Siete días de abril (2: Primera noche)

Unas vacaciones familiares. La primera de las noches, Rodri recibe algo que hasta ahora nadie le había dado. Todo parece extrañamente orquestado.

2: PRIMERA NOCHE.

Seguimos viaje, y en todo el trayecto en el que duró, nadie, absolutamente nadie abrió la boca, y nos envolvimos todos en la monotonía del ruido del motor y de la carretera. Tampoco me preocupaba especialmente, aunque sí hubiera deseado que Berta me hubiese dicho algo, cualquier cosa, para yo poder reiterarle cuánto me había gustado su acción, y no dejar de agradecérselo.

Mi padre se detuvo delante del que sería nuestro hotel, y nosotros, emocionados por todo lo que nos esperaba, descendimos y cogimos nuestras cosas, para ir ocupando nuestras habitaciones.

Dejé la maleta en un rincón de la habitación y me di una ducha. El viaje, y la paja que me había hecho Berta sugerían que eso era lo más oportuno. Supuse, como así fue, que el resto de mi familia también haría lo mismo. Después de mi aseo sonó el teléfono: me esperaban para salir a conocer la ciudad.

Abajo, en el vestíbulo, estaban Sonia, Mariví, y mi padre. Les saludé. Aún estaban esperando por Berta, para salir a dar un paseo. No tardó mucho en bajar quien quedaba. Y los seis nos fuimos a recorrer la ciudad.

Después de un largo caminar acabamos en la Plaza Mayor, y a mí, personalmente, me maravilló. Nos sentamos en una terraza a disfrutar de la tibia temperatura, y de una cerveza. Yo estaba sentado al lado de Sonia, y por un instante, me molestó eso, ya que hubiera preferido estar sentado al lado de Berta. Pero ella estaba junta a mi padre. Cada uno conversábamos cosas distintas entre nosotros.

—Te lo has pasado muy bien esta mañana –me dijo Sonia casi al oído, inesperadamente –.

—Supongo que como todos, –contesté yo, sin saber aún a qué se refería ella –. Estamos de vacaciones, lo que tantos meses llevamos deseando.

La miré y me quedé fijándome en ella. La mayor de todos, sonreía, con sus gafas de sol, impidiéndome ver su mirada. Después de estar unos segundos callada, volvió a hablar.

—No creo que como todos –dijo –. No creo que, el que se la hayan meneado esta mañana, sea divertirse igual que los demás; de hecho, creo que ese suceso es algo especial.

Me quedé de piedra. Y no contesté, no supe qué hacer para que no se me notara el evidente estado de turbación. Nos había visto; y sólo deseaba con todas mis fuerzas que Sonia fuera la única que lo hubiera hecho. Y, de no ser así, conocía las consecuencias que pudiera haber durante todo el viaje. Yo miraba hacia el suelo, intentaba disimular todo lo posible mi estado de vergüenza, pero supongo que se notaría a los ojos de cualquiera que me prestase la más mínima atención. Afortunadamente nadie lo hacía, mientras mis orejas seguían ardiendo.

—Al menos habrás disfrutado, ¿no? –aludió ella con tono burlesco, mientras se le escapaba una risa que fue imperceptible para el resto –.

Seguí sin hablar. Tenía la lengua paralizada, y el rubor me impedía siquiera hilvanar alguna idea para salir del paso.

—Puedes hablar –me decía Sonia, mientras me sacaba socarronamente la lengua –, no creo ni que me vaya asustar ni que deje de entenderlo.

Mi desconcierto era total. No podía entender de qué manera podía ser comprensible que una hermana te masturbase.

—Pues sí, disfruté y mucho –al fin dije –. Supongo que cualquiera en mi lugar lo haría.

—No te lo discuto –prosiguió la chica en un tono de voz que no la delataba, y en un volumen que sólo yo oía –, pero yo, si hubiera sido Berta, no me habría conformado con cascártela. Me hubiera muerto de ganas por meterme a la boca tu polla, que para tu información, me encantó.

