Siete días de abril (7: Los porqués se explican)

Unas vacaciones familiares. Rodri recibe todas las respuestas que le faltan en una gran tarde en común.

7: LOS PORQUÉS SE EXPLICAN.

Todavía estaba sumido en mil sueños, cuando la puerta de mi cuarto se abrió. Al retirarse mis tres acompañantes anoche yo la había dejado así, para que pudiera entrar quien quisiera. Ese ruido aún no me había despertado, ni cuando, quienes habían entrado, se tumbaron en mi cama. Sólo al zarandearme y decir mi nombre en voz alta, tomé consciencia de la vigilia.

— ¡Arriba dormilón! –me decía Paula, con sus manos en mi pecho, moviéndome –.

Abrí los ojos y la pude distinguir a la perfección. A su lado estaba Sonia, también con una sonrisa en los labios, para después decir, mientras me quitaba la sábana:

—Ya es hora de levantarse, bello durmiente.

Estaba desnudo y despojado de la ropa de la cama. Y mi erección matinal se hizo evidente. Ellas iban vestidas con sendas camisetas, pantalones cortos, y debajo, sus bikinis.

—Mira, Sonia, está empalmado –le decía su hermana, mientras me había agarrado la verga con su mano –. Se ve que anoche no ha tenido bastante con mamá y Berta: tenemos semental para rato.

Y la otra también se reía, mientras que su mano se fue del mismo modo a mi duro pene, al lado de la de su hermana.

—Una paja y una ducha arreglará esto –decía Sonia, al tiempo que comenzaba a masturbarme –.

Y, entre las dos, comenzaron un trabajo manual que, no muchos minutos después, desembocaron en una fabulosa corrida, llenándoles sus manos de mi esperma. Mis dos hermanas habían celebrado con gestos de alegría mi eyaculación, al tiempo que me levantaban y me llevaban a la ducha. Cinco minutos después, me estaba poniendo el bañador y una camiseta, delante de ellas.

—Los demás nos esperan para desayunar antes de ir a la playa –me comentó Paula –: hace un día espléndido.

Y los tres bajamos al comedor, en donde, efectivamente, ya estaban sentados mis padres y Berta. Allí desayunamos, y aun cuando yo miraba de vez en cuando a mi madre y a Berta, intentando advertir algún gesto acerca de lo sucedido la noche anterior, las dos se comportaban como si aquello jamás hubiera existido. Pero, esa misma mañana, ya todo empezaría a ser diferente para siempre. Desde ese desayuno en familia, yo encontraría todas las respuestas que aún me faltaban por saber. Y fue precisamente mi padre, quien lo empezó todo, al preguntarme:

— ¿Qué tal lo has pasado anoche con Berta y tu madre, hijo?

Yo no podía salir de mi asombro, y no daba crédito a lo que mi padre me acababa de preguntar. Con la vista, llena de miedo, intenté interrogar al resto de la familia, a los que, en definitiva, habían sido mis cómplices hasta ese momento. Sólo pude percibir unas sonrisas extrañas en todos, y mi madre, al advertir mi turbación, intervino.

—No te preocupes, hijo –me intentaba tranquilizar –. Tu padre no sólo está al tanto de todo, sino que, también, con todos nosotros, ha sido partícipe de lo que ha venido sucediendo estas vacaciones. Lo que has estado viviendo, y todo lo que vendrá –continuaba contándome Mariví –, hace ya algunos años que está sucediendo con tus hermanas; desde que tienen la edad que ahora tú tienes. Fue entonces cuando tu padre y yo las iniciamos en lo que ahora te toca a ti disfrutar. Sé que te resultará extraño, y hasta puede que no lo comprendas, hijo; pero es hora de que descubras que somos una familia especial.

Y yo no podía creerme lo que acababa de oír. Era imposible que aquello formase parte de la realidad. Pero me estaba dando cuenta de que así era, que yo era el hermano pequeño, y que había sido el último en añadirme a una situación de amor familiar sin tapujos ni límites.

—Nadie nos ha obligado a nada –continuaba Berta con su mirada más dulce que yo jamás viera –, simplemente nos han planteado que el amor que nos tenemos sea también físico y sexual, y tus tres hermanas hemos aceptado. Desde entonces no existe ningún tipo de límite: nos hemos estado amando afectivamente y físicamente desde que tenemos tu edad; y ahora tú también lo haces con nosotras. Hemos disfrutado del placer sexual sin cohibiciones, y tú también lo harás, Rodri.

