Silencios i

Tambien es basada en la historia de grandes heroinas de la tv y que nos cautivaron por muchos años. disfrutenla

NOTA: PARA LAS FANS QUE NO TIENEN QUE LEER EL FIN DE SEMANA, LES RECOMIENDO ESTA HISTORIA DE MAYT. ESPERO LES GUSTE.


Silencios

Mayt

Título original:Silences.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2004

La batalla estaba en pleno apogeo. Las catapultas lanzaban sus misiles a la zona de combate. No distinguían entre amigo o enemigo. Xena se movía con precisión. Sus eficaces estocadas abatían a un hombre tras otro. En medio del ruido del choque de espadas se mantenía alerta para oír los ruidos de la vara de Gabrielle al entrar en contacto con el enemigo. Cada uno de los golpes de la bardo iba acompañado del ruido de su esfuerzo. En el combate, Xena utilizaba todos sus sentidos. Cuando no podía apartar los ojos sin peligro empleaba el oído. A veces olía a un soldado que se acercaba. También había aprendido a confiar en su sexto sentido. Percibía el peligro. En este momento tuvo esa sensación. Era un fuerte presentimiento y, sin embargo, sabía que estaban ganando. Los hombres de Tianus se estaban retirando, dispersándose hacia el norte y el este.

La rodeó una serie de explosiones de fuego amigo. Su fuerza tiró a Xena al suelo. Esperó a que terminara la ofensiva. Una quietud ominosa se apoderó del campo de batalla. Quedó interrumpida por el silbido del viento creciente y el eco de un capitán gritando órdenes. Se levantó y miró a su alrededor. La batalla había terminado con este último asalto. La tormenta de fuego, muestra de fuerza y defensa agresiva, era una declaración de que a Tianus le convenía darse por enterado de que esta tierra no se iba a someter a la voluntad de ningún señor de la guerra.

Los ojos de Xena recorrieron el panorama. Vio que los hombres, uno tras otro, seguían su ejemplo y se ponían en pie, mirando al cielo para asegurarse de que no había más misiles a la espera para llevárselos al Tártaro. La mirada de Xena se posó en el cuerpo inmóvil de la bardo que yacía a veinte pasos de donde estaba la guerrera. Xena se quedó extrañada por la distancia. Gabrielle estaba cerca, a pocos pasos de ella, antes del último ataque de misiles. Xena avanzó un paso y luego otro hacia la figura. Llamó a Gabrielle al tiempo que echaba a correr a toda velocidad y cayó de rodillas al llegar junto a la bardo. Gabrielle yacía boca abajo. A primera vista no había señal de heridas. Xena movió las manos con cuidado al tocar a Gabrielle, examinándola en busca de síntomas de huesos rotos o hemorragia interna. Xena se tranquilizó al sentir el fuerte pulso de Gabrielle. Apartó el pelo de Gabrielle a un lado. Fue entonces cuando vio los daños. Gabrielle había aterrizado sobre una piedra puntiaguda. Tenía la garganta desgarrada y ensangrentada. Xena volvió a susurrar el nombre de Gabrielle, pero la bardo seguía inmóvil.

—Gabrielle, te voy a dar la vuelta. Necesito verte la herida.

Y con una mezcla de fuerza y delicadeza, Xena colocó a Gabrielle boca arriba. Se encogió al ver el alcance de la herida. El lado izquierdo de la cara de Gabrielle estaba seriamente magullado. Las manos de Xena tocaron delicadamente a la bardo detrás de la oreja, examinando el cráneo por si había una fractura. El hueso estaba intacto. Xena sintió cierto alivio.

Xena intentó de nuevo reanimar a la bardo con la voz y el tacto. El golpe había sido demasiado fuerte. No consiguió sacar a la bardo de su inconsciencia. Cogiendo el cuchillo, Xena fue a uno de los soldados caídos y cortó tiras de su ropa para hacer vendas. Con mucho cuidado, vendó la garganta de Gabrielle. La limpieza completa de la herida tendría que esperar a que hubieran salido del campo de batalla. Xena levantó a Gabrielle en brazos y la llevó a la cueva donde habían guardado sus cosas.

