Silvia la sádica (01)
Historia de sadismo y crueldad en la Antigua Roma. Especialmente indicado para amantes de la crucifixión y no apto para espíritus sensibles.
Tras el funeral de Cómodo, Silvia volvió a casa, entró en sus aposentos y se despojó de las ropas de luto. La joven tenía que cambiarse pues ese mismo día iba a comenzar el juicio por el asesinato de su marido. Naturalmente, como una de las partes denunciantes, se esperaba de ella que estuviera presente y en su calidad de mujer de la nobleza debía ir adecuadamente vestida.
Ya desnuda, Silvia no quiso vestirse inmediatamente. En su lugar se quedó mirándose en un espejo y se deleitó unos momentos viendo su bello cuerpo reflejado en él. Tras inspeccionarlo detenidamente por delante, la joven se dio la vuelta y volviendo la cabeza acarició lentamente las nalgas con sus dos manos entre escalofríos de placer.
A sus 19 años Silvia era una bella mujer, morena, con curvas pero delgada y con unos extraordinarios pechos. Las suyas eran unas mamas algo más grandes de lo normal, redondas y coronadas por unos pezones gruesos y duros que en ese momento estaban erizados de excitación.
Sólo una cosa afeaba su anatomía y era que le faltaba la uña y una parte pequeña de la falange del dedo meñique del pie izquierdo. De pequeña le había caído un cuchillo en el dedo y le hizo un feo corte que los médicos curaron aunque no pudieron arreglar esa pequeña deformidad.
Francamente se trataba de un detalle sin importancia en el que nadie advertía. Lo que todos los hombres admiraban en Silvia eran sus bellos pechos. Esas ubres generosas y blanquecinas eran la envidia de todas las jóvenes patricias de su edad, ella lo sabía muy bien y por eso le gustaba llevar ropas ajustadas y escotadas. Sonriendo satisfecha, Silvia Ulpia se las volvió a acariciar y jugar con ellas sin dejar de mirarlas en el espejo. Entonces cogió una teta con cada mano sopesándolas y manoseándolas. Primero las juntó y apretujó entre sí sonriendo al ver el efecto y luego las hizo bailar arriba y abajo una y otra vez. En ese momento estaban bastante duras.... La joven juraría que le habían crecido aún más desde que había iniciado su relación con Quinto.
Quinto, Quinto, ¿dónde estaría ahora él?, seguramente le vería en el juicio y luego, ....luego por la tarde en su casa. ¡Por fin!, ¡qué excitante volvería a ser todo!. Antes de vestirse se perfumaría para él con uno de esos perfumes caros de Oriente y al final del día sería suya como lo había sido tantas otras veces.
Pensar en Quinto siempre le traía el mismo recuerdo, la joven cogió uno de sus pechos con las manos y se lo acercó a la lengua. Silvia Ulpia era una de esas mujeres afortunadas que pueden lamerse a sí mismas los pezones y empezó a hacerlo sintiendo inmediatamente un agradable y familiar cosquilleo.
Cada vez más caliente y mojada, la muchacha se tumbó en su lecho, abrió las piernas y tras chuparse los dedos se llevó la mano derecha a la entrepierna. Entonces movió los dedos con dulzura.... lentamente,..... , cerró los ojos y se puso a rememorar otra vez el dulce día que conoció a Quinto......
Fue un año antes poco más o menos. Ella acababa de llegar a Roma desde las provincias de Oriente donde había pasado su niñez y juventud. Su madre había muerto al darle a luz, y su padre, un importante procónsul del Imperio, se había ocupado de educarla con la ayuda de una esclava llamada Scila. Desgraciadamente, poco tiempo antes, él también había caído muerto en una refriega con los partos.
Silvia quedó así huérfana a los dieciocho años pero con una importante fortuna personal. Además pertenecía a una familia patricia de rancio abolengo en Roma. Eso y su gran belleza hicieron que no le faltaran pretendientes.
Y sin embargo, Silvia los rechazó a todos. Con mucho sentido la joven pensó que la mejor forma de seguir siendo independiente y libre era permanecer soltera, de modo que así siguió, viviendo como una matrona romana, dueña y señora de sí misma, de su elegante casa de Roma y de sus numerosos esclavos y esclavas.
La mañana que vio por primera vez a Quinto, Silvia se encontraba en el mercado con su esclava griega Filé. Como solía hacer en Antioquía, su ciudad de origen, a Silvia le gustaba salir de incógnito con File y entonces ella también se disfrazaba de esclava. Ese juego de hacerse pasar por esclava le divertía mucho. Las dos jóvenes llevaban un rato curioseando entre los puestos de los mercaderes cuando de repente ocurrió algo que cambiaría su vida por completo.
Súbitamente se oyó un fuerte ruido de armas, gritos, relinchos y tras éstos, el inconfundible chasquear de un látigo.
-¿Qué, qué ocurre Filé? ¿qué es eso?.
- No lo sé mi ama, unos soldados vienen por aquella calle.
La gente corrió hacia el ruido y alguien dijo al pasar que era una ejecución.
Las dos jóvenes se miraron a los ojos.
-¡Vamos!, dijo Silvia de repente. Las dos se apresuraron junto al gentío, y llegaron a la calle adyacente, pero de pronto algo les detuvo. Los que corrían se toparon con una fila de soldados que les cortaron el paso con sus escudos y espadas. Silvia y File llegaron así hasta la línea marcada por aquéllos pero no pudieron pasar más allá. Entonces la joven lo vio.
