Siluetas en la oscuridad

Raúl me tenía en sus manos. De modo macabro supo aprovechar la situación y me fue convirtiendo en objeto de placer canino.

SILUETAS EN LA OSCURIDAD

Durante días me sentí un guiñapo. ¡Qué forma más anticlimática de perder la virginidad! Y sin embargo, no podía dejar de pensar en aquello. Estaba adolorida, aturdida y completamente fuera de mi centro emocional. Apenas podía dimensionar todo lo que había ocurrido y en todo lo que había incurrido. No podía haber, en ese momento, persona más desamparada. Para colmo, el áltimo comentario que hizo Raál cuando salí de su casa me tenía inquieta y prolongaba la angustia que me perseguía desde nuestro fatídico encuentro. Vil y llanamente, eso era chantaje. ¡Vaya si el famoso Raulito no había resultado toda una sabandija!

Era tal mi desesperación, que incluso consideré muy seriamente la idea de confesarme, de contárselo todo al padre Ignacio para que él se hiciera cargo tanto de Raál, como de decírselo a mis papás. Total, lo peor que podría pasar es que me enviaran a un internado de monjas o a un psiquiatra, o ambos. Sin embargo la sola idea de ver al padre Ignacio, y de todo lo que se podía desencadenar, me paralizaba. No sólo estaba en juego mi persona, también tenía que pensar en Camilo. Tuve una imagen fulminante de mi padre, completamente furibundo, ajusticiando a mi Mastín con un revolver y, la verdad, ¿qué culpa tenía el pobre perro? ¡Maldito Raál!

Algunas semanas después, Raál me envió una nota por escrito para que nos viéramos en las gradas del campo deportivo del colegio durante el recreo. Tuve que acceder. Tuvo la gentileza de preguntarme cómo estaba y cómo me sentía. Fingí. Le dije que bien, sobre todo porque ya habíamos llegado a un acuerdo y esperaba que él, como hombrecito, lo cumpliera. Pero Raál sólo dibujó una mueca grotesca. Sacó de su mochila un paquete de mediano tamaño envuelto en un sobre amarillo. Pensé que se trataba de un libro, pero cuando lo saqué resultó ser una cassette VHS. Me sugirió, con tono burlón, que lo viera.

¡Horror de horrores! El maldito Raál había registrado en video buena parte de lo que había ocurrido entre él, Gluck, Camilo y yo, ese domingo en su casa. Digo buena parte, porque al principio sólo se veían su cintura y la mía. Pero todo lo demás, cuando me tuve que arrodillar, era bastante explícito. El muy desgraciado seguramente había tenido la precaución de ocultar una pequeña cámara entre los costales de abono y probablemente la activó mientras, por así decirlo, yo estaba embebida en lo mío. Si la palabra de Raál podía tener efectos terribles, ¡esto era absolutamente desastroso! Yo no tenía ya defensa posible. Raál poseía evidencia gráfica de su dicho y podía despedazarme, aun cuando él mismo se condenara. Y sin embargo, ingenua de mí, si Raál llegaba a mostrar ese video a los compañeros del colegio, qué diantre se iba a condenar ni que nada. ¡Resultaría un héroe! Sería la admiración de todos los demás muchachos, mientras yo quedaría evidenciada como una perdida, una de lo peor. Algo tenía que hacer y pronto.

Al día siguiente fui yo la que busqué a Raál. Le pedí, le rogué, no, más bien le imploré por todos los santos que no prestara ese video a nadie, que estaba dispuesta a pagarle lo que fuera; argumenté que él ya había obtenido lo que quería, así que ¿cuál era el objeto del video? Por supuesto que había mil respuestas, pero la que me dio Raál me dejó como una piedra: “Con esto, tá y yo nos podemos hacer ricos”.

II

Hay mentes que, detrás de una gran inteligencia, esconden una perversidad escabrosa. La de Raál era de esas. Nuevamente me había citado en su casa, esta vez un viernes por la tarde. Tuve que inventarles un cuento chino a mis padres de que iba a estudiar a casa de unas amigas y que regresaría ya tarde, aunque tal vez me quedara a dormir con alguna de ellas. Por supuesto, les avisaría. Nuevamente acudí a la cita, seguida de Camilo. Yo estaba temblando cuando llegué a casa de Raál. Pensé que repetiríamos lo que había ocurrido hace unas semanas, pero vaya que estaba equivocada.

