Silencios ii

Mientras xena hace justicia, gabrielle extaraña a su guerrera en el peor de los silencios, la soledad

Silencios

Mayt

Título original:Silences.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2004

Xena y Gabrielle caminaban la una al lado de la otra. Xena llevaba a Argo de las riendas. Habían llegado al borde del territorio de las amazonas. Xena le puso la mano a Gabrielle en el hombro. Cuando Gabrielle le dedicó su atención, hizo un gesto con la cabeza señalando hacia arriba. Al momento, cuatro amazonas enmascaradas bajaron de los árboles. Xena y Gabrielle hicieron la señal amazona de la paz. Solari se quitó la máscara. Sonreía ampliamente.

—Mi reina. Bienvenida. Te echábamos de menos —volviéndose hacia Xena, Solari declaró con auténtico sentido de la amistad—: Os echábamos de menos a las dos.

Gabrielle sonrió como respuesta y luego se volvió hacia Xena. Ésta miró a Gabrielle a los ojos, sabiendo que era tarea suya comunicar la dura noticia. Solari pasó la mirada de la una a la otra. Sus ojos observadores advirtieron la herida irritada que tenía la reina en la garganta. Xena rompió el silencio.

—Solari, Gabrielle ha sido herida. No puede oír ni hablar. He hecho todo lo que he podido para ayudarla. Tenemos la esperanza de que vuestra sanadora, Simina, pueda examinarla.

Solari se agitó y se volvió hacia su reina, su amiga Gabrielle. La orgullosa guerrera se permitió un momentáneo lapso en su serenidad. Bajando la vista, dijo:

—Sí, por supuesto —hizo una señal a una mensajera para que anunciara la llegada de la reina—. Por aquí —hizo un gesto con la mano. Gabrielle se la cogió con firmeza, sujetando el antebrazo de Solari con su propia mano. Solari miró a su reina a los ojos y vio que no iba a tolerar la compasión. Asintió y sonrió. La severidad de Gabrielle se desvaneció a su vez y sonrió a la amazona con sinceridad.

A pocos pasos de Gabrielle, Xena observó el intercambio. Era Gabrielle quien debía establecer cómo iba a ser tratada. La admiración de Xena aumentó en esos pocos segundos. Nunca dejaba de asombrarle que Gabrielle pudiera cambiar y ser la reina que era con tan poco esfuerzo aparente. Su dignidad no iba a ser víctima de su incapacidad. Por el contrario, Gabrielle acababa de dar a un miembro de su tribu una lección de nobleza.

Ephiny y Simina aguardaban al grupo en el centro de la aldea. La mensajera había transmitido las circunstancias completas del regreso de su reina. Simina era una anciana sabia. Miró a la regente. La preocupación de Ephiny era evidente.

—No vas a ayudar a la reina en absoluto si no compartes su esperanza de ser curada.

—Simina, ¿cómo puede soportar el silencio? Su esencia es la de una bardo. Tejer palabras es su felicidad.

—Nunca me ha parecido una mujer que tenga un único interés. Y aunque así sea, puede escribir sus palabras para que otros las lean en voz alta. Puede aprender a hablar con las manos como lo han hecho nuestras jóvenes y ancianas menos afortunadas. Y eso si las heridas no se curan. ¿Quién puede decir que Artemisa no alterará los daños sufridos y devolverá la salud a la reina?

—Espero que tengas razón.

—Prepárate si no la tengo. Te necesitará como regente. Más aún como amiga.

Ephiny respondió con seriedad:

—Simina, Gabrielle siempre será mi reina y mi amiga.

Simina cambió de tema.

—Ya llegan.

Ephiny se adelantó para recibir a las viajeras. Solari y Xena esperaron al tiempo que Gabrielle aceleraba el paso. Gabrielle abrazó a Ephiny. Ésta percibió la necesidad de su amiga. La regente estrechó a la temblorosa reina con fuerza, sin querer aflojar el abrazo hasta que Gabrielle recuperara la serenidad. Gabrielle respiró hondo y luego se echó hacia atrás para mirar a Ephiny a los ojos. De no ser por los ojos, los de Xena, los de Solari y ahora los de Ephiny, se habría sumido en la desesperación. Transmitían un poder que atravesaba su mundo silencioso y aislado. Ephiny sonrió, aunque como en el caso de Solari, no ocultó su preocupación inmediata. Ephiny hizo un gesto a Simina. La mujer, tan alta como su reina pero de tantos inviernos más que había dejado de contarlos, declarando que la blancura de su pelo era testimonio de las tribulaciones a las que había sobrevivido durante su vida, miró a la mujer herida que había soportado su propia dosis de infortunios. Se inclinó ligeramente e hizo un gesto a su reina para que la acompañara a la cabaña de la sanadora.