Precedido por un sayón que tiraba de él gracias a una soga atada al cuello, iba el condenado que llevaba sobre sus hombros un largo y pesado madero y se tambaleaba torpemente al andar. El hombre iba casi desnudo menos por un pequeño taparrabos que preservaba su sexo pero dejaba al aire su redondo y musculoso trasero. El pobre sostenía la sólida madera manteniendo el equilibrio a duras penas con los dos brazos abiertos pues el sayón no dejaba de tirar de él obligándole a caminar. Tras él, otro verdugo le daba de latigazos con un flagrum cada vez que flaqueaba.
El condenado era un hombre joven y vigoroso de ancho pecho y no mal parecido, sólo que la mayor parte de su cuerpo estaba cubierto de marcas por las torturas y maltratos que había tenido que soportar en las mazmorras del pretorio. En ese momento tenía el rostro desfigurado por el sufrimiento pues el del látigo no dejaba de azotarle con toda su fuerza, pero sus quejas no se podían oír muy alto pues le habían amordazado con un palo entre los dientes y se lo habían atado a su nuca.
Silvia cabeceó y se compadeció por la suerte de ese bello joven pero cuando estaba a punto de volverse y marcharse de allí, se dio cuenta de que ése no era el único reo al que iban a ejecutar.
Algo más atrás un gallardo centurión llevaba a una mujer joven atada de las muñecas a la cola de su caballo. A Silvia se le dilataron las pupilas al verla. La joven tenía una cara preciosa y un bello cuerpo y Silvia calculó que tendría su edad poco más o menos. Al contrario que el hombre, a ella no le obligaron a llevar la cruz sobre los hombros y además le permitieron conservar sus ropas hasta el momento mismo de la ejecución
Como supo después Silvia, la joven se llamaba Lucila y pertenecía a una familia noble como ella. El que iba delante con la cruz a cuestas era su esclavo. Ambos se habían enamorado y yacido juntos varias veces, pero cuando el padre de ella, un rico senador, se enteró, montó en cólera. Llamó a su hija y le dijo que el esclavo que la había deshonrado sería crucificado en su presencia
Desesperada, la joven protestó y pidió piedad para el hombre que amaba, pero al ver que eso no le ablandaba el corazón, asesinó a su propio padre con un cuchillo y luego arrepentida confesó su culpa a las autoridades.
Sabiendo que el muerto era un importante senador, el propio emperador, el Divino Domicio, se interesó por el asunto y encargó al centurión Quinto que investigara el caso, pero le previno de que la muchacha debía permanecer intacta durante todo el proceso. En realidad al centurión le bastó someter al esclavo a tortura en presencia de Lucila durante un par de horas para que ella le contara toda la verdad. Lucila intentó salvar a su adorado esclavo de la muerte echándose sobre sí toda la culpa, pero eso no le sirvió de nada.
Enterado de todo, el Emperador los condenó a ambos al horrible suplicio de la cruz. Ambos deberían ser crucificados en público uno frente al otro. Una vez en la cruz serían torturados salvaje y lentamente hasta la muerte para que sirviera de ejemplo. De todos modos advirtió que ella debía perder antes su condición de ciudadana en una ceremonia pública, pues los ciudadanos de Roma no podían sufrir esa pena infamante. Eso sí, una vez convertida en esclava Lucila sería entregada a los verdugos que primero la violarían y luego le proporcionarían una muerte lenta y cruel. Hasta entonces nadie podría tocarla e incluso tendría ciertos privilegios. Por eso aún conservaba sus ropas.
Cuando Silvia supo que también la mujer iba a ser crucificada junto a su amante aquello atrajo poderosamente su atención, una extraña excitación la invadió y urgió a su esclava para ir detrás de la comitiva,....... no quería perdérselo.
-Mi ama, será un espectáculo horrible, le advirtió File,.... sobre todo si van a ejecutar a una mujer.
Pero Silvia no le hizo ningún caso y le ordenó tajante que se apresurara.
La comitiva condujo lentamente a los condenados fuera de la ciudad, hacia la Vía Salaria, y una vez cruzadas las murallas los llevó hasta un altozano donde era costumbre practicar las ejecuciones.
Allí había varios postes con argollas y cadenas, estacas puntiagudas para los empalamientos y algunas cruces ensangrentadas y con varios agujeros de clavos, que habían sido ya utilizadas repetidamente. Sin embargo, en aquel momento no había cadáveres ni osamentas colgando de ellas.
Una gran multitud se agolpó en el siniestro lugar rodeándolo en semicírculo. La mayor parte de los asistentes eran hombres, así que las dos mujeres tuvieron que luchar mucho para hacerse un hueco, pero dando empujones y codazos, Silvia y Filé consiguieron llegar a primera fila asegurándose un buen sitio para ver la ejecución.
Los verdugos empezaron inmediatamente por el esclavo, le quitaron el madero y lo arrastraron contra su voluntad hasta un poyo de madera de un metro de alto. Allí le ataron de las muñecas dejándolo encorvado para darle unos latigazos más con el flagrum. Los verdugos no le dieron muchos, pues el joven ya había sido repetidamente azotado en las mazmorras y si seguían con ese tipo de castigo corrían el riesgo de que muriera demasiado pronto. Sólo se trataba de debilitarle lo suficiente para que no opusiera resistencia mientras le clavaban al madero.
