Silvia la sádica (07)

Silvia se casa con el hijo del Emperador pero repentinamente ocurre algo inesperado...

Más molesta que honrada por la invitación del Emperador, Silvia se vio obligada a interrumpir sus sádicas diversiones con Claudia e Irina y se tuvo que lavar y vestir apresuradamente para acompañar al legado y a su séquito.

Cuando la patricia abandonó la lóbrega bodega que había servido esa noche de cámara de tortura, inmediatamente fue sustituida por Aurelio y sus hombres que obtuvieron permiso de la señora para seguir disfrutando de las esclavas. Al entrar en la bodega, Aurelio se sorprendió por el estado en que encontró a las dos pobres mujeres con todo el cuerpo marcado de latigazos  y quemaduras así como varias agujas clavadas en sus pechos y sexo.

Las dos tenían el rostro manchado de lágrimas secas y estaban medio afónicas de tanto gritar. Irina aún colgaba de sus pies boca abajo y Claudia permanecía atada de pies y manos al banco donde le habían dejado la noche anterior. La joven romana tenía no menos de diez largas agujas de metal clavadas en los pechos, axilas y alrededor de su sexo. Al verdugo se le puso dura sólo de imaginar lo que tuvo que soportar esa muchacha cuando le fueron introducidas las agujas candentes una tras otra en las partes más sensibles de su cuerpo y tuvo el gesto humano de acariciar su carrillo con el dorso de la mano enjugando una lágrima. A pesar de eso, el verdugo y sus hombres no tuvieron piedad, les extrajeron las alfileres  e inmediatamente se pusieron a violar a Irina, mientras Cayo y Antonino lo hacían con   Claudia.

La joven romana fue ultrajada por los antiguos criados de su padre que no respetaron ninguno de sus virginales orificios incluido el ano.

-Mira Cayo, mírala, toda para nosotros.

Claudia miró hacia donde venía la voz de Antonino y al ver cómo se acercaban esos cerdos y se desnudaban empezó a gritar histérica.

-No dejadme, no me toquéis

Pero nada en la tierra impidió que lo hicieran, Antonino se puso entre sus piernas y con sus manos recorrió sus suaves muslos babeando, mientras Cayo la cogió de sus pechos y los estrujó justo antes de lamerlos.

  • Fuera,  no me toquéis, qué asco

  • Vamos pequeña, no seas tan arisca y dame un beso, le dijo Cayo sacando su asquerosa lengua, y como ella se resistió torciendo el rostro el tipo se puso a lamerle los carrillos. Claudia lloraba muerta de grima.

-Antonino estuvo jugando un rato con los dedos en sus coño virgen y tras arrodillarse se puso a lamerlo.

  • Bueno mi ama, ya que no queréis besarme en la boca tendréis que besarme el culo.

Y diciendo esto Cayo se sentó sobre su cara de forma similar a como había hecho Silvia.

Eso sí que fue repugnante.

-Por los dioses, qué asco, que mal huele, protestaba Claudia a punto de vomitar.

Cayo no hizo ningún caso de sus ruegos, al contrario pues frotó con su entrepierna el rostro de la joven.

-Ja, ja, si quieres que me  levante de tu cara tendrás que comernos la polla.

  • Eso nunca, cerdos.

  • Tú verás princesa.

En realidad Claudia no pudo soportar mucho rato ese hedor y finalmente accedió, los tipos le restregaron sus dos pollas por la cara y dejaron que ella se las chupara.

  • Qué zorra es, siempre he sabido que de mayorcita follaría así de bien.

Claudia estaba asqueada y humillada por aquello, pero lo peor con mucho era comprobar que sentía placer cuando esos tíos le acariciaban con sus trémulas manos, mientras le llenaban la boca con sus pollas revenidas.

Los dos viejos criados siguieron disfrutando de la mamada de la joven Claudia y tras un buen rato decidieron desvirgarla. Para violarla ni siquiera la soltaron del banco, aunque sí desataron sus piernas para colgarlas acto seguido del techo, de manera que la mujer quedó con ambas piernas abiertas y sus orificios indefensos. Cayo la desvirgó a placer por delante mientras Antonino la volvía a penetrar por la boca. Los dos cerdos se la follaron así repetidamente a pesar de sus gritos y protestas. Después tras eyacular sobre su cara, le propinaron unos varazos en los muslos y el culo y tras esto procedieron a encularla. Claudia gritó aún más alto cuando su pesadilla se hizo realidad y esos cerdos la sodomizaron una y otra vez en aquella lóbrega bodega.

