Siete días de abril (4: Encuentro buscado)

Unas vacaciones familiares. De camino a Lisboa Rodri practica el sesenta y nueve con su madre, y ambos se hacen algunas confidencias, que van dando muchas pistas.

4: ENCUENTRO BUSCADO.

Como si todo hubiera sido una gota aislada, ese día que cruzábamos la frontera por Ayamonte, rumbo a Lisboa, amaneció claro, limpio y despejado; y la lluvia anterior sólo existía en nuestro recuerdo. Después de la última experiencia, ahora había sido yo el que me había vuelto precavido, y antes de irnos, me había levantado primero que nadie, para comprar en la farmacia preservativos. Mientras el automóvil devoraba kilómetros, mi mente refrescaba lo que había sucedido en una playa mágica, con el susurro de las olas como música de fondo, y las mudas rocas como único testigo; al menos eso creía yo.

Al llegar a Ayamonte nos tuvimos que bajar todos, pues, por aquel entonces, el único modo de pasar la frontera era en ferry cruzando la desembocadura del Guadiana.

Enfrascado como estaba en esos recuerdos, no sentí que alguien se había situado a mi lado, hasta que no oí la voz clara de Mariví, mi madre, mezclada con el ronroneo del motor.

—Qué solo estás siempre –dijo –. Supongo que te gustará buscar un poco de soledad para ti –concluyó –.

—Sí, un poco de eso –contesté yo –.

Ella, estaba tan pegada a mí, que sus muslos estaban tocando los míos, casi presionándolos, y a veces, cuando se giraba para hablarme, o simplemente cuando se movía, rozaba claramente su busto con mi hombro, espectador privilegiado de tal situación. Aunque me había acostumbrado a recordar conmigo mismo los sucesos que iban adornando nuestro viaje, no me importaba, e incluso agradecía, que alguien me hiciese compañía, como era el caso de Mariví ahora. Nos quedamos en silencio muchos minutos, hasta que ella tocó un tema, que no imaginaba que iba a mencionar, y me sorprendió. Lo hizo con discreción, acercándose mucho a mi oído, y en un susurro sólo perceptible por mí:

—Que callado te lo tenías, Rodri, el que nunca se comía una rosca, y si nos descuidamos, nos follas a todas las que vamos coche de tu padre –dijo por sorpresa –.

Ni que decir tiene que me quedé desorientado, y mudo de la confusión. Ella notaba mi silencio, y se sonreía, al verse dominadora de la realidad.

—Vamos, no te cortes, –intentaba tranquilizarme –, sabes que las mujeres nos lo contamos todo; pero también sabes que no somos como vosotros, que lo publicáis en el tablón de anuncios, sólo por presumir… Todo eso queda entre nosotras –argüía, mientras sonreía –.

Dicen que la curiosidad es cosa de mujeres, en un claro error machista. La curiosidad es inherente al ser humano, sea cual sea la condición sexual de éste. Así que quise saber qué sabía y ella, y si lo sabían todas.

—No me irás a decir que vosotras lo sabéis todo, con pelos y señales, ¿verdad? –Lancé yo, esperando una respuesta que me aclarase esos puntos de duda –.

Mariví sólo se reía.

—Exacto, lo sabemos todas; y sí, con pelos y señales…: porque nos lo hemos contado, y porque algunas también lo hemos visto –aclaró sonriendo con sarcasmo –.

Mi mente se puso a trabajar muy rápido. Era imposible que me hubiera visto nadie, a no ser en aquel parque en Zamora, o en la playa de Matalascañas. Dada la confianza que mi madre mantenía conmigo, no pude ya evitar la pregunta:

— ¿Y tú has visto algo?

Mariví volvió a reír, a gusto. Esperó unos segundos, y me contestó satisfaciendo completamente mi curiosidad:

—Os he visto en la playa ayer a Paula y a ti. Y no me he perdido ningún detalle –apuntó –. Aunque también cuentan que alguien os vio en Zamora… –concluyó –.

Dudé un poco, ella me lo debió notar, porque se reía, pero al fin, volví a preguntar:

— ¿Y qué opinas de lo que has visto ayer?

Su carcajada volvió a sonar entre los dos, antes de contestar:

—Que me ha gustado mucho. No me importaría hacerte todo lo que le vi a Paula ayer. Me encantaría probar tu polla, y que la boca se me llene de la leche que luego eche.