Y de nuevo me quedé perplejo. Las palabras de la muchacha que estaba a mi lado, habían hecho que otra vez mi erección fuese absoluta. Ella lo había advertido, porque miraba para mi paquete, y sólo sonreía. Después de eso se hizo el silencio más absoluto. Yo no me atrevía ni a mover un músculo, así que ahí seguía al lado de Sonia, que ahora conversaba con los demás, con mi pene empinado y procurando que no se notase. Berta, que era la que más lo podía sospechar, ni siquiera me prestaba atención, así que eso me hizo sentirme más tranquilo. Sonia no me volvió a decir nada más, hasta el momento en que nos levantamos. En ese instante, y mientras cogía el bolso de la silla, me hizo un gesto para que permaneciese sentado, y con sus labios muy pegados a mi oreja, simplemente anunció:

—Esta noche, cuando todos se vayan a la cama, búscame, puede que haya una sorpresa para ti, no es bueno que ese bulto esté tanto tiempo así.

Y nada más. Se levantó y se fue, sin más detalles que ese.

Tardó toda una eternidad en llegar aquella noche, y, por supuesto, yo me hallaba en un estado de total ansiedad. Mis padres me lo notaron, -pero, supusieron que era debido a la agitación que me provocaban las vacaciones, y a mi condición de púber. Sólo esperaba que las palabras de Sonia fuesen ciertas, y no se tratase de una simple broma. Sólo restaba que ella diese señales de vida.

Ya habían salido todos, yo andaba nervioso caminando por el vestíbulo, y ella no aparecía. Me había casi resignado a entender que lo que había dicho aquella tarde no sucedería y me decidí resuelto a subir a mi habitación, y acostarme

Caminaba por el pasillo en donde se disponían todos nuestros dormitorios, cuando oí que alguien me llamaba en voz baja:

—Rodri, Rodri, aquí –oí con claridad –.

Giré mi cabeza y pude ver a Sonia detrás de mí. Muy nervioso, me fui hacia ella, olvidándome del resto.

—Vamos a tu cuarto, eres el único que duerme solo –dijo –.

Cuando entramos, la pude contemplar bien. Iba en un camisón muy fino, que dejaba notar toda su anatomía. Se percibía perfectamente el dibujo de sus pechos, y sus oscuros pezones puntiagudos se veían con nitidez. Abajo, kilómetros de juveniles piernas, y la tela a medio muslo, dejando todo el resto a la imaginación. En ese momento yo gozaba de una erección en todo su tamaño.

Sonia se acercó a mí y me colocó mi mano sobre sus pechos, que sobé sin prisa, deteniéndome en sus duros pezones, que rozaba con auténtica provocación, ella parecía deshacerse en gemidos. Con lentitud fue bajando los tirantes de su camisón, y, palmo a palmo, dejándome percibir cada centímetro de su piel, puso sus senos al descubierto. Sus pezones me apuntaban negros y desafiantes. Mi mano por fin pudo acariciar un pecho femenino desnudo, después de que no hubiera podido la vez anterior. Abarqué todo su busto, que me cabía en la mano, deteniéndome en sus pezones, que rozaba y acariciaba con esmero.

—Me has empapado entera –dijo, con la respiración acelerada, y los ojos entornados –.

Esta vez no lo dudé, y sin esperar ningún tipo de aquiescencia, coloqué mi mano sobre sus bragas, sobando por encima de ellas su coñito. Mis dedos se deslizaron por el lateral de las mismas, y pude notar su sexo inundado. Cuando quise ser más osado y busqué su clítoris para acariciarlo, ella con dulzura me apartó la mano.

—La sorpresa consiste en que te haré ver el cielo. Otras cosas, de momento, no van a ser hoy –dijo –.

