gritos y empujones de los guardianes, y tras decirles que debían  desnudarse del todo les obligaron a que cada uno portara su cruz en hombros hasta la arena.

Las mujeres  no podían ver nada de lo que ocurría, pues el ventanuco de su celda estaba muy alto, pero lo oyeron todo. Su imaginación hizo el resto. Primero oyeron los latigazos y quejidos de los esclavos así como los gritos de los guardianes haciéndoles apresurarse. Al de un rato la gente volvió a gritar al ver salir la fila de esclavos a la arena cada uno portando su pesada cruz.

El estruendoso ruido siguió y siguió, pero se fue apagando poco a poco. Durante unos interminables minutos no se oyó nada especial hasta que de pronto se hizo el silencio. Y de repente el sonido de un latigazo y el grito desesperado de un hombre. El grito fue seguido por otro latigazo y éste por otro grito.

Las chicas se miraron  horrorizadas pues ya imaginaban lo que estaba pasando.

Efectivamente, tras más de cuarenta latigazos, el látigo paró y la gente volvió a hablar más fuerte, pero un rato después volvió a callarse y entonces las jóvenes oyeron algo que les puso los pelos de punta.

Unos mazos golpearon unos clavos al unísono y el sonido seco y metálico de los martillazos fue seguido por un tremendo alarido humano.

Las hermanas judías se pusieron a llorar pues allí en Judea ya habían visto crucificar  a muchos compatriotas y habían oído ese odioso ruido muchas veces. Dentro de poco les tocaría a ellas mismas y simplemente no podían soportarlo. Los ruidos del exterior siguieron y siguieron durante una interminable media hora: latigazos, martillazos y gritos de dolor eran acompañados por  la muchedumbre vociferante que aclamaba con una ovación cada vez que ponían derecha una cruz con su víctima colgando de ella.

Por fin terminaron los ruidos de latigazos y los gritos fueron sucedidos por quejas y peticiones de piedad de los que ya habían sido crucificados, mientras la gente volvía a calmarse. Así pasó otro cuarto de hora y entonces para su desgracia las muchachas oyeron otra vez ruido de pasos y supieron que esta vez sí que venían a por ellas.

Efectivamente el cerrojo se corrió, la puerta se abrió y apareció el feo rostro de Aurelio que sonreía con sadismo.

  • Ahora os toca a vosotras, se limitó a decirles. Vamos desatadlas y que se quiten esos harapos.

Los guardias se aprestaron a desatar a las jóvenes de las argollas de la pared.

  • He dicho que os desnudéis, fuera los harapos, ¡vamos!, dijo Aurelio lanzándole un latigazo a Claudia al ver que dudaba.

Como resultado del latigazo las chicas se apresuraron a quitarse los harapos y cuando estaban todas completamente desnudas los guardias les lanzaron unos cubos de agua encima.

Las chicas gritaron por el impacto del agua fría, entonces entre risas les guardianes volvieron a echar otro cubo  que las dejó completamente empapadas.

  • Así está mejor dijo Aurelio riendo, y ahora atadlas como os he explicado, la gente se impacienta.

Los verdugos se movieron diligentemente y cada uno de ellos se ocupó de una esclava. Un lujurioso  guardián se acercó a Claudia, brutalmente le obligó a darse la vuelta y a cruzar los brazos a la espalda. Entonces se los ató con una áspera soga por los antebrazos, los codos y las muñecas apretando bien cada nudo. Luego sonrió satisfecho con la polla tiesa y aprovechando que estaba indefensa y desnuda le retorció los dos pezones en direcciones opuestas con sus propios dedos de hierro. Claudia cerró los ojos y abrió la boca pero aguantó el dolor sin gritar. Entonces el guardia se agachó y le ató los dos tobillos entre sí con otra soga corta que les impediría dar pasos normales.