Ya era de noche. La calma nocturna se veía agitada por la respiración fatigosa de Gabrielle. El aire parecía luchar por entrar y salir de sus pulmones. Xena contemplaba el fuego. No podía hacer nada más. Había limpiado y vendado las heridas de Gabrielle. Tenía dos preocupaciones. La herida de la cabeza era grave y no había forma de saber cuándo recuperaría Gabrielle el conocimiento. Luego estaba la herida que tenía Gabrielle en la garganta. A Xena le preocupaba que Gabrielle no pudiera comer. Y sin embargo, en medio de la preocupación había motivos para sentir algo de esperanza. La fiebre de Gabrielle no era alta. Esto era un buen augurio.

Durante dos días, Xena cuidó de Gabrielle, dejándola sólo para hacer acopio de agua y alimentos. Su único solaz era atender a Argo. La sensación de impotencia de Xena iba en aumento. Su soledad empezaba a ser tremenda e intolerable.

De pie en la boca de la cueva, contemplando la salida del sol, Xena pensaba en Gabrielle. Estaba maravillada por lo que había conseguido la joven. El crecimiento que había observado en los últimos años era pasmoso. Para Xena, el valor de Gabrielle superaba al suyo. A pesar de todo lo que había soportado la bardo, había conseguido mantenerse fiel a sí misma. La capacidad de Gabrielle para el amor y la generosidad siempre hacía que Xena se sintiera muy humilde, sobre todo cuando iba dirigida a la angustiada guerrera. Xena controló su miedo a base de fuerza de voluntad. No podía ceder al pesimismo. Gabrielle se recuperaría. No podía ser de otro modo. Xena no estaba dispuesta a tolerar ninguna otra cosa.

Xena oyó un movimiento dentro de la cueva. Se volvió y corrió al lado de Gabrielle. Ésta sentía el dolor. Sus distintos orígenes se juntaban en su consciencia. Primero la presión palpitante dentro de su cráneo, que notaba con cada latido de su corazón. Luego su garganta. La tenía tensa y en carne viva. Tragó saliva y sintió el dolor de los músculos que se rebelaban contra este movimiento natural. Se quedó echada haciendo inventario. Dobló las piernas y los brazos con apenas esfuerzo y eso la tranquilizó, al ver que todavía podía moverse. Con los ojos cerrados, dejó que sus demás sentidos ejercitaran sus percepciones. Notó las mantas de lana debajo y encima de ella y el suelo duro, liso y seco que sostenía su cuerpo. No tenía almohada debajo de la cabeza. Esto podía ser conveniente, dadas las heridas que Gabrielle había conseguido diagnosticar. Olió el fuego y el aromático aire primaveral. Tal vez había llovido, ¿o era el rocío de la mañana? Se pasó la lengua por los dientes. El sabor era rancio. Debía de llevar un tiempo enferma. No quedaban restos de su última comida. No se oía nada. Estaba envuelta en silencio. No se oían grillos, el fuego que olía no crepitaba, no oía el viento. De no haber sido por el suelo que tocaba con los dedos, habría creído que estaba en alguna casa cerca de una chimenea, pero no demasiado cerca. Esto era todo lo que podía hacer sin abrir los ojos. Dudó. El dolor palpitante que sentía en las sienes era señal de que la luz atacaría la poca paz de la que ahora disfrutaba. Empezó a formar pensamientos más coherentes. Con eso su mundo se expandió más allá de su yo corporal para llegar a Xena. ¿Dónde estaba Xena? Era el momento de liberarse del abrazo de Morfeo. Gabrielle abrió los ojos. La luz era difusa. Poco a poco enfocó la vista sobre su compañera, que la observaba. Gabrielle recibió la sonrisa temerosa de la guerrera. La bardo intentó llamar a Xena, pero le aumentó el dolor de garganta. Hizo una mueca de dolor.

Xena había estado esperando pacientemente al lado de Gabrielle. Advirtió el movimiento ligero y vacilante de cada pierna y cada brazo. Xena no paraba de llamar a Gabrielle, con la esperanza de que la bardo volviera en sí poco a poco. Por fin vio el aleteo de los párpados de la bardo.