Los verdugos estaban dirigidos por Aurelio, un numida grueso, sádico y malencarado que iba semidesnudo, siempre con un látigo en la mano y que evidentemente sabía muy bien su oficio. Él mismo se encargó de azotarle.
Mientras Aurelio le azotaba, el esclavo gritaba de dolor y Lucila lloraba con la cara entre las manos incapaz de verlo.
-Dejadle, decía llorando, él no ha hecho nada, no ha hecho nada....
Entonces el cruel centurión que se mantenía a su lado le obligó a levantar el rostro para que viera bien lo que le estaban haciendo a su hombre. En medio del tormento, el pobre esclavo mordía la madera de la mordaza con el rostro crispado y todo su cuerpo temblaba a cada latigazo. Las colas del flagrum golpeaban su espalda con fuertes chasquidos y dejaban a su paso un horrendo rastro sanguinolento. Lucila lloraba desesperada al ver aquello.
La flagelación continuó y tras darle más de veinte golpes, los sayones por fin lo soltaron. El joven estaba tan agotado que cayó al suelo y ya no le quedaron fuerzas de resistirse mientras le crucificaban. Cuatro guardianes le arrastraron de los brazos y guiados por Aurelio sostuvieron su cuerpo contra la cruz mientras otros dos le clavaban dos largos clavos de hierro ensartados en tablillas de madera en las muñecas. Al principio el hombre intentó mantener cierta dignidad, pero terminó retorciéndose de dolor e insultando a sus verdugos a voz en grito cuando los dos clavos atravesaron sus dos muñecas a la vez.
Al ver aquello Lucila se arrodilló ante el centurión llorando y pidiendo piedad para el esclavo, la joven repitió desesperada que ella era la asesina y que sólo ella merecía sufrir ese horrible suplicio. Lucila rogó porque al menos dieran a su amante una muerte rápida, pero el centurión no le hizo ningún caso.
A Silvia le pareció curioso el espectáculo de la crucifixión pues en Antioquía no se practicaban, pero tampoco le interesó mucho ver cómo torturaban al hombre. En realidad como la mayor parte de los allí congregados, la joven esperaba anhelante a ver lo que aquellos sádicos verdugos le hacían a esa bella mujer.
Gracias a un banco subieron al joven esclavo a una cruz en cuyo poste habían colocado un cornu, es decir un largo cuerno de toro curvo colocado bajo su cintura. Por el momento el esclavo pudo descansar su entrepierna a horcajadas sobre el cornu que obscenamente semejaba su propio pene erecto, y por el momento no le clavaron los pies. Mientras tanto, un diligente verdugo se subió a una escalera situada tras el poste y clavó ambos maderos entre sí.
Satisfecho al ver al hombre ya crucificado, el centurión decidió seguir con la mujer pues ya tenía ganas de ponerle la mano encima. Brutalmente cogió de un brazo a Lucila y la obligó a incorporarse. Ésta se soltó rabiosa y se ordenó el cabello enjugándose las lágrimas con el dorso de las manos atadas, Lucila era noble y una patricia romana estaba obligada a morir con dignidad. Entonces el centurión desenrolló un papel, se puso solemne y leyó la sentencia del emperador en la que se detallaban las causas de su condena.
“....por tanto por el horrendo crimen de parricidio, desde este momento pierdes la ciudadanía romana, todos tus bienes serán confiscados por el estado y pasas a ser una esclava. Asimismo, por orden del Divino Domicio se te condena a morir en la cruz frente a tu cómplice ”
Mientras el centurión clavaba la sentencia en el stipe de la cruz, el público, que estaba esperando ese momento, prorrumpió en gritos y aplausos mientras. Al oir aquellos Lucila bajó la cabeza avergonzada, pues morir en la cruz a la vista de todo el mundo era una terrible vergüenza y humillación.
En ese momento Silvia sintió una excitación creciente, el corazón le palpitaba bajo el pecho al ver cómo preparaban el suplicio de la mujer y rogó a los dioses que la desnudaran completamente antes de crucificarla.
De hecho así fue, una vez leída la sentencia, el centurión le cortó las ligaduras y le ordenó que se desnudara ella misma, pues iban a empezar la ejecución.
Lucila dudó unos instantes en cumplir la orden, pero cuando el centurión hizo ademán de empezar a desnudarla él mismo, ella le rechazó con un movimiento brusco. Entonces, e intentando mantenerse digna se fue despojando de sus ropas ante todos aquellos ojos anhelantes. De hecho, cuando el público vio su torso desnudo algunos murmuraron y empezaron a decir obscenidades que hubieran sonrojado a una prostituta. Al oir aquello la muchacha avergonzada se tapó los pechos y bajó la cabeza provocando todo tipo de silbidos y protestas. Sin embargo, apenas pudo preservar su virtud unos segundos pues el centuríón la cogió de los brazos violentamente y cruzándolos a la espalda le obligó a mostrar bien sus pechos al público que rió y gritó alborozado ya sin ningún freno.
Silvia sintió en ese momento que se le mojaba la entrepierna y que le crecían los pezones bajo su ropa. Por un momento fugaz se le pasó por la cabeza que le gustaría ser esa mujer a la que obligaban a mostrarse desnuda públicamente.