Entre tanto, en el Palacio Imperial el Emperador Domicio expuso a Silvia la cuestión de forma clara y directa: el Emperador sería muy feliz si ella aceptara casarse con su hijo Cómodo. Emparentar con la familia imperial era un honor que no se podía rehusar, así que Silvia Ulpia tuvo que decir que sí y además fingir que eso le hacía muy feliz.

Los esponsales se celebraron sólo tres días después de forma relativamente discreta y Cómodo fue a vivir a casa de Silvia como su dueño y señor. Eso significó el infierno para ella y el cielo para sus esclavas. El infierno no porque ahora ella se hubiera convertido en la víctima de un sádico,...... ya le habría gustado......,al contrario, Cómodo  parecía ser un hombre de moral muy rígida y de hecho limitó el sexo con su mujer a lo mínimo imprescindible. Eso sí, Cómodo le prohibió expresamente tener relaciones con cualquier otro hombre o mujer.

Mantener relaciones con otros  era algo común en los matrimonios de la clase alta romana tanto por parte del marido como de la mujer. Pero él era el hijo del emperador y eso hubiera dañado su honor, simplemente no podía permitirlo.  Ni que decir tiene que Quinto y sus secuaces no volvieron a aparecer por la mansión.

Además Cómodo hizo vestir a las esclavas más decentemente  y prohibió a su mujer que les aplicara cualquier tipo de castigo físico. De este modo, Irina, Claudia y las dos chicas judías se libraron felizmente de una horrible muerte en la cruz.

Las semanas y los meses pasaron y Silvia estaba cada vez más desesperada, era como si la vida hubiera perdido todo su atractivo para ella. Y a pesar de eso su obsesión era tan grande que no podía dejar de pensar en sus esclavas. Todas las noches se repetían los mismo sueños sadomasoquistas con ellas y lo  peor es que cada mañana se imponía  la gris realidad. Aquello era desesperante. Además la mujer estaba frustrada por la continua visión de esas bellas mujeres por la casa delante de sus narices. Sentía continuos y sádicos deseos hacia ellas pero no podía satisfacerlos, así que decidió que al menos se alejaría de allí por un tiempo.

De este modo, y sabiendo que sus obligaciones de gobierno le impedían salir de Roma, Silvia pidió a Cómodo  que la dejara marcharse a su villa en Anzio a un día de marcha de Roma. La joven patricia argumentó que al fin y al cabo él no tenía tiempo para ella y que así podría visitar algunos amigos y familiares. Sin embargo Cómodo era demasiado listo para ella así que no permitió que le acompañara ninguna de sus esclavas y además hizo que el viejo Ático, su preceptor y amigo desde niño, fuera con ella  para controlarla.

De este modo, Silvia viajó a Anzio estrechamente vigilada por el  astuto Ático. Durante el largo viaje en carruaje éste no pudo evitar reparar en el pie de la joven y su dedo amputado.

-¿Qué os pasó en el dedo mi señora?

-Fue un accidente de niña.

Silvia le contestó aburrida y lacónica sin añadir nada más, tras lo que se limitó a ocultar su pie con la falda del vestido y mirar hacia otro lado, la joven no tenía ninguna gana de darle conversación a aquel carcelero que le había enviado su marido.

Ya en Anzio pasaron tres días tan aburridos como en Roma. El viejo Ático no la dejaba ni a sol ni a sombra y Silvia apenas tenía oportunidad para separarse de él unos momentos. Era incluso más asfixiante que en Roma donde por lo menos podía salir a la calle sin espías que la siguieran.

En tan agobiante atmósfera, Silvia tuvo que limitar sus placeres a sus mórbidos sueños pues, como decimos, éstos no habían cesado en ningún momento. A la tercera noche en Anzio, soñó con que salía al jardín de su casa y allí encontraba crucificadas a Irina y Claudia. Silvia las miró detenidamente presa de una excitación creciente. La dos exponían sus esplendorosos cuerpos desnudos clavadas en sendas cruces y se retorcían  de dolor aullando desesperadas mientras los sayones les torturaban los senos con tenazas erizadas de pinchos. En su sueño Silvia se acercaba a las esclavas y tras acariciarlas, empezaba a masturbarse ante la lúbrica escena de su suplicio. Pero de pronto se daba cuenta “¿para quién es esa cruz que está en el suelo?, preguntaba en su sueño a Quinto. “es para vos, mi señora, desnudaos y acostaos en ella”. Silvia miraba a Quinto que tenía unos largos y puntiagudos clavos de hierro y un mazo en la mano y le sonreía sádicamente. Entonces presa de una enorme excitación Silvia se quitaba toda la ropa, se acostaba en la cruz y extendiendo sus brazos se quedaba esperando a que le clavaran. Quinto le ponía un clavo en una de sus muñecas y tras levantar el mazo lo dejaba caer haciendo que el clavo la perforara hasta la madera.

