Silvia, la beata
Silvia no deja que nadie toque su coño. Para compensar, deja vía libre por su culito.
Silvia, la beata
Hay una experiencia que aún hoy recuerdo de forma especial. Probablemente sea porque no he conocido todavía a ninguna mujer tan imbécil como Silvia, la beata.
La chica en cuestión no era una belleza, pero tenía algo que la hacía bastante interesante, no sabría decidir si eran sus tetas con forma de pera o su culito respingón. Era una muchacha de fuertes convicciones religiosas, católica hasta la médula; sí, sí, de esas que van a misa los domingos y cuentan los pecados de verdad! No me quiero imaginar la que se montaba cuando narraba alguna de sus aventuras amorosas, porque creedme, las tenía, y muchas. Eso sí, nunca, nunca, practicó el coito.
"Eso es algo que reservo para mi marido", solía decir la muy idiota. Mientras tanto, se zampaba pollas de dos en dos (literalmente), se magreaba con el primero que se le cruzara y follaba por el otro agujero que la naturaleza le había otorgado. Supongo que faltó a catequesis el día que explicaron qué era aquello de la lujuria.
La cosa es que era católica, sí, pero tan guarra o quizá más como cualquier otra que cree tanto en dios como en que el Atleti gane la liga.
Antes de liarme con ella, ya me habían llegado a los oídos historias acerca de sus aventuras. Las leyendas urbanas son frecuentes en todos los barrios de todas las ciudades de todo el mundo, por lo que uno es bastante escéptico cuando oye hablar de una chica capaz de enrollarse con tres tíos en una noche, uno detrás de otro, como si nada hubiera pasado. Claro, que cuando lo ves con tus propios ojos, el escepticismo se disuelve rápidamente.
Mi primer contacto con ella fue una noche en los aparcamientos de una discoteca. De forma discreta aunque efectiva, me comió la polla con bastante maña y, algo que me sorprendió bastante, llevó la mamada hasta el final, tragándose todo lo que salía de mi verga. Cuando quince minutos después, mientras yo pedía una copa en la barra, la veía darse el lote con un rubiales de metro setenta, supe que todas las historias que había oído sobre Silvia eran ciertas. Aprendí además que no debía de meter mi lengua en su boca a menos que acabara de lavarse los dientes, porque en ella podía entrar cualquier tipo de mierda.
Si hubo algo que lamenté, fue no haberle reventado el culo a aquella zorra, sobre todo porque creo que fui de los pocos gilipollas del barrio que no lo hizo. Por unas cosas y por otras, no coincidimos durante algo más de dos años. Cuando la vi en el campus de la universidad, supe al instante que era ella. Aquellos morritos viciosos, esos ojos azules, esas tetas con forma de pera y ese culo fabuloso seguían exactamente igual. Para que luego digan que el sexo no es saludable!
Nos saludamos efusivamente con abrazos y besos en la mejilla. Charlamos animadamente mientras tomábamos un café y pude comprobar cómo era de popular en su facultad. Todos los tíos la saludaban y no me hacía falta imaginar el porqué. Tras la puesta al día de nuestras vidas, pensé en aquello de que me arrepentía. Decidí que total, llevaba dos años sin verla y probablemente, con lo ajetreada que era su vida social, no volvería a verla, así que no perdía nada por intentarlo.
- Y qué, todavía sigues reservándote para tu futuro esposo?
Silvia me sostuvo la mirada con firmeza. Por un instante pensé que se levantaría de la mesa, me llamaría alguna variante de gilipollas o hijoputa y se largaría meneando su bonito trasero. Nada más lejos.
- Pues sí.
Me respondió jovialmente y sin inmutarse, como si le hubiera preguntado sobre el tiempo del próximo viernes.
- Vaya, qué pena. Yo que esperaba poder echarte un buen polvo.
- Las mujeres no somos coños con patas, sabes?
- En serio? Hay alguna prueba científica de eso?
- Claro. Quieres que te lo demuestre?
- Aquí?
- Conozco un sitio.
- Te sigo.
La verdad, pensaba que estaba de coña. Sabía que era una zorra, pero no esperaba que lo fuese tanto. Cuando se levantó y recogió sus bártulos, no daba crédito a lo que estaba sucediendo. En ese momento, pensé que iría hasta a alguna clase, se metería y me dejaría cortado. Pero como he dicho antes, me daba igual, no tenía nada que perder. Ver su culito menearse al ritmo de sus pasos era un premio de consolación bastante bueno. Me guió por largos pasillos a través de la primera y la segunda planta. Por fin, llegamos a un callejón sin salida. Varias puertas cerradas se erigían a ambos lados del pasillo. En una de ellas se podía leer un cartel de una asociación de noséqué. Fue la que abrió Silvia.