Por su parte, la joven Lucila luchó como una fiera intentando soltarse del centurión pero éste la tenía bien agarrada y se burlaba de sus vanos intentos de escapar. Con ayuda de otros dos soldados terminaron de desnudar a la muchacha a tirones y a pesar de sus pataleos aprovecharon para seguir mostrando su cuerpo desnudo ante la vociferante multitud. Los soldados mantuvieron quieta a la rabiosa joven mientras el centurión le sobaba el trasero y, abriendo sus nalgas, decía obscenidades prometiendo a los presentes que, ya que sólo era una esclava, muchos de ellos tendrían la oportunidad de disfrutar de sus dos orificios antes de que fuera crucificada.
Sin embargo, antes que nada había que enseñarle buenos modales a aquella fiera, y para eso nada mejor que unos latigazos, así que se la entregó a los verdugos para que la azotaran. Lucila perdió toda su compostura cuando vio cómo Aurelio se acercaba a ella amenazándola con el látigo. El brutal verdugo la agarró del cabello y riendo sádicamente se la entregó a los soldados y ordenó que la prepararan para la flagelación. Ya la arrastraban hacia los postes a los que la iban a atar cuando al centurión se le ocurrió otra perversa idea. Se fue hasta el esclavo crucificado y le arrancó el taparrabos.
Entonces Silvia y los otros espectadores se sorprendieron de ver el tamaño del miembro de ese hombre a pesar de que estaba en reposo. El pene del esclavo colgaba a un lado del cornu y era grueso y largo como una morcilla. Entonces el centurión, que también había reparado en el tamaño de su sexo, dijo algo al oído de Aurelio y éste afirmó sonriendo.
Por orden del verdugo, los soldados cogieron las piernas del hombre, demasiado débil para resistirse y aupando su cintura empezaron a empalarlo en el cornu por el agujero del ano. Los gritos del esclavo al empalarle fueron terribles, el cornu le penetró el recto cediendo brutalmente el esfínter pues su diámetro crecía a medida que se lo iban introduciendo en él. El pobre esclavo pedía piedad a gritos pero pronto sus alaridos fueron acompañados por los de la propia Lucila que empezó a recibir los primeros latigazos.
A la joven no la azotaron en el poyo de madera sino que por orden del centurión la ataron a una estructura de postes con los brazos y piernas bien separados y formando una gran equis con su cuerpo. En cuanto el Emperador la sentenció a muerte, los guardias la habían llevado a una mazmorra y dos mujeres le afeitaron la entrepierna y las axilas para facilitar la labor del verdugo. Así la joven Lucila exponía indefensa a aquellos mirones hasta el más íntimo rincón de su bello cuerpo que además quedaba así a merced del látigo. La pobre muchacha cerró los ojos y ocultó su rostro contra un brazo pues varios hombres se masturbaban abiertamente ante ella al verla en esa postura, completamente desnuda, con las piernas obscenamente abiertas y el clítoris y los pezones tiesos de excitación.
Los latigazos se los dio lentamente el propio Aurelio con un largo látigo de cuero trenzado, pero antes la amordazó para que no se mordiera la lengua durante el suplicio y volvió a excitar su sexo y sus pezones con sus propios dedos para que permanecieran tiesos y sensibles.
Silvia contó mentalmente cada uno de los latigazos que recibió la pobre muchacha y se arrepintió de no poder masturbarse allí mismo, en su lugar se agarró a Filé del brazo con todas sus fuerzas hasta dejarle marcados los dedos. Nunca hubiera imaginado que un espectáculo tan cruel le excitaría tanto.
Por su parte, Lucila tampoco pudo mantener la compostura durante su flagelación, apenas aguantó sin gritar los dos primeros latigazos apretando los labios y temblando de rabia y dolor. Cuando el tercer latigazo impactó contra su cuerpo, y el látigo se enroscó en torno a sus pechos la joven empezó a retorcerse como un animal, a soltar alaridos y a pedir piedad a gritos sólo acallados por la mordaza.
Silvia aguantaba la respiración viendo las lágrimas caer por su rostro crispado y el látigo despellejando lentamente su suave piel. Como decimos, la flagelación fue lenta, muy lenta, y el verdugo se ensañó con la pobre muchacha marcándole hasta el último rincón de su cuerpo incluidas las axilas, los pechos, el vientre, los muslos y la entrepierna.
Durante el cruel castigo, Silvia no mostró ninguna compasión hacia aquella joven, más bien al contrario, sus movimientos espasmódicos y convulsiones le parecían extrañamente atractivos y no quería que los verdugos acabaran nunca de martirizarla. La noble patricia apretaba los dientes de rabia y sadismo pidiendo en su fuero interno más y más latigazos para aquella joven.
Entre tanto, el esclavo estaba sufriendo su propia agonía. Los verdugos eran expertos matarifes así que tras empalar al esclavo por el culo introduciendo el cuerno más de veinte centímetros, le clavaron los dos pies al stipe con largos y gruesos clavos que atravesaron ambos talones. El hombre gritó aún más fuerte mirando al cielo y empezó a dar cabezazos contra la madera de la cruz con la esperanza de perder el sentido y escapar de aquel horrible suplicio, pero de hecho continuó consciente y terminó derrumbándose a todo llorar.
