Siento haberte mentido

Si narro estos hechos es porque necesito ser sincera con alguien.

Éste sí, éste tenía que ser, entera y exclusivamente, para Jonathan. Por todo lo que él ya sabe. Y por más.

Escribo esto porque sé que Fernando visita mucho esta web. Sé cuánto le gusta leer relatos eróticos y en esta página siempre encuentra algunos de calidad. Por eso lo escribo y lo publico, porque es una forma más cómoda de expresarme que ir hasta Fernando y contarle todo esto en la cara. O sea que ya lo sabes: Fernando, esto va para ti.

Lo primero que quiero que sepas es que siento haberte mentido. Nunca lo había hecho, y creo que después de dos años juntos no debería ocultarte nada. Pero cuando me hiciste aquella pregunta, simplemente mentí. Desde entonces no he hecho más que pensar que me equivoqué al mentirte y que debería decirte la verdad, porque eso es lo que yo espero de ti. Mentir me resulta desleal y no quiero perder tu confianza.

Me lo preguntaste así como descuidadamente, y yo me puse tan nerviosa que posiblemente hasta se me notara que estaba mintiendo como una bellaca. No me lo esperaba. Es un episodio de mi vida del que no sé si sentirme orgullosa o avergonzada. Vericuetos de la memoria: no recuerdo cómo llegamos a ese punto de la conversación, pero recuerdo con qué tono de despreocupación lo soltaste:

-¿Entonces tú nunca te enrollaste con Elvira?

Como intuirás, la respuesta es sí, pero yo me empeñé en decir que no y cambiar de tema, como si con eso pudiera cambiar la realidad de lo que sucedió. Te mentí porque tenía miedo de que contarte la verdad pudiera marcar algún cambio en nuestra relación. Te quiero y me siento feliz contigo. Pensé que contarte mi única experiencia lésbica haría que lo nuestro se tambalease, cuando en realidad lo que más nos amenaza es que nos ocultemos cosas.

Elvira y yo nos conocimos el primer año de carrera y congeniamos enseguida porque nos parecíamos muchísimo. Dos buenas estudiantes, en una ciudad nueva y desconocida, compartiendo un piso: nos teníamos la una a la otra y nos hicimos amigas en muy poco tiempo. Nos apoyábamos y nos dábamos consejo; la compañía mutua hacía que nos sintiéramos menos solas, y nuestros aprietos económicos (pagar el piso consumía mucho dinero y ninguna de las dos venía de una familia muy boyante) se superaban mejor juntas.

Para ahorrar dinero, hacíamos uso de todas las instalaciones que la Universidad ponía a nuestro alcance. Solíamos ir al gimnasio y a la pista de tenis (a pesar de que ninguna sabía jugar); ducharnos allí algunos días nos ayudaba a limitar el gasto de agua en casa. Del gimnasio partió la reflexión que desembocaría en todo lo que pasó aquella noche.

Estábamos viendo la tele, las dos en pijama, justo después de cenar. Fuera hacía frío, pero teníamos calefacción y dentro de casa no se estaba nada mal. Fue una de esas muchas noches que nos brinda la televisión en España, en las que la calidad de la programación te conduce sin remedio a pasatiempos alternativos, como la charla. Y como no se me ocurría de qué hablar, solté al tun tun un pensamiento de los que yo llamo ‘de reserva’: reflexiones un tanto absurdas que siempre tengo en mi recámara mental para cuando no hay nada de qué hablar.

-¿Te has fijado que otras chicas que van al gimnasio se pasean desnudas de acá para allá? Van como exhibiéndose, en plan "para que todas vean lo buena que estoy en pelotas", o algo- no lo dije con ánimo de hacer proselitismo de la estrechez. En realidad a mí me da igual como vaya la gente en el vestuario del gimnasio. Pero no comprendo a esas mujeres que están un rato desnudas hablando y paseándose, que parece que no se visten hasta asegurarse de que todas las demás las han visto. A mí me resulta violento. Elvira se echó a reír.