—Eso es. Así se hace.

Xena sonrió como respuesta a la propia sonrisa de Gabrielle. El alivio se unió a este momento de reconocimiento mutuo. Gabrielle intentó hablar, pero el dolor se lo impidió. Xena sabía que la herida era profunda. Tardaría un tiempo y así se lo dijo, intentando reconfortar a la bardo.

Gabrielle vio que los labios de Xena se movían, pero no oía nada. La guerrera le había cogido la mano. Gabrielle apretó la mano de su compañera. Necesitaba confirmar que estaba viva y que Xena estaba a su lado... que no era un sueño. Los labios de Xena seguían moviéndose. El silencio continuaba. Gabrielle llevó la mano a los labios de Xena. De nuevo, un gesto para confirmar con el tacto lo que estaba más allá de su sentido del oído.

Cuando Gabrielle le puso la mano en los labios, Xena se detuvo. Miró a Gabrielle a los ojos y vio la transición. El brillo neblinoso se convirtió en preocupación. Los ojos de Gabrielle miraron a todas partes, a la izquierda, a la derecha, arriba y abajo, absorbiendo todo lo que veían, pero eso no pareció tranquilizarla. Había miedo en los ojos de Gabrielle y Xena no sabía por qué. La mano de Gabrielle se trasladó a la mejilla de Xena, cogiendo la cara de la guerrera. El movimiento fue unido a una lágrima que cayó del ojo de Gabrielle. Xena cubrió la mano de Gabrielle con la suya. Con la otra mano, recibió la lágrima de Gabrielle. Ésta cerró los ojos y aflojó el brazo. Xena lo sintió y bajó el brazo de Gabrielle con delicadeza. La bardo colocó la cabeza de lado y se obligó a quedarse dormida de nuevo. No estaba preparada para enfrentarse a la verdad. Tal vez con el sueño la sordera desaparecería. Tal vez la próxima vez se despertaría con los ruidos de la vida.

Pasaron otras seis marcas antes de que Gabrielle volviera a despertarse. Lo primero que notó fue el dolor, ya conocido. Lo segundo fue el silencio. Lo tercero fue la mano de Xena en la suya. Gabrielle abrió los ojos. Una vez más, la guerrera la esperaba con una sonrisa preocupada. Los labios de la guerrera se movieron. Gabrielle no oyó nada. Hizo un leve movimiento negativo con la cabeza. Los labios de Xena se movieron de nuevo. Sus ojos azules estaban firmemente clavados en los de la bardo. Gabrielle apartó la mano de la de Xena y se la llevó a la oreja. Al mismo tiempo, negó con la cabeza. La guerrera siguió el movimiento atentamente.

Xena lo comprendió, o al menos creyó comprenderlo. Tocó a Gabrielle en la mejilla y luego se llevó la mano a la oreja, repitiendo el gesto de Gabrielle. Xena dijo:

—¿No oyes?

Gabrielle asintió como respuesta. Xena alargó entonces la otra mano y volvió a examinar la herida que tenía Gabrielle en la cabeza. La tenía en un lado. Si Gabrielle padecía sordera, ¿por qué le afectaba a los dos oídos, en lugar de sólo al del lado lesionado? La contusión superaba con creces el inicio del cuero cabelludo. La molestia quedó confirmada cuando Gabrielle hizo un gesto de dolor mientras la examinaba. Era posible que hubiera inflamación y eso podía explicar la pérdida. ¿Tal vez cuando bajara la hinchazón? Al disminuir la presión sobre el cerebro, Gabrielle podría recuperar el oído. Xena volvió a mirar a Gabrielle. No podían intercambiar palabra. Gabrielle no oía a Xena y Xena no podría oír a Gabrielle hasta que ésta recuperara el habla. Xena alcanzó el odre de agua y lo sostuvo ante Gabrielle. Ésta asintió. Con eso, Xena dejó caer con cuidado un chorrito en la boca de Gabrielle.