No obstante, los gritos del esclavo no distrajeron a Silvia de lo que más le interesaba en ese momento, que era la joven Lucila. A Lucila le dieron más de treinta latigazos uno tras otro. El cuero del látigo chasqueaba una y otra vez contra su piel y se enroscaba alrededor de su cuerpo como una serpiente. Ella respondía a ese sonido con lastimeros gritos e inútiles convulsiones, pero a medida que éstos se hicieron más débiles, sus piernas empezaron a flaquear, y entonces los verdugos vieron que había que terminar el castigo. Tras varios golpes sin apenas respuesta, el látigo paró por fin, la desataron y cayó al suelo rendida en un baño de sudor y sangre.
Silvia agarró otra vez de la mano a File, simplemente no podía quitar los ojos del cuerpo de Lucila ahora desfallecida en el suelo y completamente marcado de líneas rojizas y amoratadas.
-¿Te han azotado alguna vez? Le preguntó susurrando y apretando la mano muy excitada, ¿qué se siente?.
-No mi señora, nunca lo han hecho gracias a los dioses, por favor, vámonos de aquí no soporto esto.
-Aún no, quiero....quiero ver más.
El centurión no dejó descansar ni un segundo a Lucila y tirándola de los pelos la obligó a levantarse, primero la volvió a mostrar al público para que todos vieran su cuerpo marcado, y después la llevó hasta la cruz donde sufría su amante con el cuerno bien metido por el ano. La joven miró entonces al esclavo crucificado y compadeciéndose de sus sufrimientos se puso a llorar y bajó el rostro mientras volvía a proteger su cuerpo herido de las lujuriosas miradas de los espectadores con sus propios brazos.
- Mírale bien puta, dijo el cruel centurión, dentro de unas horas tú también estarás en la cruz, pero antes de eso vas a enseñarnos lo bien que follas.
La joven miró al centurión pero ni siquiera contestó, se diría que ya contaba con que la iban a violar aquellos bestias, además en ese momento sólo podía pensar en los sufrimientos de su adorado esclavo.
Cruelmente el centurión cogió una soga y bruscamente le ató los brazos a la espalda para que ella no se pudiera defender mientras la violaban. Con un par de fuertes nudos en los codos y otro en las muñecas la joven quedó con los brazos inmovilizados y los pechos proyectados hacia adelante de forma poco natural. Una vez atada, el centurión se besó con ella a pesar de que Lucila se resistió y dándole la vuelta se puso a sobarle los pechos y masturbarla otra vez delante de los ojos del esclavo, Lucila cerraba las piernas intentando evitar que la violaran y pataleaba, pero viendo que era inútil, dejó de resistirse.
- ¿Qué tal folla esta patricia esclavo?. Debe merecer la pena follar con ella para arriesgarse a morir crucificado, le dijo él sin dejar de acariciarle los pechos.
Lucila no podía soportar aquello, las caricias del centurión hicieron que sus pezones se erizaran otra vez de excitación y la joven dejó de mirar a su amante avergonzada de sentir placer por aquellas asquerosas caricias.
Déjala, cerdo, quítale las manos de encima, dijo éste desde la cruz, pero eso sólo le sirvió para recibir un latigazo que le cruzó el pecho obligándole a enmudecer.
Oh vamos no te enfades, pienso compartirla contigo, dijo sin dejar de acariciarla por todo el cuerpo y llevando otra vez la mano a su entrepierna. Lucila volvió otra vez a rebelarse gritando desesperada cuando el centurión le introdujo los dedos en su sexo, pero de nada le sirvió y ella estalló en sollozos de rabia e impotencia.
Repentinamente el centurión volvió a mirar el enorme pene del esclavo, e hizo una seña a Aurelio para que se acercara, cuchicheó algo al oido y éste rió otra vez sádicamente.
El verdugo negro se encaramó entonces a lo alto de la escalera, se sacó una pequeña soga atada a un palo y brutalmente rodeó con ella el cuello del esclavo. Con habilidad de carnicero hizo un torniquete y empezó a apretar asfixiándole poco a poco. Por supuesto no quería matarle de esa manera, por eso dosificó la presión sólo para cortarle la respiración.
Lógicamente el esclavo empezó a ahogarse con el rostro enrojecido y dando bocanadas inútiles como un pez fuera del agua. Cuando empezó a asfixiarse sacó la lengua y los ojos se le pusieron en blanco. Inmediatamente su miembro empezó a crecer por la falta de oxígeno. Ese miembro grande de por sí se puso entonces tieso, grueso y se curvó ligeramente hacia arriba como el propio cornu que empalaba su trasero.
Un murmullo de admiración y sorpresa se levantó entonces entre el público aquello era una maravilla de la naturaleza, un auténtico príapo.
No me extraña que una puta como tú se dejara follar por semejante rabo, dijo el centurión admirado y divertido sin dejar de masturbar a Lucila.
Dejadle, por favor, no le humilléis más, hacedme a mí lo que queráis, pero a él dejadle.
No preciosa, no lo has entendido, no queremos humillarle, al contrario, sólo queremos ver cómo se la chupas,.... por última vez.
Los soldados y verdugos rieron con crueldad viendo el gesto de horror de la joven.
Lucila negó angustiada, por nada del mundo haría algo tan horrible.
- Oh vamos, no me vas a decir que teniendo una polla así no se la has chupado ya, seguro que se la chupabas mejor que las putas del Aventino, sólo queremos que lo hagas una vez más y que te tragues su leche delante de toda esta gente,....... compréndelo, nunca han visto a una noble patricia comerle la polla a su esclavo....
Todos los presentes volvieron a reir.
Míralo cómo sufre, tú podrías aliviar su dolor, ya sabes...con tu boquita.