De pronto, Silvia se despertó en su lecho sudando, la entrepierna inundada de flujos  y el corazón enloquecido.

  • Señora, señora.

Atico entró de repente en la habitación muy nervioso.

  • Señora, ¡qué desgracia! ¡qué desgracia! una terrible noticia de Roma

La joven se incorporó en el lecho tapándose instintivamente con la sábana.

  • ¿Que ocurre?

  • Tu, ....tu marido....

  • Sí ¿qué pasa?

  • Tu marido....ha muerto.

La noticia dejó estupefacta a Silvia.

  • ¿Cómo? ¿Cómo que ha muerto?

  • No lo sabemos, pero  el Emperador quiere que volvamos a Roma inmediatamente, la noticia la ha traído un mensajero a caballo. Apresuraos por favor.

A toda prisa, los criados dispusieron todo y Silvia y Ático volvieron a Roma llegando al atardecer de ese mismo día. Para llegar al Palacio Imperial Silvia tenía que pasar muy cerca de su casa y desobedeciendo la orden recibida y los requerimientos de Atico,  hizo una parada en ella.

Un criado le abrió la puerta expresándole sus condolencias muy nervioso pero Silvia le urgió que se lo explicara todo.

  • Fue ayer noche, mi señora, una hora después de la cena. Mi señor Cómodo se empezó a sentir mal y para cuando llegó el físico ya no pudo hacer nada, tardó unas pocas horas en morir entre intensos dolores.

  • ¿Qué ha dicho el físico?

  • No ha tenido ninguna duda, murió  envenenado.

  • ¿Envenenado? ¿Cómo?

  • Mi señora, tu marido insistió en que quería cenar unas setas, ya sabéis cómo le gustaban, y las esclavas se las prepararon, parece ser que entre las setas había algunas  venenosas, es la explicación más probable.

  • Pero entonces ha sido un accidente.

El esclavo no contestó y se quedó mirando al suelo.

  • Contesta, ¿no crees que haya sido un accidente?

El centurión Quinto no lo ha creído así

  • ¿Quinto? ¿aquí?

  • Sí, le han encargado que se ocupara del caso y...

  • ¿Y qué?

  • Que ha venido a la casa y se ha llevado a tus siete esclavas.

  • ¿Mis esclavas? ¿A dónde se las ha llevado?

  • A las mazmorras del pretorio, ha dicho que están acusadas de envenenar al hijo del César y que deben interrogarlas, oh señora ¿qué les va a pasar?. ¿qué nos va a pasar a los demás?

Silvia sabía perfectamente que en caso de muerte violenta del amo se estilaba crucificar o empalar a todos los esclavos y las esclavas, fueran culpables o no, pero tranquilizó a su criado prometiéndole que intercedería ante el César por ellos.

  • Creo que se conformarán con mandar a la cruz a esas desgraciadas, al fin y al cabo eran ellas las que se encargaban de la cocina y...... usaron setas venenosas, estúpidas, ...dijo Silvia cabeceando.

  • Vamos mi señora, dijo Atico, el Emperador te espera.

Esta vez Silvia hizo caso al viejo y dejando al lloroso esclavo, fue a ver el Emperador. Éste estaba ciertamente apenado y al ver a Silvia se abrazó fraternalmente con ella y ambos lloraron unos instantes por Cómodo.

Casi inmediatamente, el Emperador Domicio cambió completamente de actitud y hecho una furia aseguró a Silvia que atraparía a los culpables y que pagarían muy caro el asesinato de su hijo.

  • Sí mi señor, dijo Silvia, ya me han dicho que han detenido a mis esclavas, ellas son sin duda las culpables ¡qué terrible descuido!, sólo se deben usar las setas que se conocen, yo.....

  • Sí, ellas son sin duda las autoras materiales del asesinato, pero no creo que hayan actuado por propia iniciativa, lo más probable es que les hayan pagado por hacerlo.

Silvia puso cara de incredulidad al oír hablar de asesinato.

  • Pero César, ¿de verdad creeis? ¿quién ha podido?....

  • Seguramente mis enemigos políticos han querido vengarse y dejarme sin sucesor. Ya soy viejo y Cómodo era mi único hijo. ¡Oh dioses!, ¿por qué me castigáis así?.

  • ¿Sospecháis de álguien?

  • No, cualquier senador ha podido urdir esta trama, muchos ambicionan mi cargo.

  • Entonces ¿qué proponéis mi César?

  • No hay otro remedio que interrogar a las esclavas, ellas nos dirán quién les pagó y a partir de ahí encontraremos al culpable.

  • ¿Y si no quieren hablar?

  • No te preocupes querida, hablarán, los verdugos se encargarán de ello.

