Sierva y sus tetas
Una negrita muy tetona.
Simplemente fea. Es todo lo que se puede decir de Sierva, la negra de escasa estatura, pelo esponjado y rostro casi varonil. Su piel fatigada por un acné crónico y su mal gusto para vestir acentúan su mal aspecto de niña grosera y seca que jamás se le había visto sonreír.
Tiene sin embargo un par de encantos que comparables son a las almohadas blandas y tibias de mi cama. Son sus tetas gordas de tono chocolate que se desparraman de par en par y de las que todos en ese edificio hablan. Son las mismas de las que ella se enorgullece como único recurso salvable de su fealdad increíble.
Un día atribulado por el deseo a flor de piel después de estar en casa tres horas pegado al Internet chateando con chicas con las que intenté infructuosamente tener sexo virtual mientras miraba páginas de mujeres tetonas, estuve a punto de regalarme una paja después de desconectarme decepcionado y ansioso. Sonó el timbre de la puerta y al abrirla era Sierva, la fea Sierva, la horrible muchacha del servicio del apartamento contiguo con su acento extraño y su vestimenta descocida que había llegado a fastidiar; a prestar seguramente la olla de presión o la licuadora para terminar un quehacer. Mi vecino, buen amigo mío y patrón de ella estaba mal acostumbrado a prestar cosas ajenas.
La miré de pies a cabeza y sus tetas estaban casi desnudas como casi siempre. La mitad superior de éstas se derramaban por encima de su atrevido escote sucio. Hasta se le veía un poco la costura del sostén barato y rosado. Mis ojos no se despegaron de esos enormes melones y pronto la calentura que se había diluido un poco volvió con sus ímpetus a hechizarme.
Me importó entonces un bledo que se tratara de esa negra fea y mal oliente. Las deseé; las quise para llenar mi boca y solo esa idea era la que me daba vueltas en la cabeza recordando las decenas de fotos que había mirado y remirado minutos antes en la pantalla del computador. Esas masas deberían estar retratadas en esas páginas que vi, pensé entonces.
La hice pasar hasta la cocina y le puse cerrojo a la puerta. De un golpe, sin titubear y sin preámbulos de galantería, me saqué la picha ya parada por entre la bragueta de mi pantalón flojo y empecé a pajearme mientras ella recogía de espaldas hacía a mí la licuadora del mesón enchapado. Al girar se sorprendió e hizo una mueca con su boca grande de mujer negra. Colocó entonces la licuadora nuevamente en el mesón y con voz calmada preguntó idiotizada:
-¿Que haces?-
-Pues la paja. Anda sácate las tetas. Quiero verlas- le dije con tono altivo.
Yo estaba fuera de mis cabales haciendo semejante disparate ante esa jovencita analfabeta de 18 años traída de un pueblucho por mi obsceno vecino. Pude terminar como abusador si ella gritaba o abría su bocota, pero yo bien sabía que mi vecino la usaba como objeto sexual cuado quería y como quería. Me aseguraba el muy sin vergüenza que a Sierva eso le encantaba y que lo hacía con el mayor gusto. Así que sumisa como acostumbraba estaba y sin dejar de contemplar el movimiento desesperado de mi mano masturbando mi sexo, forzó el elástico de su top blanco y sucio y pronto el rosado de su sostén iluminó mi vista. Me excitaba mucho ese contraste de chocolate con rosadito que lucía, pero era encantador.
Se sentó en una banqueta y se desbrochó con lentitud el sostén que pronto tuvo en sus manos. Parecía acostumbrada a obedecer tales abusos. Por fin sus tetas de pezones negros y ovalados se desparramaron mirando hacia el horizonte. Yo agité más mi acto de autosatisfacción. Sierva parecía excitada contemplando mi verga erguida entre mis manos y mis ojos clavados en sus tetas gordas. Me resistía a creer que semejantes senos tan jugosos y bellos pudieran pertenecer a semejante adefesio de mujer.
Su boca empezó a hacer gestos de deseo y comprobé entocnes lo que me decía mi vecino. Esta chica era una putita. Entonces me le acerqué y le puse la pinga entre sus labios gruesos. Ella se la metió en su bocota y cerró los ojos para entregarse a mamar y mamar con tales ansias que después ni se quería despegar. La cogí por su cabello rebelde y apretado imponiéndole un ritmo de mamada que iba de acuerdo a mi estado alocado. Me gustaba verla sumisa y obediente tragándose mi palo.
Saqué el chupo de su boca y me agaché y sin delicadeza alguna metí en mi boca lo que pude de esas ubres desproporcionadas. Sabían a sudor, a sal y a encanto a la vez. Sierva estaba gozosa y gimiendo cada vez que yo mordisqueaba sus pezones oscuros y recogidos por la excitación. Pasé agrestemente mi lengua entre ese valle sinuoso y oscuro tantas veces hasta asegurarme de dejarlo bien ensalivado. Me levanté y la llevé de la mano como flotando hasta el sofá de la sala. Allí me achanté con mi espalda reclinada y mi verga caliente convertida en un asta endurecida. Le pedí que frotara sus tetas contra mi palo. Lo hizo no sin antes ella misma alzar el pezón izquierdo con su mano y lamerlo seductoramente con su lengua hecha agua. Esa imagen se me estampilló en la retina para siempre.
Luego se arrodilló y sujetando sus melones con sus manos de uñas largas y sucias, los apretujó contra mi sexo hasta que mi verga resbalaba y resbalaba por su entre seno lubricado y caliente. Esas tetamentas se volvieron un poco mas claras cuando ella las estiraba para presionarlas contra mi verga. Sus pezones se erguían mas y mas y mi glande se asomaba un poco chocando contra su garganta. La sensación de ese falso hueco era más rica que un chocho virgen en ebullición. Le anuncié entonces que me iba a correr y Sierva con su boca grande de dientes colosales y desordenados recibió mi esperma que cayó en chorritos en el fondo de su garganta mojando después con los últimos pringos hasta sus cejas, mejillas, y las enormes tetas.
Corrió a la cocina, tomó una servilleta y se limpió sin decir una palabra. Se acordó de la licuadora, la tomó y con una mirada cómplice se marchó como si nada hubiera ocurrido.