Gabrielle esperó en la intimidad de la consulta de Simina. Ésta se quedó fuera interrogando a Xena, reuniendo todos los detalles posibles sobre la herida. La fuerza del misil de una catapulta había lanzado por los aires a su reina, que voló unos quince pasos antes de aterrizar, golpeándose la garganta y la cabeza con una piedra. Simina guardó silencio, sin ahondar en su interrogatorio, aunque se preguntó qué hacía su reina en medio de una batalla tan peligrosa. Mejor permanecer en silencio. Ya se plantearía esa pregunta, pero eso no le correspondía a ella. Observando la expresión de la regente, supo que debía ser Ephiny quien preguntara.

Simina volvió con su reina y examinó con cuidado la garganta lesionada y la cabeza. Gabrielle hacía muecas de dolor cuando Simina aplicaba presión durante el examen. Esto era buena señal. Los daños internos no habían terminado de curarse. Tanto en el caso de la garganta como en el de la cabeza, la hinchazón podía estar creando un presión dañina. De ser cierto, una vez terminara de curarse, una vez se aliviara la presión, podría recuperar el habla y el oído.

Simina sonrió a su paciente. Cogió un trozo de pergamino y escribió una serie de preguntas. Gabrielle respondió moviendo la cabeza.

—¿Dificultades al tragar?

—No.

—¿Dolores de cabeza?

—Sí.

—¿Muy dolorosos?

—Sí.

—¿Mareo?

—Sí.

Simina se preguntó por qué Xena no le había dado esa información.

—¿Lo sabe Xena?

—No —confirmó Gabrielle. Ésta cogió la pluma. Escribió—: Esto es entre tú y yo.

Simina asintió. La gravedad del estado de su reina no debía ser comunicada a nadie.

Simina escribió un diagnóstico prudente para que Gabrielle lo estudiara. No predecía más síntomas graves con la garganta. Expresaba su preocupación por el dolor de cabeza y el mareo. Decía que no había terminado de curarse. Sólo el tiempo diría si el sufrimiento físico del dolor y el mareo era temporal o permanente. No prometía nada sobre la posibilidad de que Gabrielle recuperara el oído o el habla. Gabrielle asimiló pensativa las cautas noticias. Había pocas esperanzas de que pudiera recuperarse por completo.

Simina llevó a Gabrielle con Ephiny y Xena. Habló de las partes de su diagnóstico que Gabrielle le había permitido compartir con las dos. Gabrielle las miraba atentamente. Ephiny parecía haberse relajado. La expresión de Xena seguía siendo impasible. Xena, que todavía sujetaba las riendas de Argo, hizo un gesto indicando su intención de ir a los establos. Gabrielle asintió. Ephiny, por su parte, llevó a Gabrielle a la cabaña de la reina. Simina, insatisfecha, siguió a la guerrera al establo.

Xena estaba concentrada en acomodar a Argo, quitándole los arreos y cepillándola. Simina observó a Xena. Tenía que haber una brecha en su conducta. El control de la guerrera, por bueno que fuera, no era de fiar. Xena estaba demasiado tranquila, si de verdad quería a la reina como toda la tribu creía. Simina decidió no esperar más.

—Guerrera, hay algo que no se ha dicho.

Xena se volvió hacia la respetada anciana.

—Simina, ¿qué puedo decir? Gabrielle ha resultado herida porque yo le permití participar en una batalla en la que no debía luchar.

—¿Te culpas a ti misma?

—Sí. He visto cómo me miraban Ephiny y Solari. Ellas saben la verdad.

—¿Y qué dice mi reina?

—Se considera responsable. Dijo que era decisión suya.

—¿Y no era decisión suya?

—He hecho que corra peligro una y otra vez. Tarde o temprano iba a resultar gravemente herida o muerta. La responsabilidad es mía. Ella es mi responsabilidad.

—Estaría de acuerdo contigo si estuviéramos hablando de esa joven que conociste hace años. Ya no es la misma. Tienes que haber visto cómo ha crecido. Tiene una sabiduría que no corresponde a sus años y un corazón con una capacidad extraordinaria para el amor y la compasión. Es aquello en lo que se ha convertido lo que la ha hecho ser una reina digna de las amazonas.

—Y por eso debería quedarse con su tribu.

—¿Te vas a quedar con ella, guerrera?

—Yo no soy amazona.

—Busca otra excusa.

—Mi destino es viajar. No puedo quedarme en un solo sitio durante mucho tiempo. Gabrielle lo sabe.

—¿Así que la vas a dejar?

—Sí. Cuanto antes, mejor, creo yo.

—Me he equivocado. Creía que la querías. Está claro que no es así.

—Ya es suficiente, sanadora.

Simina observó la postura de Xena. A medida que conversaban, Xena había dejado de trabajar para concentrarse en la sanadora. Con cada frase intercambiada, el cuerpo de Xena se había ido poniendo más rígido. Le faltaba un pelo para alzar la espada, aunque aún no había alzado la voz.

—Efectivamente —terminó Simina.