-Pues no sé, Eva- me contestó-, no me he fijado. Pero bueno, qué más da. SI ellas quieren que las vean... Un buen cuerpo femenino siempre es bastante bonito. ¿Qué pasa? ¿Miedo a la extensión del lesbianismo por el mundo?

Le tiré un cojín del sofá.

-No es eso, tía. Es que... me resulta raro... no sé, me violenta.

-Va, no es para tanto- dijo. Mantuvo un corto silencio y añadió con malicia-: A no ser que cuando dices "me violenta" quieras decir "me pone cachonda".

Le tiré otro cojín, y me quedé sin más cojines que tirarle. No es que me sintiera ofendida, pensé que estaba de coña.

-Qué va, no es eso, yo no soy lesbiana.

-Hala, qué bruta. No creo que ser lesbiana sea algo tan simple, las lesbianas se enamoran de otras mujeres. Pero que te ponga cachonda ver a una tía en bolas no te hace lesbiana, no seas extremista- me comentó, sorprendida. Lo decía con total naturalidad.

-Pero es que tampoco es eso. No me pone cachonda ver a una tía desnuda- le repliqué yo, aparentando una seguridad total en mis palabras, pero sintiendo, en el fondo de mí, una brecha de duda.

-¿Segura? ¿Ni siquiera un poquito?

Me asombró que insistiera, como si hubiera visto la brecha antes que yo. Pero en aquel momento creía que mi seguridad era opaca y no dejaba ver esa brecha.

-Claro que estoy segura- le dije.

-Entonces no te importará que haga esto- y conforme me decía eso, Elvira se iba desabotonando la chaqueta del pijama hasta dejar al descubierto sus dos estupendos pechos, y sus no menos estupendos pezones, oscuros y tentadores como onzas de chocolate-. Digo yo, puedes mirarme las tetas sin que eso te afecte, ¿no?

Yo viré la cara a un lado, mientras le pedía entre risas que volviera a vestirse y que se dejara de hacer la idiota. Además, me permití recordarle que su estado mental degeneraba rápidamente.

-No- me contestó-, no voy a vestirme. Me acabas de decir que ver a una tía en bolas no te afecta ni siquiera un poquito, así que demuéstralo. Mírame las tetas y sigue como si tal cosa.

Harto complicado cumplir con lo que me pedía. Estuve mirándole los pechos desnudos casi un minuto, las dos en silencio. Elvira sonreía; le divertía observar mi azoramiento. Yo también sonreía, disimulando los nervios. A pesar de lo que había mantenido anteriormente, no era fácil mirarle los senos a Elvira sin experimentar ninguna reacción genital. Mi cabeza insistía en que no me excitaban las mujeres, pero mi entrepierna la desmentía, babeando independiente de cualquier razonamiento. Elvira había sido agraciada con un muy buen par de tetas: grandes, pero no tanto como para parecer vulgares, erguidas, extrañamente simétricas, de aspecto suave y amelocotonado. Dos pezones en estado de dureza diamantina los coronaban, como guindas en un pastel que me apetecía probar. De repente, chasqueó los dedos enfrente de mis ojos, y yo comprendí que me había quedado absorta contemplando sus tetas, lo cual no hacía más que darle la razón.

-Jaja, ¿lo ves? Te gustan. Jajaja, tendrías que haberte visto la cara. Reconócelo. Mis tetas te ponen berraca- dijo Elvira, contenta y despreocupada, ajena acaso al hecho de que mi mundo y mis seguridades acababan de sufrir una conmoción de grado 7 en la escala Richter.

-Pues... sí... Es verdad, lo admito- repliqué yo-. Me he... eso, vamos.

-¿Puesto cachonda?- dijo, mientras alzaba las cejas. A todo esto, seguía sin camisa como si nada.