Cuando todas las esclavas estaban convenientemente maniatadas, hicieron una recua con ellas y para ello Aurelio sólo se limitó a seguir   las instrucciones de la sádica Silvia para la ejecución. Así el verdugo sacó una larga cadena erizada de pinchos con siete grandes falos de cuero situados a tramos. Aurelio se agachó entre las piernas de Scila que era la última en la fila y le introdujo el falo trabajosamente por el agujero del ano. Scila gritó de dolor pero los guardias le atraparon  para que no pudiera moverse y el numida la sodomizó con el objeto metiéndoselo hasta dentro. Después pasó la cadena punzante entre las piernas  y estirándola bien, introdujo otro consolador en el culo de Claudia que era la siguiente.

Filé que era la primera en la cola fue la última en ser sodomizada por aquel enorme falo y entonces Aurelio la empujó para obligarla a dar un paso. Lógicamente la cadena se tensó clavándose entre los labia de las siete esclavas que gritaron de dolor.

Aurelio sonrió satisfecho sin poder disimular su sádico disfrute.

  • Dad gracias a que no os obligamos a transportar la cruz, esclavas, vamos terminad de prepararlas, se hace tarde.

Los verdugos terminaron de prepararlas  colgando al cuello de cada una un cordel en el que habían atado otra vez los cuatro largos clavos de hierro, símbolo del suplicio que les esperaba y una discreta corona de flores sobre su cabeza.

Las jóvenes aún empapadas tiritaban de frió y de miedo mientras oían cómo la gente se impacientaba en el exterior pateando y gritando a ritmo.

  • Andando, dijo Aurelio. De repente le dio un latigazo a Filé en las piernas, y ésta no tuvo más remedio que ponerse a andar haciendo que la cadena se volviera a clavar en los labia y el clítoris de todas.

Los verdugos que llevaban a la recua de esclavas hacia su cruel destino, no podían evitar mirarse entre sí, pues estaban ciertamente excitados ante esas siete preciosidades desnudas y maniatadas que caminaban torpemente ante sus ojos. Las jóvenes no dejaban de gemir por los dolorosos  pinchazos en su entrepierna pero debían hacerlo aguijoneadas por el látigo y punzones que los guardias les clavaban en sus nalgas. Aurelio les dio un látigo y un punzón a cada uno y bien que lo usaron. Posiblemente no les hacía falta flagelarlas para hacerles andar, pero de todos modos los crueles guardias les dieron todos los latigazos y pinchazos que pudieron.

Cuando Filé apareció por fin en la arena seguida de sus pobres compañeras, un estruendoso júbilo se extendió por las gradas, miles de espectadores gritaron y aplaudieron al ver aquella fila de jóvenes esclavas, todas ellas desnudas y maniatadas encaminándose torpemente hacia el lugar donde les esperaban las siete cruces ya enhiestas.

Las pobres esclavas estaban aterrorizadas por aquella multitud cruel y vociferante que pedía que fueran crucificadas a gritos. De hecho, pronto vieron lo que habían preparado para ellas: como decimos siete cruces colocadas en una fila. Se trataba de cruces humilis, es decir bajas, del tamaño de una persona, en forma de tau y en frente de ellas los ocho sirvientes de Silvia ya crucificados se retorcían desnudos en sus instrumentos de martirio

A los hombres les crucificaron también con cuatro clavos y de la forma más cruel posible. Dos clavos en las muñecas y dos traspasando los talones a ambos lados del stipe. Todos fueron crucificados en cuclillas y por supuesto les pusieron sedile para que duraran vivos más tiempo. Eso sí, el sedile era un cornu que les introdujeron por el ano más de veinte centímetros para que incluso eso les proporcionara un dolor inhumano pues a cada movimiento por mínimo que fuera se sodomizaban a sí mismos.