Xena entró en la cabaña de la reina. Gabrielle estaba profundamente dormida. Los viajes habían fatigado a la bardo más de lo que había estado dispuesta a reconocer. Le había vuelto el dolor de cabeza y casi no tenía fuerzas para resistir su embate.

Antes de quedarse dormida, Gabrielle se había quedado tumbada en la cama, luchando con el dolor mientras intentaba organizar sus ideas. Esperaba que las palabras tranquilizadoras de Simina aliviaran la culpabilidad de Xena. Por mucho que Gabrielle deseara tener a Xena a su lado, no haría nada para impedir que Xena se marchara. La profundidad de su amor por la guerrera no le permitiría convertirse en una carga para su compañera. El miedo de Gabrielle era aún mayor. La batalla de Xena con su lado oscuro era frágil. No quisieran los dioses que Xena decidiera buscar venganza por la herida que había sufrido. Si volvía a empezar, ¿cesarían alguna vez sus actos de venganza?

Xena se sentó en una silla. Sus ojos se posaron en la bardo. Gabrielle tenía un hogar con las amazonas. Simina era una buena sanadora. Gabrielle estaría bien cuidada. No había razón para que Xena se quedara. Cuando más esperara, más difícil sería. Cogió un pergamino y se puso a escribir.

Al contrario que la mayoría de las mañanas, Gabrielle no estaba sola cuando se despertó. Xena descansaba a su lado. La suave camisa de la guerrera resultaba agradable en contacto con la mejilla de Gabrielle. Xena saludó a la bardo dándole un beso en la frente. El gesto era una de las pocas familiaridades que compartían. Gabrielle levantó la vista para mirar a su compañera. Había una ternura en Xena reservada únicamente para Gabrielle. Éste era uno de esos momentos. Gabrielle lo reconoció como el regalo que Xena pretendía que fuera.

Al moverse, Gabrielle notó la falta de dolor. Un segundo regalo para un día que acababa de empezar. Tras dar a Gabrielle un poco de tiempo para que se despertara de verdad, Xena se levantó. Gabrielle se dispuso a seguirla y echó los pies por el lado de la cama. Xena se arrodilló ante la bardo y le cogió las manos. Sabía que lo que estaba a punto de hacer podía no serle perdonado jamás. Sólo le quedaba la esperanza de que llegara un día en que Gabrielle comprendiera lo limitadas que habían sido las opciones de Xena. Ésta alzó la mano hasta la cara de Gabrielle y sonrió. La bardo respondió de igual manera. Al instante, Xena se levantó y empezó a prepararse para el día.

Una vez vestidas, Xena indicó que iba al establo a ver cómo estaba Argo y que se reuniría con Gabrielle en el comedor principal. Gabrielle se marchó primero. Simina, que había decidido observar tanto a su paciente como a la compañera de su paciente, advirtió dónde se dirigía Xena. Simina siguió a Gabrielle al comedor. Al ver a Ephiny sentada con Solari, Eponin y algunos miembros del consejo, Simina se acercó a la regente y le susurró unas palabras al oído. Ephiny miró a Simina, que se limitó a asentir. Ephiny se levantó justo en el momento en que Gabrielle ocupaba un asiento al otro lado de la mesa. Ephiny anunció a toda prisa:

—Tengo que hacer una cosa —y se marchó. Gabrielle observó a su regente mientras ésta salía del comedor. No era la única de las comensales que se había quedado confusa. Simina se alejó sin decir palabra.

Las voces que salían de los establos eran altas y claras. El comedor se quedó en silencio a medida que cada amazona, al percatarse, decidió seguir con oídos atentos el enfrentamiento entre su regente y Xena. Ahora se oía la voz de Ephiny:

—Por los dioses, Xena, no hagas esto.

Xena sacó a Argo del establo. Su irritación se dejó sentir en su voz:

—Ephiny, tú no lo comprendes. No tengo elección.

—Es cierto, Xena, su amor por ti era puro e inocente. Eso era antes de ver cómo eras de verdad. ¿Y qué hizo al descubrir la verdad? Te quiso aún más. Y ahora tú honras su amor apartándote de ella. Que los dioses se apiaden de tu alma, Xena. Es decir, si es que tienes alma.

Gabrielle levantó los ojos de su comida. No había podido evitar notar la quietud física de la sala. Miró a Solari para saber qué ocurría. Solari apartó la mirada. Lo mismo hizo Eponin. Gabrielle advirtió que Xena todavía no se había reunido con ella. Se levantó. Solari hizo lo mismo, alargando la mano para agarrar a Gabrielle del brazo. Gabrielle le clavó una mirada firme a Solari, igual que había hecho el día anterior. Solari cedió ante su reina.