A Silvia se le mojó la entrepierna sólo de oír eso.

  • ¿Queréis,... queréis decir que si no confiesan mandaréis que las torturen?

  • Sí, me temo que no hay otro remedio.

Silvia estaba muy cachonda y de pronto se le ocurrió...

  • Mi señor,  ¿puedo pediros un favor?.

  • Pide lo que quieras.

  • Quisiera supervisar yo misma los interrogatorios.

Domicio se extrañó de la petición

  • No será agradable, los verdugos tendrán que recurrir a tormentos muy crueles.

  • No me importa, lo soportaré todo por la memoria de mi marido, quiero ver cómo pagan su crimen esas perras

  • No, no creo que deba permitirlo, eres una mujer y...

  • Son mis esclavas y él era mi marido, tengo derecho César, por favor.

Domicio se lo pensó unos momentos

  • Está bien, accedo....tienes razón, estás en tu derecho......

El Emperador y Silvia hablaron aún un rato y se despidieron hasta el día siguiente en que se celebraría el funeral de Cómodo.

Precisamente es en este punto donde comienza  nuestra historia. Tras recordar todo, Silvia se vistió y muy impaciente acudió al Pretorio en cuyas mazmorras se iba a celebrar el primer acto del juicio: el interrogatorio de las culpables. Quizá no todas lo fueran, pero aquélla era la única manera de descubrir a la asesina.

Quinto le esperaba en el cuerpo de guardia, Silvia entró en él y asegurándose que nadie les veían, ambos se besaron y abrazaron apasionadamente.

  • Oh Quinto qué ganas tenía de verte, ha sido horrible, pero,...pero  también ha sido providencial,.... ha muerto, lo han matado esas zorras...... Me, me vengaré de ellas.... ¿Dónde, dónde las tenéis?

  • Abajo, en la cámara de tortura, Aurelio y sus verdugos se han divertido esta noche con ellas, pero aún no han empezado el interrogatorio.

  • No quiero perdérmelo, vamos cuanto antes quiero verlas.

Quinto guió a Silvia por los corredores de la fortaleza y tras franquear una pesada puerta y coger una antorcha ambos empezaron a bajar por una larga escalera de caracol, único acceso a los sótanos del pretorio donde se encontraban las tétricas mazmorras. Todo estaba oscuro como boca de lobo. Hacía frío y humedad y de cuando en cuando el silencio se rompía por el eco de una gota de agua al caer en un charco.

  • ¿Así que estos son los dominios de Aurelio?. Susurró Silvia impresionada. Esto parece la entrada a los infiernos.

  • Más o menos es así, ya lo verás dómina.

Por fin dejaron de bajar escaleras y recorrieron  un largo y oscuro pasillo flanqueado de mazmorras donde se hacinaban los prisioneros. Al menor ruido de pasos, éstos empezaron a quejarse o a llorar pensando que venían a buscarles. Finalmente Quinto se detuvo ante una gran puerta guarnecida por dos soldados y les ordenó que la abrieran.

Sin saber por qué a Silvia le dio un tremendo escalofrío entrar en aquella tremenda cámara de tortura.

Se trataba de una gran sala abovedada con un gran fuego en un lateral que daba luz y calor.

La joven se excitó automáticamente ante lo escena que tenía delante.

Alineadas contra una pared, de rodillas o de pie  y con los brazos atados a unos grilletes sobre su cabeza estaban  sus  siete esclavas. Las siete estaban desnudas y sucias de semen  pues los verdugos se habían pasado toda la noche violándolas.  De hecho, Claudia aún le estaba haciendo una mamada a un verdugo mientras Aurelio sodomizaba por enésima vez a Varinia.

Sin embargo, cuando las esclavas vieron entrar a su ama reaccionaron desesperadas y empezaron a protestar y pedirle auxilio.

  • Mi señora, por fin, estáis aquí, dijo Filé angustiada, explicadles, decidles vos que todo esto ha sido un accidente.

Aurelio abofeteó a File.

  • Calla perra, habla sólo cuando te pregunten.

  • No  me pidáis ayuda a mí sucias esclavas, yo no he venido aquí a salvar vuestra vida, todo lo contrario, matasteis a mi marido y yo haré que lo paguéis en la cruz.

  • No, no, por favor, no es cierto.....

  • Silencio asesinas. Centurión Quinto, el César me ha encargado que te diga que tras este aparente accidente sospecha una conspiración contra la vida de su hijo y te conmina para que interrogues convenientemente a estas esclavas hasta arrancarles toda la verdad, alguien tuvo que pagarles forzosamente para que envenenaran a Cómodo.

  • No, no, eso es mentira. Las esclavas volvieron a protestar desesperadas.