Y, como consecuencia de esas palabras, mi pene se irguió de inmediato. Del mismo modo, miles de deseos inundaron mi mente en ese instante. Y, todo ello, desembocó en millones de ideas que quisieron salir a la vez; sin importarme que quien estuviera a mi lado fuera mi madre. La confusión no me dejaba pensar, y yo me dejaba llevar por la inercia de cada segundo. Todo estaba yendo muy deprisa, y la sorpresa de que mi familia actuase así conmigo hacía ya mucho que no existía.

—Me encantaría que lo hicieras –dije sólo al final –.

Ella sólo me miró y sonrió. Luego bajó la vista, y apreció el bulto que crecía entre mis piernas. Se mordió el labio inferior y siguió sonriendo. Levantó levemente la vista y colocó una mano en mi muslo, muy cerquita de donde estaba el glande, debajo del pantalón. Acercó uno de sus dedos y lo rozó, duro como estaba. Yo sentí que me electrocutaba.

—Ya veo que te encantaría –me dijo muy cerca de mi oreja –. Te contaré un secreto –siguió susurrándome –: no eres el único que está así. Mis pezones van a romper mi sujetador y mi coño es líquido hirviendo.

Y después nada más. Mariví se fue, sin que nadie pareciese notar lo que había sucedido. Aunque estaba convencido de que ella le contaría, quién sabe a quién, la conversación que acabábamos de mantener, sus sensaciones, y su mano deslizándose por zona prohibida.

Después de cruzar la frontera, nos subimos de nuevo al vehículo. Me quedé dormido durante el ascenso desde el sur hasta Lisboa. Me desperté cuando nos detuvimos. Estábamos en un pueblo absolutamente perdido del Baixo Alentexo . Nos bajamos todos y nos fuimos al bar junto al que habíamos aparcado. Después de pedir, no sin dificultad, una lata de cerveza y un pincho de jamón, me salí del bar, demasiado concurrido y la barra muy demandada.

Me dirigí a una zona aislada, y me senté en el suelo, con la espalda apoyada en una pared. Bebía y comía y despacio, hasta que lo terminé. Levanté la vista, y pude distinguir cómo Mariví se acercaba a mí de nuevo. Se sentó a mi lado, y apoyó su espalda al lado de la mía.

— ¿Por qué te has alejado? –Me interrogó –.

—Porque siempre me gusta recordar lo que me ha hecho disfrutar en intimidad –contesté –.

Y Ella sin vacilar, colocó su mano en mi entrepierna, con el riesgo de que por allí se acercase cualquiera y nos viera.

—Sigues empalmado –murmuró –. ¿Crees que podría hacer algo por ti? –Preguntó luego irónica –.

—Lo que se te ocurra –contesté yo agitado –.

Ya no hubo más conversación entre los dos. Mi madre llevó mi mano a su pecho. Fue el único gesto que tuvo que hacer para indicarme sus intenciones. Mientras la besaba y exploraba su boca con mi lengua, acariciaba su pecho por encima de su camiseta. Ella me desabrochó el pantalón y me extrajo la polla, que no había perdido su dureza. Me la acariciaba en toda su longitud, suave y despacio al principio, más rápido y ávida después. Los senos de Mariví, se erguían entre mis manos y sus pezones se hacían puntiagudos entre mis dedos, y yo lo notaba perfectamente a través de su ropa. Ella estaba tan excitada como yo, y su mano mimaba mi polla con deleite, creciendo en su caricia hasta convertirse en una total masturbación.

—Me encanta tu polla –decía, mientras la seguía manoseando –.

Así estuvo varios minutos, hasta que apartó mi mano de sus tetas, se agachó y se metió todo el glande en su boca. Al principio sólo la cabeza lamía con glotonería, después introdujo todo lo que pudo engullir. La felación me estaba volviendo loco, mis suspiros eran ya gemidos, allí en plena calle, ante cualquiera que nos pudiera ver. Notaba los primeros espasmos, y ella debió sentir las primeras gotas de líquido preseminal, porque se detuvo.

—Espera –me dijo, excitada –.

Se levantó la falda y se quitó las bragas, colocando su pelvis en mi cabeza, tumbándose ella sobre mi torso hasta volver a alcanzar el miembro con su boca.

—Quiero que me lo comas entero, y ni se te ocurra detenerte pase lo que pase –me advirtió –.