Ya llevaban crucificados un buen rato como rebelaban sus rostros angustiados de desesperación por el cansancio y dolor de cada rincón de su cuerpo. Además todos tenían el cuerpo cosido a latigazos y ahora las moscas se cebaban en las heridas haciendo todo más insoportable. De vez en cuando un guardia clavaba una esponja empapada en la punta de una lanza y les daba de beber. Eso calmaba su sed momentaneamente pero también les hacía permanecer despiertos gracias a que habían puesto una droga estimulante.

Los esclavos vieron pasar a la recua de esclavas pero  la mayor parte apenas les hizo caso. Sólo uno de ellos se puso a insultarlas echándoles la culpa de la muerte de su señor y de que ahora todos se vieran en tan doloroso tormento.

Por su parte, delante de cada par de cruces había un brasero con carbones encendidos donde  ya habían introducido tenazas y espetones para que se fueran calentando. Al pasar, File reconoció entre estos instrumentos el “cocodrilo” y un escalofrío de horror recorrió todo su ser al ver que alguno de esos hombres tenía su miembro completamente empalmado.

A pesar de haber llegado al lugar de ejecución, la recua de esclavas tuvo que dar una vuelta completa a la arena, entre los latigazos, las risas, obscenidades  y burlas del público que se había dado cuenta de que todas caminaban con eso tan innoble entre sus piernas. Los sayones siguieron pinchándoles con los punzones, insensibles a sus sollozos y protestas. Así anduvieron ese largo y doloroso trayecto hasta llegar hasta la tribuna donde se encontraba el propio Emperador Domicio. Allí las hicieron parar y poner en fila para que el Emperador pudiera verlas bien.

Las esclavas que se atrevieron a levantar el rostro pudieron ver al emperador que se encontraba en una lujosa tribuna con toda su pompa y rodeado del resto de su familia, sus criados, guardias personales e invitados. Entre ellos se encontraba Ático, pero sin embargo echaron en falta a Silvia Ulpia, y pensaron que probablemente se encontraría en ese momento con Quinto entre el público donde el anonimato les permitía besarse y meterse mano mientras disfrutaban del suplicio. De hecho, eso es lo que hacían muchos de los espectadores que casi habían convertido en una orgía las gradas.

Al propio emperador se le puso dura al ver a aquellas bellas jóvenes desnudas a pocos metros delante de él y dado que no era tan moralista como su hijo, ordenó  al verdugo numida que se postergara la lucha de gladiadores por unos momentos y que improvisara un buen espectáculo con ellas lo más cerca posible de la tribuna imperial.

Aurelio afirmó de mil amores e hizo que los ayudantes de la arena cavaran siete hoyos y colocaran un cepo de madera en cada uno como aquel en el que Filé había sufrido en el pretorio. Después eligió para los cepos a las cuatro que tenían el trasero más redondo y voluptuoso, Scila y Varinia por supuesto, Irina la germana y Séfora fueron las elegidas. A las cuatro las desataron  y las colocaron en el cepo en la consabida postura ridícula y humillante, dobladas sobre sí mismas, con las piernas dobladas y el trasero en pompa con los dos agujeros abiertos. Entonces, entre las risotadas del público, Aurelio le extrajo el falo a Filé y se lo mostró al público aún manchado de mierda y para terror de Varinia le amordazó con él obligándole a metérselo en la boca. Luego hizo lo mismo con el de Varinia con el que amordazó a Irina y así sucesivamente.

Por fin, y mientras él mismo sodomizaba a la rubia germana ordenó a las tres esclavas restantes que se agacharan y lamieran la entrepierna de sus compañeras y no pararan hasta que se corrieran en su cara.

El emperador y el público estaban encantados con la lúbrica visión y el rostro angustiado y asqueado de las esclavas en los cepos que a la humillación de estar desnudas y atadas de esa forma tan ridícula delante de esa multitud, tuvieron que sumar las asquerosas mordazas y el hecho de que todas ellas se estuvieran poniendo cachondas. Algunos entre el público reconocieron a Claudia  y encantados de verle hacer algo tan innoble  pasaron la voz de que era una joven patricia.