No, nunca, ¿me oís?, nunca, dijo Lucila rechazando las caricias del verdugo y protegiendo su desnudez con su melena como podía.
Imaginaba que dirías eso, pero no importa, a ver, tú, trae el “cocodrilo”.
Aurelio hurgó entonces dentro de un cofre y sacó un objeto metálico alargado. El cocodrilo era un espantoso instrumento de tortura consistente en un cilindro hueco con una bisagra en uno de sus extremos que permitía abrir y cerrar las dos mitades longitudinales del mismo. En el otro extremo asomaban dos filas de dientes puntiagudos que le daban nombre. El objeto estaba toscamente adornado mostrando los ojos, dientes y escamas del animal.
La mujer enmudeció de horror cuando el centurión le explicó su funcionamiento. Primero el verdugo metería el cocodrilo en un brasero hasta que se pusiera al rojo vivo, luego lo aplicaría sobre el pene enhiesto del esclavo cerrándolo sobre el mismo y tiraría lentamente hacia atrás desollando poco a poco el miembro. La operación podía repetirse varias veces si el reo no se desmayaba o moría antes del tremendo dolor.
Tras explicárselo con todo detalle, Aurelio introdujo el cocodrilo en un brasero donde ya se estaban calentando otros instrumentos de tortura.
En voz baja, el centurión advirtió a la joven que la “felación” se la harían de todos modos al esclavo. Ella tendría que escoger si quería hacerla ella misma, porque si no se la harían con el “cocodrilo”. Lucila empezó a temblar sólo de imaginar algo tan horrible y miró angustiada a su amante y luego al centurión. Este añadió en voz baja que después la follarían todos sus soldados y que si no hacía voluntariamente todo lo que le ordenaban utilizarían el “cocodrilo” con su adorado esclavo delante de sus ojos. A ella le tocaba escoger. En realidad al soldado no le hizo falta amenazar más y Lucila le prometió con lágrimas en los ojos que haría voluntariamente todo lo que le ordenaran.
De este modo, la pobre muchacha empezó a chupar el enorme pene de su amante aún temblando y llorando. Primero se limitó a pasear la punta de su lengua lentamente por la superficie brillante y tersa de ese bello prepucio en pleno esplendor. Tras esto volvió a hacerle otra pasada con su lengua mientras oía como su esclavo gemía y algunos soldados reían por lo bajo. Sin embargo, tras un rato de lamidas y obligada por el centurión, no tuvo más remedio que metérsela toda en la boca. A Lucila apenas le cabía entre los labios el enorme pene de su esclavo, pero el centurión no le permitía sacárselo de la boca, la tenía cogida de la nuca y le obligaba a mantener su rostro contra la base del miembro.
A pesar de la brutalidad de la escena, o quizá precisamente por ello, Silvia se puso aún más cachonda. Ese centurión era una bestia, un hombre sin entrañas y especialmente cruel. Podía haberse limitado a flagelar y crucificar a los dos amantes, pero era evidente que era un sádico y que disfrutaba con todo aquello. Curiosamente eso le hizo muy atractivo a sus ojos.
De hecho, al ver a Lucila sacársela de la boca y escupir al suelo, el tipo la obligó a metérsela otra vez hasta la garganta y se puso a empujar la cabeza de la joven contra el pene de él metiéndosela bien adentro e impidiendo que se la sacara mientras le palmeaba en el trasero y se burlaba diciendo obscenidades a sus soldados.
Mientras tanto, todos los presentes también reían y hacían comentarios obscenos sobre aquella puta que había matado a su propio padre y que ahora era capaz de hacerle una felación en público a su esclavo cómplice a pesar de que estaba ya crucificado.
Lucila quiso acelerar todo lo posible ese momento tan humillante y a la desesperada se la mamó con todas sus fuerzas, pero involuntariamente con eso sólo conseguía empalar más profundamente el ano de su amante contra el cornu y él no dejaba de debatirse entre el dolor y el placer. De hecho la pobre Lucila no consiguió que se corriera rápido, y por eso tuvo que insistir mucho, más de veinte minutos mamando enérgicamente, lo mejor que sabía, hasta que el hombre empezó a eyacular por sorpresa pringándole toda la cara de esperma.
Al ver los disparos de lefa sobre su cara y su gesto de disgusto y desesperación la gente aplaudió y vitoreo a la pobre Lucila llamándole puta y cosas peores.
- Quieta ahí, trágatela y termina de limpiarla, zorra.
El centurión mantuvo otra vez la cabeza de la joven contra el pene de él y le obligó a volver a chupársela hasta que la dejó limpia y brillante.
Tras verle hacer eso, los soldados ya no tuvieron ningún escrúpulo en violar a la joven Lucila de las maneras más aberrantes. Muy impaciente de empezar a ultrajarla, Aurelio le puso un dogal al cuello y tiró de ella obligándola a arrodillarse. Entonces se sacó su pene delante de ella y le ordenó que se lo chupara a él también.
En las horas siguientes Silvia vio muy excitada cómo abusaban de Lucila varias decenas de hombres. Primero la pusieron de rodillas y con las manos atadas a la espalda para que sólo pudiera usar su boca, tuvo que mamársela por turno a más de quince hombres seguidos hasta que le eyaculaban en la cara, y lo tuvo que hacer “voluntariamente” simulando disfrutar de ello sólo por librar a su amante de la terrible mordedura del cocodrilo. Uno tras otro, los sádicos soldados la cubrieron de una lluvia de esperma que manchó todo su cuerpo, su cara, las tetas y los muslos.