El sabor de su sexo me fue tan desagradable como el de Paula, pero otra lamida de coño era algo maravilloso para mis aspiraciones en aquel viaje, y no le hice ascos. Mientras mi lengua jugaba con cada pliegue de su chocho, evitaba el clítoris a propósito, haciendo desear más aún el momento, y amagaba con lamerlo, sin llegar a hacerlo. Los gemidos de ella eran casi de súplica, y por miedo a ser descubiertos en tal trance, no por ninguna otra razón, me dediqué a chuparlo con toda la escasa sapiencia que tenía. Lo hice con lamidas rápidas y muy seguidas, frotando con fuerza aquel botoncito, pero sin apretarlo demasiado, sabía que la podía molestar. No tardé mucho en oír sus grititos; y sin tapujos, con la voz entre cortada por la respiración agitada, me anunció su orgasmo:

— ¡Me corro, Rodri, me estás haciendo venirme enterita!

Me satisfizo saber que la había hecho alcanzar el orgasmo. Aunque estábamos absortos en nuestro desenfreno sexual, nos llegaba con nitidez los murmullos del reto. Afortunadamente, no me quedaba mucho para eyacular, porque el riesgo de que nos vieran era extraordinario. Aunque ella me había dicho en el ferry que deseaba probar mi semen, la avisé de la inmediata corrida.

—Me viene, ya la tengo aquí en la punta de la polla –dije –.

Apenas acabé de decir esas palabras, la mujer había incrementado el ritmo, regué toda su boca con mi esperma, entre mis gritos ahogados. Ni nos dio tiempo a reponernos de la explosión, pues nos cubrimos a toda prisa. Aún nos quedamos el uno sentado al lado del otro jadeando.

—Te contaré algo –confesó ella –. Cuando os vi en la playa, luego hablé con Paula, y me dijo que tu polla no tiene sabor, ni las gotitas que salen antes de la corrida… Pero tu leche sabe salada, muy salada, mucho más que ninguna que haya probado.

Yo la miraba mientras decía eso, y vi como aún se relamía, seguramente con los últimos restos en su lengua.

—Supongo que Paula sería la primera vez que lo probaba –dije –.

—No, cielo. Esa no fue la primera vez que alguien se corría en su boca, ni fue tampoco la primera polla que metió en su boca. Es más, contiSi go ha hecho lo que ella está experimenta a hacer, eso sí, con un solo tío. Pero sí me dijo que jamás se había puesto tan caliente como en ese momento, y jamás se había corrido como entonces.

Sonreía Mariví, después de haberme hecho esa confesión. Yo lo consideré normal, suponía que ella tendría un novio, aunque jamás lo contara, con quien tener cierta experiencia sexual. El hecho de haberla podido penetrar tan fácilmente, era otra prueba más que me hacía pensar en la certeza de todas mis deducciones.

—Mi coño por lo menos es el segundo que pruebas –afirmó ella muy segura de lo que decía –.

—Así es –confirmé yo –. El primero fue el de Paula. Hasta ese momento si ni siquiera había visto uno, ni tampoco lo había tocado, ni por encima del pantalón… Es más, hasta que empezó este viaje, jamás me había besado ninguna chica.

No me importó hacerle esa confesión. Mi madre me daba seguridad, y algo me decía que no me arrepentiría de haber sido tan sincero. Ella tan sólo se acercó a mí, y me besó con su lengua. Después se incorporó y me pidió que volviéramos con los otros, no fuera que nos echaran de menos.

Al llegar a la capital lusa, tardamos aún un buen rato hasta encontrar el hotel, pero al final, todos ocupamos nuestras habitaciones. El barrio alto lisboeta, nos ofrecía una vista espléndida; y el balcón de mi habitación daba directamente al pavés de la calle y a los raíles del tranvía. Tras ocupar mi dormitorio, me quedé tumbado en la cama, olvidándome del tiempo.

Unos golpes a la puerta de mi cuarto, me sacaron de sopetón de mi ensimismamiento. Me levanté a abrir, y allí estaban Mariví y Paula, muy juntas y muy risueñas. Entraron, como si de su propia habitación se tratase, y, dejando la puerta abierta, se tumbaron ambas en mi cama.

— ¿Siempre estás tan solo? –Me volvió a preguntar Mariví, sin dejar de sonreír –.

—Siempre que quiero pensar –contesté yo, sin dar más detalles –.

—Imagino que querrás decir, siempre que quieres recordar cómo me follaste a mí, y como hiciste un sesenta y nueve, con ésta –corrigió Paula, mientras señalaba a su acompañante –.

Y las dos se reían. Y no me importaba que lo hicieran. No me sentía burlado, antes al contrario, había una dosis de confidencialidad que hacía todo eso muy especial.

—Supongo que sí –dije sin más –.

Y las dos se seguían riendo.

— ¿Y cuál de los dos coñitos te ha gustado más? –Preguntó maliciosamente Paula –.

Y ya no supe qué contestar. He de confesar que ambas habían logrado confundirme.