Y yo seguía boquiabierto, mientras los miembros de mi familia me iban explicando todo pormenorizadamente, sin reservas, con la verdad absoluta sobre la mesa.

—Mientras tú descubrías el sexo con cada una de nosotras –tomaba ahora el turno Paula –, el resto también lo hacíamos, o bien entre nosotras, o bien con papá, o simplemente con mamá, o todos juntos. Hemos hablado de todo esto antes de las vacaciones, Rodri, y todos estuvimos de acuerdo que este sería tu debut; y que, el último día, te lo contaríamos todo.

Les miraba a cada uno aún sin recuperarme de la sorpresa, buscando, mientras les oía a hablar, el gesto de los demás, que iban aprobando con su mirada, afirmando con la cabeza, las palabras que iba escuchando.

—No tienes que aceptar si no te gusta, o no estás de acuerdo –intervino finalmente Sonia –. Somos una familia, y si discrepas en algo de lo que te hemos expuesto, nos sentaremos, lo hablaremos, y tomaremos la decisión más adecuada para todos. Aunque sospecho que ese no será el caso, porque nos has demostrado que te gusta tanto como a nosotras; y que te recibiremos de ti un placer igual al que te daremos.

Y yo seguía mudo, atónito por lo que estaba oyendo. Claro que me gustaba la idea, claro que aquello colmaba todos los deseos de un adolescente al que hervían sus hormonas, claro que estaba dispuesto a todo, a follar con todas ellas ahí mismo. Pero mi lengua se mantenía paralizada, por toda la sorpresa, y de mi boca no salió ni un sonido.

—Entendemos que estés bastante confundido, hijo –volvió a tomar la palabra mi padre –; así que si quieres tiempo para meditar una respuesta hazlo, y dinos lo que piensas cuando estés seguro.

Y en ese momento, fue como si se abriera una puerta, y entrase toda la luz necesaria para ver las cosas con una claridad total.

—No necesito pensar ni meditar nada –dije yo –. Lo tengo todo muy claro, y creo que vosotras, mejor que nadie, sabéis lo que he disfrutado de vuestra compañía sexual, y del deseo que tengo que continúe así, que se repita en el tiempo hasta que nosotros queramos. Me alegro de que me hayáis contado todo esto, así las cartas están encima de la mesa; y la próxima vez que folle con alguna de vosotras, o con varias a la vez, no tendré ni las dudas ni los miedos que he tenido. No pondré ningún pero a que las cosas sigan como siempre han sido, desde que todas cumplisteis mi edad.

Una sonrisa amplia de todos, me había hecho saber que se alegraban de que mi opinión coincidiese con la suya. A partir de ahora todo sería mejor, pensaba yo: porque los encuentros sexuales serían más explícitos que hasta entonces. Acabamos el desayuno sin volver a tocar ese tema: ya no haría jamás falta; una sonrisa, una mirada serían la semiótica necesaria para entenderlo todo ya. Y yo me sentía diferente; algo había cambiado, sin duda, entre todos; pero muy especialmente para mí. Después del desayuno dimos un pequeño paseo, antes de ir a la playa. Caminaba al lado de todos usando el mismo código que todos, que ahora sí comprendía y compartía. De vez en cuando, alguna de mis hermanas se acercaba a mí y me rozaba el culo con su mano; y yo imitaba ese gesto con la misma discreción que había sido recibido. No duró mucho ese paseo: enseguida volvimos al hotel, agarramos toallas y cremas de protección solar, y nos encaminamos al inmenso arenal.

Nos situamos cerca de la orilla: no queríamos caminar mucho para bañarnos. La mar rugía cerca de nosotros, y las olas atlánticas rompían con fuerza en la orilla. Las cuatro mujeres se habían despojado de la parte de arriba de sus bikinis. En esa época no estaba tan extendida la práctica del top less como ahora, y mi madre y mis hermanas eran las únicas que lo hacían, aun cuando es cierto que no había mucha gente por los alrededores. Yo no quitaba ojo de tan excelentes pechos femeninos, aunque eso sí, lo hacía con el mínimo disimulo que la situación requería; y mi padre, al otro lado, me lanzaba miradas de complicidad.

Aprovechando que sólo había otras dos personas, a unos veinte metros de donde nos hallábamos, las mujeres quisieron que nosotros las untásemos de crema. Mi padre se la empezó a aplicar a Mariví, Sonia y Paula lo hicieron entre ellas, y yo lo hice con Berta, que era la que más próxima se hallaba de mí.