Gabrielle salió del comedor. Vio la acalorada discusión entre Ephiny y Xena. Ésta sujetaba a Argo por las riendas. Argo llevaba las alforjas de Xena. Ésta se iba a marchar sin decir nada. Xena la iba a dejar. Gabrielle se acercó a las dos. Todas las amazonas del comedor se habían levantado y observaban el inquietante espectáculo. Xena dejó de discutir cuando Gabrielle entró en su visión periférica. Xena le rogó a Ephiny:

—¿Es que toda la nación amazona tiene que enjuiciarme? —Ephiny no dijo nada—. Sujétala —Xena le lanzó a Ephiny las riendas de Argo y volvió a entrar en el establo. Plantándose en el centro, Xena esperó a Gabrielle.

Gabrielle se detuvo en la entrada. Sus ojos buscaron los de Xena. Pero Xena sólo pudo echarle una mirada tímida, para acabar posando la vista en sus propios pies. Gabrielle se aproximó a Xena, ganando velocidad con cada paso. Notó que iba apretando los puños. Al alcanzar a Xena, Gabrielle se puso a golpear con los puños la armadura de la guerrera. Xena había alzado las manos para defenderse de su fuerza, pero tras el segundo golpe de Gabrielle, Xena bajó las manos y aceptó voluntariamente cada golpe que le daba Gabrielle. Oyó que Gabrielle soltaba un sonido gutural cuando la bardo se desplomó en sus brazos. Xena sujetó a Gabrielle y la depositó en el suelo cubierto de heno.

Abrazando a Gabrielle, Xena susurró:

—No puedo llevarte conmigo. Morirías sin la menor duda. Y no puedo quedarme contigo sabiendo que es culpa mía. Gabrielle, bardo mía, tú eres mi luz. Tú eres mi amor. Te lo debo todo. Es preferible que me odies a que me quieras. Mira lo que te ha pasado por quererme.

La bardo, que no había oído ni una palabra de la confesión de Xena, pero que sentía el calor y la seguridad del abrazo de la guerrera, volvió a golpear el peto de Xena. Era más un gesto de rendición que de agresión. Xena levantó la mirada y descubrió a Ephiny en la puerta del establo.

—Ephiny, por favor, cuida de ella. No le falles como yo.

Xena acarició el pelo de Gabrielle por última vez y se soltó de la bardo. Sin más dilaciones, Xena pasó al lado de Ephiny y salió del establo. Cogió las riendas de Argo que tenía Solari, se montó en la yegua y se alejó, sin mirar ni una sola vez atrás.

Mi queridísima Gabrielle:

Perdóname por no tener el valor de despedirme en persona. Hace ya mucho tiempo que tú y yo hemos sido nuestro mutuo hogar. Ya no puede ser así. Tú ya no puedes viajar conmigo. El camino sólo te haría más daño.

Yo no puedo estar contigo sabiendo que te he fallado. Recuerda, bardo mía, tú me has dado una razón para vivir. No traicionaré tu confianza en mí. Tienes mi palabra de que jamás te deshonraré.

Tú eres lo único que conozco sobre el amor y la bondad. Te llevaré siempre en el corazón. Encuentra a una persona digna de ti y permite que la alegría viva en tu reino.

Xena

A solas en la cabaña de la reina, Gabrielle leyó el pergamino una vez más. La había estado esperando encima de la cama. Ya era de noche. Aunque fuera sordomuda, una reina amazona todavía podía dar órdenes. Después de una buena discusión, la preocupada Ephiny acató el deseo de Gabrielle de estar a solas.

Por los dioses, ¿qué había hecho Xena al dejarla? Aunque a la bardo no le sorprendía la terca insistencia de la guerrera en echarse a sí misma la culpa hasta cierto punto de las heridas sufridas por Gabrielle, ésta nunca se había esperado que la culpabilidad fuera tan absoluta y el peso tan insoportable.

Habían dejado que se formaran demasiados silencios entre ellas antes de la batalla. No era de extrañar que después los silencios crecieran en alcance y profundidad.

Una vida sin Xena no le era extraña. Gabrielle había perdido a Xena ante Hades. Se había enfrentado a la pérdida y se había resignado a ser reina. La vida sin Xena era posible si no cabía otra posibilidad. En este caso, su frustración se debía a que Xena había tomado la decisión sin hablarlo con ella. Gabrielle creía que ya habían superado la naturaleza unilateral de su amistad.

Gabrielle no iba a discutir que la vida en el camino supondría un mayor riesgo, ¿pero no era ésa una decisión que tenía derecho a tomar por sí misma? Cierto, Gabrielle ya no tenía la capacidad de ganar dinero para las dos como bardo, pero Xena no le había dado la oportunidad de buscar otro tipo de medio. Pero estos argumentos carecían de importancia. No eran la auténtica cuestión. La verdad estaba en sus corazones. Ni Xena ni ella estaban dispuestas a entregarse al mayor peligro de todos, que era el amor que había surgido entre las dos.