Aurelio siguió y siguió sodomizando a Irina y cuando creyó que por fin se iba a correr cogió a Claudia que estaba arrodillada a su lado y agarrándola bien de los pelos, le echó todo por la cara. El público aplaudió al negro  y pataleando algunos pidieron que las esclavas fueran azotadas en esa misma postura, poco a poco a los gritos se sumó más gente y al de un rato toda la arena gritaba y pateaba a ritmo.

Lógicamente el emperador se levantó y dio su visto bueno y toda la gente le aplaudió y vitoreó. De este modo, Miriam, Claudia y Filé ocuparon su lugar en los cepos restantes y tras amordazarlas con los asquerosos falos sacados de sus propios culos, las siete esclavas fueron azotadas por siete verdugos en su trasero y especialmente entre las piernas. Las siete jóvenes lloraban y gritaban por el odioso castigo pues los látigos acertaban con diabólica precisión en sus sexos y la aureola del ano, pero las mordazas y los gritos del propio público impedían que se oyeran sus alaridos.

Al de poco rato, los sayones empaparon los látigos en agua salada y siguieron azotándolas provocando auténtico fuego en su sexo. Para terminar les echaron el agua salada directamente sobre el trasero. Había que ver a aquellas siete aullar y llorar mientras retorcían sus traseros inútilmente para regocijo del cruel público.

Cuando terminaron con ellas, el emperador dio paso por fin a lo que todo el mundo estaba esperando, que era la lucha de cincuenta gladiadores y retiarios.

Éstos se dirigieron delante de la tribuna y colocados en formación saludaron al emperador con el brazo en alto y la fórmula de rigor, “los que van a morir te saludan”. El emperador, que para ese momento estaba más bien alterado de ver lo que habían hecho con las esclavas, prometió a los vencedores la consabida corona de laurel, y si luchaban bien, podrían follarse a las esclavas allí mismo delante de todo el mundo. Los aguerridos gladiadores se rieron  e incluso un retiario se permitió palmear el trasero de Claudia diciendo que él se pedía el culo de la patricia.

Sin más preámbulos la lucha empezó delante de los ojos de las propias esclavas y todos aquellos hombres lucharon con fiereza entre sí de tal manera que a la mayoría de los  caídos el público les perdonó la vida.

Por supuesto, los vencedores fueron coronados con la corona de laurel y acto seguido se fueron a recoger su premio que no era otro que follar a las condenadas indefensas delante de todos. Tocaba a tres o cuatro gladiadores por esclava, pero un sector del público animó a los hombres a elegir a Claudia y a ella se la follaron por todos sus orificios doce hombres. El retiario que le había dado el cachetazo fue uno de los vencedores, así que reclamó el primero su víctima y empezó a follársela sin compasión de sus gritos pues la joven patricia tenía la entrepierna en carne viva.

Las esclavas  fueron folladas repetidamente por delante y por detrás entre gritos de dolor,  y tras dejarlas cubiertas de semen, especialmente a Claudia, las soltaron de los cepos y casi todas cayeron desfallecidas al suelo.

En realidad, los verdugos no las dejaron descansar ni un minuto  y volvieron a obligarlas a ponerse de pie.

El espectáculo empezó entonces a adquirir un aspecto mucho más siniestro y cruel como había previsto la propia Silvia. Las esclavas fueron llevadas de los pelos para crucificarlas sin más ceremonia. La primera que  cogieron fue Scila a la que llevaron hasta su cruz. Allí la colocaron de espaldas al madero y le obligaron a levantar los brazos estirándolos hasta colocar las manos en los extremos del brazo horizontal. La esclava de Silvia respiraba agitadamente y su corazón latía enloquecido. La mujer cerró los ojos esperando despertarse de esa pesadilla, Entonces los verdugos le cogieron los clavos que aún colgaban de su cuello y le clavaron un clavo en cada muñeca a golpes de mazo. Cuando sintió que las puntas perforaban sus muñecas rompiendo nervios y tendones Scila gritó  como una descosida mirando al cielo.