-Excitado. Eso es lo que quería decir. Me he excitado contemplándote los pechos, ¿vale? Ya está, ya lo he dicho- bajé la cabeza. Pensaba que, tras reconocer mi derrota, Elvira se pondría la camisa, volveríamos a la insulsa programación televisiva, yo me pasaría semanas cuestionándome y ella seguiría tan ricamente con su vida.

Pero no hizo eso. Elvira se acercó hasta mí y me abrazó. Albergaba la intención de reconfortarme y hacerme sentir mejor, como si se arrepintiera un poco de aquel juego. Sin embargo, Elvira no calibró realmente lo que hizo. Alojó mi cara contra su cuello para poder acariciarme la cabeza, y al tratar de acomodarnos rocé sin querer su pecho izquierdo. La miré alarmada, esperando su reacción para poder decirle que lo sentía y que me iba a dormir porque empezaba a encontrarme verdaderamente violenta.

Sería injusto decir que yo la besé o que ella me besó a mí. Estaría faltando a la verdad. Lo cierto es que las dos nos miramos a los ojos y recorrimos la misma distancia hasta encontrar nuestros labios. Eso sólo puede significar que yo lo deseaba tanto como Elvira. Ahora que lo veo con distancia lo comprendo todo perfectamente. Fue un beso corto, lo justo para notar su lengua caliente y traviesa desprenderse de mis labios. Se separó de mí y ninguna de las dos atinó a decir nada durante unos segundos que se nos hicieron muy largos. Cuando yo cogía aire para hablar (el silencio me quemaba, no recuerdo qué iba a decir pero necesitaba verbalizar lo primero que se me ocurriera), Elvira colocó su dedo índice sobre mis labios y, esta vez sí, me besó, más apasionada, más húmeda, más largamente que la vez anterior.

La sensación física de ser besada por una mujer no difiere sustancialmente de la que se tiene al ser besada por un hombre. Sabes que no es lo mismo, pero no sientes que sea distinto. Supongo que por eso le devolví el beso y tomé la determinación de no hacerme preguntas, de anestesiar mis dudas y dejarme llevar sólo por la quemazón que me ardía entre las piernas y que me pedía a gritos investigar hasta el final aquella situación. En el fondo de mi cabeza se abría paso la idea de que, si el lesbianismo podía asociarse a sensaciones tan placenteras y tan gratas, adelante con el lesbianismo y arriba las lesbianas.

Elvira me tumbó sobre el sofá y apagó la tele porque le fastidiaba la permanente intromisión del sonido en la intimidad que acabábamos de crearnos. Comenzó a besarme el cuello, derecha al punto en que éste se prolonga hacia el hombro, lo que yo consideraba uno de mis puntos más sensibles. De súbito caí en la feliz cuenta de que ella sabría mejor que otros dónde ir para encontrar mi placer, por la sencilla razón de que cualquier mujer sabe bien dónde le gusta que la toquen, la besen o la acaricien. Mi respiración se empezaba a agitar suavemente, al compás de crescendo de revoluciones que me latía en el pecho. Elvira se deslizó hasta la altura de mi pecho, y me sacó la camisa del pijama con delicadeza y con firmeza, dejando mis pechos libres y plenamente disponibles. Los acarició y se regodeó en su contemplación. Los apretó un poco, levemente, para hacer sobresalir unos pezones que ya amenazaban con reventar. Yo eché la cabeza hacia atrás, agonizante de placer; por eso no la vi meterse uno de los pezones en la boca y no pude estar prevenida. Por eso, el tacto húmedo y fresco de su lengua sobre mi piel me cogió de sorpresa y me hizo dar un brinco que desató ríos entre mis piernas.

La boca de Elvira se me antojaba una forma de vida en sí misma. Me resultaba asombrosa la manera en que reptaba por mi pechos y por mi cuello, o incluso por dentro de mi boca. Ella se tumbó encima de mí, lo que me permitió experimentar la novedosa sensación de frotar mis pechos desnudos contra los de otra mujer, o sentir su abdomen rozando el mío. Toda su piel era una fuente de calor; mis manos acariciaban su espalda y sin apenas darme cuenta las metí por dentro de sus pantalones, quizás ansiosa por saber si sus nalgas eran igual de suaves que el resto de su cuerpo.