Raál me recibió y de inmediato me hizo subir al auto que, de cuando en cuando, sus papás le prestaban. Ya tenía casi 17 años y como era, en palabras de su madre, “tan buen muchachito”, lo dejaban manejar. Gluck ya se encontraba en el asiento trasero y nos saludó con gran entusiasmo. Raál quería aprovechar el que sus padres habían salido el fin de semana para, segán él, llevarme a conocer la fábrica propiedad de su familia, particularmente las bodegas. …stas se localizaban en las afueras de la ciudad, en una zona poco urbanizada. Llegamos en poco más de cuarenta minutos. Durante el trayecto, aunque Raál no paraba de hacerme preguntas o proferir toda suerte de comentarios, yo me mantuve callada, secretamente aterrada de lo que podría pasar.

El vigilante nos dejó pasar sin problema y, tal vez por mi estado aprensivo, francamente cercano a la paranoia, creí advertir un guiño malévolo entre él y Raál. “Ese es Pancho”, me aclaró Raál. “No te preocupes, él no dirá nada”. Estacionó el automóvil en un enorme patio de descarga, hizo que Gluck y Camilo bajaran y luego me pidió que lo acompañara hasta la entrada a una bodega. Corrió la puerta metálica y entramos a un espacio oscuro y siniestro, que olía a humedad y polvo.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, pude distinguir las siluetas escurridizas de otras personas, acomodadas en diferentes puntos. Alguien tosió y otros dejaron escapar risitas nerviosas en medio de murmullos matizados por el jadeo de los perros. En cosa de media hora había pasado de estar molesta, a sentirme inquieta y ahora, a pesar de la presencia de mi Mastín, a sentir verdadero terror. Oí cómo se alejaba Raál y luego escuché el sonido de un interruptor. Una luz ambarina y tenue iluminó una porción de la bodega. No era muy luminosa, pero sí lo suficiente para advertir, con horror, que frente a mí estaban Javier, Hernán, Daniel, "scar y Pedro, todos compañeros del colegio, todos del tipo de Raál y, como él, todos alumnos odiosamente destacados y desagradables.

Los perros se arremolinaron alrededor de los jóvenes, deseosos de investigar quiénes eran estos nuevos amigos. Pero yo estaba estática, con la mirada desorbitada y respirando tan fuerte que podía escuchar el latido de mi corazón. Todos me veían fijamente y de tal manera que, sin necesidad de quitarme la ropa, ya me sentía desnuda. Raál rompió el hielo. Dirigiéndose a mí dijo en voz alta: “Me pediste que no prestara el video y no lo hice”. Hizo una pausa y agregó: “Lo vieron todos en mi casa”. Las carcajadas que siguieron a esta confesión me taladraron el alma. Me sentí una chinche. Hubiera querido que me tragara la tierra, sobre todo cuando Raál enfatizó: “Todos queremos ver un buen espectáculo. Pero antes queremos que nos saludes como es debido”.

De golpe, el grupo de los seis me rodeó y me vi sumergida en un mar de miembros, algunos grandes y alargados, otros pequeños y regordetes, pero todos abultados. Alguien me alzó la falda por detrás, al tiempo que sentí un ejército de dedos deslizarse rápida y nerviosamente por mis muslos hasta alcanzar mis bragas. Creo que Raál hurgaba entre mi suéter y mi blusa buscando el sostén y la carne que éste resguardaba. Otro repasaba mi cuello con su lengua. Sentía su respiración agitada, provocándome a un tiempo irritación y cosquillas. Inerte, confundida, estaba en sus manos. Cerré los ojos y dejé escapar una exhalación, como quien finalmente cae rendida ante lo inevitable.

Debo advertir que a partir del incidente con Raál, y luego de pensarlo bien, pedí a mamá que me arreglara una cita con la ginecóloga, pretextando alguna molestia menstrual. Mi madre no sospechó nada, pero la doctora inmediatamente supo que algo había ocurrido. Tuve que inventar el cuento de que había comenzado a tener relaciones con mi novio. La doctora lo entendió, me guiñó el ojo y me explicó que independientemente de que él siempre debía usar preservativo, no estaba de más que yo también me protegiera. Me dio a escoger varias opciones. La píldora me pareció la más sensata y la más sencilla. ¡Cuando menos ese flanco no estaba descubierto!

No supe quién quería forzar su lengua en mi boca porque algán otro, seguramente Raál, me estaba ya mordisqueando los pezones. ¿Cuándo me habían despojado de mi suéter y mi blusa? Finalmente cedí y aun con los ojos cerrados acepté el beso untuoso a fin de evitar que me desgarraran los labios….Cuando menos los de la boca, porque los otros, los ocultos entre mis piernas, los sentía ya hinchados de tanto manoseo. Algo debía de estar mal conmigo misma, porque a pesar de esa hinchazón no recuerdo explícitamente que me molestara o que me ardiera. Antes bien, me comenzó a invadir una sensación hámedamente placentera, de una viscosidad activa y palpitante, que se abría como una flor carnosa para recibir las falanges prolongadas de esa marabunta dactilar anidada en mi pubis.