La sala estaba a oscuras y parecía no haberse ventilado en varios días. Silvia se sentó tras una mesa de escritorio que había en un extremo, dejando sus cosas en el suelo. Abrió un cajón y rebuscó algo durante unos segundos. Me quedé perplejo al ver que era un bote de lubricante. Poco después, se descalzaba y se quitaba los pantalones y las bragas.
- Te la chupo primero?
No puse objeciones. Me puse a su lado y ella misma liberó a la bestia. Mi polla, que ya estaba ligeramente morcillona, creció y se endureció en el interior de su cálida boca a base de lametones y chupetones. La muy zorra no follaba pero tampoco dejaba de jugar con su coño y sus dedos al tiempo que sacaba brillo a mi mandoble. Combinaba ambas tareas a la perfección, sin pérdidad alguna de calidad. Estaba más que acostumbrada a ellos, al parecer. Cogió el bote de lubricante y esparció un buen par de chorretones sobre mi sable reluciente de saliva. Echóse otro buen chorro en la palma de la mano, la cual dirigió poco después hacia su ano. Se levantó de la silla y apoyó las manos sobre la mesa, con el culo en pompa, invitándome claramente a penetrarla.
Me acerqué sin vacilación y situé la cabeza de mi verga en el círculo rosado de su ano. Hice presión y, por efecto del lubricante, resbaló sobre su piel.
- Necesitas ayuda o qué?
Me dijo con tono de burla. La mandé callar y volví a situar mi polla en las inmediaciones de su culo. Esta vez, empujé con más fuerza y entró a la primera. Entraron unos cuatro centímetros de golpe. Silvia jadeó ante la intrusión y se recostó sobre la mesa. Con un nuevo empujón entraron unos cuantos centímetros más. Ella comenzó a gemir cuando, tras dos empujones más, logró entrar mi polla al completo. Me quedé quieto saboreando la situación, con Silvia ensartada por el culo. Las paredes de su recto se amoldaban sobre mi verga haciendo presión sobre la misma, pudiendo casi sentir las pulsaciones. La saqué lentamente hasta la mitad y volví a penetrar. Repetí lo mismo durante tres o cuatro veces. Su culo comenzó a dilatarse, disminuyendo la presión sobre mi polla.
Volvió la cara hacia mí, y con la respiración agitada, me espoleó para que comenzara a follarla de verdad. No me hice de rogar e inicié el bombeo. Agarrado a sus apetitosas nalgas, me follé aquel culito que era de todo menos virgen. Cada vez se amoldaba mejor al alargado intruso que se introducía en su interior, semejando un dulce coñito pero a la vez diferente. Cuando quise darme cuenta, estaba dando sonoras cachetadas a sus nalgas, marcando las manos y enrojeciéndoselas. Aquello excitaba aún más a Silvia, cuyos gemidos debían ser ya fácilmente audibles desde el pasillo. Intercalaba estos gemidos con gritos de ánimo, exhortándome a que la follara más fuerte.
Cuando saqué mi verga de su culo, comprobé cómo el agujero permanecía dilatado y tardaba en cerrarse. Silvia se dio la vuelta y se echó boca arriba sobre la mesa, agarrándose las piernas por las rodillas. Su culo quedaba bien expuesto en dicha postura y retomé pues el metesaca. Me deleité con penetraciones profundos, sacando la verga por completo y penetrando hasta el fondo a continuación. Combiné las penetraciones lentas con bombeos rápidos como el pistón de un motor, consiguiendo que Silvia gritara de placer. Finalmente, me corrí de forma desmesurada dentro de su culo, regando sus intestinos con mi esperma y derrumbándome sobre ella.
En esos instantes deseaba besarla, pero recordé que no era buena idea meter mi lengua en su boca. A saber qué había desayunado la muy golfa. Cuando me separé de ella, de su trasero borbotó parte del semen que había eyaculado, resbalando por su piel hacia la mesa. Tomó un rollo de papel del mismo cajón del que había sacado el lubricante y se limpió el trasero despreocupadamente.
- Convencido, entonces?
- De qué?
- De que las mujeres no somos coños con patas.
- No estoy seguro.
- Entonces habrá que repetir.
Sí, pensé, había estado bien y no me importaría repetirlo. Sin embargo, no volví a verla, aunque sí volví a disfrutar de las bondades del sexo anal.