A la vista del pergamino, a Gabrielle ya no le cabía duda sobre si Xena sentía las mismas emociones que ella. Alguien podría argumentar que las palabras eran platónicas. Ese alguien sería una persona que no hubiera compartido la vida cotidiana que habían llevado juntas. Los matices superaban la habilidad del narrador para abarcar la habilidad de la vida. Su vida se había hecho completa con la riqueza del amor que sentían la una por la otra. Era una fortuna que cada una de ellas sujetaba en sus manos con tanta precaución que se negaban a invertirla para obtener mayores beneficios, por temor a perder su abundancia. Qué necias eran. Tal vez si hubieran consumado su amor, la relación íntima entre las dos habría ayudado a romper el silencio.

Gabrielle no quería que sus guerreras amazonas fueran en busca de Xena como le había ofrecido Ephiny. A Gabrielle le tentaba la idea, pero sabía que no debía hacerlo. Xena se había cerrado a Gabrielle. Correspondía a Xena la decisión de volver y formar un hogar con la bardo o mantenerse apartada.

Ya había pasado un ciclo lunar. Gabrielle no tenía motivos para creer que Xena fuera a volver con ella. Simina había puesto a Gabrielle un tratamiento a base de sueño, infusiones y masajes. Simina no tenía ningún tratamiento para el espíritu herido de Gabrielle. El dolor de cabeza iba y venía sin causa aparente. Sin embargo, ya no tenía el mareo consiguiente. La garganta de Gabrielle parecía estar bien. Simina aplicaba presión donde las heridas más visibles habían marcado a su reina. Simina ya no encontraba zonas delicadas. La sanadora había intentado que Gabrielle emitiera sonidos sin conseguirlo. A la bardo le resultaba extraño hablar a sus propios oídos silenciosos. Gabrielle empezó a comunicarse con las manos, recibiendo lecciones de una serie de maestras. No sólo las enfermas aprendían a comunicarse de este modo. También lo hacían las guerreras que tenían que moverse entre el enemigo sin que las detectaran.

Ephiny, Solari y Eponin observaban atentamente a su reina. Gabrielle observaba a su vez a las niñas o trabajaba en el huerto. Simina había permitido que Gabrielle trabajara físicamente tras la promesa de la reina de que no haría esfuerzos innecesarios. Gabrielle no podía quedarse tumbada sin hacer nada. Necesitaba ser capaz de contribuir. No tardó en averiguar que había muchas cosas que hacer que requerían escasas instrucciones y ningún tipo de conversación.

Sin embargo, Gabrielle echaba de menos la palabra hablada. Echaba de menos comprender las bromas que corrían por el comedor. Mientras que antes sólo conocía el jaleo, las olas de sonido que subían y bajaban, ahora se concentraba en las caras y los gestos. A veces su mundo le resultaba surrealista.

Toda su tribu mostraba su aceptación y un espíritu positivo. Que ella supiera, nadie había hablado de pedirle que renunciara a su posición como reina. Fue ella quien decidió abordar el tema, escribiendo la pregunta para Ephiny. Ésta se inclinó sobre el hombro de Gabrielle, leyendo. Con un movimiento brusco y rápido de la mano, Ephiny le quitó la pluma a Gabrielle y escribió "No" encima de las palabras de Gabrielle, tirando la pluma con gesto enfático. Ephiny moderó la tensión poniéndole las manos a Gabrielle en los hombros y apretándoselos como firme confirmación.

Era durante la noche, cuando Gabrielle se encontraba a solas en la cabaña de la reina, cuando su soledad le asaltaba el alma. Durante estas horas Gabrielle repasaba todo lo que había perdido. Había perdido el oído y la voz. Había perdido la amistad y la camaradería de Xena. Acudía a su fe en la vida, que había sido una fuente constante de fuerza. Miraba a su alrededor aceptando todo lo que quedaba. Había recuperado la salud en su mayor parte, aunque preferiría no tener los dolores de cabeza. Tenía un hogar entre las amazonas. Era dueña de sí misma. Sobre todo, tenía sus amistades.

Al otro lado de la habitación, en el rincón, estaba su vara. A Gabrielle no le hacía falta. Simina no le permitía entrenar por temor a empeorar sus lesiones. Mañana, pensó Gabrielle. Mañana le pediría a Ephiny que se reuniera con ella en el campo de entrenamiento.

Gabrielle se sentía viva, vivísima. Tras obtener el permiso de la sanadora, Ephiny y ella habían pasado más de una marca entrenando. Gabrielle había disfrutado con la demostración de poder. Mañana sus músculos le dirían otra cosa. Hoy, se regodeaba en el esfuerzo. Ephiny empezó con cuidado. Intercambiaron golpes, estableciendo un ritmo. A Ephiny le gustaba ver a su reina concentrada. Al cabo de media marca, la seguridad de Gabrielle fue en aumento y desafió a Ephiny. La agresividad de la reina nunca dejaba de sorprender a Ephiny. Ésta no conocía a una persona más delicada, a nadie con mayor capacidad para la bondad, y sin embargo, esta misma mujer la estaba atacando, haciendo saber a Solari y a las demás guerreras que observaban que a su reina siempre había que tomársela en serio.