Entre los besos, el mordisqueo en mis pezones y el incesante cosquilleo entre mis piernas, poco a poco me fui aflojando y al mismo tiempo agitando. Esa extraña sensación de ya no ser yo, ni de estar ahí, sino de haber ingresado a otra esfera de la realidad y de encarnar otro ser, luminoso e incandescente, despejaron la pesadumbre que me había agobiado. No sé de dónde, una energía fulminante me hizo responder a tanto estímulo y ahora era yo, y no ellos, quien activamente buscaba labios, piel, brazos y miembros. Hincada y aun con los ojos cerrados, dejé que mi boca se engolosinara con esos regalos carnales.

Uno a uno fui engullendo el sexteto de miembros. Escuchaba, por encima de mí, jadeos y gemidos, interjecciones carrasposas y lastimeras. Ninguno de los otros cinco decía nada. Sólo Raál murmuraba posibles escenarios futuros, sugiriendo u ordenando a sus cofrades lo que debían hacer conmigo. Creo que nadie le hizo caso. Ninguno de éstos había sentido antes nada que no fuera la propia palma de sus manos envolver sus miembros trémulos y urgidos.

Hubo quien no se pudo contener más y pronto recibí los primeros chisguetes picantes y cálidamente sápidos contra el fondo de mi garganta. El sabor me extrañó: parecido ciertamente al de Gluck y Camilo, pero no tan intenso ni tan líquido. El de estos jóvenes era más cremoso, pero también más escaso. Dejé resbalar el amasijo (tuve la sensación de tragar una ostra o un huevo apenas pasado por agua) mientras alguien me tendía sobre una lona más bien sucia, boca arriba. Dos me tomaron de las piernas y me obligaron a abrirlas formando un V.

El primero en penetrarme fue Raál. Lo supe porque, Dios mío, ¡ya conocía su cosita! Sobre nosotros se formó un círculo. Comenzaron a aplaudir y a soltar gracejadas idiotas. No me importó. Estaba inmersa en un cámulo de sensaciones a un tiempo extenuantes y vivificantes. Pero ¿y ese beso pastoso y prolongado? No era Raál el que me lo daba, ¡sino yo a él! Y cuando alguien más se agachó para ver mis gestos me fui sobre él, atrapándolo por el cuello y atrayéndolo a mi boca con una gula que electrizó mis vértebras y mi cerebro. ¿Cómo? ¿No es Raál éste que está montado sobre mi? No, ya era otro, Javier, me parece. Luego siguió "scar y finalmente vino Daniel. Los otros dos, Pedro y Hernán, no sólo se habían venido antes de tiempo en mi boca, sino que no pudieron aguantarse hasta su turno y se empalmaron mientras me veían hacerlo con sus camaradas, empapándome el torso desde lo alto.

No tengo idea del tiempo que había transcurrido, ni recuerdo con precisión la secuencia de los acontecimientos. Sé que después de la primera ronda, yo o alguien más me colocó de rodillas y me hizo apoyar los brazos contra la lona. “Sólo te hacen falta la cola y ladrar”, espetó Raál mientras manipulaba a Gluck para ayudarlo a montarse sobre mí. “Ya estás bien abierta”, me dijo. Los demás camaradas veían el sacrificio que estaba apunto de cometer entre azorados y asqueados. Pero por más que sus rostros reflejaran sorpresa y disgusto, ninguno apartó la mirada.

¿Cómo puedo transmitir siquiera una parte de todo lo que estalló dentro de mí cuando Gluck hundió su miembro en mi cavidad vaginal? Todo lo anterior, aunque diverso y máltiple, me parecía ahora apenas un juego de niños, una suerte de ejercicio de calentamiento, ante la potencia y las dimensiones que Gluck estaba aportando en ese preciso momento. Quisiera ser más explícita pero no puedo. Si alguien recuerda la primera vez que se sumergió en el océano y esa sensación de verse y sentirse rodeada por el oleaje majestuoso, sinfónico, infinito, entenderá, sólo en parte, lo que llegué a sentir en ese momento. Yo ya no era nadie ni nada: apenas el instrumento de una entidad tan poderosa y sobrecogedora (¡en todos los sentidos del término!) que casi de inmediato me hizo derramar una cascada líquida desde lo más profundo de mis entrañas. ¿Qué importaban las risotadas y las idioteces de mis compañeros? Había tenido, por primera vez en mi vida, un atisbo de lo que era el paraíso y si para alcanzarlo tenía que pasar por el purgatorio de Raál y el grupito ese, ¡qué podía importar!