El agua fresca tenía un sabor limpio. Estaba sedienta desde que se había despertado. Tragó con cuidado. Su cuerpo se rebeló y se atragantó. Al toser para despejarse la garganta, el dolor implacable prometía no abandonarla. Gabrielle notó la mano de Xena en su frente. Una vez más, se miraron a los ojos. Era evidente que Xena quería que volviera a intentarlo. El chorro de agua fue más corto esta vez. Gabrielle intentó dejar que le bajara por la garganta sin hacer apenas esfuerzo. Tuvo un éxito moderado, pero prometedor. Xena sirvió a Gabrielle con paciencia hasta que ésta ya no pudo más. Gabrielle cerró los ojos y se quedó profundamente dormida. Xena fue a la hoguera y se puso a cocinar un caldo ligero. Por ahora, Gabrielle tendría que recuperar fuerzas sin alimentos sólidos.

Xena se montó en Argo. Recordaba haber visto moras no muy lejos de la cueva. El zumo sería la única otra fuente de alimento para Gabrielle. Observó el cercano campo de batalla y confirmó la pérdida de vidas. Su participación había sido por el bien supremo. Gabrielle se negó a quedarse en la aldea con el sanador. Su habilidad en el combate era formidable. Se desenvolvía bien, controlando el miedo, concentrándose en su adversario inmediato. Xena ya no podía mantener a Gabrielle libre de peligro. El precio había sido muy alto. Gabrielle no había perdido la vida, pero Xena se temía que Gabrielle nunca volvería a oír y que la vida que había llevado dejaría de existir.

Xena estaba empezando ahora a plantearse las consecuencias. Gabrielle no podría viajar con ella. El camino era un lugar peligroso. Gabrielle sería demasiado vulnerable si no podía oír cómo se acercaba una amenaza. Gabrielle tendría que elegir un hogar donde otros pudieran garantizar su seguridad. Xena no veía feliz a Gabrielle en Potedaia. Por mucho que sus padres y su hermana la quisieran, acabarían ahogando a la bardo. Gabrielle era una reina amazona, respetada y querida por su tribu. El vínculo que compartía con Ephiny era fuerte y seguro. Gabrielle necesitaría la compasión de Ephiny con este problema. Pasarían días antes de que pudieran viajar. Cuando Gabrielle recuperara las fuerzas, Xena sabía dónde llevarla.

Aunque Gabrielle se curara por completo, Xena sabía que nunca más volvería a viajar con la bardo. Se permitió sentir tan sólo un levísimo indicio de culpa. Un indicio lo bastante fuerte como para decirle lo que debía hacer. No podía permitirse dejar que sus emociones interfirieran con su tarea inmediata. Ya llegaría el momento de permitirse mirar hacia dentro. Ya llegaría el momento en que las Parcas no le dejaran más elección que soportar la carga de lo que había dejado que ocurriera. Xena notó que empezaba a cerrarse. Una por una, fue cerrando las puertas de su alma... las puertas que sólo Gabrielle había conseguido abrir. Cambió las cerraduras de esas puertas. Cambió las cerraduras porque, de no hacerlo, Gabrielle lograría abrirlas de nuevo. Hasta este momento, Gabrielle había tenido las llaves. Xena tenía que renunciar a una parte de sí misma para que esas llaves no pudieran franquear el paso a Gabrielle.

Al cabo de medio ciclo lunar, Gabrielle ya tenía fuerzas suficientes para viajar. La contusión de la cara había empezado a desaparecer. La carne desgarrada de su garganta también se estaba curando. Ya no llevaba la herida vendada. Gabrielle había recuperado la capacidad de tragar sin dolor y había empezado a comer pequeñas cantidades de alimentos sólidos. Aunque se estaba curando, no había recuperado la voz. Cada mañana se despertaba con la esperanza de poder emitir algún sonido, cualquier sonido. Cada mañana se llevaba una decepción.

Xena y ella empezaron a establecer un idioma con las manos. Si Xena hablaba despacio y Gabrielle se concentraba en el movimiento de sus labios, Gabrielle conseguía reconocer una palabra o dos. Xena y ella se sonreían cuando Gabrielle asentía para afirmar que comprendía lo que Xena había intentado decirle. Usaban los pergaminos en blanco de Gabrielle cuando llegaban a un punto en el que o la una o la otra ya no soportaba la falta de entendimiento entre las dos. Usaban muy poco los pergaminos. Gabrielle sabía que el pergamino ya no iba a ser un lujo en su vida. Ahora era una necesidad. Era la única forma que tenía de trascender el silencio.