El resto de las esclavas se abrazó llorando desesperadas. Los verdugos ni siquiera las ataron, ¿a dónde iban a huir?

Los que estaban crucificando a Scila apenas necesitaron cuatro o cinco golpes para introducir los clavos hasta la cabeza y gracias a unas tablillas de madera que clavaron previamente, los clavos trabaron bien los brazos de la mujer de modo que era imposible que se desclavaran.

Scila gritaba y lloraba desesperada.

-No quiero morir, así no, por favor, así no, o dioses.

Pero nadie le hizo caso ni tuvo piedad, una vez clavados los brazos, los verdugos la cogieron de las piernas y aupando su cuerpo la empezaron a empalar por el culo en el cornu.  A medida que el cornu penetró su recto Scila gritaba dando espeluznantes alaridos y cabezazos contra la madera. Sus pataleos eran completamente inútiles, pues le cogieron las piernas entre cuatro. Finalmente cuando consideraron que el cornu la había penetrado lo suficiente, le clavaron los pies al estipe, pero no lo hicieron  como a los hombres sino que tras obligarla a doblar las piernas le pusieron un pie a cada lado del estipe y se los clavaron por el empeine y no por el talón. De este modo, Scila quedó con las piernas dobladas en forma de rombo y su sexo completamente abierto.

Cuando los guardias estaban terminando de clavarle los pies entre alaridos y golpes secos, Aurelio señaló a Varinia con el mazo anunciando que ella sería la siguiente. La pobre Varinia se abrazó a Filé negando y a los guardias les costó un triunfo separarlas, pero finalmente lo consiguieron. Cogiéndola de los brazos y las piernas evitaron que pataleara y la llevaron en volandas hasta su cruz. Varinia vio el puntiagudo cornu y desesperada se puso a agitarse y gritar como una histérica suplicando por favor que no la crucificaran. Cuando consiguieron reducirla, a Varinia la crucificaron junto a Scila de la misma manera y con similares gritos, después hicieron lo mismo con las dos hermanas, después con Irina y más tarde con File.

El público aplaudía cada vez que empalaban en el cornu a una nueva esclava, pues con diferencia era cuando más gritaban. Los verdugos eran muy hábiles así que al introducir los clavos provocaron heridas relativamente pequeñas de las que apenas sangraban. No obstante por los brazos de las esclavas corrían delgados hilos que serpenteaban hasta los costados o los pechos. El gesto de sufrimiento de aquellas mujeres era inenarrable y en algún caso sólo era superado por su vergüenza, pues entre el público muchos hombres se masturbaban abiertamente al verlas así.

A Claudia le dejaron para el final. La joven patricia tuvo que ver temblando de miedo y con el cuerpo en un baño de sudor cómo crucificaban antes a sus seis compañeras de infortunio entre gritos y alaridos de dolor

Finalmente los verdugos la miraron con sadismo, le atraparon de los brazos y la joven sintió cómo un líquido caliente se le escapaba sin ella quererlo entre las piernas.

Los guardias se rieron de ella, pero cuando se disponían a crucificarla algo les interrumpió. De pronto otros guardias trajeron un estipe  y les pidieron ayuda para alinearlo junto a la cruz que estaba destinada para Claudia. Ocho cruces, ¿por qué?, se preguntó la joven patricia.

De repente todos señalaron para una puerta y vieron cómo un soldado traía a una mujer desnuda de grandes pechos bamboleantes  portando  su propio patibulum, es decir, el brazo horizontal de la cruz, con los brazos abiertos. Claudia  la reconocío casi al momento, el soldado era Quinto y la mujer Silvia Ulpia.

(Continuará)