Primero me dediqué a su espalda, sin darme demasiada prisa. Bajé hasta sus glúteos que sobé con extraordinaria demora, introduciendo, incluso, mi mano por debajo de la braga de su bikini entre sus nalgas; lo que hizo que la chiquilla diese un respigo. No tenía prisa. Mi mano resbalaba despacio por su piel, y por los pliegues internos de sus nalgas, entreteniéndome en su ano, y rozando su vulva.

Después ella se puso boca arriba, obteniendo yo una magnífica visión de sus senos. Extendí el cosmético por sus hombros, bajé a sus pechos que acaricié con deleite, atreviéndome incluso a rozar sus pezones, que emergieron de su letargo ligeramente. Bajé por su vientre, busqué sus muslos, que recorrí en toda su extensión, rozando el sexo de mi hermana por encima de su braguita; todo ello con la mayor de las parsimonias, hasta que decidí concluida la acción.

—Eso ha sido muy malvado por tu parte, Rodri –me decía ella –; pero ahora es mi turno y convendrás en que me tengo que vengar –concluyó con su sonrisa más pícara en la cara –.

Y, efectivamente llegó mi turno. Aunque no hacía falta que ella se aplicase con la misma intensidad que yo lo había hecho, puesto que mi erección ya era evidente, lo hizo. Primero sentí sus manos recorrer mi espalda, con una suavidad increíble. Luego me hizo dar la vuelta y se dedicó a mi pecho, mi vientre… Cuando sus manos fueron a mis muslos, había puesto una postura que le permitía rozar con su brazo mi duro miembro cada vez que sus manos resbalaban en mis extremidades. Cuando ella sentía ese contacto, me miraba con malicia de la forma más lasciva que sabía. Hasta que también dio por concluida la maniobra.

Tomamos el sol a gusto, y nos bañamos cuantas veces nos apeteció. Cada vez que íbamos al agua, no perdíamos ocasión para tocarnos todas las partes de nuestra anatomía que la discreción del nadar nos permitía. Y ahora sí que comprendía cada gesto: nos estábamos excitando mucho, gestando lo que nos esperaba, porque ya todo estaba descubierto.

Regresamos a la hora de comer, y ya no volvimos a la playa. Nos duchamos y saciamos nuestra hambre. Aun cuando el día animaba a ello, la calentura matinal nos había hecho desear a todos una "siesta" común. Después de comer nos encaminamos al dormitorio de nuestros padres, por ser su cama matrimonial la más amplia de todas.

Al poco de llegar, el primero que se desnudó fue mi padre. Lucía la más grandiosa de las erecciones que yo había visto jamás, y no tardó mucho mi madre en engullir todo su sable. Enseguida noté las manos de Sonia desnudarme, mientras, muy cerquita de mí, Berta y Paula se daban un beso con lengua y se manoseaban los pechos, desnudándose entre ellas. No tardamos mucho en estar todos en cueros y excitados al máximo.

La boca de Sonia se había apoderado de mi pene, y lo mamaba con destreza, mientras que Mariví, debajo de ella y entre sus piernas, le abría los labios vaginales, y acariciaba son su lengua todo su sexo. Sonia gemía con la boca llena de mi polla, y levantando la vista, observaba como mi padre se entretenía con Berta y con Paula. Después de unos minutos sintiendo la lengua de mi hermana en mi glande, cambiamos de postura. Mariví estaba tumbada, yo me había colocado en un sesenta y nueve encima de ella. Y pegada a mi cara, estaba la de Sonia, con lo que los dos lamíamos con avidez el coño de mi madre, mientras ella devoraba mi verga. Mi madre se corrió poco después. Lo notamos los dos, por sus convulsiones y sus gritos amortiguados con mi pija en su boca.

—Fóllame Rodri –me pedía Sonia como si estuviera desesperada –.

Y, por supuesto que yo no me iba a hacer de rogar. Mi hermana se había puesto a cuatro patas, y después de haberme colocado un condón, introduje todo mi erecto miembro en su cavidad empapada. En las primeras embestidas, y entre sus gemidos, comprobé como las otras dos (Berta y Paula), se nos unían. Berta se había abierto de piernas delante de Sonia, por lo que ésta no dudó en chuparle todo su chocho, mientras que Paula, agachada debajo de mí, lamía mis testículos. Los jadeos y gemidos de todos, a veces pequeños gritos, se mezclaban en una sinfonía sexual inmejorable. Yo ya no me creía soñar, mientras penetraba a Sonia y sentía la caricia de Paula en mis genitales; lo que creía era que esa realidad era tan mágica, que no cabía en mí de gozo. Oí a Sonia gritar en su orgasmo, lo que condujo, en el delirio de excitación, a Berta al suyo entre gritos. No lejos de mí, mi madre anunciaba que también se corría, sin reprimir su aullido, mientras mi padre la amartillaba con su polla. Y eso había llevado a mi padre casi al borde de su orgasmo, y así se lo hizo saber a su mujer.