Después de eso la pusieron a cuatro patas y la violaron por delante y por detrás o por los dos sitios a la vez mientras ella seguía realizando mamadas a otros soldados que se sacaban la polla delante de su cara. Lucila aún tenía virgen el agujero de ano, por eso gritó y lloró cuando aquellos desalmados la sodomizaron una y otra vez delante de todos.
El espectáculo era morboso y a la vez denigrante, sin embargo, más que la violación en sí, Silvia estaba interesada en lo que estaban preparando para torturar a Lucila. Al contrario que al hombre, los verdugos montaron la otra cruz en el suelo y en lugar de un cuerno de buey le colocaron un extraño sedile. En el caso de las mujeres Aurelio solía utilizar ese cuerno doble que se había traído de la lejana Numidia y que al parecer pertenecía a un enigmático animal llamado rinoceronte. Al entender cómo utilizarían ese siniestro sedile con los dos agujeros de Lucila, Silvia sintió un mareo y sin importarle lo que pensaran los que le rodeaban, se llevó su mano a la entrepierna entre sus ropas con ánimo de acariciarse.
Los soldados pasaron aún un largo rato violando a la joven patricia e incluso invitaron a algunos de los espectadores a hacerlo, pero tras más de una hora de violación, el centurión consideró que se estaba haciendo tarde y ordenó que empezaran ya a crucificar a la mujer. Para ello los verdugos se la arrancaron al lujurioso populacho, cortaron sus ligaduras y entre cuatro la acostaron brutalmente sobre la cruz. Manteniéndola inmovilizada extendieron sus brazos a lo largo del madero y prepararon el tétrico instrumental. La pobre Lucila tenia el cuerpo brillante, literalmente cubierto de sudor y esperma y respiraba agitadamente esperando lo inevitable. Los verdugos estiraron sus piernas y sus brazos mientras acercaban los mazos y los clavos. La joven miró los puntiagudos clavos negros de hierro y un escalofrío de tremendo terror le recorrió todo el cuerpo, no obstante cerró los ojos y se hizo el firme propósito de no gritar ni pedir piedad mientras la crucificaban.
Los verdugos aún se demoraron un rato introduciendo los clavos en unos tacos de madera y afilando las puntas con una piedra.
Cuando ya estaban listos, dos verdugos le colocaron las picas y Lucila no podía dejar de temblar mientras sentía cómo la punta de los dos clavos arañaba ya sus muñecas y los sayones levantaban los mazos para dar el golpe fatídico. Repentinamente el centurión que estaba supervisando la ejecución y que estaba a punto de ordenar que golpearan los clavos oyó un ruido justo a su espalda. Se volvió y vio cómo dos guardias agarraban violentamente de los brazos a una mujer. Era Silvia que aprovechando que todos estaban distraídos había cruzado el cordón de guardias sin ninguna oposición y se había acercado como hipnotizada hasta la cruz de Lucila.
Al darse cuenta de la intrusión, los soldados la atraparon tan violentamente que llegaron a rasgarle sus ropas de esclava de modo que uno de sus prominentes pechos quedó al aire. El centurión se quedó helado al ver esa maravilla y a su bella poseedora.
¿Qué haces tú aquí esclava? ¿Donde está tu amo? Dijo sin poder apartar los ojos del pecho.
Soltadla, dijo desde atrás Filé debatiéndose con otro guardia que le cortaba el paso, ¿cómo os atrevéis? , ¿acaso no sabéis que es la hija de....?
Filé no pudo terminar la frase pues se encontró con la dura mirada de su ama que le ordenó guardar silencio.
Tras la sorpresa inicial, el centurión preso de la lujuria agarró violentamente a Silvia del cabello y directamente empezó a abusar de ella. Primero le dio un beso en los labios y con morbosa crueldad se puso a bajarle lentamente el vestido hasta dejar sus dos pechos al aire.
Silvia no protestó ni dijo nada, paralizada de terror dejó que ese sádico la desnudara y abusara de ella acariciándole los pechos con sus ávidas manos mientras el guardia mantenía sus brazos cruzados a la espalda.
Interrumpir una ejecución es un crimen muy grave, muchacha, le dijo él mientras retorcía uno de sus gruesos pezones con los dedos, ¿acaso quieres que preparemos otra cruz para ti?.
Sólo, solo quería verlo de cerca dijo Silvia aguantando el dolor y sintiendo que se le humedecía la entrepierna sólo de pensar que la crucificaban.
-¿Ah sí?, pues vamos a darte lo que pides, lo verás con todo detalle, vamos empezad a crucificarla y tú míralo bien porque luego te lo haremos a ti.
Poniéndose detrás de Silvia, el centurión la agarró de los dos pechos y se puso a acariciarlos y pellizcarlos. Hecho esto levantó sus faldas y le metió la mano entre las piernas comprobando que estaba húmeda de excitación.
Silvia tenía ahora los brazos libres pero no se resistió sino que permitió que ese hombre abusara de ella y la masturbara a placer.