  • No volveré a decíroslo, dijo Quinto con furia, la próxima que abra la boca sin que le pregunten recibirá cincuenta latigazos. Muy bien, ahora es el momento de confeséis la verdad, ¿a cuál de vosotras le pagaron por envenenar a Cómodo?

Las muchachas enmudecieron mirando al suelo, es posible que la culpable sólo fuera una de ellas así que las otras no podían confesar nada.

  • ¿Ahora calláis? Mirad que tenemos medios de haceros hablar, dijo Quinto señalando con el dedo los instrumentos de tortura.

Las jóvenes permanecieron calladas a punto de estallar en sollozos, desgraciadamente para ellas sabían muy bien a qué se refería Quinto.

Silvia cada vez estaba más cachonda, Aurelio terminó de follar con Varinia, sacó su polla del orificio del ano y   cogiéndola del cabello le echó una abundante lefada blanca en su cara. Acto seguido la agarró de los brazos y dos verdugos la ataron colgada de otra argolla junto a sus compañeras, Varinia era algo bajita así que tuvo que ponerse de puntillas obligada a mantener su cuerpo estirado. La sádica patricia miraba alternativamente los cuerpos desnudos de sus bellas esclavas y los instrumentos de tortura que había señalado Quinto.

  • Vamos, hablad, es vuestra última oportunidad.

  • Es inútil centurión, no hablarán por las buenas, dijo Aurelio también con ganas de empezar, habrá que someterlas a tormento.

Las jóvenes gimieron, pero esta vez ninguna se atrevió a levantar la voz.

  • Tienes razón, estamos perdiendo el tiempo. Señora, ¿dais vuestro permiso para aplicar tormento a vuestras esclavas?.

Para Silvia aquellos sayones ya estaban tardando. Así que tras hacer que dudaba un instante dijo que sí resignada e hipócritamente.

  • Está bien, detesto la tortura pero vosotras lo habéis querido.

Las siete jóvenes se echaron a llorar y gemir pidiendo piedad.

  • Entonces elegid vos misma ¿por cuál de ellas empezamos?.

  • Esperad un momento, aún no lo he decidido, antes mostradme los instrumentos de tortura.

Aurelio pasó cerca de diez minutos enseñandole  varios de los siniestros instrumentos que tenía en aquella sala, y le explicó detenidamente su funcionamiento, pero la atención de ésta pronto se dirigió a uno en concreto.

  • Verdugo desde que he entrado me he fijado en ese enorme armatroste, ¿qué es?

  • Es el ecúleo dómina

  • ¿El ecúleo?  ¿cómo funciona?, preguntó ella medio adivinándolo.

  • Oh es muy sencillo mi señora, se acuesta a la víctima sobre esta tabla y se le atan las muñecas y los tobillos en los extremos opuestos, entonces gracias a este torno se le estira el cuerpo  poco a poco.

Silvia se puso toda cachonda sólo de imaginárselo.

  • ¿Y qué efectos tiene? ¿Es muy doloroso?

  • Depende, si se usa hasta cierto punto provoca dolor muy agudo en las articulaciones y asfixia, incluso se pueden llegar a dislocar los hombros, pero si se sigue más adelante la agonía es espantosa y las lesiones permanentes. Con traidores y espías se usa a veces como método de ejecución. Os puedo asegurar que morir en el ecúleo es mucho peor que morir en la cruz. ¿Queréis probarlo con una de vuestras esclavas?. Dijo Aurelio recreándose en su gesto aterrorizado.

  • No, no quiero que llegues a tanto con ellas pues deseo que lleguen vivas y lo más enteras posible a la cruz pero quizá se podría utilizar de forma controlada. ¿Serías capaz Aurelio?.

  • Por supuesto señora, dijo Quinto, el negro es un experto, dejadle a él y gracias al ecúleo pronto obtendréis toda la información que queráis sacarles.

  • De acuerdo, pero antes decidme ¿Por qué hay varias cuerdas?

  • Este aparato es especial señora, se puede usar con una o dos víctimas a la vez si se desea.

  • Excelente, excelente, dos a la vez, qué interesante....

  • ¿Deseáis pues utilizarlo ahora con vuestras esclavas?.

  • Sí por supuesto, si es posible lo usaremos con todas ellas, pero empezaremos con dos y lo haremos despacio, muy despacio.....

  • ¿Cuáles señora?

Silvia se quedó pensando un tiempo recorriendo con la mirada los ojos de sus angustiadas esclavas que por supuesto habían oído toda la conversación espantadas.

  • Empezaremos por las dos hermanitas,  por supuesto,  dijo Silvia mirando sádicamente a las chicas judías, tienen la misma estatura.