Ella se dio cuenta y se puso en pie. De un solo gesto se quitó el pantalón del pijama y el tanga, regalándome un cuerpo juvenil y vistoso, con las pequeñas imperfecciones que a mis ojos lo hacían tan atractivo. Me tendió la mano para que me levantara yo también, y en cuanto lo hice, con una gracilidad insólita, Elvira se arrodilló para quitarme a mí también la ropa, de forma que en unos segundos las dos nos quedamos desnudas la una frente a la otra. Ella iba más depilada que yo, porque a mí ese proceso me suele dar mucha pereza; no obstante, este detalle no parecía importarle. Me condujo de la mano a su habitación, y allí nos lo montamos, bajo la atenta mirada de un joven Elvis Presley que, a ritmo silencioso del "jailhouse rock", adornaba la pared.

Recuerdo que olía muy fresca. Se compraba la colonia más barata del supermercado, y quizás por eso penetraba tanto en la piel y permanecía de una forma tan tenue y tan excitante durante horas. En realidad a mí, a aquellas alturas, hasta los pestañeos de Elvira me excitaban. Estábamos abrazadas, de pie en la habitación; cuatro manos que se movían ávidas sobre dos cuerpos femeninos en plena ebullición. Yo me moría de ganas de probar sus pechos como ella había hecho con los míos. La senté en la cama y me coloqué de rodillas delante de Elvira. Estiré los brazos para alcanzar sus pechos, aún con algo de miedo, como si fuera a tocar un objeto sagrado. Sólo rozarlos con la yema de los dedos multiplicó mis ganas de seguir adelante con algo que ya no tenía marcha atrás. Me los llevé a la boca casi de inmediato, porque el cuerpo me pedía tocar y disfrutar con todo lo que estuviera a mi alcance. Seguí bajando con la lengua, mientras marcaba la línea de su cintura con las manos. Conforme me iba acercando a su más que tentador ombligo, percibía el olor, primitivo y clamoroso, de su sexo lampiño. Funcionaba como un reclamo que trascendía mi capacidad de razonar e iba derecho a los instintos, espoleándolos, estimulándolos a actuar.

No lo pensé, ni lo dudé. Me incorporé sobre las rodillas la tumbé poco a poco en la cama, con besos hasta donde pude. Una vez la tuve sobre la cama, separé sus piernas y me dediqué a lamerlas desde las rodillas hasta el nacimiento de las nalgas, despacio, con deliberada crueldad, parándome en las corvas también para comprobar si a otras mujeres les gusta tanto como a mí. Oírla gemir me impulsaba a afanarme más, por lo que me pasé un rato entretenida en la cara interna de sus muslos.

Acometí su coño sin dudar. Me detuve a mirar su entrepierna, y fue como si estuviera viendo un coño por primera vez. Estaba terriblemente húmedo y brillante, y parecía llamarme por mi nombre. Introduje dos dedos con lentitud, más y más adentro de acuerdo a sus reacciones, a sus jadeos, a sus convulsiones. Con la otra mano abrí sus labios y me lancé en picado a lamer su coño. Me guiaban lo que había aprendido en el porno y mi propio instinto. Lamía, chupaba, bebía casi de Elvira, y me lo estaba pasando en grande. Disfrutaba muchísimo haciéndola gozar a ella; lo sé porque yo misma estaba empapada. Después de perderme entre sus pliegues laberínticos, ella empezó a gritar y a aferrarse a las sábanas. De alguna forma supe cuándo parar, y me tumbé al lado de Elvira, inocentemente asombrada del hecho de haber sido capaz de procurar el orgasmo a una mujer que no era yo. Ella sudaba, y sus mejillas estaban teñidas de un delicioso color rojo.