Las dos siguieron intercambiando golpes, sin que ninguna de ellas se hiciera con la ventaja. Gabrielle tenía los ojos clavados en Ephiny. La sonrisa de Gabrielle era enorme y feliz. Entonces ocurrió algo. Ephiny no desvió el golpe. Gabrielle blandió la vara por lo bajo y derribó a Ephiny. La reina avanzó un paso, colocándose por encima de su regente.

Se dio cuenta de que algo iba mal. Ephiny parecía conmocionada por algo que no era la vara de Gabrielle. Ésta levantó la mirada y vio que Solari se acercaba. La bardo no conseguía interpretar la expresión de la guerrera. ¿Qué ocurría? Gabrielle volvió a mirar a Ephiny. Ésta se levantó de un salto y se acercó a su reina. Alargó la mano y la colocó delicadamente sobre la garganta de Gabrielle. Solari llegó y se puso al lado de Ephiny.

Ephiny se volvió a Solari y preguntó:

—¿Tú también lo has oído?

Solari asintió.

Ephiny volvió a mirar a Gabrielle. Habló despacio para que Gabrielle pudiera leerle los labios.

—Has gritado —y con una gran sonrisa, Ephiny repitió la frase—: Has gritado.

Gabrielle comprendió. Miró también a Solari en busca de una confirmación independiente. Solari asintió de nuevo y sonrió ampliamente. Gabrielle abrazó a su regente. No sabía qué había dicho, pero era sonido. Sonido que, con la práctica, podría convertirse en palabras.

Aunque Gabrielle nunca habría deseado sufrir estas lesiones, descubrió que la tarea de volver a aprender a hablar le resultaba embriagadora. Agotaba a sus maestras, luchando con su sordera. Al principio su forma de hablar sonaba artificial, pues se esforzaba por enunciar cada palabra con cuidado. El triunfo más reciente de Gabrielle tuvo lugar durante la cena, cuando le lanzó un comentario de pasada a Eponin. En la mesa se hizo un silencio, al no saber si habían sido las palabras de su reina. Cuando Gabrielle levantó la mirada con timidez, todas se echaron a reír a carcajadas. A Ephiny le encantó ver la sonrisa de Gabrielle. La bardo no sólo había seguido la conversación con una mezcla de signos y lectura de labios, sino que había logrado soltar su comentario en el momento preciso cuando todas estaban tomando aliento.

Gabrielle se encaminó sola a la cabaña de la reina. La estrellas relucían. Se detuvo y levantó la mirada. Hacía mucho tiempo que no dormía bajo ellas. Echada en la cama, se fue quedando dormida. En sueños, en la libertad de los sueños, sus labios formaron la única palabra que ninguna maestra quería enseñarle. La única palabra que llevaba consigo cada día, pero que ella misma no pronunciaba, la única palabra que había quedado implícitamente desterrada del vocabulario de las amazonas. Xena.

Argo empezó a rebelarse contra el galope despiadado que había establecido Xena para alejarse de la aldea. La yegua exigió la atención de Xena. Ésta bajó la mirada por primera vez desde hacía varias marcas. El cansancio de Argo era evidente. Xena aflojó las riendas y permitió que Argo fuera frenando hasta ponerse al paso. Alargó la mano. Acarició a la yegua, susurrando sus disculpas por ser tan desconsiderada.

Había un arroyo no muy lejos del camino. Xena desmontó y llevó a Argo hasta allí para que bebiera. El sol soltaba destellos en el agua. Xena decidió echarse a la sombra de un gran árbol. Contempló el claro. ¿De cuántas cosas había sido testigo a lo largo de su vida? ¿Cómo la juzgaría si supiera quién era y lo que acababa de hacer? Cerrando los ojos, Xena descansó. No había dormido la noche antes. Había pasado toda la noche pendiente de la bardo que dormía a su lado. La bondad, la belleza, la inteligencia y, sí, el humor... todo el conjunto que formaba a aquella a quien consideraba su amiga, que mostraba un amor y una compasión por Xena como nadie en el mundo.

Durante la noche, Xena tuvo libertad para expresar cada pensamiento, cada emoción que sentía por su compañera, sabiendo que no la oiría. ¿Qué habría pensado Gabrielle si hubiera captado las palabras de Xena? Ésta había hecho todo lo que había podido al escribir el pergamino. No lo confesaba todo. No podía ser tan sincera consigo misma y mucho menos con la bardo. Las palabras de Ephiny penetraron en el mundo onírico de Xena. La regente había sido dura con ella. Xena no le guardaba rencor. Ephiny no habría sido tan osada de no haber estado totalmente entregada a la felicidad de Gabrielle. Xena no sabía cuánto había visto y oído Ephiny en el establo. Xena sospechaba que Ephiny había visto y oído lo suficiente para averiguar la verdad.