Diligentemente, los verdugos desataron a las dos y las llevaron ante Silvia mientras las demás permanecían atadas a las argollas sin poder apartar los ojos de ese infernal instrumento. Por supuesto los verdugos las amordazaron para que sus protestas o lloros no interrumpieran el interrogatorio.

Por su parte Miriam y Séfora esperaban abrazadas y temblando de miedo delante del ecúleo intentando tapar sus cuerpos desnudos la una con la otra. Las dos miraban sollozando el enorme y amenazante instrumento de tortura y para su desgracia vieron cómo acercaban a éste un brasero lleno de brasas encendidas e introducían en el mismo, punzones, tenazas y otros objetos de hierro.

  • Muy bien, dijo Silvia bruscamente, contadme quién os pagó para envenenar a mi marido y os libraréis del suplicio.

  • Nadie, no...no nos pagó nadie, no hemos hecho nada dijo Séfora.

  • Entonces decidme cuál de esas putas lo hizo.

  • Por favor, señora, no sabemos nada, piedad.

  • Está bien, vosotras lo habéis querido, no me dejáis más opción. Verdugos proceded..

Por la fuerza, los verdugos separaron  a las dos hermanas que hicieron lo imposible por mantenerse juntas y, evitando sus golpes y pataleos, las acostaron en el ecúleo y ataron sus tobillos y muñecas con abrazaderas de cuero agarradas a gruesas sogas.

A las dos les ataron las muñecas juntas y las piernas abiertas y separadas de manera que parecían dos  “y” griegas invertidas. Una vez atadas e indefensas, dos verdugos empezaron a accionar el cilindro con unas largas abrazaderas de madera. Con un siniestro crujido, el torno empezó a dar vueltas mientras se oía un rítmico click, click, click y las dos jóvenes gemían.

Gracias a ese complejo ingenio dos verdugos fuertes eran suficientes para hacer presión sobre dos cuerpos humanos a la vez y estirarlos centímetro a centímetro rompiendo junturas y ligamentos. De todos modos, no hacía falta mantener la presión todo el rato pues un freno de metal evitaba que ésta cediera al soltarlo. Además cada vez que la rueda daba un paso adelante el freno hacía un click, click rítmico que ayudaba a los verdugos a calcular la intensidad del tormento.

Los verdugos siguieron dando vueltas lentamente al cilindro y las dos gruesas sogas se pusieron tensas y, crujiendo, empezaron a tirar fuertemente de las muñecas de las dos hermanas a la vez, estirando poco a poco sus torsos y brazos como si fueran de goma

Como imaginaba Silvia ese tipo de tortura le produjo una intensa excitación. Las dos muchachas exponían sus cuerpos desnudos y completamente estirados que se iban deformando por milímetros mientras sus rostros manifestaban los efectos de un dolor progresivo y cada vez más intenso.

-AAAAAhhh

De pronto Miriam gimió algo más fuerte y Aurelio hizo una seña a los verdugos para que dejaran de apretar por un momento. Era evidente que los cuerpos de las jóvenes empezaban a ejercer  cierta resistencia al estiramiento y a partir de ahí el dolor empezaría a ser infinitamente más intenso e insoportable.

-Podéis empezar a interrogarlas ahora señora, dijo Aurelio, os aseguro que os contarán todo lo que queráis saber.

El cuerpo de las condenadas brillaba de transpiración a la trémula luz de las antorchas. Las dos respiraban agitadamente y con dificultad, medio llorando y suplicando. Sus brazos estaban ya inusitadamente estirados deformando sus hombros y axilas mientras sobre el torso se advertían perfectamente las costillas. Los músculos de los muslos estaban extraordinariamente  tensos y también brillaban intensamente. Ese estado y la incipiente falta de aire les hacía mostrar a las dos hermanas una fuerte excitación como si estuvieran cachondas.

Silvia lo advirtió, se olvidó por un momento de las preguntas y se limitó a mirarlas con detenimiento. Previsoramente a todas las esclavas  les habían depilado cuidadosamente las axilas y la entrepierna para facilitar la aplicación del tormento, de modo que Silvia podía ver perfectamente el sexo rosado y húmedo de esas dos muchachas y se le empezó a mojar el suyo al comprobar cómo las dos chicas tenían muy engrosado el clítoris y los labia.

  • Por cierto, preguntó Silvia al verdugo negro mientras acariciaba la raja de Séfora intensamente tensa y excitada, ¿se corren las mujeres a las que torturas con este aparato?

Aurelio se sorprendió de la pregunta.

-Pues sí dómina, aunque os parezca mentira a veces así ocurre.

-Desde luego estas dos parecen estar a punto de caramelo, míralas.