Acordaron emprender el camino hacia la aldea amazona por la mañana. Gabrielle se plantó en la boca de la cueva cuando empezó a salir el sol. Se acariciaba suavemente la garganta con la mano. El daño externo se había curado, pero el interno no. Xena seguía asegurándole que iba a recuperar el oído y la voz. Al principio, Gabrielle creía a Xena. La creía porque era lo que ella quería. La creía porque la habilidad de Xena como sanadora era muy grande. Y la creía porque Xena no le mentiría. Habían compartido momentos difíciles y Xena nunca le había ocultado la verdad. Con todo, al amanecer, Gabrielle no pudo evitar plantearse si Xena estaría equivocada. ¿Acaso deseaba tanto que Gabrielle se pusiera bien que se negaba a reconocer la gravedad de los daños, así como su limitación como sanadora?

La atención de Xena nunca había parecido mayor. Parecía consciente en todo momento de los movimientos de Gabrielle. Cada vez que Gabrielle levantaba la vista, los ojos tranquilizadores de Xena le devolvían la mirada. Por las noches, Xena se echaba al lado de Gabrielle, abrazándola protectoramente. La sensación del brazo de Xena sobre su hombro o los labios de Xena sobre su cabeza sustituían a las palabras siempre escasas que se habían intercambiado antes de quedarse dormidas.

De modo que irían a visitar a su tribu. Gabrielle se preguntó cómo sería recibida. ¿Qué valor le darían las amazonas a una reina sordomuda? Mientras sus ojos seguían el camino del sol, su corazón empezó a abrirse. La pérdida, su pérdida, se apoderó de ella y atacó todo lo que estaba convencida de que la definía. Era una bardo, una dirigente, una mujer de palabras. Su capacidad para distinguir la verdad del engaño se basaba no sólo en lo que se decía, sino en cómo se decía. Aprendía por la cadencia de una voz. Sobre todo en el caso de Xena. Ésta era mujer de pocas palabras. Gabrielle siempre había confiado en los matices para descifrar los misterios de la guerrera. Igual que Xena intentaba trascender el silencio, Gabrielle se esforzaba por comprender todo lo que decía Xena. Entre ellas siempre había habido algo más que palabras. El contacto físico de vez en cuando, el rostro expresivo... todo esto también le decía cosas. Gabrielle no podía negar que aunque en ciertos sentidos Xena había dado más de sí misma desde que ella había resultado herida, en otros había dado menos. La estoica guerrera no permitía que se le notara ningún tipo de vulnerabilidad. Esto asustaba a Gabrielle. Sentía una opresión en el corazón. Cada latido era más fatigoso que el anterior. Ya no podía negar su lesión. El silencio impenetrable era implacable. Podía escribir sus pergaminos, pero ya no podía representar sus historias. Ya no podía ganar dinero para contribuir a sus viajes. La pena, atrapada en su garganta muda, empezaba a exigir reconocimiento. Se echó a temblar cuando se le saltaron las lágrimas. Siguió con los ojos clavados en el horizonte. No se atrevía a mirar a ningún otro sitio. No quería que Xena viera que estaba perdiendo la esperanza. La intensidad de su dolor de cabeza era mucho más fácil de soportar que el dolor que le inundaba el espíritu.

Una brisa cálida le acarició las mejillas, secándole las lágrimas. Respiró hondo y levantó la mirada. Las estrellas empezaban a dejarse ver. Gabrielle sabía que después de esta noche sus vidas ya no serían igual. Por ello, era una noche que no debía malgastarse en la oscuridad de la cueva. Se limpió la cara de todo rastro de lágrimas y volvió al interior de la cueva. Xena estaba sentada afilando la espada con movimientos regulares. Una vez más, sus ojos se encontraron y se sostuvieron la mirada. En el curso de este último medio ciclo lunar, habían adquirido un nuevo entendimiento. Apartar los ojos en los momentos difíciles ya no era algo que pudieran hacer. Para comunicarse tenían que mirar de verdad, verse la una a la otra. El esfuerzo resultaba desconcertante. Los ojos, que los poetas consideraban los espejos del alma, creaban una nueva intimidad entre ellas. Sus miradas ahora siempre duraban unos segundos de más. Este momento no fue distinto.