Elvira tardó unos minutos en recuperarse, y yo los pasé a su lado, describiendo círculos con los dedos de forma distraída entre sus pechos y su barriga. De repente ella se incorporó, y se colocó encima de mí, inclinándose para volver a besarme. Ardía en deseos de que me hiciera lo que yo le había hecho antes, pero Elvira siempre era más creativa. Cogió mis manos y me hizo abrir mi sexo con ellas; después ella hizo lo mismo y se sentó, para que nuestros clítoris se tocaran. Inició un movimiento de caderas cadencioso y rítmico; me vi tocando las estrellas al sentir aquel pequeño botoncito estimulando el mío de aquella manera, excitada también con la visión del cuerpo de Elvira sentado sobre el mío. No controlaba mi respiración ni mis gemidos. Estiraba los brazos cuanto podía para alcanzar sus pechos. Todo lo que tenía en mente era disfrutar de Elvira.

Ella descabalgó y me hizo incorporar, cosa que logré hacer no sin dificultad, puesto que los jadeos continuos me proporcionaban una ligera sensación de mareo. Me indicó que me pusiera de rodillas sobre la almohada, y luego ella se deslizó debajo de mí hasta que su boca quedó justo debajo de mi sexo. Entendí que ese detalle fue una travesura. Me costaría un esfuerzo extra no desplomarme. Elvira se aferró también a mi trasero, quizás para tenerme más sujeta y más firme ante mi más que previsible zarandeo pélvico. Me supuso un denuedo especial estarme quietecita y no golpearla; me resultaba horriblemente complicado porque Elvira estaba hecha una auténtica experta. Su lengua culebreaba sin descanso por todos los rincones de mi coño, entraba y salía, masajeaba mi clítoris mientras su lengua lo tenía asido con firmeza. Mi orgasmo explotó sin previo aviso. Los muslos dejaron de sostenerme, y poco a poco me fui retirando para poder tumbarme y descansar, atónita de pensar cuánto placer había extraído de aquella noche. Caí dormida al poco de relajarme y recuperar el aliento. Cuando me levanté la mañana siguiente, estaba sola en la cama.

Encontré a Elvira duchada y vestida, preparando su desayuno en la cocina. Me dio los buenos días igual que siempre.

-Te has levantado muy temprano, ¿no?- pregunté yo.

-No he dormido contigo, si es lo que tratas de averiguar- dijo ella, mientras llenaba su tazón de leche. Yo la miré con el interrogante en los ojos, y entonces ella se explicó-. No has entendido nada, ¿no? Cuando sales por ahí y ligas con un tío que está muy bueno, ¿aspiras a que esa noche se duerma abrazadito a ti? Oye, si pasa, bien, pero no suele pasar. Se echa el polvo y cada uno a su cama. Pues más o menos eso ha sido lo nuestro. Lo pasamos bien, qué coño, lo pasamos de puta madre, pero no estamos enamoradas. Tú no estás enamorada de mí, ni yo de ti. Dormir abrazadas no es lo que toca. Y no te comas el tarro que no eres lesbiana.

Entendí entonces lo que me había querido decir. Yo seguía viendo a Elvira como a una amiga y una compañera de piso, pero no sentía nada más por ella. Una parte de mí sabía que se me acababan de abrir las puertas a un mundo sexual más rico, pero otra parte me reprochaba haber hecho lo que hice. Desde entonces he vivido con esa dicotomía, con ese no saber si tendría que estar orgullosa o avergonzada.

Un par de meses más tarde te conocí a ti, y me enamoré de ti, y supe que quería follar contigo y dormirme entre tus brazos, Fernando. Ahora que Elvira se ha hecho cargo del comité provincial de la federación de gays y lesbianas, ha hecho pública su orientación, se ha echado novia y se ha convertido en una de las ‘lesbis’ más notorias del campus, comprendo que sientas curiosidad por saber si alguna vez nos lo montamos juntas durante el tiempo en que compartimos piso. Bueno, pues aquí tienes la verdad. Espero que sepas perdonarme. Siento haberte mentido. Te quiere, Eva.