Y diciendo esto Silvia se agachó sobre Séfora y mientras le masturbaba lentamente se puso a lamer uno de sus pezones. Casi de inmediato los pezones y el clítoris de la muchacha se erizaron aún más mientras ella negaba asqueada.

Los verdugos se miraron unos a otros anonadados.

El lento masaje de Silvia y sus cuidadosas lamidas ayudaron a  la muchacha judía a tranquilizarse un poco e incluso cerró los ojos y entreabrió la boca como si sintiera placer.

Silvia sonrió por el efecto de sus caricias y siguió y siguió chupándole el otro pezón mientras con los dedos mojados pasaba a masturbar a su hermana Miriam.

  • Continuad estirándolas  mientras les masturbo, vamos.

Los verdugos se miraron otra vez entre sí  sudando y también empalmados y a una señal de Aurelio volvieron a accionar el cilindro.

Crack, Click

-AAAAAAAYYYYYYY

Las dos chicas gritaron a la vez cambiando su expresión.

-Piedad, piedad señora, no sigáis, por favor, qué dolor.

-No tengo muy claro si esto os causa dolor o placer, apretad otro diente por favor dijo Silvia insistiendo en masturbar a Miriam que también tenía su sexo inundado.

Click

  • AAAAAAAYYYY, POR FAVOOOR, PIEDAD.

Las dos hermanas miraban angustiadas a Silvia

-Qué maravilla, tienen el sexo grueso como una alubia.....otro, otro diente.

Click

-AAAAAAYYYY, MIS BRAZOS, MIS BRAZOS.

-Señora, si seguimos se les saldrán los brazos de los hombros, dijo uno de los verdugos.

-Vamos, uno más, sólo uno más

El ecúleo hizo un quejumbroso crujido y el diente volvió a sonar

Click

-AAAAAAAAAAYYY.

Scila y Claudia se habían dado la vuelta llorando pues no podían ver cómo torturaban a esas dos jóvenes, pero no podían evitar oír sus gritos.

Repentinamente Silvia sonrió triunfante pues sintió cómo el sexo de Miriam se estremecía entre sus dedos.

-¿Lo veis? Se está corriendo, es increíble.

-Pero señora, ¿y el interrogatorio?. Dijo Quinto.

-Ya habrá tiempo dijo Silvia también muy cachonda. Vamos ahora con otra cosa, pero no aflojéis el ecúleo, esto no ha hecho más que empezar.

Silvia fue entonces hasta una mesa donde había varios objetos y tras echar una ojeada escogió uno de ellos. Se trataba de unas pinzas de cabeza cuadrada erizada de pequeños pinchos.

Sonriente se la mostró al resto de sus esclavas y luego a Séfora.

-Hola cariño, ahora te toca a ti, vamos a ver cuánto tardas en correrte con esto.

Entonces Silvia le agarró de uno de sus pezones con las pinzas y apretando con todas sus fuerzas empezó a estirarlo y retorcerlo

-UUUUUUAAAAAAHH

Séfora dio un cabezazo contra la madera y gritó con todas sus fuerzas sin que Silvia soltara su presa ni dejara de retorcerla. Todo su cuerpo estaba empapado de sudor y temblaba mientras su corazón latía a mil.

Silvia siguió torturándola en el pecho y acto seguido pasó al otro pezón retorciéndolo de la misma manera mientras la masturbaba con la otra mano. Asi  se pasó un buen rato de gritos y súplicas hasta que Séfora se corrió entre sus dedos.

El resto de las esclavas miraba alucinada la escena, mientras las dos hermanas judías se ponían a llorar desconsoladamente.

La insaciable Silvia volvió a sonreir, pero sus ansias no parecían tener fin, así que siguió con el tormento.

  • Me ha dicho el centurión Quinto que sois dos buenas hermanas y os queréis mucho, vamos a comprobarlo ahora mismo.

Y diciendo esto Silvia sacó un delgado punzón que llevaba un buen rato calentándose en el  brasero y que tenía la punta intensamente roja.

Las pobres hermanas se miraron y Séfora hizo incluso esfuerzos desesperados por soltarse, algo totalmente inútil.

  • El juego consiste en lo siguiente. Voy a aplicar este punzón candente una sola vez sobre la parte interior del muslo de Séfora, entonces volveré a colocarlo dentro de las brasas  y cuando esté otra vez al rojo Séfora deberá decidir si le vuelvo a ponerle este hierro entre los muslos o a su querida hermanita.

Las dos muchachas se miraron angustiadas al comprender la finalidad del perverso juego e intentaron pedir ayuda al resto de los verdugos que miraban expectantes.

-Si quieres que no te vuelva a quemar con el hierro tendrás que pedírmelo por favor esclava, tendrás que decir. “Por favor dómina tortura a mi hermana Miriam”.