Gabrielle se agachó y recogió su petate. Hizo un gesto a Xena para que hiciera lo mismo y luego le ofreció la mano a la guerrera. Xena hizo lo que le pedía. Cogió la mano de Gabrielle y se dejó llevar fuera de la cueva hasta un claro cercano. Gabrielle levantó la mirada y señaló las estrellas y luego volvió los ojos hacia su compañera, sonriendo frágilmente. Xena comprendió, asintió mostrando su acuerdo y colocó su petate en el suelo. Gabrielle hizo lo mismo con el suyo. Se echaron boca arriba, la una al lado de la otra.

Xena se preguntó cuántas noches habían pasado así, contemplando las estrellas, buscando imágenes, contándose historias, abriéndose la una a la otra, a medida que su reserva inicial iba disminuyendo poco a poco gracias al carácter compasivo de la bardo. Esta noche no habría historias. Xena se esforzó por encontrar una manera de compartir lo que veía con Gabrielle. Pensó en el pergamino. Se había quedado en la cueva. Si iba a buscarlo, la luna daba luz suficiente para poder leer.

Gabrielle se volvió hacia Xena. Tumbada de lado, esperó a que Xena la mirara. Xena volvió la cabeza para mirar a la bardo. Aunque la cicatriz que tenía Gabrielle en la garganta se había curado bien, todavía le costaba ver ese recordatorio de la herida. Gabrielle se llevó la mano a la boca e hizo un gesto hacia fuera. Xena no comprendió el gesto y meneó la cabeza, diciendo:

—No comprendo.

Gabrielle repitió el gesto. Pero Xena seguía sin comprender lo que le pedía. Gabrielle cerró los ojos pensando. Al cabo de un momento, volvió a mirar a Xena, hizo un gesto para que Xena se quedara donde estaba, se levantó y fue corriendo a la cueva. Regresó rápidamente con un pedacito de pergamino en la mano. Xena lo cogió y lo sostuvo a la luz de la luna. Escrita en él había una sola palabra: "Canta". Xena se volvió hacia la bardo. No había forma de rechazar esta petición. Xena hizo un gesto a Gabrielle para que se apoyara en su hombro y colocó delicadamente una de las manos de Gabrielle sobre su garganta. La guerrera se puso a cantar. Gabrielle notaba el movimiento y la vibración dentro de la garganta de Xena con la punta de los dedos. La bardo cerró los ojos y poco a poco se fue quedando dormida. Xena cantó una canción tras otra, mientras se le rompía el corazón. Ella también sabía que esta noche era un final.

A la mañana siguiente recogieron sus cosas y se pusieron en camino. El viaje transcurrió sin incidentes. Xena eligió a propósito caminos poco frecuentados para reducir riesgos. Viajaron en silencio, haciendo pocos intentos de comunicarse. Xena comprobaba cada marca que Gabrielle no estuviera cansada. Gabrielle agradecía el ejercicio. Mientras convalecía había ido sintiendo una inquietud cada vez mayor. Quería recuperar las fuerzas, estirar los músculos ociosos. También quería distraerse del dolor palpitante que le torturaba las sienes.

Cada noche acampaban y cada una se dedicaba a sus tareas de siempre. Después de cenar se quedaban sentadas aparte, Gabrielle escribiendo sus pergaminos, Xena cuidando de Argo y haciendo pequeñas reparaciones de sus pertrechos. Ésta iba a ser la última noche que pasarían en el camino. Xena sabía que llegarían a la aldea amazona a mediodía del día siguiente. Cada paso que daba la encerraba cada vez más dentro de sí misma. No se permitía darle vueltas a lo inevitable.