Cómo la había golpeado Gabrielle, pensó Xena. No hay mayor dolor que el que acompaña a la pérdida del amor o de un ser querido. Cada golpe fue bien recibido. Cada uno bien merecido. Xena sentía cómo le palpitaba el pecho. Ojalá su corazón dejara de latir y acabara con su dolor.

La mente de Xena flotó hasta la última noche que habían pasado en la cueva, hasta la petición de Gabrielle para que cantara. ¿Cómo podía la joven acabar con la resolución de la guerrera con un simple gesto? Si Xena no hubiera estado enamorada de Gabrielle antes de esa noche, de lo que no cabía duda era de su amor después. Haber perdido la voz y el oído y sin embargo pedirle a Xena que celebrara la vida con una canción era algo que superaba la imaginación de Xena.

Y por fin, su mente volvió a su última noche en el camino. A cómo había mirado a los relucientes ojos verdes de Gabrielle, mientras ésta pronunciaba en silencio palabras de gratitud y amor, sellándolas con un beso delicadísimo.

En el fondo de su alma, Xena estaba convencida de que la bardo se estaba despidiendo. Aunque las dos lo negarían, Xena estaba segura de que las dos sabían que su vida, tal y como había sido hasta entonces, se había terminado. Una vez más, Xena sintió el impacto del golpe de Gabrielle en su pecho. ¿Acaso la bardo había esperado un nuevo comienzo para las dos con las amazonas? Sin decirlo, ¿Gabrielle había dado por supuesto que su destino iba a cambiar sin más? ¿Había esperado Gabrielle que Xena cambiara sólo por ella? ¿Creía Gabrielle que tanto le importaba, que lo era todo para la guerrera?

Xena se echó a llorar. Su pena no era menos potente que la fuerza de Poseidón contra los acantilados. La brutalidad de las emociones no le permitía respirar. Se ahogó en su llanto como si se estuviera ahogando en las profundidades del mar. Xena se despertó. Siguió llorando. Aquí, sola, Xena no iba a controlarse. Soltó todas las ataduras que se había impuesto a sí misma. Por primera vez desde que levantó la mirada en medio de la batalla y vio el cuerpo herido de la bardo, Xena se permitió sentir el terror de perder a Gabrielle. La culpa, el remordimiento, el amor y el anhelo. Todo. Xena se permitió sentirlo todo. Es en un momento como éste cuando el alma debe elegir entre vivir o morir.

Xena averiguó por la gente del lugar que Tianus había logrado escapar. Su ejército había marchado sin parar hacia el norte. Incluso con la velocidad de Argo tardó medio ciclo lunar en alcanzar el campamento del señor de la guerra. Tianus había establecido una fuerte defensa en el perímetro. Lo atraparía, pero tardaría un tiempo en dar con sus puntos débiles.

En la oscuridad de la noche, la guerrera entró en el campamento sin ser detectada. Un cuchillo contra la tienda abrió el camino que necesitaba para llegar a su presa. Tianus estaba durmiendo. Xena le dio dos golpes en la cabeza. La guerrera tuvo que obligarse a no matar a aquel cerdo ahí mismo. Cargó a hombros con el hombre inconsciente hasta el corral de los caballos. Puso a Tianus encima de una yegua y la guió en silencio hasta salir del campamento. Sonrió por lo fácil que había sido todo. No había descargado más golpes que los dirigidos al propio señor de la guerra. Le habían hecho falta cuatro noches de cuidadoso estudio para sincronizar los movimientos de la guardia con su propio plan de ataque. Para cuando se descubriera la desaparición de Tianus, ella ya llevaría suficiente ventaja para permitir que sus tenientes llevaran a cabo una búsqueda poco entusiasta e infructuosa. Xena sabía que los tenientes agradecerían cualquier motivo para dividirse el botín que quedara tras su reciente derrota, incluida la parte correspondiente a su líder. Entre ellos habría por lo menos uno o dos que desearían hacerse con el mando. La intriga de decidir quién sería el heredero militar sería la distracción que ella necesitaba.

El viaje de vuelta al magistrado local transcurrió sin incidentes. Fue por caminos menos transitados por si Tianus realmente tenía la lealtad de sus hombres. Tianus iba amordazado y atado a la yegua. El señor de la guerra no le había causado mucha impresión. Colgado de la yegua como un fardo, parecía intrascendente. Así y todo, sabía que si obtenía la libertad, encontraría una manera de saquear y asesinar. Cuanto antes lo depositara en prisión, mejor.

Guiar a la yegua mientras iba montada en Argo daba tiempo a Xena para pensar. Era lo único que prefería no hacer. Gabrielle dominaba sus pensamientos. Después del llanto junto al arroyo, se había concentrado exclusivamente en el objetivo de capturar a Tianus. No podía evitar apreciar la ironía de que Gabrielle hubiera resultado herida por fuego amigo. No fueron las catapultas de Tianus las que habían causado el mal. Pero la culpa estaba clara. De no haber sido por la amenaza de Tianus contra la aldea, la batalla nunca habría tenido lugar. Sería juzgado por asesinato y robo y moriría a manos de un verdugo. Esto sería justicia. Gabrielle lo aprobaría.