  • Pero señora, terció Quinto, ¿y el interrogatorio?, ¿qué objeto tiene sino la tortura?.

  • En cuanto confiesen pararemos, Quinto, ellas ya lo saben. Vamos a ver ¿cuál de vosotras dos envenenó a mi marido?

Las dos jóvenes negaron otra vez entre sollozos y ruegos.

-¿Lo ves?, entonces Silvia le puso a Séfora el delgado punzón a lo largo del muslo derecho por su cara interna.

  • IAAAAAYYYYYY.

Un delgado hilo de humo ascendió de la pierna de Séfora que tembló como una posesa y lanzó un largo y estremecedor aullido que terminó en una inconsolable llorera.

Silvia cogió el punzón sonriendo sádicamente y volvió a introducir la punta entre las brasas ardientes mientras admiraba la herida que había provocado.

Miriam levantó a duras penas la cabeza mirando la larga y delgada quemadura en el muslo de su hermana Séfora y pensando que el siguiente era para ella se puso a insistir  llorando que ellas no sabían nada y que tuvieran piedad.

Seguramente  Silvia ni siquiera oyó sus ruegos. Se limitó a sacar el punzón otra vez rojo brillante y mirando a Séfora le preguntó si quería que le hiciera otra marca simétrica a la anterior o prefería que sufriera su hermana pequeña.

La judía fue valerosa pues se negó a pedir que torturaran a su hermana.

  • IIAAAAAAyYYYY.

Silvia le hizo otra marca en el muslo izquierdo casi simétrica a la primera y volvió a repetir la operación realizando marcas paralelas con el punzón cada vez más cerca de la entrepierna. Hasta cinco veces soportó Séfora que le quemaran entre las piernas sólo para salvar a su hermana de ese horrendo suplicio. Sin embargo, al ver a Silvia esgrimiendo por sexta vez el punzón candente, por fin pìdió piedad.

  • No por favor, más no.

  • ¿Quieres entonces que sufra tu hermana Miriam?

  • Noooo, eso no.

  • Entonces volveré a quemarte a ti

  • Sí, sí a ella, que se lo hagan a ella.

  • Así no se pide, estúpida, te lo he explicado antes.

  • Por favor dómina, tortura a mi hermana Miriam, dijo ella e inmediatamente se puso a llorar

  • Eso es otra cosa.

Esta vez fue Miriam la que probó la mordedura del hierro candente entre sus piernas y también gritó y se agitó como una posesa.

Silvia volvió a introducir el hierro entre las brasas y mientras se calentaba ordenó a los verdugos que apretaran un diente más el ecúleo.

Nuevamente el instrumento crujió y las pobres hermanas volvieron a aullar de dolor pero cuando volvieron a recuperarse Silvia ya mostraba el hierro candente a Miriam.

Ésta soportó a duras penas una segunda quemadura pero cuando Silvia le mostró el punzón por tercera vez pidió a gritos que volvieran a quemar a su hermana.

Séfora apenas aguantó otras dos quemaduras y llegó un momento en que las dos hermanas suplicaban a voz en grito que  no les volviera a tocar a ellas. Incluso hubo un momento en que llegaron a insultarse la una a la otra mientras Silvia seguía y seguía marcando sus muslos con marcas paralelas que ya tocaban casi sus labia.

  • Bueno, parece que no os queríais tanto, o al menos no os querréis tanto a partir de ahora.

Y diciendo esto Silvia paseó el hierro candente delante de las otras cinco esclavas que permanecían en pie viendo horrorizadas el infierno que les esperaba.

  • Creo que por ahora las dos hermanitas ya han tenido bastante, vamos a ver, ¿cuáles de vosotras serán las siguientes?.

Las cinco esclavas lloraron desesperadas mientras sentían el calor del hierro cerca de su piel, y Silvia se paró delante de Claudia acercando la punta del hierro a sus pezones. La joven hizo todo lo posible por apartarse del doloroso contacto.

  • Querida Claudia, creíste que te ibas a librar de la cruz, pero ahora será mucho peor ¿mataste tú a mi marido?.

Claudia negó con la cabeza completamente aterrorizada sin dejar de mirar el hierro.

  • Muy bien, a ti te dejaré para el final y como sois impares probarás el ecúleo tú sola, le dijo acariciando sus pechos con las manos, a ti te dedicaré una atención especial.

Claudia se puso a llorar aún más desesperada.

Mientras tanto los verdugos fueron aflojando  el torno y soltaron a las desfallecidas judías.

Silvia se paseó otra vez por delante de las otras y finalmente se decidió.

  • Irina y Scila, ahora os toca a vosotras.

(Continuará)