Mientras tanto, a pocos metros delante, y ya sin interrupciones los verdugos empezaron a crucificar a Lucila clavándole las muñecas a la madera con ruidosos golpes de mazo. A pesar de su inicial propósito de soportar la tortura en silencio, Silvia oyó a la joven gritar y retorcer su cuerpo a cada mazazo mientras el sádico centurión no dejaba de masturbarla. Con tres o cuatro golpes los clavos atravesaron brutalmente las muñecas y las dejaron fijas al madero gracias a unas pequeñas tablillas de madera situadas entre la cabeza del clavo y la muñeca. Lucila no dejaba de lanzar alaridos de dolor con el rostro rojo y deformado por el sufrimiento mientras delgados hilos de sangre se deslizaban por sus muñecas. El cuerpo de Lucila se arqueaba dolorosamente sobre la cruz y sólo gracias a que la mantenían entre cuatro impidieron que pataleara.
Una vez sólidamente clavada de los brazos, un nutrido grupo de hombres se puso manos a la obra para levantar la cruz con Lucila colgando de ella, cosa que no les resultó nada fácil. Jadeando y lanzando palabrotas, ocho hombres consiguieron tras grandes esfuerzos meter la base de la cruz en un profundo agujero y tras encajarla dentro, empezaron a ponerla derecha.
El público volvió a aplaudir al ver el cuerpo desnudo de la bella joven colgando de la cruz con los brazos abiertos y pataleando para evitar que los cuernos del rinoceronte le arañaran la parte interna de sus muslos.
La joven Lucila tenía el rostro crispado de dolor y de sus muñecas se deslizaban ahora delgados hilos de sangre que serpenteaban por sus brazos. Sin embargo eso no fue nada comparado con lo que le esperaba. Una vez en vertical, los verdugos la cogieron de las dos piernas y a una señal del numida, la empalaron en el cuerno del rinoceronte.
Francamente, Silvia no supo interpretar bien el gesto y los gritos de Lucila al ser empalada por sus dos agujeros a la vez, el caso es que en ese momento la propia Silvia tuvo un orgasmo en manos del centurión.
Éste se dio cuenta y sonriendo le dio la vuelta dándole una bofetada en los pechos y haciendo chocar uno contra el otro.
Sólo eres una zorra, esclava, te acabas de correr entre mis dedos, lo he notado perfectamente. Y ahora arrodíllate y haz tu trabajo de puta mientras preparan tu cruz. Y diciéndole esto intentó obligar a Silvia a arrodillarse delante de su miembro erecto, pero esta vez la joven le rechazó.
Quítame tus manos de encima, sucio plebeyo, ¿acaso no te das cuenta de quién soy?.
El centurión se quedó cortado al oir esas palabras y por primera vez se dio cuenta de que aquella no era una simple esclava.
- Soy Silvia Ulpia y has osado mancillarme en público centurión, le dijo ella mostrándole el anillo con el escudo de su familia, lo pagarás caro.
Silvia dijo eso arreglándose el vestido y cubriendo su desnudez como podía mientras mostraba una fingida indignación.
Tanta seguridad en una mujer joven dejó estupefacto al soldado.
- Es verdad, dijo entonces alguien entre el público, es Silvia Ulpia una noble patricia, yo la conozco, pero ¿por qué va vestida de esclava?
Quinto se dio cuenta entonces de su error, él también había oído hablar de la rica joven recién llegada a Roma.
Per, perdón señora.
Dime tu nombre centurión, me quejaré de esto al César, quizá seas tú el que acabe en una de tus cruces.
Me, me llamo Quinto, mi señora, perdonadme, no os había reconocido.
Filé acudió rápidamente en ayuda de su ama y con su tocado le ayudo a terminar de cubrirse.
-Está bien centurión Quinto, dijo ella más calmada pero con autoridad, ya pensaré lo que hago contigo y ahora acaba tu trabajo de carnicero, dijo señalando a Lucila con los ojos.
Entonces Silvia y su esclava se abrieron paso entre el gentío y dejaron el lugar ante las miradas atónitas de todos los presentes.
Quinto se quedó de piedra, humillado ante sus hombres y los espectadores que aún estaban boquiabiertos. Por eso en cuanto Silvia desapareció de su vista, reaccionó rabioso y ordenó que terminaran de crucificar a Lucila.
Mientras se alejaba, Silvia aún pudo oír los gritos de la desdichada Lucila cuando los verdugos terminaron de clavar sus pies al madero y no pudo evitar volverse cuando vio a Aurelio dirigirse hacia ella con un espetón al rojo vivo.....
Aquello era ya era algo lejano, pero ahora en su cama Silvia Ulpia se sonrió al recordarlo otra vez. De hecho, los días siguientes se recreó pensando lo que hubiera pasado si no hubiera revelado su identidad a tiempo. Cada vez que lo hacía no podía evitar masturbarse como lo estaba haciendo ahora. Seguramente aquellos bestias la hubieran violado y torturado como habían hecho con Lucila. Incluso es posible que la hubieran crucificado junto a ella. Fantaseando con ello, Silvia acarició con más fuerza su sexo y se corrió gritando sonoramente durante casi un minuto, pero no por ello dejó de hacer dedos buscando enlazar un segundo orgasmo, y siguió y siguió recordando....
Las noches siguientes Silvia soñó con aquella joven crucificada y a veces en su sueño Lucila adoptaba su propio rostro. La experiencia le impactó tanto que la joven patricia se despertaba invariablemente mojada y con ganas de acariciarse.
Finalmente, tras una semana así, y cuando ya no pudo más, ordenó a File que fuera a buscar a al centurión Quinto al pretorio y lo trajera a su casa.
(Continuará)