—Me corro mami, no aguanto más –anunció –.

—Dámelo en mi boca, Raúl –pidió la otra –.

Y él obedeció con gusto, regando su lengua con su blanca descarga.

Todo aquello hizo que mi corrida fuera inminente, y también lo anuncié.

—Me va a venir a mí también –grité –.

Y mis tres hermanas, en la más ágil y rápida de las maniobras, me quitaron el condón, se arrodillaron ante mí, y en un laberinto de manos y lenguas recibieron mi leche, acompañada la eyaculación con mi alarido de placer. Cuando acabé de salpicarlas, esparcido mi semen entre sus caras y labios, las tres lo mezclaron con sus lenguas, dejándose limpias, con la sola evidencia del rastro de sus salivas. Luego, por turnos, sentí como sus lenguas dejaban mi glande sin el menor resto de ni una sola gota de mi esperma.

Reposamos los seis en la cama. Ni recuerdo cómo nos pusimos para caber todos, pero así lo logramos. Entre caricias tiernas, primero, y más audaces después, volvió la erección en nosotros y la humedad en ellas. Repetimos de nuevo aquel amor sexual infernal, que nos llevó otra vez al paroxismo de la fruición. Esa tarde el sexo duró hasta que las fuerzas ya nos abandonaron. Con mi última corrida, mi madre me besó el capullo y dijo:

—Hijo mío te hemos sacado hasta la última gota. Pero no te preocupes, recuperarás fuerzas y habrá más para nuestra satisfacción.

Cuando nos quisimos dar cuenta era ya la hora de cenar. Agotados, y exhaustos, después de ducharnos, recuperamos fuerzas en forma de alimento. Acabada la cena, quisimos dar un paseo por la playa. Yo intuía que habría conversación acerca de lo ocurrido, aunque bien cierto era que no hacía falta, dada la alta complicidad que se había establecido entre nosotros. Nos sentamos en la arena, y fue mi madre quien tomó la palabra.

—Estamos muy contentos de que hayas pasado a formar parte de lo que era nuestro secreto –me decía, con una dulce sonrisa en los labios –. Siempre que hemos iniciado a tus hermanas en estas actividades, lo hemos querido hacer así: primero poco a poco, increscendo en la intensidad sexual, para acabar todos juntos deleitándonos con el sexo. La suerte de ser el más pequeño, es justamente esa, cariño, ser el último, y tener más mujeres con las que disfrutar antes de que llegase el gran compromiso, como nos gusta llamarlo: hacerlo todos juntos como ha ocurrido esta tarde –concluyó –.

—No obstante –tomó la palabra mi padre –, no nos gusta hacerlo todos juntos, salvo la primera vez. El sexo requiere cierta intimidad, hijo; tú podrás disfrutar de tu madre o de tus hermanas cuantas veces quieras, pero con dos salvedades: la primera que ellas estén disponibles o les apetezca en ese momento; y la segunda, que siempre queden al menos dos personas, para que, mientras tú disfrutes, los otros dos también puedan hacerlo.

—No os preocupéis por eso –contestaba yo –: así será. Me ha llegado el mensaje, y me ha quedado totalmente claro, y, por supuesto, sigo estando de acuerdo.

Una sonrisa de todos me comunicaba la satisfacción de comprobar mi acuerdo, y que respetaría esas normas que se habían venido estableciendo, hasta mi unión al incesto familiar, que tantas noches de placer prometían. Esa noche no sucedió nada. Estábamos todos demasiado agotados por el frenesí vespertino. Así que, cada uno en la habitación que había estado usando, roncamos como nunca, ahítos de satisfacción, y sin echar de menos nada.

Al día siguiente volvíamos a casa. Pero eso no era el final. Eso sólo había sido un episodio en unas vacaciones de Semana Santa en Portugal, en donde yo me inicié en el incesto. Después de aquello, los encuentros sexuales con mis hermanas y con mi madre se repitieron durante muchos años. Jamás vulneré aquel acuerdo que tomamos en la playa de Figueira da Foz, la última noche: lo hice con mis hermanas, con mi madre y mis hermanas; pero siempre hubo alguien, para que mi padre pudiera disfrutar también mientras yo hacía lo propio.