Ahí había acabado mi excursión con mi tacto hacia el cuerpo de esa chica, pero al menos había podido tocar algo. Luego ella se acercó y me sobó el paquete por encima del pantalón, que endurecido y crecido, pugnaba por salir. Sonia me sujetó el pene, después de haberme desnudado por completo. Lo acariciaba con mucha suavidad desde el escroto hasta el glande, ponderándolo, advirtiendo su dureza extrema. Comenzó una suave masturbación, rozando apenas el tronco, para tocar, en la subida, la base del glande en un segundo imperceptible, porque de nuevo su mano bajaba. La cabeza del pene se había vuelto casi morada, y los ojos de ella lanzaban auténticas llamas, ensimismada como estaba con mi órgano en su puño.

—Me gusta muchísimo tu polla –me dijo nada más, sin dejar de masturbarla –.

Yo no contestaba, sólo me limitaba a seguir respirando por el auténtico placer que la mujer me estaba dando. No quería eyacular aún, quería disfrutar de ese instante, y alargarlo todo lo que fuera posible. Pero en la mente de Sonia estaba la idea de darme un placer que hasta ahora nadie me había dado, y sin yo sospecharlo, y sin que ella evidenciase su siguiente paso, se metió el glande en su boca. Sentir sus labios atrapando la base de la cabeza del pene, aprisionándolo, sentir su lengua jugar con todo mi capullo, al principio con la cabeza quieta, luego metiendo y sacando mi polla todo lo que le cabía dentro, rozando la extremidad con los labios, fue lo más placentero que, en cuestión sexual, había sentido jamás hasta ahora en mi corta vida.

Nunca supe donde había aprendido a hacer eso la chiquilla que tanto goce me proporcionaba, tampoco me importó en absoluto, y nunca se lo pregunté; porque esa fantástica felación me estaba conduciendo irremisiblemente al orgasmo. Sonia se sacaba la polla de la boca, empapada como estaba en su saliva, y con la lengua la recorría en toda su longitud; y se entretenía arriba del todo, acariciándola con su órgano húmedo sin ninguna prisa, satisfecha de su dureza, victoriosa por saberse ella hacedora de mis gemidos, que ya no se controlaban. Se la metió de nuevo en la boca, y me la siguió mamando, ahora con más fuerza si cabe, lo que hizo que todo se precipitara, ya sin más dilación, con su felación.

—Me viene todo, mi niña, ahora ya, no aguanto más –le dije, para advertirla de la inminente eyaculación –.

Confieso que pensé que se apartaría, pero no lo hizo. Ni entonces ni nunca, supe si alguna vez habría recibido la descarga del semen en su boca; ni entonces ni nunca, supe si eso le resultaba desagradable. Lo único que comprobé fue que me corrí entre estremecimientos y gritos, Los dos primeros chorros de leche fueron engullidos por entero; después, cayeron sobre mi vientre los siguientes, cuando ella se la sacó. Y aún durándome el orgasmo, aún gritando de placer, vi como ella escupía en mi abdomen lo que le había caído en su boca.

Dicen que la primera masturbación, el primer beso, la primera felación, o el primer polvo, no se olvidan jamás. No mienten quienes lo dicen, porque todavía hoy, después de veintitrés años, aún lo guardo tan fresco en mi memoria como cuando lo viví.

Nos quedamos tumbados en mi cama unos minutos, en silencio. Miraba a mi hermana y ella solo me sonreía, mientras yo seguía acariciando su cuerpo desnudo, queriendo aprender su anatomía, para que no se me olvidase. En todos los intentos que hice de ser más osado ella me lo impedía. Así que me conformé con lo que me permitía; hasta que en un momento dado ella me anunció su ida.

—Me tengo que ir, Rodri. Yo no duermo sola y no quiero que nadie se pregunte dónde estoy.

Y, con esas palabras, dejándome un beso en la superficie de mis labios, se puso las bragas, el camisón, y salió.