Recuerdo vagamente haber sudado, llorado, gemido. Gluck era un macho entusiasta, inmisericorde y seguro de sus acciones. Arremetía sin cansancio, una y otra vez, ensanchando mis tejidos internos, amoldándolos a su forma imperiosa, dilatando el pequeño coto de mi matriz para convertirla en un horizonte infinito. Sabía y sentía que el animal babeaba, sus patas arañaban la piel de mis espaldas, de mis hombros, pero yo me había transfigurado en algo más que una persona: ¡era todo sexo en ese momento! Tuve tal cantidad de estremecimientos que creí dejaría mi vida en ese empeño; y éstos alcanzaban crescendos verdaderamente celestiales cada vez que sentía las descargas abundantes y explosivas que Gluck depositaba en mi átero.

¿Y Camilo? Traté de buscar a mi perro en medio de aquella confusión de imágenes y sensaciones. El pobre estaba echado a unos metros de mí, como esperando a que terminara para jugar conmigo. No sé si lo llamé o si tan solo le hice un gesto. El caso es que se arrastró hasta mí y me relamió la cara con su lengua áspera y ensalivada. Yo lo dejé hacer, pero lo que realmente quería era llevármelo a la boca. Raál debió haber entendido mi propósito, porque de inmediato hizo que Camilo cambiara su postura, recostándose sobre su lomo, dejando al descubierto su bajo vientre. Entre los aplausos y la algarabía enloquecida de los espectadores, alcancé el forro de mi perro y sin dudar un solo instante arremetí.

No sé ni me importa lo que hayan pensado Raál y sus amigos en ese momento. Tal vez que estaba enferma (¿lo estoy?) o que en el fondo tengo el espíritu de una cualquiera (¿lo tengo?). En ese momento, aun si hubieran estado mis propios padres presentes, incluso acompañados del padre Ignacio, no habría podido detenerme. Penetrada por detrás y ocupada por la boca, me asumí algo más que una persona: era yo un miembro más de los caninos, la perra perfecta, dócil, acomodaticia y complaciente. Tanto que ya no pensaba sino en el sabor, la viscosidad y el picor denso e intenso del esperma que Camilo me obsequiaba a chorros y que Gluck había depositado en mi matriz.

Cuando me di cuenta, Gluck estaba atorado. Su bulbo inflamado había penetrado mi vagina y no había forma de que saliera sino hasta que se le pasar la erección. Me molestaba y me dolía, pero me encontraba tan atolondrada, tan genuinamente exhausta, tan inhumanamente satisfecha, que sólo pude esbozar un intento de sonrisa mientras mis jugos, mi carne y mi espíritu se relajaban. Descubrí, no sin un cierto sobrecogimiento, que me estaba aficionando a ese sabor salobre, penetrante y marinado del esperma canino. Si con Camilo había transpuesto un primer umbral, con Gluck había ingresado definitivamente a un nuevo territorio, en el que mi “yo”, es decir, mi persona habitual quedaba desplazada para alcanzar una dimensión de la existencia totalmente primaria, instintiva, animal.

Uno a uno, los cofrades de Raál se fueron, muchos de ellos sin atreverse a dirigirme la palabra (o la mirada) y todavía con un hilo de baba escurriéndoles de la boca. Raál me esperó y me ayudó a zafarme de Gluck, mientras Camilo investigaba la bodega. Como pude me vestí. Ya no me importó buscar mis bragas, ni mi sostén. Advertí, con algo de molestia, que entre Raál y yo se había establecido una suerte de comunicación no verbal, gracias a la que no teníamos que decirnos nada. Abordamos el auto con los perros y me llevó de regreso a casa. Vi el reloj. Eran pasadas las diez y media de la noche.

Al llegar a mi casa y antes de que me bajara del auto, Raál se buscó entre los bolsillos de su saco y produjo un fajo de billetes. “Toma”, me dijo. “…sta es tu parte”. Me quedé atónita. No entendía. Pero Raál esbozó nuevamente esa sonrisita burlona que le deformaba el rostro de suyo desagradable y, entrecerrando los ojos, me aclaró: “¿Tá crees que iba a dejar a esa bola de blandengues tocarte así nomás porque sí? ¡Para nada! Que les cueste. Tá no te apures. Ya te estoy organizando otro grupito. Claro que si quieren verte con los perritos les va salir más caro, ¿no crees? Hasta Pancho, el vigilante, ya se apuntó. …l tiene un Pastor Alemán que, segán me dice, está de chuparse los dedos”. Dejó pasar unos segundos y concluyó: “¿Ya ves? Te dije que con esto nos podemos volver ricos”.