Xena temía esta noche a solas con Gabrielle. Todavía tenían que hablar del futuro. Si Xena pudiera marcharse aprovechando la oscuridad de la noche, sin despedirse, lo haría. Sus planes estaban trazados con la precisión de una campaña, establecidos con la misma falta impasible de consideración hacia los participantes. Al llegar a la aldea se quedaría el tiempo suficiente para asegurarse de que Gabrielle estaba en buenas manos, aunque a Xena no le cabía la menor duda de que el regreso de la reina sería objeto de celebración, con independencia de las circunstancias. Xena se marcharía para pasar su vida sin la bardo. Era un plan sencillo, claro, práctico y necesario.

Gabrielle dejó su pergamino a un lado. Mañana se reuniría con Ephiny. Deseaba ver a su regente, su amiga. Los días y noches solitarios habían sido difíciles. Xena seguía ocupándose de todas sus necesidades. Las atenciones de la guerrera eran continuas. También estaban teñidas de un distanciamiento extraño. Un distanciamiento que Gabrielle no lograba interpretar con certeza. Esperaba que Ephiny pudiera comunicarse con la guerrera, dado que ella no podía.

Había preguntas que Gabrielle no estaba preparada aún para hacer. Quería esperar a estar con su tribu. Xena tenía que tener la libertad de responder sin sentirse atada a un sentido del deber y eso sólo sería posible si Gabrielle estaba a salvo protegida por su familia de sangre o sus hermanas amazonas.

Gabrielle tenía miedo de que Xena le tuviera rencor por haberse empeñado en participar en la batalla. Si se hubiera quedado donde el sanador no habría resultado herida. Gabrielle sabía también que Xena podía estar culpándose a sí misma por ceder y aceptar la petición de la bardo. Desde el principio Xena había jurado evitar que Gabrielle sufriera daño alguno. Era un juramento que Xena nunca había podido cumplir. Gabrielle había resultado herida en varias ocasiones, tanto física como espiritualmente. Siempre había conseguido curarse y seguir adelante. La cuestión era si Xena todavía querría estar con ella ahora que estaba dañada. La idea era demasiado dolorosa para planteársela más de un instante. Xena era una mujer honorable y leal. No abandonaría a Gabrielle. Pero por otro lado, Xena podría quedarse con ella no movida por la amistad, sino por un sentido de la obligación. De ser cierto, eso sería insoportable.

A veces habían hablado del amor que sentían la una por la otra. Su amistad había crecido hasta el punto en que ambas habían reconocido que eran almas gemelas. Desde la herida no habían intercambiado palabras de cariño. Gabrielle se negaba a agobiar a la guerrera.

Era hora de acostarse. Xena dispuso su petate y se tumbó de lado, de espaldas a Gabrielle. Ésta se acostó al lado de Xena. Un debate acabó con su decisión de esperar a que fuera de día. Había un gesto que necesitaba hacer si quería encontrar algo de paz. Alargó la mano y tocó el hombro de Xena. Ésta no pudo ignorar la señal y se volvió boca arriba. Gabrielle estaba incorporada, inclinada sobre la guerrera. Alzó la mano, haciendo un gesto para que Xena no se moviera. Sus labios pronunciaron en silencio una palabra:

—Gracias —luego cogió la mano de Xena y se la puso sobre el corazón. Sus labios volvieron a pronunciar en silencio—: Te quiero, Xena.

No había forma de interpretar mal lo que quería decir la bardo. Los gestos estaban demasiado claros. Xena sintió cada uno como si fuera un ataque y como defensa selló todos los pasillos que llevaban a su corazón. Gabrielle no la iba a ganar. La bardo se inclinó y besó suavemente a Xena en los labios y luego, inmediatamente, con timidez, apoyó la cabeza en el hombro de Xena y se acomodó para dormir.

Los dioses no tenían piedad. Xena maldijo a todos y cada uno de ellos al tiempo que intentaba controlar su rabia. Darle a Gabrielle para acabar separándolas era una crueldad. Xena merecía ser castigada por sus crímenes, pero jamás se había esperado que las Parcas fueran a dar sentido a su vida para acabar aplastándola con tan alegre desconsideración.