Xena echaba de menos a la bardo. Echaba de menos la compañía. Echaba de menos saber que alguien se preocupaba por su bienestar. Echaba de menos las historias de la bardo. Xena apartó este pensamiento como lo hacía cada día desde que había dejado a las amazonas. Los pensamientos rozaban rápidamente los recuerdos dolorosos, las pérdidas sufridas. No había forma de evitarlos.

Xena fue en busca del magistrado en cuanto llegó a la aldea. Se llamaba Bennett. Era un hombre de mediana edad que a la guerrera le recordaba a Salmoneus por su aspecto y su talante. Era conocido por aplicar la ley de una forma justa. Bennett se sorprendió al ver al señor de la guerra con vida. Aunque le alegraba tener la oportunidad de juzgar a Tianus en un foro público, a Bennett le preocupaba que los aldeanos no permitieran vivir a Tianus durante el proceso. Dada la alta probabilidad de una revuelta, le pidió a Xena que se quedara para ayudar a mantener el orden. Ella accedió.

Xena sabía que estos últimos días eran un reflejo de su futuro. Sus únicos medios de subsistencia serían el botín de una cazarrecompensas o la generosidad de un aldeano. En los últimos años, eran las historias de Gabrielle las que obtenían los fondos para pagar por las provisiones. Siempre habían rechazado las recompensas formales por ayudar, por intentar garantizar el bien supremo. Ahora no sería tan fácil. ¿Alguna vez había sido fácil? Sí, de algún modo en sus vidas había habido momentos de calma. Normalmente eran los momentos en que estaban solas entre los desafíos que les presentaba la vida. Los momentos de disfrutar de su campamento, nadar, pescar, caminar simplemente de un lugar de destino a otro sin interrupción. Esos momentos eran posibles porque eran compartidos. Y lo que era más importante, por la persona con quien se compartían.

El juicio duró tres días. Un aldeano tras otro reclamó su derecho a declarar contra Tianus. Éste aguantó todo el proceso con aire risueño. Estaba seguro de que sus hombres lo liberarían. Cuanto más durara el juicio, más posibilidades tenía de marchar libre. Xena observaba las muestras externas de la arrogancia del señor de la guerra. Se preguntaba cómo aguantaría con el hacha del verdugo a un simple golpe de distancia de su cuello.

Tras una breve deliberación, Tianus fue declarado culpable y condenado a muerte. La ejecución se llevaría a cabo a la mañana siguiente. Fue entonces cuando Xena vio las gotas de sudor que le cubrían la frente. La presunción de un cobarde se desmorona tan deprisa como una galleta rancia.

La ejecución se realizó sin incidentes. Xena recibió palabras de gratitud de los aldeanos. Bennett se acercó a ella cuando la muchedumbre se dispersó. Le puso una bolsa generosa en la mano. Xena se la quedó mirando, la sopesó sin decir nada, poniendo incómodo a Bennett.

—Xena, ¿no es suficiente? Si esperabas más, por favor, dímelo y veré qué puedo hacer.

Xena miró al caballero.

—No, no. No es eso. Es que no estoy acostumbrada a aceptar recompensas.

Bennett sonrió.

—Bueno, tienes que comer. Y también te mereces una cama caliente. Todo tiene un precio.

Xena miró a los ojos castaños y despejados del magistrado.

—Sí, en eso tienes razón.

Xena se tomó muy en serio la idea de una cama caliente que le había dado Bennett. Dejó a Argo en el establo y tomó una habitación en una posada del lugar. Tumbada en la cama, su mente empezó a divagar. ¿Y ahora qué? Durante dos largas lunas se había concentrado en Tianus. Ahora que el señor de la guerra estaba muerto, no tenía dirección. Podía volver a Anfípolis. Pero entonces tendría que enfrentarse a las preguntas de su madre. Xena no estaba preparada para dar cuenta de sus actos, sobre todo ante Cyrene, quien, como sabía, no se mostraría indulgente.

Xena notaba las suaves mantas sobre la piel desnuda. ¿Cuántas noches había compartido una noche en una posada con la bardo? ¿Cuándo tener físicamente cerca a Gabrielle había dejado de ser una invasión de su intimidad y se había convertido en algo reconfortante? ¿Cuándo se había convertido el incordio en contribuyente indispensable? ¿Cuándo se había convertido la chiquilla en mujer? ¿Cuándo se había transformado la risa en deseo?

La mañana llegó demasiado pronto. Xena había dormido poco. Cargó a Argo y se alejó a pie por el camino guiando a la yegua de las riendas. Xena no tenía ningún lugar de destino en mente. Dejaría que su corazón trazara el mapa.